Las horas transcurrían y El-Kadur seguía sin moverse. La joven, desvanecido ya su delirio, se hallaba sumida en profundo sueño.
De esta manera pasaron algunas horas. Ya no se escuchaba el tronar del cañón, ni el vocerío de los turcos. Solamente de vez en cuando sonaba algún disparo de arcabuz, acompañado de voces que se iban extinguiendo paulatinamente.
—¡Dale al guiaurro! ¡Dale! ¡Dale!
Aquel guiaurro sería con toda seguridad algún desdichado habitante o un soldado descubierto entre los escombros de la ciudad a quien arcabuceaban como a un perro rabioso los jenízaros de Mustafá, todavía no saciados de sangre, pese a la espantosa matanza llevada a cabo.
Un débil gemido hizo que El-Kadur abandonara sus pensamientos.
Se incorporó y fue hacia la joven, que acababa de abrir los ojos e intentaba levantarse.
—¿Eres tú, El-Kadur? —inquirió, pretendiendo esbozar una sonrisa.
—¡Estoy velando por ti, señora! —contestó el árabe—. ¡No te levantes! ¡No es necesario, y por el momento no te hallas en peligro! ¿Cómo te encuentras ahora?
—Bastante debilitada, El-Kadur! —repuso la duquesa, con un suspiro—. ¡Quién sabe cuándo podré volver a usar la espada!
—En este instante no resultaría de ninguna utilidad.
—¿Así que todo se acabó? —preguntó la joven, con el semblante demudado por el dolor.
—¡Todo!
—¿Y los habitantes de la ciudad?
—¡Han sido exterminados, al igual que lo fueron los de Nicosia! ¡Mustafá no perdona los meses que le mantuvieron a raya! ¡Ese hombre no es un guerrero; es un tigre!
—¿Y qué ha pasado con los capitanes? —inquirió de nuevo la joven.
—No te puedo informar, señora.
—¿Los habrán exterminado también?
El árabe bajó la cabeza, sin responder.
—¡Dímelo, El-Kadur! —insistió la duquesa—. ¿Ha tomado venganza Mustafá en Baglione, Bragadino, Spilotto y los restantes valerosos capitanes?
—Me parece que no debe de haberlos perdonado, señora.
—¿No podrías averiguarlo de alguna manera? El color de tu piel y tus vestidos te darán fácil acceso a Famagusta.
—No me atrevo a salir de este lugar en pleno día, por miedo a exponerte a una muerte cierta. Acaso me vieran remover las piedras que obstruyen la entrada, suponer que oculto algún tesoro y obligarme a descubrirlo. Aguardaremos a la noche, señora. La prudencia nunca sobra, en especial con los turcos.
—¿Y viste si mi teniente caía muerto?
—Al alejarme del fuerte de San Marcos, todavía estaba con vida y le notifiqué que te encontrabas escondida en este subterráneo.
—En tal caso, confío en que pueda venir a buscarnos.
—Si se ha salvado de las cimitarras turcas, vendrá —replicó El-Kadur—. ¿Me dejas que examine tu herida? En mi tierra sabemos curar mejor que en otros países.
—¡No hace falta, El-Kadur! —repuso la duquesa—. ¡Deja que se cicatrice por sí misma! ¡No es tan grave como imaginas! ¡Sólo me encuentro algo debilitada a causa de la sangre perdida! ¡Dame de beber; no puedo aguantar la sed!
—No te puedo proporcionar ni una gota de agua, señora. Aquí no hay más que aceite y vino de Chipre.
—¡Dame entonces vino de Chipre!
El árabe alzó la tapa de piedra que cubría una gran
corambre
llena de aquel dulce vino y, luego de llenar un vaso de cuero, lo entregó a la joven, que lo bebió de un solo trago.
—Esto calmará tu fiebre —dijo el árabe—. Vale más que el agua corrompida de la población.
