—¿Qué importancia tiene mi vida, si puedo conseguir la tranquilidad de mi señora? ¿Acaso no soy tu esclavo?
—Quizá descubrieran nuestro escondite.
—Lo atacaré con el yatagán y partiré su espada —replicó El-Kadur—. ¿Tal vez no valgo yo lo mismo que un cristiano renegado? Mi padre era un gran guerrero árabe y no seré menos que él. Soy su hijo. Murió valerosamente, con las armas en la mano, por defender su tribu. ¿Por qué razón no he de morir yo en defensa de mi señora, la hija del hombre que me libró de la esclavitud?
El árabe se había cubierto con el manto que antes se puso Perpignano, y a la roja luz de la antorcha adquiría descomunales proporciones. Su mano nerviosa oprimía la empuñadura del yatagán, cuya hoja despedía siniestros destellos.
—¡Lo mataré! —insistió con vehemencia—. ¡Es un rival… del señor Le Hussière!
—¡No abandonarás este lugar! —dijo la duquesa, con acento enérgico—. ¡Debes cuidar de mí!
Al escuchar aquellas palabras, la fiera expresión que demudaba el semblante del árabe se disipó como por arte de magia.
—¡Sí, señora; estaba loco! —respondió, sentándose sobre una piedra—. ¡Soy un insensato!
En el rincón más oscuro se oyó en aquel instante la voz del tío Stake, que mascullaba:
—¡Cuerpo de ballena! ¿No se va a poder dormir en ningún lugar de Famagusta?… ¡Esos perros turcos hacen un endemoniado estrépito con sus yataganes!
Al día siguiente, por la noche, pasadas las diez, Muley-el-Kadel, tal como prometió con toda solemnidad, penetraba en el subterráneo con las máximas precauciones, seguido de cuatro esclavos armados hasta los dientes y cubiertos con pesadas cotas de malla, llevando cada uno de ellos un enorme fardo.
El-Kadur, que estaba esperando a la entrada, dejó paso a la expedición.
—¡Aquí estoy, señora! —empezó Muley—. He cumplido el juramento que hice por el Corán. Traigo ropas turcas, armas, valiosos uniformes y seis caballos escogidos entre los de mejor raza del ejército albano.
—No tenía la menor duda de que Muley-el-Kadel sería leal y generoso —respondió la joven—. ¡El corazón de una mujer muy rara vez se engaña!
El tío Stake, que se afanaba en vaciar con su camarada una botella de vino de Chipre, consideró conveniente añadir por parte suya:
—¡No lo hubiera imaginado jamás, pero debo admitir que entre los turcos también hay caballeros! Es un auténtico milagro. Es algo así como si el viento de proa cambiase de improviso, soplando de popa.
—Muley-el-Kadel —continuó la duquesa, sin preocuparse de las palabras del tío Stake—, ¿no habíais notado como si os siguiese alguien?
—¿Por qué me hacéis esa pregunta, señora? —inquirió el turco, con acento inquieto.
—¿No habéis hallado a nadie en vuestro camino?
—Sí, a un capitán de jenízaros que al parecer estaba embriagado.
—¡Él! —exclamó Perpignano.
—¿Quién es él? —indagó el turco, examinándolo detenidamente.
—¡«El oso de los bosques polacos»! —aclaró la duquesa.
—¿El capitán a quien vencí y luego renegó de su fe?
—Sí —confirmó el veneciano.
—¿Ese hombre ha osado espiarnos? —exclamó, arrugando el ceño, Muley-el-Kadel.
—Y tal vez nos delate y nos entregue a Mustafá antes que podamos escapar —dijo Perpignano.
El turco sonrió despectivamente.
—¡Muley-el-Kadel vale más que un despreciable renegado! —comentó—. ¡Qué pruebe, si es capaz, a interponerse en mi camino!
Cambiando de tono y volviéndose a la duquesa, agregó:
—Querías conocer en qué lugar mis compatriotas han encerrado a Le Hussière, ¿no es verdad?
—Sí —exclamó la duquesa incorporándose, con el rostro encendido por la emoción.
—Sé dónde se encuentra.
—¿Fuera de Chipre?
—No. En el castillo de Hussif, donde permanecerá encerrado hasta que termine la guerra.
—¿Habéis dicho…? —inquirió la duquesa.
—En el castillo de Hussif.
—¿Dónde se encuentra ese castillo?
—En la bahía de Luda.
—¿Vigilado?
—Tal vez. No puedo decirlo con precisión.
—¿De qué forma podré llegar hasta allí?
—Por mar, señora.
—¿Nos será posible hallar alguna galeota? —preguntó la joven.
—Ya he pensado en ello, señora. Sé a quiénes podéis dirigiros —informó Muley-el-Kadel.
—¿A turcos?
—Sí. Pondrán a vuestra disposición un pequeño navío siempre que tengáis el cuidado de haceros pasar por musulmanes. En Luda hallaréis con facilidad renegados que no poseerán en su corazón ninguna de nuestras creencias —dijo el turco con una sonrisa— y que con gusto desearán ayudaros. Señora, ¿estaréis en condiciones de montar a caballo?
—Me parece que sí —repuso la duquesa—. Mi herida no es tan grave como aparentaba ser.
—Mi consejo es que os pongáis en marcha esta misma noche. Los jenízaros o el polaco podrían descubrir vuestro escondite y toda mi influencia no bastaría para salvaros.
—¿Y de qué manera atravesaremos la línea turca que cerca a Famagusta?
