—Únicamente vine para librarle del poder de vuestros compatriotas.
—Imaginé que habías tomado las armas por odio hacia los mahometanos.
—Os habéis equivocado, Muley-el-Kadel.
—Y me alegro de ello —contestó el turco—. Hoy no me es posible informaros respecto al lugar en que se encuentra el vizconde. Pero mañana prometo daros alguna noticia. ¿Cuántos sois? He de conseguiros ropas turcas, si deseáis abandonar Famagusta sin exponeros a ningún riesgo. ¿Solamente tres?
—Cinco —intervino Perpignano—. Hay otro par de desdichados marineros que se han salvado de los turcos y que se hallan refugiados en una lóbrega habitación en ruinas. Los salvaréis de una muerte cierta si los protegéis igual que a nosotros.
—Yo lucho contra los cristianos porque soy turco, pero no siento odio hacia ellos —dijo Muley-el-Kadel—. Procurad que se encuentren en este lugar mañana.
—¡Gracias, señor! ¡Era verdad que el León de Damasco es tan generoso como valiente!
El turco hizo una inclinación a la vez que sonreía, besó la mano de la duquesa y se encaminó a la salida, exclamando:
—¡Juro por el Corán que cumpliré mi promesa! ¡Hasta mañana, señora!
—¡Gracias, Muley-el-Kadel! —repuso emocionada la joven—. ¡Cuando regrese a mi tierra, diré siempre que entre los musulmanes encontré un caballero!
—Será un honor para el ejército turco —contestó el hijo del bajá—. Adiós, señora. O mejor, hasta la vista.
El-Kadur apartó las piedras de la entrada para que el turco, los esclavos y los perros pudieran salir, y luego las puso de nuevo en su sitio.
—A ti, El-Kadur, es a quien debemos agradecer nuestra salvación —dijo la duquesa— y a quién deberé mi felicidad.
—Señora —dijo Perpignano—, ¿estáis completamente segura de la generosidad del León de Damasco?
—Completamente, teniente —respondió la duquesa—. ¿Dudaríais vos algo?
—Dudo de todos los turcos.
—De los demás, sí. De Muley-el-Kadel, no. ¿Qué opinas, El-Kadur?
—Ha jurado por el Corán —repuso concisamente el árabe.
—De todas formas, es la única esperanza de salvación que tenemos. Voy ahora mismo en busca de los dos marineros —dijo el teniente—. Mañana tal vez fuera demasiado tarde. Los turcos registrarán sin cesar entre las ruinas para cerciorarse de que no hay ningún cristiano con vida.
—¿Hay centinelas por las calles? —interrogó al árabe la duquesa.
—Los turcos están durmiendo, señora —replicó El-Kadur—. ¡Los miserables se encuentran agotados de tanto asesinar cristianos!
—Déjame tu yatagán y tu pistola, El-Kadur —solicitó el teniente—. Mi espada ya no sirve para nada.
El árabe le alargó las armas y tapó sus hombros con el
faub
, que le hacía parecer un hijo del desierto.
—¡Adiós, señora! —añadió Perpignano—. ¡Si no regreso es que los infieles me han asesinado!
Avanzó por entre los escombros y en un minuto escaso alcanzó el campo.
La noche era oscura y únicamente se escuchaban los aullidos de los perros, ahítos de carne humana.
El teniente se disponía a cruzar una de las calles medio obstruidas por las ruinas, cuando un hombre que vestía el pintoresco traje de capitán de jenízaros le cerró el paso.
—¡Eh, eh! —exclamó una voz irónica—. ¿Adónde se marcha El-Kadur? ¡La noche es oscura! ¡Sin embargo, mis ojos ven en la oscuridad!
Estas palabras fueron dichas en muy mal veneciano y con acento extranjero.
—¿Quién eres? —insistió el teniente, echándose hacia atrás y empuñando el yatagán.
—¿El-Kadur amenaza de esta manera a sus amigos? —preguntó el capitán en tono de burla—. ¿Continuará siendo siempre tan salvaje?
