Alzó el manto con que cubrió a la duquesa y revisó la armadura. En la parte derecha se observaba una enorme abolladura con un agujero en su centro, por donde la sangre manaba; el fragmento de piedra o de hierro fuertemente despedido había destrozado el acero del peto.
Con mucho cuidado le quitó la coraza y en el costado, bajo la última costilla, vio una herida que sangrada en abundancia.
¡Si no ha penetrado en la carne ninguna esquirla del proyectil, mi señora no morirá! —musitó el árabe—. ¡No obstante el golpe debe de haber sido muy fuerte!
Desgarró la capa de la duquesa, que era de muy fina lana, y haciendo unas vendas, las cuales empapó en aceite, vendó la herida con el fin de restañar la sangre y sopló varias veces en el semblante de la joven para hacerle recuperar el sentido.
—¿Eres tú, mi leal El-Kadur? —inquirió al cabo de breves instantes la duquesa, abriendo los ojos y clavándolos en el árabe.
Su voz era apagada y su cara estaba muy pálida, tan blanca como la nieve.
—¡Está viva! ¡Mi señora está viva! —exclamó el árabe—. ¡Ah, señora; creí que habías muerto!
—¿Qué ha ocurrido, El-Kadur? —interrogó la duquesa—. No me acuerdo de nada. ¿Dónde nos encontramos? ¿Quién dispara a nuestro alrededor? ¿No oyes los estampidos?
—Nos hallamos en los subterráneos, a resguardo de los proyectiles de los turcos.
—¡Los turcos! —exclamó la joven, pretendiendo incorporarse—. ¿Se ha rendido Famagusta?
—Aún no, señora.
—¿Y yo me encuentro en este lugar en tanto que otros se matan?
—¡Estás herida!
—¡Es verdad, noto un gran dolor aquí! ¿Me han herido con una bala o con espada? ¡No me acuerdo de nada!
—Lo que te ha desgarrado la coraza ha sido un fragmento de piedra.
—¡Dios mío, qué fragor!
—Los turcos se precipitan al asalto.
La palidez del semblante de la duquesa se hizo todavía más intensa.
—¿No tiene salvación la ciudad? —preguntó, con acento angustiado.
—No puedo decirlo, señora. Pero me parece que no. Oigo las culebrinas del fuerte de San Marcos que no dejan de retumbar.
—¡El-Kadur, ve a examinar lo que ocurre!
—Y tú, señora… ¿cómo voy a dejarte sola?
—Eres más necesario en las murallas que en este lugar.
—¡No me siento capaz de abandonarte!
—¡Márchate! —exclamó la duquesa en tono enérgico—. ¡Márchate o me levanto y, aunque tenga que morir en el camino, abandonaré este refugio! ¡Es el instante supremo en que todos los defensores de la cruz luchan! ¡Tú has renegado de la fe del Profeta y ahora eres cristiano, lo mismo que yo! ¡Combate contra los enemigos de nuestra religión!
El árabe inclinó la cabeza, durante un momento permaneció indeciso contemplando a la duquesa, y, por último, desenvainando el yatagán, se precipitó hacia el exterior, mientras murmuraba:
—¡Qué el Dios de los cristianos me proteja para poder defender a mi señora!
En tanto que el árabe se encaminaba a la carrera en dirección al fuerte de San Marcos, arrimándose a las casas para eludir las balas y las piedras, que caían sin interrupción, las hordas turcas, que a pesar del intenso tiroteo de los cristianos habían conseguido atravesar la planicie, se lanzaban al ataque general.
Famagusta se hallaba rodeada por un cinturón de hierro y fuego, que a cada instante iba estrechándose más, lenta pero inexorablemente.
Los mayores esfuerzos se centraban sobre el fuerte de San Marcos. De todas formas, imponentes masas de atacantes rodeaban también los restantes fuertes y murallas, afrontando la muerte.
Los jenízaros, que habían sufrido graves pérdidas y llenando la llanura con sus muertos, acababan de congregarse bajo el poderoso fuerte, ya casi totalmente derrumbado, y comenzaban la lucha cuerpo a cuerpo, atacando con impetuoso denuedo a las compañías de mercenarios que lo defendían, mientras la fuerza de albanos y guerreros del Asia Menor pretendían escalar las torres y apoderarse de ellas.
Trepaban los infieles con la furia de lobos hambrientos, asiéndose a los salientes y escombros con el yatagán entre los dientes y la cimitarra en la mano, resguardándose con los escudos, en los que se veían la cola de caballo y la media luna.
Los proyectiles, que les caían de lleno, casi a boca de jarro, diezmaban sus filas. Pero ellos pasaban impertérritos sobres sus muertos y moribundos, exclamando:
—¡Exterminad! ¡Exterminad! ¡Aniquilad a todos! ¡El Profeta lo ordena!
