—¿Habéis oído las palabras de ese hombre? —exclamó.
—¿Quién sois? —inquirió el turco.
En lugar de responder, el capitán Tormenta se volvió a Perpignano, ordenando:
—¡Enfrentaos a la tripulación y, si no rinden las armas, disparad!
Y contemplando al capitán de la carabela añadió, con un saludo burlón:
—Soy un capitán cristiano y os conmino a la rendición, si queréis poner a salvo vuestra vida y la de los tripulantes.
—¡Cristianos! —barbotó el turco, procurando esquivar la pistola del tío Stake y echándose hacia atrás de un salto.
El contramaestre lo aferró por un brazo, mientras decía:
—¡No, compañero; ni Mahoma puede escaparse teniéndole yo apresado! ¡Si vuelves a intentarlo, te obsequiaré con algo de mucha dureza que te enviará en busca de las huríes de tu paraíso, si eres capaz de encontrarlas!
—¿Imagináis que un turco se entrega a un cristiano? —rugió el comandante—. ¡Soltadme, o haré que os azoten como a perros!
—¿Por quién? —inquirió la duquesa.
—Por Alí-Bajá.
—¡Se encuentra a mucha distancia!
—Mañana puede estar aquí.
—¡Basta, charlatán! —exclamó el tío Stake—. ¡No hemos venido para discutir contigo, cabeza de leño! Tenemos otras cosas que llevar a cabo. ¿Te entregas? ¿Sí o no?
Con un súbito esfuerzo, el turco se zafó de la mano del contramaestre e intentó desenvainar la cimitarra. Pero fue a parar a las manos de El-Kadur, el cuál lo apretó de tal manera que le hizo lanzar una exclamación de dolor.
—¡Muy bien, árabe! —dijo el tío Stake con una sonrisa.
—¡A mí, marineros! —gritó el turco—. ¡Exterminad a estos cristianos! ¡El Profeta lo ordena!
Los diez turcos que constituían la tripulación de la carabela se disponían a trabar con los griegos, a cuyo frente iba Perpignano, una lucha desesperada, cuando escucharon detrás de ellos una voz que alentaba:
—¡Valor, amigo! ¡Aquí nos tenéis a nosotros, listos para exterminar musulmanes!
Era Nikola, que saltaba por el
bauprés
en compañía de sus cuatro hombres.
Al ver frente a ellos a los griegos de Perpignano, que se disponían a disparar a boca de jarro, y detrás nuevos enemigos, los turcos se detuvieron.
—¡Bajad las armas, miserables! —exclamó el griego, acercándose con la pistola en alto—. ¡Si dais un paso más, sois hombres muertos! ¡Avanzad vosotros y diponeos a atar a estos bandoleros!
Mientras tanto el comandante se encontraba en el suelo, aferrado por El-Kadur, quien le puso el yatagán sobre el pecho.
—Señora —preguntó—, ¿lo mato?
—¡Los prisioneros pueden ser útiles en toda ocasión y valen más vivos que muertos! —adujo el tío Stake—. ¿No es verdad, señora, que debemos conservarlos?
—¡Estáis en lo cierto! —afirmó la duquesa.
—¿Entonces, te rindes? —preguntó el árabe al turco.
—¡Alí-Bajá me vengará debidamente! —repuso el capitán, abandonando la cimitarra.
—¡Si te damos ocasión de avisarle —opinó el tío Stake—, cosa que veo un poco difícil!
—¡Ya pagaréis más tarde semejante atrevimiento!
—Te aguardamos en el Adriático o en la laguna veneciana. El canal Orfano está esperando precisamente turcos con una piedra atada al cuello.
—En resumen: ¿qué queréis hacer conmigo? —gritó el turco, con altivez.
—De momento, teneros detenido —contestó la duquesa—. Si fuéramos mahometanos, ahora ya no estaríais con vida. Agradeced a vuestro protector que seamos cristianos y vos turco. ¡El-Kadur, amarra a ese hombre y condúcele a la cámara de proa, donde lo alojarás!
—¡Y vos, mi teniente —dijo el tío Stake—, atad a esos infieles con cien brazas de
esparto
!
Viéndose cogida entre dos fuegos, la tripulación turca había rendido las armas, dándose cuenta de que una lucha tan desigual resultaría un fracaso. Los griegos se habían precipitado sobre los prisioneros, y éstos tal vez no hubieran conservado las orejas de no haberse interpuesto la duquesa y Perpignano. Una vez atados, fueron llevados a la cámara de proa y dejaron a la puerta dos hombres provistos de arcabuces.
—Señora —dijo Nikola a la duquesa—, la ensenada ya está libre. Podemos desembarcar sin que nadie nos moleste. Si lo deseáis, hacia el alba llegaremos ante el castillo de Hussif.