—Te equivocas —respondió el teniente— yo no soy El-Kadur. Soy egipcio.
—¿Así, pues, que habéis renegado de la fe por salvar el pellejo, señor Perpignano? ¡Mejor! ¡De esta forma podremos seguir nuestras partidas de dados!
El teniente lanzó una exclamación.
—¡El capitán Laczinski!
—No —repuso el polaco, ya que era él—. El capitán Laczinski ya está muerto. Ahora mi nombre es Yussif Hammada.
—¡Laczinski o Hammada, sois un renegado! —barbotó con acento despectivo el teniente.
Una exclamación de cólera brotó de los labios del polaco; pero volviendo a recuperar su tono suave, continuó:
—Es muy lastimoso perder la piel, mi estimado teniente, y, de no haber renegado de la cruz, mi cabeza hoy no se encontraría encima de mis hombros. Pero ¿qué es lo que hacéis ocupando el puesto de El-Kadur? ¡Os doy mi palabra de honor de que antes de escuchar vuestra voz os tomé por el árabe del capitán Tormenta!
—¿Qué es lo que hago? —dijo el veneciano, no sabiendo qué responder—. Pues nada: paseando por las ruinas de Famagusta.
—¿Habláis en broma?
—¡Tal vez!
—¿Estáis paseando a las once de la noche por una ciudad abarrotada de turcos, que estarían muy satisfechos si pudiesen arrancaros el pellejo? ¡Vamos, teniente: no tengáis desconfianza de mí! Mi corazón no es por completo mahometano todavía. Para mí, el Profeta es la quintaesencia de la confusión, y no creo ni en sus milagros ni en su Corán.
—¡Bajad la voz, capitán! ¡Os pueden oír!
—Nos encontramos a solas. Los turcos descansan. Decidme qué le ha pasado al capitán Tormenta.
—No lo sé. Me imagino que se habrá dejado matar como un héroe en el fuerte.
—¿No luchaba a vuestro lado?
—No —contestó cautamente Perpignano.
—En tal caso, ¿por qué ha venido hasta aquí el León de Damasco? Sé que El-Kadur le conducía —afirmó el polaco—. ¿Veis cómo desconfiáis de mí?
—Insisto en que no sé nada de El-Kadur ni del capitán Tormenta.
—¡La «capitana» Tormenta! —rectificó el polaco.
—¿Cómo decís?
—¡Vamos, vamos! ¿Imagináis que yo no me había dado cuenta de que era una mujer y no un hombre? ¡Cuerpo de cien lobos! ¡Vaya una seguridad y una bravura las de esa moza! ¡Sangre de Mahoma! ¡Me gustaría manejar a mí la espada como lo hace ella! ¿Quién la habrá enseñado?
—Me parece, capitán, que habéis pillado una descomunal borrachera.
—De acuerdo, ya que no creéis lo que os aseguro. ¿Os puedo servir en algo?
—Nadie perturbará mi paso.
—Debéis pensar que los turcos están acampados en Famagusta. Si os apresaran, no dudéis que os empalarían.
—Tendré cuidado de ellos, capitán.
—En el supuesto, en extremo probable, de que os ocurriera algún infortunio, recordad que me llamo Yussif Hammada.
—No olvidaré ese nombre.
—¡Suerte, teniente!
Alargó la mano derecha, pero el veneciano simuló no ver aquel gesto y, tapándose con su manto, se alejó con el yatagán a medio desenvainar.
El polaco se había marchado también refunfuñando. Perpignano, que no dejó de observarle ni un instante, en cuanto llegó a la esquina de una torre que servía como de apoyo a una humilde casucha, se ocultó detrás de una puerta.
—¡Deseo comprobar si me sigue! —murmuró—. Un hombre que reniega de sus creencias no merece el menor aprecio. Y, por otra parte, odiaba a la duquesa. ¡Es mejor no confiar en él!
