—¿Está muy distante del mar, el castillo?
—Unas pocas millas, señora.
—Si tropezásemos con la nave que teméis, la atacaremos y la hundiremos —contestó con firme determinación la duquesa—. Estamos dispuestos a lo que sea, y me parece que vos no desaprovecharíais la oportunidad de vengar los sufrimientos que os han hecho padecer los turcos —añadió la joven.
—Contad con nosotros — repuso el griego—. Al renegado se le mira peor que al esclavo, ya que los turcos le desprecian y es objeto de escarnio para los cristianos. ¡Personalmente prefiero la muerte a continuar en esta miserable vida! Desde el momento que para salvarme del palo y de los despiadados tratos de los turcos renegué de la cruz, nadie me ha proporcionado la menor ayuda, y eso que me porté con valor en Negroponto y en Candía.
Se advertía en la voz del griego tal tono de dolor que la duquesa, conmovida, le alargó la diestra, diciendo:
—¡Estrechad la mano que os ofrece el capitán Tormenta!
El renegado hizo un gesto de asombro.
—¡El capitán Tormenta! —exclamó—. ¡Vos sois el héroe que derrotó al León de Damasco! ¡Una mujer!
El griego le había tomado la mano y se la besaba.
—¡Otra vez soy cristiano y hombre libre! —dijo—. ¡Señora, mi vida está a vuestra disposición!
—Haré lo posible porque no la perdáis, Nikola —respondió la duquesa—. Ya son demasiados los cristianos muertos en esta infortunada guerra para que se sacrifiquen todavía otros más.
En aquel instante se aproximó el tío Stake, moviéndose de la misma manera que un oso.
—¡Algún entrometido se pasea por el mar! —informó.
—¿Qué pretendes decir? —inquirió la duquesa.
—Hace un rato descubrí un par de puntos luminosos en el horizonte.
—Ya nos encontramos en aguas de Hussif —dijo el griego—. ¿Habrá tal vez en la bahía alguna galera del bajá?
Y mirando hacia el horizonte añadió, luego de un rato de silencio:
—Sí. Es una nave que vigila la bahía. ¿Habrán advertido a la sobrina del bajá de nuestras intenciones?
—Solamente Muley-el-Kadel está informado de ellas y me parece que no es hombre capaz de traicionarnos luego de haber dado muestras de tan gran generosidad —contestó la duquesa.
—Por la altura de las luces, ¿qué sacáis en claro? —inquirió el griego, dirigiéndose al tío Stake.
—Todavía nos encontramos a mucha distancia para poder opinar acertadamente —repuso el tío Stake—. No obstante, considero que no se debe tratar de una galera.
—¿Qué hemos de hacer? —interrogó la duquesa.
—Seguir nuestro rumbo. Nuestra galeota es un buen velero y no se dejará dar alcance. Si observamos cualquier peligro, viraremos de bordo y nos alejaremos de la costa.
—Por si acaso ordenaré cargar las culebrinas —intervino Perpignano, que se había acercado al grupo—. ¿Hay en la nave algún artillero que pueda ayudarme?
—Todos son soldados —repuso el griego— y conocen lo mismo el manejo del arcabuz que el del cañón, ya que han combatido todos en Rodas y Candía con los venecianos.
—Acompañadme al puente: desde allí veremos mejor.
—Yo entretanto haré que El-Kadur prepare las armas —dijo la duquesa—. ¡Tenemos que estar preparados!
La galeota, diestramente pilotada por Nikola, que se hallaba otra vez ante la barra del timón, prosiguió su rumbo en dirección a la rada, formada por una península, semicircular, que avanzaba hacia el mar.
En el horizonte se distinguían confusamente elevadas montañas.
El tío Stake continuaba contemplando los dos puntos luminosos, que permanecían inmóviles, como si la nave, luego de corto crucero por el mar, hubiera anclado en las proximidades de la costa.