—¡Por Baco! —exclamó el tío Stake—. ¡No imaginaba yo que nuestro primer intento resultara tan sencillo! ¡Y sin efectuar un disparo! ¡La tentativa más difícil será la segunda!
—Tal vez menos de lo que suponéis —respondió la duquesa—. Aparentaremos ser emisarios de Muley-el-Kadel, con cualquier encargo para la sobrina del bajá. ¿Acaso no tenemos apariencia de turcos?
—Pero vos, señora, no sabéis hablar su idioma.
—Simularé ser árabe. ¿No son muy numerosos los árabes en el ejército de Mustafá? El-Kadur me ha enseñado esta lengua.
—¡Esta es una magnífica idea, que jamás se me hubiera ocurrido! —convino el tío Stake—. ¡Y un árabe muy bello, señora! No he visto nunca uno parecido ni tan hermoso. ¡No sé qué decir, pero si no tuviese tanta edad, os aseguro que mi cabeza en este momento se encontraría algo trastornada!
El-Kadur lo miró con ferocidad, aunque sin producir el menor efecto en el viejo marino, en tanto que la duquesa sonreía ante la ocurrencia del lobo de mar.
—¡Embarquemos! —dijo Nikola.
—¿Y esta nave? —preguntó la duquesa.
—Dos de nuestros hombres la guiarán hasta la galeota, señora. Será suficiente una vela para unirse a sus compañeros, y de esta manera podrán vigilar mejor a los turcos. ¡Vamos, señora! ¡Vos también, tío Stake!
—¿Quién nos conducirá hasta el castillo? —inquirió el contramaestre.
—Yo —respondió Nikola—. El alba no tardará en despuntar.
Dio algunas órdenes a los griegos que se hallaban vigilando en el camarote de proa, y luego todos bajaron a la chalupa.
—¡Hacia la playa! —exclamó Nikola—. Ya no hay nada que temer; aunque acudiera en su ayuda Alí-Bajá, sería demasiado tarde.
Ambas chalupas se apartaron de la carabela, que comenzaba a ponerse en movimiento, ya que los dos marineros de guardia acababan de izar una vela, y avanzaron en dirección a la costa.
La embarcación del tío Stake pasó en último lugar, sin chocar en ninguno de los numerosos escollos que la amagaban, y encalló en la arenosa tierra de la playa.
Al ruido ocasionado por los remos, que rozaban el fondo, una bandada de pájaros marinos alzó el vuelo y se desvaneció entre la oscuridad.
—¡Buen indicio! —comentó el tío Stake, mientras se frotaba las manos—. ¡Si por estos lugares hubiese turcos, estos pájaros no se habrían dormido sobre la arena!
—¡Desembarcad! —ordenó Nikola, cuya chalupa había encallado también.
La duquesa, Perpignano, El-Kadur y los griegos saltaron a la playa, luego de haber cogido los arcabuces. Nikola, que los había precedido, se había subido a una roca y contemplaba con todo detenimiento la llanura que se abría ante su vista y que semejaba ser muy quebrada.
No se advertía la menor luz entre las tinieblas, ni en la llanura, ni sobre las colinas rocosas que se hallaban en el extremo de la ensenada. De vez en cuando se oía a lo lejos el ladrido de un perro.
—No hay ningún vigilante por esa parte —anunció el griego cuando se encontró otra vez en la playa.
—¿A que hora podremos llegar ante el castillo? —inquirió la duquesa.
—De aquí a un par de horas —contestó Nikola.
—¿Aguardaremos hasta el alba?
—No es necesario, señora. Conozco el camino, que he recorrido en un millar de ocasiones llevando sobre mis espaldas quintales de maíz como esclavo, soportando los latigazos de los guardianes. ¡En aquel tiempo mi vida era espantosa!
—¿Nos ponemos en marcha?
—Sí; siempre que no estéis cansada.
—¡En marcha y en silencio!
La expedición se puso en camino y, atravesando las dunas, se adentró en la llanura, precedida por el griego, cuyos ojos parecían ser de gato.
—¡Qué demonio de hombre! —murmuraba el tío Stake—. ¡Estos griegos son realmente extraordinarios, cuando se trata de vengarse de los turcos! ¡Y yo que los consideraba blandos como el merengue!
—Sí, son valientes —repuso el joven marinero, que era cualquier cosa menos locuaz.
Mientras tanto, la duquesa y Perpignano conversaban en voz baja con Nikola para trazar su plan y ponerse totalmente de acuerdo con el objeto de no incurrir en alguna imprudencia que con toda seguridad les hubiera costado la vida.
—Para todos vosotros yo soy Hamid hijo del gobernador de Medina, ya que conozco el árabe —terminó de explicar la duquesa—, gran amigo de Muley-el-Kadel. Ben-Tael, el esclavo del generoso joven, se encargará de demostrar que, en realidad, soy mahometano y valeroso capitán.
—¿No pondréis en un compromiso al León de Damasco? —inquirió Nikola.