Y los jenízaros, que eran todos veteranos y se habían enfrentado ya a las espadas venecianas en Chipre y Negroponto, y en las costas dálmatas, trepaban con la sonrisa en los labios —sonrisa de fiera—, anhelosos de sangre cristiana, imaginando, en su ciego fanatismo, distinguir entre los aceros de los enemigos los hermosos rostros de las
huríes
del Profeta. ¿Cómo temer a la muerte, si las doncellas del paraíso aguardaban con los brazos extendidos a los valerosos guerreros que sucumbían defendiendo la Media Luna? ¿Acaso Mahoma no lo había prometido así? Y proseguían su furioso avance, blandiendo con rabia la cimitarra, mientras tras ellos la planicie se cubría de muertos y los cañones tronaban sin cesar, envolviendo a Famagusta con hierro y balas de piedra incandescentes que llovían a cientos.
Los cristianos ofrecían la máxima resistencia al denuedo de aquella imponente horda. Estimulados por la presencia del gobernador, cuya voz retumbaba sin que consiguiera sofocarla el estruendo de la artillería, luchaban con gran coraje.
Reunidos en el fuerte, constituían una muralla de hierro que las cimitarras turcas no conseguían abatir. Golpeaban rabiosamente con sus mazas los escudos de los atacantes, destruyendo cimeras y cascos. Sus espadas, en continuo movimiento, unas veces segaban una cabeza mahometana, otras mutilaban un cuerpo, en tanto que las culebrinas esparcían la muerte con un torrente de metralla.
Era un combate grandioso, épico, que producía espanto tanto en los asaltantes como en los sitiados.
Entretanto, en los restantes fuertes y en torno a las torres se luchaba con desesperación y con grandes pérdidas por ambas partes. Los albanos y los del Asia Menor, encolerizados por la tenaz resistencia de los sitiados y por los graves estragos ocasionados en su filas, pretendían, con ataques desesperados, rebasar las murallas, arrimando a ellas infinidad de escalas, que no tardaban en desplomarse con todos los que intentaban subir por ellas.
Tan sangriento resultaba el combate por aquella zona, que por las murallas corrían chorros de sangre, igual que si miles de bueyes hubieran sido sacrificados. Los turcos caían por compañías completas, desgarrados por las picas, espadas y moquetes. Pero otros los reemplazaban y seguían la lucha con ciega tenacidad.
Se dirigían, sobre todo, hacia las torres, en cuyas plataformas las culebrinas venecianas disparaban sin tregua, ocasionándoles los mayores estragos. Aquellos vetustos y elevados edificios eran muy difíciles de tomar, ya que ofrecían una extraordinaria resistencia a las minas y arietes. El revestimiento caía, pero la parte interior no cedía con tanta facilidad, por la solidez de aquellas construcciones, realizadas por ingenieros venecianos.
En ocasiones, los cristianos, no confiando ya en sus fuerzas, pero dispuestos a morir con las armas en la mano antes que dejarse matar luego impunemente, derrumbaban con sus mazas las troneras, arrojando de esta manera sobre los atacantes un torrente de escombros que inmovilizaban a gran número de ellos.
Mientras en todos los lugares de la población tanto guerreros como habitantes competían en bravura, decididos a todo con tal de ocasionar al enemigo grandes estragos, entre aquel horrendo fragor de bronces y aullidos de moribundos y combatientes, entre choque de espadas y mazas rebotando en los escudos y armaduras, en medio del estallido de las minas, las campanas de las iglesias volteaban sin cesar en el aire, lleno de humo, y en las angostas callejuelas se escuchaban las oraciones de las mujeres, sollozantes, suplicando a san Marcos, protector de Venecia.
Cuando El-Kadur, milagrosamente ileso de las balas de piedra que se abatían sobre la ciudad, dejando tras sí ráfagas de fuego que semejaban bólidos, alcanzó el fuerte principal que era contra el que combatían con mayor saña los jenízaros, la lucha había adquirido tremendas proporciones.
La reducida tropa cristiana, arrinconada por los incesantes asaltos de los infieles, diezmada por los disparos de las culebrinas emplazadas en la planicie, y agotada por aquella desesperada batalla, que ya duraba tres horas, empezaba a retirarse.
Se batían entre montones de muertos que constituían una especie de trinchera. Todo el fuerte se encontraba lleno de guerreros moribundos a quienes el yatagán de los infieles se disponía a rematar, de escudos, yelmos, picas, alabardas, espadas y culebrinas inservibles.
El gobernador, muy pálido, con la cota de malla desgarrada por las armas turcas, rodeado por sus capitanes, ya muy escasos, pues la mayoría habían resultado muertos, intentaba reorganizar las compañías de marineros venecianos y de mercenarios para seguir manteniendo aquella desesperada resistencia.
En la parte de atrás del fuerte había una amplia plataforma circundada por una pequeña muralla, algo semejante a una rotonda, que se utilizaba para las maniobras de los guerreros, y que a los lados contaba con pequeños reductos.
Al observar el gobernador que el fuerte ya no podía resistir, había ordenado trasladar hasta aquel punto las culebrinas que todavía estaban en condiciones de ser utilizadas y contener el ataque de los otomanos, que ya salvaban la escarpa exterior.