La duquesa se tumbó de nuevo y apoyó la cabeza en la mano, en tanto que el árabe clavaba la antorcha en una esquina, con el objeto de que sus rayos no se proyectaran hacia el exterior y, tras un breve silencio, le preguntó:
—¿Qué nos va a ocurrir, mi fiel amigo? ¿Crees que conseguiremos abandonar Famagusta para ir en busca de Le Hussière?
El árabe se estremeció y repuso con voz lenta:
—¡Olvida de momento al vizconde y pensemos en ponernos a salvo!
—¿Crees que lo lograremos?
—Tal vez con el auxilio de un hombre, el único que, entre tantos millares de turcos, posee un corazón noble y generoso.
—¿Y quién puede ser? —inquirió la duquesa, examinándole con fijeza.
—El León de Damasco.
—¿Muley-el-Kadel?
—Exacto, señora.
—¿El hombre a quien he derrotado?
—Pero al que perdonaste la vida, pudiéndosela arrebatar noblemente sin que los mismos turcos protestaran. Sólo este hombre reprochará al gran visir su ansia de sangre.
—Si se enterase de que fue una mujer la que le hirió…
—Mayor motivo para admirarla, señora.
—¿Y qué has decidido hacer?
—Ir en busca del León de Damasco y explicarle lo que nos ocurre. Tengo la certeza de que tan bravo guerrero no te traicionará. Por otra parte, puede darte alguna valiosa información sobre el vizconde.
—¿Puedes imaginar tanta generosidad en un turco?
—Sí, señora —contestó con acento seguro el árabe.
—¿Conoces a Muley-el-Kadel?
—Pude hablarle cierta noche que acompañaba a un capitán turco, con idea de sacarle algún informe respecto a la suerte del caballero Le Hussière.
—¿De manera que confías en que te atienda?
—No me cabe la menor duda. En caso preciso, emplearía una estratagema.
—¿Qué estratagema?
—Permite que, de momento, no te la diga.
—¿Y si te matase por traidor?
El árabe hizo un ademán incierto y se dijo para sí: «El desdichado esclavo habría dejado de padecer.»
Y agregó en voz alta:
—¡Descansa, señora! ¡Queda tiempo hasta la noche!
La duquesa siguió el consejo el árabe. Pero transcurrieron varias horas antes que pudiera dormirse.
El-Kadur se había tendido en los escombros y prestaba gran atención a los ruidos de fuera.
A lo lejos se oía, de vez en cuando, sonido de trompas y se escuchaban clamores.
Los turcos, acampados alrededor de las murallas, debían de estar celebrando su victoria, que aseguraba a partir de entonces al sultán el dominio de Chipre.
En el interior de la ciudad continuaban los arcabuzazos.
—«¿Estarían fusilando a los supervivientes o acaso se dedicaban a sus pasatiempos guerreros?», El-Kadur no sabía qué pensar.
Cuando se incorporó era ya de noche, y la duquesa, muy debilitada por la pérdida de sangre, seguía durmiendo.
El árabe se aproximó a la rústica cama de la joven y mirándola exclamó con voz desconsolada:
—¡Qué hermosa es! ¡Desdichado esclavo! ¡Menos hubiera padecido muriendo a consecuencia de los golpes de su amo!
Se pasó una mano por la frente, avivó la antorcha, revisó sus pistolas y se dirigió a la entrada, mientras murmuraba:
—¡Vamos a buscar al León de Damasco!
Sin embargo, se detuvo, conteniendo la respiración.
Le había parecido escuchar un ruido cercano procedente del exterior.
—«¿Habrán descubierto nuestro escondite?», se dijo.
Preparó la pistola y se acercó a la entrada del subterráneo, ocultando a su espalda el arma para que no se vieran las chispas.
Percibió el rodar de las piedras y un ligero ruido semejante al de pisadas.
—¿Quién será? Si se trata de un turco, no lo dejaré penetrar. ¡Un balazo en la cabeza terminará con su vida!