—Se encuentran muy bajas —dijo por último—. No puede tratarse de una galera. ¡Sería capaz de apostar un cequí contra una cabeza turca! ¡Nikola, que apaguen nuestros fuegos!
—Están tapándolos con un trozo de lona.
—¿Nos introduciremos en la rada?
—Observemos antes con quién habremos de combatir, señora —repuso el griego.
—¡Aproximaos con lentitud, tío Stake!
Se disponía el contramaestre a mandar que recogieran las velas cuando un relámpago brotó desde la rada y a continuación se escuchó un gran estampido.
El tío Stake, Perpignano y Nikola escucharon atentamente, pero no percibieron el típico silbido del proyectil.
—¡Nos recomiendan que nos marchemos! —observó el tío Stake—. ¡Ya nos han descubierto!
—¡Y yo he distinguido qué tipo de nave es la que nos advierte! —informó el griego.
—¿Una galera?
—No. Es una carabela, que no contará con una tripulación de más de doce turcos.
—¡Buena oportunidad para entrar! —exclamó el tío Stake—. ¿Suponéis, Nikola, que esos hombres nos permitirán desembarcar?
—¡Hum! ¡Tengo mis dudas! Desearán averiguar quiénes somos y nos interrogarán larga y peligrosamente.
—Así, ¿qué podemos hacer? —inquirió la duquesa.
—Lanzarnos al abordaje con nuestra chalupa y apresarlos —contestó con acento decidido el griego.
—¿Seremos lo bastante numerosos?
—Vamos a dejar aquí sólo dos hombres, señora. Son suficientes para vigilar la galeota. Simularemos obedecer y salir a alta mar.
La nave viró velozmente, en tanto que los marineros ponían al descubierto por un momento los fanales, y avanzó en dirección al promontorio para dar a entender a los turcos de la carabela que no deseaban exponerse a los disparos de sus cañones.
Sin embargo, en cuanto se puso fuera del alcance de ellos, echó anclas y se lanzaron dos chalupas al mar. Todos se hallaban ya preparados. Iban armados con arcabuces, pistolas y armas blancas.
—Vos, tío Stake, conducid la primera; conmigo, Perpignano, El-Kadur y seis hombres —dijo la duquesa—. Y vos, Nikola, dirigid la segunda con cuatro hombres. ¡Abordaremos de improviso y no dispararéis hasta que lleguemos al costado de la carabela!
Descendieron a las chalupas y se alejaron sigilosamente en dirección a la ensenada, decididos a hacerse con la nave enemiga.
Tras el disparo de culebrina, la tripulación de la carabela no había vuelto a dar indicios de vida.
Los hombres que se hallaban de guardia, seguros de que aquel disparo había sido suficiente para hacer variar el rumbo de la galeota, debían de haberse acostado de nuevo en las lonas tendidas sobre cubierta, continuando su interrumpida conversación.
Ambas chalupas, distanciadas un par de brazas una de otra y prestas a atacar por los dos lados a los turcos, avanzaban siempre en silencio y remaban con extrema cautela.
Puesto en pie sobre el banco de popa, el tío Stake contemplaba con toda atención las tinieblas.
—¡Es raro! —comentó—. ¡No observo los fanales de la carabela!
—En efecto. No distingo sino tinieblas en torno nuestro —respondió la duquesa.
—Señor teniente, vos que os encontráis a proa, ¿veis los fanales?
—No —repuso Perpignano.
—¡No obstante, por aquí no hay escolleras! —murmuró el tío Stake—. ¿Acaso esos endiablados turcos en lugar de dejarse coger desprevenidos pretenderán sorprendernos? Es más sencillo que nosotros veamos la carabela, a que se fijen en nosotros los hombre de guardia. ¡Comprobemos si Nikola nos sigue!
Se volvió, forzando la vista en dirección a la nada. Una tenue línea oscura se observaba a un centenar de metros.