Casi no había pasado un par de minutos cuando vio aparecer de nuevo al capitán. Continuaba refunfuñando y caminaba de puntillas, con el objeto de que el veneciano, que él imaginaba había proseguido se camino, no lo oyera.
Pasó delante de la puerta sin detenerse y desapareció en la oscuridad.
—¡Búscame por ahí, miserable! —masculló el teniente.
Dio la vuelta rápidamente hacia la izquierda. Poco después se detenía ante una casa derrumbada y, apoyando el rostro en una puerta, exclamó varias veces:
—¡Tío Stake, tío Stake!
Al principio nadie le respondió. Pero luego se oyó en el fondo del cuartucho una voz ronca, casi cavernosa.
—¿Sois vos, teniente? ¡Ya os imaginaba degollado y empalado! ¡Ya era hora de que vinieseis!
—¡Alzad la barra, abuelo! Y Simón, ¿vive todavía?
—A medias, teniente. Está muriéndose poco a poco de hambre y de terror.
—Salid enseguida. De aquí a poco estaréis en lugar más seguro y podréis comer.
—¡He aquí un par de palabras que hacen circular la sangre! —masculló la voz ronca—. ¡Encenderé una veintena de cirios a san Marcos y cuatro a san Nicolás! ¡Tú, Simón, desentumece las piernas si quieres catar algún bizcocho!
Tras haber sido levantada la barra, dos hombres, uno de edad y otro joven, salieron con dificultad.
—¡Acompañadme, tío Stake! —dijo el teniente—. ¡Nadie nos amenaza!
—¡Por todos los croatas del Cátaro, mi teniente! ¡Mis piernas están muy débiles, y creo que Simón no se encuentra mucho más fuerte!
—Con tanto tiempo de ayuno… añadió su compañero.
—¡Buen marino! —exclamó el viejo sonriendo.
—¡Venga; seguidme antes que nos vean alguna ronda! —ordenó Perpignano.
—Con los turcos, lo mejor es huir, mi teniente. ¡No me agradaría en exceso probar las exquisiteces del palo!
—En tal caso, estirad cuanto podáis las piernas, tío Stake.
Abandonaron la casucha y casi a la carrera se encaminaron hacia la torre, que se distinguía entre las sombras.
Treparon rápidamente por entre los escombros y Perpignano apartó las piedras, dejando paso a los dos marinos.
—¡Somos nosotros, El-Kadur! —anunció.
El árabe había tomado la antorcha y contemplaba a los que acababan de entrar.
El tío Stake, dálmata, o al menos eso daba a entender su nombre, era un magnífico tipo de anciano, ya sesentón, de rostro surcado por las arrugas y muy moreno, orlado por una larga barba blanca. Sus ojos grises poseían aún gran vivacidad y animación; su cuello semejaba el de un toro y su espalda era de atleta. A pesar de la edad, sus músculos debían todavía de ser capaces de abatir a un par de turcos si cayesen en sus callosas manos.
El otro, un muchacho de unos veinte años, de alta estatura, ojos negros y una sombra de bigote, parecía más agotado que el contramaestre, cuya fortaleza debía de haber opuesto firme resistencia al hambre y a la incesante zozobra de una muerte próxima y espantosa.
Luego de haber aguantado impasible el examen del árabe, distinguiendo a la duquesa, el anciano se quitó la gorra y exclamó:
—¡Es el capitán Tormenta! ¡Un bravo que ha hecho muy bien en evitar las cimitarras turcas!
—¡Callad, tío Stake, y preparaos a devorar estas viandas! —aconsejó el teniente, arrimándoles las cestas dejadas por los esclavos de Muley-el-Kadel.
—Comed con absoluta libertad y bebed cuanto os plazca —dijo la duquesa—. Los turcos renovarán las provisiones.
—¡Comida turca! —exclamó el pertinaz charlatán—. ¡La comeremos con placer, señor capitán! ¡Es una desdicha que no vea asada la cabeza de Mustafá! ¡Palabra de tío Stake que la comería en un par de bocados, a pesar de que con ella se me introdujera en el cuerpo el alma malvada de ese pícaro de Mahoma y de sus cuatro mujeres! ¿No es cierto, Simón, que tú me hubieras ayudado?