El rumor seguía oyéndose. El que intentaba penetrar en el subterráneo lo hacía con mucho cuidado. ¿Pretendería coger desprevenido a los refugiados o, tal vez, en lugar de ser un turco era un infortunado cristiano que tenía noticia también del subterráneo?
Aquella sospecha se apoderó del árabe.
—Esperaré antes de abrir fuego —musitó—. Podríamos matar a un amigo en lugar de a un enemigo.
Quienquiera que fuera, continuaba su avance. Al cabo de poco tiempo alcanzó la entrada del subterráneo, siempre entre infinitas precauciones.
Finalmente apareció una cabeza.
El-Kadur apuntó al instante, exclamando:
—¿Quién eres? ¡Contesta o disparo!
—¡Alto, El-Kadur: soy Perpignano!
Un instante más tarde el teniente del capitán Tormenta penetraba en el subterráneo, apareciendo ante la luz de la antorcha.
El infortunado joven se hallaba en un estado lamentable.
Tenía la cabeza vendada con un trapo cubierto por completo de sangre y de polvo. La cota de malla, desgarrada por todas partes, le colgaba por doquier. Llevaba los chapines destrozados y ceñía por espada un trozo de acero que únicamente llegaría a las tres pulgadas, lleno de sangre hasta la misma empuñadura.
—¿Sois vos, señor? —exclamó el árabe—. ¡En qué situación os vuelvo a ver!
—¿Y el capitán? —inquirió con acento atemorizado el teniente.
—Duerme tranquilo. ¡No lo despertemos, señor Perpignano! ¡Necesita mucho descanso! ¡Cuidadle!
Se disponía el teniente a dirigirse hacia la duquesa, cuando ésta, despertada por el ruido, abrió los ojos.
—¡Vos, Perpignano! —exclamó con tono alegre—. ¿Cómo habéis podido escapar de los turcos?
—Por verdadero milagro, capitán. De haberme descubierto no habríais vuelto a verme, ya que a cuantos han hallado escondidos o entre las ruinas los han matado. ¡Ese malvado de Mustafá no ha perdonado a nadie!
—¡A nadie! —dijo con voz de angustia la duquesa—. ¿Ni siquiera a los capitanes?
—¡Ni a ellos tan siquiera! ¡El malvado visir ha cortado con su propia mano la oreja derecha y un brazo al heroico Bragadino y le ha hecho asesinar delante de los jenízaros!
La duquesa lanzó un grito de espanto.
—¡Canallas! ¡Canallas!
—Luego ha hecho decapitar a Martinengo y a Astorre Baglione, despedazar a Tiépolo y Spilotto y su carne ha sido lanzada a los perros.
—¡Dios mío! —exclamó la duquesa, espantada y tapándose la cara.
—¿Y los demás, señor? —inquirió El-Kadur.
—¡Todos muertos! ¡Mustafá únicamente ha perdonado a las mujeres y a los niños, para enviarlos como esclavos a Constantinopla!
—¿Todo ha terminado entonces para el León de san Marcos? —preguntó la duquesa.
—¡La bandera de la República del Adriático ha dejado para siempre de ondear en Chipre!
—¿Y no habrá quien intente vengar tan horrorosa derrota?
—Los navíos de la República darán cualquier día a estos «tigres» la lección que se tienen merecida. La Serenísima limpiará la ofensa y Selim II será quien pague las crueldades de su gran visir.
—¡Pero Famagusta es un cementerio!
—¡Un espantoso cementerio, capitán Tormenta! —contestó con acento conmovido el teniente—. Las calles rebosan de cadáveres y los derrumbados muros de las casas están coronados por las cabezas de sus defensores.
—¿Y cómo habéis podido vos eludir las cimitarras turcas?
—Ya os lo dije: por un auténtico milagro. Cuando ya no había salvación para nadie y los jenízaros treparon por los fuertes ya sin defender, acompañé en su huida a los supervivientes de la rotonda de San Marcos. Corría al azar, sin saber dónde hallar cobijo, notando que estaba perdido cuando de improviso una voz salió de entre las ruinas de una casa medio derruida, derrumbada.