Alrededor brillaban sutiles puntos luminosos, igual que si los remos removiesen agua llena de moluscos fosforescentes.
—¿Nos delatarán las
noctilucas
? —comentó, preocupado, el tío Stake—. ¡Incluso los moluscos del Mediterráneo se han aliado con Mahoma y sus devotos!
Y alzando algo la voz agregó:
—¡Siempre adelante, muchachos! ¡Cuando nos encontremos en la ensenada veremos si esos pajarracos nos están esperando o si han apagado los fanales para dormir con mayor tranquilidad!
La chalupa, que interrumpió su avance para que el contramaestre pudiera hacer su examen con precisión, continuó su marcha sigilosamente en dirección a la rada de Hussif.
—Tío Stake —preguntó la duquesa—, ¿no sería más aconsejable que procuráramos desembarcar sin ser vistos?
—Los turcos descubrirían enseguida la galeota y, siendo más numerosos, se apoderarían de ella. ¿Qué podrían hacer el par de griegos que la vigilan?
—Es verdad.
—Por otra parte, nosotros necesitamos siempre tener una nave. Si el golpe no saliese bien, nos sería imposible permanecer en las costas de Chipre ni una hora. Nos hallamos en peligro de ser empalados, y tal clase de muerte os garantizo que no me parece atractiva. He visto a un pobre renegado soportarla, y aquellos dos días de horrible agonía me hicieron tan grande impresión que no la olvidaré nunca, a pesar de que viviese mil años, igual que las ballenas.
—Se asegura que es el más cruel de los tormentos turcos.
—¡Notar cómo el cuerpo es atravesado por un palo en punta, como un pájaro a quien clavan en el asador, no debe de ser cosa seductora, señora! Agregad a eso que el torturado puede conservar la vida en esta situación hasta tres días y que esos perros turcos, para hacer más grandes los sufrimientos, les untan el cuerpo con miel con el objeto de que las moscas y las abejas los atormenten.
—¡Canallas!
—Son verdaderos miserables, señora, dignos de Mahoma.
—Pero ése no era tan despiadado.
—¡No, pero era un perro sarnoso! —respondió el contramaestre—. ¡Alto, muchachos!
—¿Qué sucede, tío Stake? —inquirió Perpignano, yendo a popa.
—La carabela no se encuentra ni a dos codos de distancia.
—¿La abordamos?
—Aguardemos a Nikola. Si el instante supremo nos falta su colaboración, podemos fracasar. No debe hallarse a mucha distancia.
Abandonó la barra del timón y, mirando en torno suyo, emitió un silbido flojo.
Al poco rato se oyó otro muy parecido.
—¡Aguardémosle! —dijo el tío Stake—. ¡Nikola se ha dado cuenta de que precisamos su ayuda!
La chalupa del griego, que marchaba lentamente para que el rumor de los remos no fuera percibido por los turcos, se aproximó a la del tío Stake al poco tiempo.
—¿Por qué os habéis detenido? —indagó Nikola.
—¡Por cien mil tiburones! ¡Los turcos han apagado las luces y yo no poseo los ojos de un gato! —repuso el tío Stake.
—Ya lo he observado, y considero que así es mejor para nosotros —adujo el griego—. Los sorprenderemos con más facilidad. ¿Distinguís la carabela?
—Sí, confusamente.
—Prosigamos entonces el avance hacia ella.
—Deseo averiguar primero por dónde pensáis abordarla.
—Por la parte de popa.
—En tal caso nosotros lo haremos por la proa, siempre que la encuentre. ¡Las tinieblas y las noctilucas se han unido a favor de esos perros musulmanes!
—¡Tened los ojos un poco abiertos, tío Stake!
—¡Por mil diablos! ¡Si los tengo más abiertos que ventanas!
—¡Abridlos algo más!
—¡Me tendréis que dar en tal caso dos ojos de mayor tamaño que la cúpula de santa Sofía!
—Bien: ¿os ponéis en movimiento?