—Me dijo que si hacía falta utilizara su nombre —respondió la duquesa—. ¡Permitidme que sea yo solamente la que hable con la sobrina del bajá!
—Sí, señora —dijeron a un tiempo Nikola y Perpignano.
—Advertídselo a nuestros hombres. ¡Hemos de impedir la menor imprudencia!
—¡Anda de por medio el palo! —exclamó el griego—. La sobrina de Alí-Bajá es hermosa. Pero, tal como os he dicho, tiene fama de ser no menos despiadada que su tío en lo que se refiere a los cristianos.
—Intentaré amansar a ese tigre —dijo la duquesa la que parecía habérsele ocurrido una idea—. Confío absolutamente en el éxito de nuestro plan, precisamente por ser muy atrevido.
El griego se detuvo un instante para orientarse y prosiguieron la marcha por la llanura a través de un terreno quebrado y pedregoso. El tío Stake, más que nadie, maldecía sin cesar.
—¡Aún hay necios que afirman que se camina bien sobre la corteza terrestre! —exclamaba—. ¡Bien se ve que no han estado jamás en la cubierta de una galera, ni han gozado las delicias del balanceo! ¡Pueden irse al diablo Chipre, los turcos y los sectarios de Mahoma!
Sobre las cinco de la mañana comenzó a clarear.
—¿Lo veis, señora? —preguntó Nikola, indicando un sólido edificio situado en la cumbre de una colina.
—¿Se trata del castillo de Hussif?
—Sí, señora.
—¡Infortunado Le Hussière! ¡Se hallará en los subterráneos de alguna de esas lúgubres torres!
—¡Y debidamente encadenado, además! ¡La sobrina de Alí no se muestra muy hospitalaria con sus cautivos!
El castillo de Hussif era una de las fortalezas más imponentes de la reina Catalina Cornaro a fin de guarecer una considerable zona de la costa occidental de Chipre, para rechazar las continuas incursiones de los corsarios egipcios y turcos, que dominaban en todo el Mediterráneo oriental.
Había sido edificado sobre una colina que dominaba el mar, en un lugar de la roca cortado a pico, y en sus torres se emplazaron numerosas bocas de fuego.
Aquella fortaleza ofreció una obstinada resistencia a los turcos de Mustafá, y no se puede saber lo que hubiera aguantado todavía, a no ser por el auxilio prestado a aquél por Alí-Bajá y sus cien galeras.
Atacada desde el mar por el ininterrumpido bombardeo de ochocientas culebrinas, terminó siendo tomada por los cincuenta mil guerreros, que pasaron cuchillo a toda su guarnición.
Una vez que fueron restaurados lo mejor posible los deterioros ocasionados por los proyectiles, se puso al mando de ella a la sobrina del bajá, mujer joven y hermosísima, atrevida y valerosa, pero, en especial, acérrima enemiga de los cristianos, al igual que el gran sultán Selim II.
Al distinguir el castillo a las primeras luces de la mañana, la duquesa se sintió asaltada por la angustia. ¿Hallaría al caballero Le Hussière todavía con vida, o la cruel turca lo habría matado?
El-Kadur, que parecía haber adivinado la idea que atormentaba a su señora, se aproximó a ella, que se había detenido para contemplar el castillo.
—Piensas en el vizconde, ¿no es verdad? —preguntó.
—¡Sí, El-Kadur! —repuso la duquesa, con triste acento.
—¿Temes que la sobrina del bajá le haya mandado dar muerte?
—¿Qué haces para adivinar todo lo que pienso?
—El esclavo se habitúa a prever lo que su señora desea —contestó el árabe, con cierta amargura.
—¿Supones que aún está vivo?
—No lo habrían perdonado después de la conquista de Nicosia. Si le han traído aquí, significa que los turcos se han dado cuenta de que el vizconde representa un buen rescate. ¡En marcha, señora; pronto nos divisarán desde el castillo!
Se habían adentrado por una angosta senda, practicada en la misma roca, que bordeaba el mar, tan estrecha que unos pocos hombres valientes y resueltos hubieran podido enfrentarse allí a todo un ejército.
A sus pies se hallaba el abismo, en cuyo fondo bramaban con inmenso fragor las aguas del Mediterráneo.
Nikola avanzó con decisión, luego de haber suplicado a la duquesa que se aferrara a la muralla y no fijara la mirada en el mar, para eludir la sensación de vértigo.
Un turco que se hallaba de guardia en una de las torres, al observar aquel grupo armado, gritó:
—¡A las armas!
Una compañía de jenízaros, a cuyo frente iba un capitán de la marina otomana, avanzó por el puente tendido sobre los amplios fosos que circundaban el castillo.
—Somos amigos —advirtió Nikola, que hablaba a la perfección el turco y el árabe, haciendo ademanes a los jenízaros para que les dejaran de apuntar con los arcabuces.