—«Ven aquí, muchacho», me gritaron. Pasé una cancela obturada por cascotes y escombros y distinguí a dos hombres que me hacían desesperadas señas. ¡Aquello significaba la salvación! Entre ambos me condujeron a una especie de cantina muy oscura cuando, ya a causa de las heridas y la debilidad, no podía sostenerme derecho.
—¿Quiénes eran esos hombres tan generosos? —inquirió la duquesa.
—Un par de marineros venecianos, de las tropas de refuerzo del capitán Martinengo: un contramaestre y un gaviero.
—¿Dónde se encuentran en este momento?
—Ocultos en la cantina, cuya entrada han tapado con escombros con objeto de que los turcos no los descubran.
—¿Y cómo sabíais que yo me hallaba en este lugar? —indagó la joven duquesa.
—Se lo dije yo —notificó El-Kadur.
—¿Por qué no habéis venido con ambos marineros?
—No me atrevía, capitán, por temor a encontrar este escondrijo abarrotado de sectarios de Mahoma.
—¿Está muy distante esa cantina?
—Escasamente a trescientos pasos.
—Esos hombres pueden ayudarnos, señor Perpignano.
—Eso opino, duquesa —replicó el veneciano, designándola por primera vez por su título nobiliario femenino.
La joven guardó silencio durante un momento, y, volviéndose de improviso hacia el árabe, interrogó:
—¿Estás todavía resuelto?
—Sí, señora —respondió—. Solamente ese hombre puede salvarte.
—¿Y si estuvieses equivocado?
—El León de Damasco no llegaría hasta este lugar, señora. El-Kadur posee una pistola y un yatagán y sabrá usarlos con más habilidad que un jenízaro de Mustafá.
La duquesa contempló al veneciano, que no llegaba a entender cómo era capaz de confiar en un turco que había sido derrotado.
—¿Suponéis, señor Perpignano, que sea posible la huida sin que los turcos nos descubran? —inquirió.
—No, señora —respondió el teniente—. La ciudad está abarrotada de jenízaros y cercada por más de cincuenta mil turcos, que vigilan para que nadie abandone la población.
—¡Márchate, El-Kadur! —ordenó la duquesa—. ¡La última esperanza nuestra depende del León de Damasco!
El árabe se aseguró de que sus pistolas y el yatagán estaban bien colocados en a la faja y, cubriéndose con su capa, dijo:
—¡Parto a cumplir tus órdenes, señora!
Se encaminó hacia la entrada y, contemplando a la duquesa, dijo con inmensa tristeza:
—¡Si no regresase y mi cabeza cayese en poder de los turcos, deseo, señora, que halles enseguida al vizconde Le Hussière, y que con él recuperes la felicidad perdida!
La duquesa se había incorporado y tomó entre sus manos la diestra de El-Kadur.
El salvaje hijo del desierto puso una rodilla en tierra y besó con ardor la blanca mano de la duquesa, lo que le produjo sobre la piel el efecto de un hierro candente.
—¡Vete, mi leal El-Kadur! —dijo con un suspiro.
El árabe se levantó.
—¡O el León de Damasco te pone a salvo, señora, o lo mato! —exclamó con firme acento.
Y salió apresuradamente, en tanto que la duquesa murmuraba:
—¡Pobre El-Kadur! ¡Qué fidelidad y qué sufrimiento lleva en su corazón!
En cuanto se encontró en el exterior, el árabe se deslizó sobre la enorme masa de cascotes que cubría la base de la torre y se encaminó hacia las luces que indicaban el campamento turco establecido circunstancialmente en el centro de la población. No conocía el lugar en que había acampado el León de Damasco. Pero como era el hijo de un bajá y uno de los más valerosos guerreros de las huestes otomanas, tenía la certeza de averiguarlo enseguida.