Las calles de Famagusta se hallaban invadidas por la oscuridad. Sus ojos, empero, advertían sin dificultad numerosos cadáveres amontonados y todavía sin sepultar, que manadas de perros hambrientos despedazaban ferozmente para recuperarse del prolongado ayuno padecido en el transcurso del asedio.
Luego de haber eludido las acometidas de los perros asestando golpes con el yatagán, El-Kadur alcanzó en poco tiempo la amplia plaza lindante con la iglesia de san Marcos, que reproducía, si bien con más sencillez, la célebre de Venecia.
Centinelas jenízaros extraordinariamente bien armados vigilaban las esquinas de la plaza, mientras sus camaradas conversaban y fumaban en torno al fuego. Un albano, que se hallaba sentado en las escaleras de la iglesia, al ver al árabe, le apuntó con su mosquete, mientras preguntaba:
—¿Quién eres y dónde te encaminas?
—¡Ves de sobra que soy árabe y no cristiano! —respondió El-Kadur—. ¡Soy un guerrero del bajá Hossein!
—¿Qué es lo que vienes a hacer a este lugar?
—He de notificar una orden que apremia al León de Damasco. ¿Sabes en qué sitio se encuentra alojado?
—¿Quién te manda?
—Mi bajá.
—No sé si Muley-el-Kadel estará ya dormido.
—Apenas son las nueve.
—Es que todavía está débil. No obstante, acompáñame. Se hospeda en una de estas casas.
Se puso el arma sobre el hombro y se encaminó hacia una vivienda de mísera apariencia, a cuya puerta se hallaban de guardia dos robustos y gigantescos negros y un par de perros árabes.
—Despertad a vuestro señor si ya se encuentra en cama —dijo el albano—. Éste es un mensajero del bajá Hossein.
—El señor todavía está despierto —contestó uno de los negros, contemplando con desconfianza al árabe.
—Ve entonces a darle el recado —dijo el albanés. Hossein es un bajá que tiene amistad con el gran visir.
El negro se adentró en la casa, salió al poco rato y anunció al árabe:
—Acompáñame; mi señor te aguarda.
El-Kadur ocultó debajo del manto el yatagán y penetró decidido a todo, incluso a matar al hijo del poderoso bajá en el supuesto de que surgiera algún peligro.
El turco lo aguardaba en un cuarto a nivel del suelo, amueblado pobremente y alumbrado con una sencilla antorcha.
Aún estaba pálido como resultado de la herida, que no se había cicatrizado, y, aunque inválido, lucía magnífica cota de acero, cruzada por una banda de azul seda y estaba armado con un espléndido yatagán de empuñadura de oro y turquesas.
—¿Quién eres tú? —interrogó al árabe, luego de haber hecho un ademán al negro para que se marchara.
—Mi nombre no te es conocido —replicó el árabe—. Me llamo El-Kadur.
—Creo haberte visto antes que hoy.
—Es posible.
—¿Te envía el bajá Hossein?
—¡No! ¡Eso ha sido una mentira que he dicho!
Muley-el-Kadel se echó dos pasos hacia atrás, llevando la mano hasta el yatagán.
El-Kadur le interrumpió, haciendo un ademán de protesta.
—¡No pienses que he venido a matarte!
—En tal caso, ¿por qué razón has mentido?
—Porque de otra manera no me hubieras recibido.
—¿Qué causa te ha obligado a utilizar el nombre de Hossein? ¿Quién te manda?
—Una mujer a quien debes la vida —respondió con seriedad El-Kadur.
—¡Una mujer! —exclamó sorprendido el turco.
—Sí. Una mujer cristiana que pertenece a la más encumbrada nobleza de Italia.
—¡Tú estás loco! No he conocido nunca a ninguna mujer noble italiana, ni existe mujer alguna que me haya salvado la vida. ¡El León de Damasco es capaz de salvarse sin precisar ayuda!
—Estás equivocado, Muley-el-Kadel —dijo con reposado acento el árabe—. Sin la generosidad de esa mujer, no hubieras estado presente en la toma de Famagusta. Tu herida no ha cicatrizado todavía.
—Pero ¿a quién te refieres? ¿A ese joven capitán que me derrotó?
—Sí; hablo del capitán Tormenta.
—Habla con más claridad.
—Ésa es la mujer que te dejó la vida, pudiendo haberte matado.
—¿Qué es lo que dices? —exclamó el turco, tornándose pálido—. ¿Aquel capitán que combatía igual que el dios de la guerra era una mujer? ¡No! ¡No es posible! ¡No hubiera podido derrotar al León de Damasco!
—Se trata de la duquesa de Éboli, conocida entre los guerreros con la denominación de capitán Tormenta —anunció El-Kadur.
El asombro de Muley-el-Kadel fue tan extraordinario que durante un rato no pudo pronunciar una palabra.