—¡Adelante!
—¡Directo a la proa, tío Stake!
—¡Y vos a popa! ¡Pillaremos al turco entre dos fuegos!
—¡Ojo con la escollera!
—¡Intentaré evitarla! —contestó el tío Stake—. Debéis saber que tengo muy buen oído y distingo el romper de la ola.
—¡Adiós y tened listas las armas! —concluyó Nikola.
La chalupa viró de bordo, y se desvaneció en las tinieblas.
—¡Ése es un griego con buena sangre en las venas! —comentó el tío Stake—. ¡Si en alguna ocasión me hacen almirante, le nombraré capitán de galera! ¡Adelante, muchachos!
La chalupa continuó su rumbo, siempre avanzando con cautela, en dirección a la oscura forma que se advertía en la ensenada.
Parecía como si tras el disparo de culebrina los turcos se hubiesen dormido, puesto que no se escuchaba ni una voz en cubierta. Únicamente el timón de la carabela, movida a impulsos de la resaca, rechinaba en sus goznes, llenos de moho por el agua del mar.
El tío Stake, siempre alerta, prestaba atención al ruido de las olas al chocar contra las escolleras, tan agudas como lanzas.
Conducir la embarcación por entre aquellos obstáculos que casi no se divisaban no resultaba tarea sencilla.
De improviso, una sorda exclamación brotó de los labios del contramaestre.
—¿Qué sucede, tío Stake? —inquirió la duquesa.
—¿No distinguís aquel punto luminoso que se mece sobre las aguas?
—¿Es algún pez fosforescente?
—No, señora.
—¿Qué es, entonces?
—¡Semeja una tablilla o un corcho, o algo parecido, con un trozo de vela encima!
—¿Encendida por quién?
—¡Por los turcos, señora, sin la menor duda!
—¿Y qué significa?
—¡Qué esos perros pretenden descubrirnos! ¡No seré yo tan necio que me aproxime a esa luz para lograr que vean la chalupa y nos reciban con una bala de culebrina! ¡Los bribones están vigilando y seguramente han imaginado que tratamos de dar algún golpe de mano! ¡Qué Mahoma los ayude! ¡Pero ni pensarlo! ¡Esos haraganes son incapaces de nada! ¡Muchachos, al ataque! ¡Rápido, al abordaje!
La duquesa, El-Kadur y Perpignano habían desenvainado las cimitarras.
No distarían mucho más de diez pasos de la carabela y los turcos continuaban, al parecer, sin percibir nada.
El tío Stake hizo avanzar la chalupa con más rapidez y con un veloz cambio de ruta se precipitó contra el costado de estribor del barco turco. Aferrarse a la borda, salvarla de un salto y presentarse en cubierta fue cosa de un instante.
Un hombre que se hallaba apoyado en el palo mayor, viendo surgir de súbito a un desconocido, gritó alarmado:
—¡A las armas!
El puño de hierro del contramaestre se abatió igual que una maza, con sordo ruido, sobre la cabeza del turco, quien se derrumbó como alcanzado por el rayo. Pero su exclamación había sido escuchada por sus compañeros.
—¡Perro infiel! —gritó con frío acento el contramaestre, apuntándole al instante con una pistola, cuya mecha se hallaba ya encendida—. Te prevengo que, si ofreces resistencia, te mato igual que a un leproso. ¡Baja esa arma!
El turco, un joven de unos veinticinco años, que parecía asombrado ante aquella irrupción y semejante amenaza, permaneció silencioso.
Mientras tanto el capitán Tormenta, Perpignano, El-Kadur y los griegos, abandonando los remos y empuñando los arcabuces, habían aprovechado aquel instante de estupefacción general para irrumpir en la carabela y amenazar a los tripulantes, que salían en aquel momento de los camarotes de proa. El capitán Tormenta se precipitó hacia el capitán con la cimitarra alzada, presto a asestar un golpe mortal.