El muchacho no podía perder tiempo en contestar. Comía vorazmente, como si en su vida hubiese probado bocado, combinando el alimento con razonables tragos de vino de Chipre, que iban a parar a su estómago como en un pozo sin fondo.
—¡Voto a Dios! ¡Si sigues por ese camino, ni las migas vas a dejar para tu contramaestre, marinero! —comentó el viejo—. ¡Resérvame mi parte!
La duquesa y el teniente los contemplaban sonriendo. Únicamente el árabe continuaba inmóvil, igual que una estatua de bronce.
—Señor capitán —empezó el contramaestre, una vez que hubo terminado de comer—, no hallaré jamás palabras para daros las gracias por vuestra generosidad…
Calló de improviso, fijando la mirada de sus pequeños ojos grises en la duquesa.
—¿Se habrá quedado ciego el tío Stake o el humo de las culebrinas le impiden la visión? —dijo.
—¿Qué pretendes decir, amigo? —inquirió la joven.
—Si bien es cierto que conozco mejor los barcos que las mujeres, yo afirmaría por todos los peces del Adriático que sois…
—¡Dormid, tío Stake! —intervino Perpignano—. Dejad reposar a la duquesa de Éboli, o si os parece mejor, al capitán Tormenta.
El viejo lobo de mar hizo una cómica inclinación ante la duquesa y se fue al lado del joven marinero, mientras susurraba:
—¡La contraseña es dormir, y yo he de obedecer al vencedor o, para ser más exacto, a la valerosa vencedora de la mejor espada turca!
Luego que se hubo cerciorado de que dormían, Perpignano se aproximó a la duquesa, advirtiendo:
—Señora, nos vigilan.
—¿Quiénes? ¿Los jenízaros? —indagó la joven, con acento de desconfianza.
—No, el capitán Laczinski.
La duquesa lanzó un grito.
—¡Qué! —exclamó—. ¿Aún está vivo ese hombre? ¿No estaréis equivocado, Perpignano?
—No, señora. Se ha convertido en musulmán para conservar la vida.
—¿Quién os ha informado?
—Él mismo.
—¡Él!
—Lo he visto hace poco merodeando por las cercanías, ya que había distinguido a Muley-el-Kadel en compañía de El-Kadur.
—Tal vez quiera descubrir nuestro escondite para entregarnos a Mustafá.
—De ese aventurero que ha renegado de sus creencias podemos aguardar cualquier cosa. Si en lugar de yatagán hubiese conservado mi espada, os aseguro que no habría tenido la menor duda en atacarle. Me ha seguido sigilosamente.
—¿Hasta aquí?
—¡Oh, no! He conseguido despistarle y desconoce nuestro refugio…
—¿Por qué me odiará ese hombre que era un cristiano y que ha peleado valerosamente por el León de san Marcos?
—Porque vos, a pesar de ser una mujer, erais más apreciada y más valiente que él y porque habéis derrotado al León de Damasco,
—¿Acaso conoce que soy una mujer?
—No me cabe la menor duda —respondió Perpignano.
El árabe, que continuaba erguido junto al lecho sin pronunciar una palabra, intervino en aquel instante.
—Señor Perpignano —inquirió con fría y resuelta entonación—, ¿suponéis que el capitán se encontrará todavía por estos alrededores?
—Es posible —repuso el veneciano.
—¡Está bien! ¡Voy a terminar con él! ¡Así habrá un enemigo y un turco menos!
—¡El-Kadur! —exclamó la duquesa—. ¿Deseas comprometernos a todos?
—¡Cuándo yo disparo, no fallo jamás, señora! ¡Y encender una mecha es muy sencillo! —contestó el salvaje hijo de Arabia.
—Y el estampido podría atraer la atención de alguna ronda de jenízaros, que te apresarían.