—¡Una mujer! —exclamó, por último, en tono dolorido— ¡El León de Damasco está ahora deshonrado y lo único que me resta por hacer es romper mi cimitarra!
—¡No! ¡Un valiente como tú no debe partir la más formidable espada del ejército turco! —dijo el árabe—. La mujer que te ha vencido es la hija del mejor espadachín de Nápoles.
—¡No es él quien me ha derrotado! —contestó el turco casi entre sollozos—. ¡Yo, arrojado del caballo por una mujer! ¡El honor del León se ha disipado para siempre!
—Quien te hirió es de noble cuna, Muley-el-Kadel.
—¡Mucho desprecio habrá sentido por mí!
—No, ya que es ella quien ahora recurre a tu generosidad.
Los ojos del turco relampaguearon.
—¿Mi enemiga precisa que la ayude? ¿No ha muerto el capitán Tormenta?
—Está con vida, aunque herido por una bala de piedra.
—¿Dónde se encuentra? ¡Quiero verle! —exclamó Muley-el-Kadel.
—¿Para decretar su muerte? Mi señora es cristiana.
—¿Tú quién eres?
—Su fiel esclavo.
—¿Y es la duquesa quien te manda en busca mía? ¿Para solicitar de mí que la ayude a escapar de Famagusta?
—Y tal vez para alguna cosa más.
—¿No se hallará en peligro durante tu ausencia?
—Creo que no. Su escondrijo es seguro y además no está sola.
—¿Quién cuida de ella?
—Su teniente.
Muley-el-Kadel recogió su manto, que estaba encima de una silla, y un par de pistolas, y dijo al árabe:
—Acompáñame hasta donde se encuentra tu señora.
El-Kadur lo miró con recelo.
—¿Quién me dice, Muley-el-Kadel, que no la piensas traicionar?
Las mejillas del turco enrojecieron vivamente.
—¿No confías en mí? —inquirió con acento encolerizado. Y añadió tras un breve silencio—: ¡Estás en lo cierto! ¡Ella es cristiana y yo turco y enemigo de su raza! Pero yo he reprochado la ferocidad del visir, que ha hecho perder el honor para siempre a las armas otomanas. No conozco si tú, como árabe, eres cristiano o crees en el Profeta. Pero sabrás algo del Corán y no desconocerás que un turco no jura en vano sobre ese libro sagrado. Hallaremos en manos de algún
muezzin
este libro, y sobre él y ante ti juraré solemnemente poner a salvo a tu señora, a la que debo la vida. ¿Te parece bien?
—No, señor —contestó el árabe—. Creo en ti sin que lo jures. ¡Estaba seguro de que el León de Damasco sería generoso con mi señora!
—¿Dónde se encuentra?
—Oculta en un subterráneo.
—¿Herida de gravedad?
—No.
—¿Tenéis alguna comida allí?
—Vino de Chipre y aceitunas.
Muley-el-Kadel dio una palmada y en la habitación entraron dos esclavos negros.
Habló con ellos unas palabras en una lengua no conocida para El-Kadur y anunció en voz alta:
—¡Acompáñame! ¡Estos hombres vendrán detrás de nosotros!
Abandonaron la casa, cruzaron la plaza sin que nadie se atreviera a interponerse en su camino, y se encaminaron a la torre como si fuesen dos guerreros con la misión de efectuar la ronda por los muros de circunvalación. Se hallarían a unos doscientos pasos de la ciudad cuando fueron alcanzados por los dos negros, que transportaban enormes cestas y llevaban sujetos por cadenas un par de perros árabes.
Un pelotón de jenízaros que merodeaban por las ruinas les cerró el paso.
—¡Proseguid vuestro camino o hago que os azoten igual que a perros! —barbotó Muley-el-Kadel—. ¡Abrid paso al León de Damasco! ¿No estáis aún hartos de sangre?
Ninguno tuvo el valor de replicar al hijo del bajá y se marcharon, dejándoles el paso libre.
Muley-el-Kadel se cercioró de que ya no había nadie por las cercanías y siguió al árabe por entre los escombros, siempre acompañado de ambos esclavos y los perros.
En cuanto se halló en el interior del subterráneo, que la antorcha seguía iluminando, se quito su manto y, tras cambiar un cortés saludo con Perpignano, se aproximó al momento al colchón donde yacía la duquesa de Éboli, que se encontraba despierta.
—¡La mujer que me ha derrotado! —exclamó—. ¡Os admiro, señora!
Y doblando la rodilla, al igual que un cortesano europeo, agregó:
—¡Señora, enfrente no tenéis un enemigo! ¡Es un amigo que ha podido contemplar vuestro sorprendente valor y que no os odia por haber sido vencido! ¡Mandad lo que os plazca! ¡El León de Damasco está dispuesto a salvaros y a saldar su deuda!