—¡Intentemos aguantar hasta mañana, muchachos! —dijo el audaz gobernador—. ¡Siempre habrá ocasión para rendirse!
Los mercenarios y marineros, aunque ya muy exiguos en número a causa de la cruel batalla, habían conseguido, a pesar de la lluvia de balas, poner a salvo ocho o diez culebrinas, en tanto que los guerreros procuraban contener durante cierto tiempo a los infieles, batallando en las murallas y en los puntos todavía no derrumbados del fuerte.
En aquel instante llegó El-Kadur. Al ver al señor Perpignano, que reorganizaba la compañía del capitán Tormenta, reducida a menos de la mitad, se dirigió hacia él.
—Estamos perdidos, ¿no es verdad? —inquirió.
Viéndole solo, el veneciano había experimentado un sobresalto.
—¿Y el capitán? —interrogó.
—¡Está herido, señor!
—Te he visto cómo le sacabas fuera de aquí.
—No os inquietéis. Se encuentra a salvo y, aunque los turcos conquisten Famagusta, no lograrán encontrarle.
—¿En qué lugar está?
—En el subterráneo de la torre de Bragola, que ya se halla derrumbada. Si no os dan muerte, id allí en su busca.
—¡No faltaré! ¡Ten cuidado, El-Kadur, no te arriesgues mucho! ¡Has de vivir para salvar al capitán!
Los guerreros venecianos y los mercenarios, extenuados a causa de la superioridad numérica del enemigo, se replegaban en desorden en dirección a la rotonda, intentando salvar, si no a todos, a la mayoría de sus heridos.
Afortunadamente, el gobernador de Famagusta tuvo el tiempo suficiente para reorganizar las tropas, que eran algo más numerosas, ya que se habían sumado a ellas algunos habitantes de la población.
Los jenízaros franqueaban ya el parapeto, lleno de cadáveres, y exclamaban sin cesar:
—¡Muerte a los guiaurri! ¡Exterminad! ¡Matad!
Al resplandor de los disparos de la artillería se veían sus rostros contraídos por la furia que los dominaba y sus feroces ojos, que semejaban tener fosforescencia.
—¡Vosotros, artilleros! —ordenó el gobernador con voz que logró imponerse al tronar de los cañones y al vocerío de los asaltantes.
Las culebrinas dispararon todas al mismo tiempo, haciendo retemblar el fuerte y cubriendo a los infieles con abrasadora metralla.
La primera fila de bárbaros guerreros se desplomó sobre el parapeto abatida por aquel huracán de fuego. Pero otros hombres ocuparon los puestos de los muertos, lanzándose al ataque con desenfrenada furia, para no dar ocasión a los artilleros a que volviesen a cargar las culebrinas.
Los venecianos y mercenarios, que habían tenido un instante de descanso, volvieron a la carga.
Protegiéndose con los escudos, se precipitaron sobre los jenízaros y trabaron un nuevo combate. Los capitanes los animaban, incitándolos a resistir hasta el final.
Las cimitarras y las espadas caían sobre las corazas, rompiéndolas y atravesándolas. Las pesadas mazas golpeaban en cascos y cimeras, destrozando cabezas, y las afiladas alabardas se hundían en las carnes, ocasionando horribles e incurables heridas.
Pero ya nada era capaz de contener a las hordas exterminadoras que el gran visir y los bajás habían lanzado al ataque contra Famagusta. Los robustos guerreros venecianos, agotados por tantos meses de padecimientos y de asedio, se desplomaban por grupos en tierra, empapada ya en su sangre generosa, y morían pronunciando el nombre de san Marcos, mientras los turcos se daban prisa en hacerlos callar para siempre, atravesándoles las gargantas.
La agonía de Famagusta había empezado, iniciándose espantosas represalias, que habrían de levantar un clamor de indignación entre los países cristianos de Europa, que se hallaban pendientes de aquella batalla.
Oriente aniquilaba a Occidente. Asia retaba a la cristiandad, haciendo flotar triunfante ante su vista la verde enseña del Profeta.
Por todas partes vencían ya los infieles. Una a una eran tomadas las torres por lo bárbaros de Arabia y de las estepas de Asia y, derrotados, agonizantes o muertos, los cristianos eran arrojados a los fosos, desde los torreones ya conquistados.
El fuerte de San Marcos ofrecía muy escasa resistencia.
Los mercenarios y venecianos, desbaratados por los asaltos de los turcos, se retiraban en desorden.
Ya nadie acataba las órdenes de los capitanes ni del gobernador.
Los muertos iban amontonándose de continuo. A las trincheras de tierra, ya derruidas, seguían ahora trincheras de carne humana y de hierro.
Una imponente nube, producida por el humo de la artillería, se cernía igual que un velo fúnebre sobre Famagusta, rodeándola por completo. Las campanas habían dejado de sonar y las oraciones de las mujeres, congregadas en la iglesia, eran ahogadas por el atronador vocerío de los infieles.