Al ver que el turco entraba y se acercaba a ella, la duquesa de Éboli se había incorporado, con la ayuda de Perpignano, y lo saludó con una encantadora sonrisa.
—¡Vos! —exclamó.
—No podíais imaginar que un mahometano como yo acudiera, ¿no es verdad, valerosa señora? —inquirió Muley-el-Kadel.
—Es cierto. Y ya estaba dispuesta a resignarme y no volver a ver a mi leal esclavo.
—El hijo del bajá de Damasco no es tan feroz como Mustafá y sus jenízaros. No soy un salvaje de las estepas del Turquestán ni de los arenosos desiertos. He habitado en otras tierras. Vuestro país, Italia, no me es desconocido, señora.
—¿Habéis estado en mi país? —preguntó extrañada la duquesa.
—He admirado Venecia y Nápoles —respondió el turco—, y me he podido dar cuenta de la cortesía y la civilización de vuestros compatriotas, a los que aprecio en gran manera.
—¡Ya me parecía que erais un musulmán diferente a los otros! —dijo la duquesa.
—¿Por qué motivo, señora?
—Por las amenazas dirigidas contra aquellos siete u ocho jenízaros que acudían deslealmente a vengaros luego de haberos derrotado.
La frente del turco se ensombreció a causa de la tristeza y sus labios ahogaron un suspiro.
—¡Me ha vencido una mujer! —exclamó en tono de amargura.
—No, Muley-el-Kadel; el capitán Tormenta, que por los cristianos estaba considerado como la más diestra espada de Famagusta. El León de Damasco no ha perdido nada de su valor. Por el contrario, ha dado una muestra de él derrotando al oso de Polonia, tan temible por la fortaleza de su brazo.
La frente del turco volvió a adquirir su aspecto sereno y comentó con una amplia sonrisa:
—¡Mejor es ser derrotado por una mujer que por un hombre, siempre que mis camaradas no se enteren jamás de quién era el capitán Tormenta!
—Os aseguro que nadie lo sabrá, Muley-el-Kadel. Solamente tres o cuatro personas de todos los cristianos de Famagusta conocían que yo era una mujer y ya habrán sido exterminados, puesto que Mustafá no ha perdonado a los vencidos.
—¡Es un ser feroz, que ha deshonrado las armas turcas —exclamó el joven—, y a quien Selim, noble y generoso, reprenderá por semejante acción! Los vencidos eran dignos de ser admirados por los hijos del Islam. Señora, estáis necesitada de alimento. Mis esclavos han traído provisiones y vinos generosos, que me permito ofreceros. Después me indicaréis qué puedo hacer por vos. Estoy a vuestras órdenes, y, aunque debiera luego afrontar la cólera de Mustafá, os salvaré en unión de vuestros camaradas.
A una indicación suya, ambos esclavos se aproximaron al lecho, y luego de abrir las cestas sacaron polvorientas botellas, carne fría, bizcochos, un recipiente con café que todavía conservaba algo de calor y tazas.
—Esto es todo lo que de momento puedo ofreceros —dijo Muley-el-Kadel—. No se encontrará mucho mejor surtida la mesa de Mustafá, puesto que las provisiones escasean.
—No esperaba tanto —contestó con una sonrisa la duquesa—, y os estoy agradecida porque hayáis tenido tan gentil idea. Mis compañeros deben con toda seguridad encontrarse más hambrientos que yo.
Tomó una taza de café que Muley-el-Kadel le ofrecía mojando en él unos bizcochos, en tanto que el teniente y el árabe se abalanzaban sobre la carne fría, dando pruebas de voraz apetito, ya que hacía veinticuatro horas que se encontraban en ayunas.
—Señora —preguntó Muley-el-Kadel—, ¿qué me es posible hacer por vos?
—Llevarme fuera de Famagusta.
—¿Queréis regresar a Italia?
—No.
De nuevo quedó asombrado Muley-el-Kadel.
—¿Deseáis continuar en Chipre? —inquirió con rara entonación.
—Hasta que encuentre al hombre al cual amo y que es prisionero vuestro.
La frente del turco se ensombreció por un momento.
—¿Quién es? —indagó.
—El vizconde Le Hussière.
—¡Le Hussière! —murmuró Muley-el-Kadel—. Aguardad un instante… ¡Sí, él era el alma de la resistencia en Nicosia! Fue apresado por Mustafá.
—Desearía saber a qué lugar lo han llevado y dónde lo tienen detenido.
—Será fácil. Alguien podrá informar sobre ello.
—¿No lo han conducido a Constantinopla?
—Me parece que no —respondió el León de Damasco—. Creo haber oído que Mustafá tenía sobre este preso planes muy particulares. ¿Queréis ponerle a salvo antes de abandonar Chipre?