—Yo iré con vosotros hasta las líneas turcas de retaguardia —dijo Muley-el-Kadel—, nadie se atreverá a cerraros el paso. Bastará mi nombre para que nos dejen pasar tranquilamente.
—Vámonos enseguida, señora —aconsejó El-Kadur—; ese maldito polaco me produce temor.
—¡Ayúdame! —dijo la duquesa.
Tras un instante de vacilación, el árabe cogió suavemente entre sus brazos a la joven y la levantó igual que si se tratase de un niño.
—¡Podré sostenerme en la silla! —dijo ella con una encantadora sonrisa—. ¿Acaso no soy el capitán Tormenta?
El turco guardó silencio. La contemplaba con una especie de muda veneración.
—¿Dónde se encuentran los caballos? —preguntó la joven.
—Al pie de la torre, señora, vigilados por un esclavo. Vestíos con el traje turco que os he traído. Con esta indumentaria no es fácil que seáis reconocida —dijo Muley-el-Kadel.
Y desatando uno de los fardos, le mostró un elegante traje albanés recamado en oro.
—Es para vos, señora —agregó—. El capitán Tormenta se convertirá en un capitán albano por el que todas las mujeres del harén de Mustafá se volverían locas.
—¡Gracias, Muley-el-Kadel! —contestó la duquesa, poniéndose la ropa con ayuda de El-Kadur.
Entretanto, los esclavos habían sacado otras ropas egipcias y árabes para los marineros y Perpignano; soberbias pistolas y kadjars y yataganes, cuyo filo debía de ser semejante al de navajas de afeitar y que tenían adornos en oro y perlas.
—¡Por Baco! —exclamó el incorregible Stake, que se había ataviado con ropas de mameluco egipcio—. ¡Debo de tener una arrogante estampa y parecer un jeque egipcio! ¡Es una desgracia que no tenga bajo mis órdenes una tribu y que no posea cien mil camellos!…
—¡Y cien mil doblones! —añadió Perpignano que lucía un suntuoso traje árabe.
—¡No, señor! ¡Un cajón abarrotado de cequíes como los tienen esos afortunados ricachones en el rincón más oscuro de su tienda! ¡Tienen más valor que los doblones!
—¡Os tornáis difícil de contentar, tío Stake! —comentó la duquesa, que acababa de vestirse.
—¡Qué vamos a hacerle, señora! ¡Viéndome vestido con tan bellas ropas, yo que en toda mi vida no he llevado sino el capote de marinero, me siento ambicioso! ¡Algo tarde es, pero todavía no estoy muerto!
—En la silla de tu caballo tal vez no halles una capa de marinero, pero algunos cequíes acaso los encuentres —dijo Muley-el-Kadel, mientras sonreía.
—¡Oh, señor, en lugar de León de Damasco, con vuestro permiso deberé llamaros León de Oro!
—¡Cómo prefieras! Pero vámonos ya. Hacia medianoche cambiarán los centinelas del fuerte Erizzo y no desearía dar una explicación a su comandante.
Se colocaron las armas en los cintos y, precedidos por los esclavos, abandonaron el subterráneo.
El-Kadur y Perpignano ayudaban a la duquesa, que aún no había recuperado por completo las fuerzas.
Al pie de la torre aguardaba un esclavo negro que vigilaba diez soberbios caballos árabes enjaezados al estilo turco, con anchos y cortos estribos, ricas gualdrapas de color rojo y sillas ligeras y cómodas.
Muley-el-Kadel se dirigió hacia el de más bella traza y, ayudando a subir a él a la duquesa, dijo:
—Correrá igual que el viento y nadie será capaz de detenerlo. Respondo de él. En la cartera encontraréis un par de pistolas y bastantes cequíes.
—¿Y de qué forma podré pagar tanta gentileza? —repuso la duquesa.
—¡No debéis pensar en eso, señora! —replicó el turco—. Mi padre es el bajá más opulento de Asia Menor, y se sentirá satisfecho al saber que he sido generoso con la persona que me perdonó la vida. Mi muerte hubiera representado la suya, y con riqueza alguna la habría podido pagar. ¡A los caballos! ¡No hay tiempo que perder! —exclamó, volviéndose hacia los otros.
Todos montaron a caballo dispuestos a cumplir la orden, hasta el mismo tío Stake, que consideró aconsejable decir:
—¡Montemos y mantengámonos derechos! ¡Estos endiablados animales nos harán rodar como cuando sopla el viento del sudeste! ¡Acorta los foques, Simón, si no quieres dar con la cabeza en cubierta!
—¡Aparta! —exclamó Muley-el-Kadel.
El negro que retenía los caballos se apartó y los diez jinetes se lanzaron a galope tendido.
Los cuatro esclavos que llevaran las ropas iban delante y los dos marineros los seguían. Perpignano y el León de Damasco cabalgaban a ambos lados de la duquesa, prestos a auxiliarla en cuanto lo precisara.
En breves instantes cruzaron la zona meridional de la ciudad y llegaron delante del fuerte Erizzo, que se hallaba vigilado por una compañía de jenízaros.
Un capitán se adelantó de súbito, gritando:
—¡Alto o mando abrir fuego!
Perpignano y la duquesa sintieron un escalofrío al escuchar aquella voz. El-Kadur, con ademán colérico, desenvainó el yatagán con un sordo gruñido.
—¡Laczinski! —exclamaron los tres a un tiempo.
Muley-el-Kadel hizo a la duquesa y a los demás acompañantes una indicación para que se detuvieran y se dirigió hacia el capitán. Tres pasos detrás de éste se encontraban doce jenízaros que tenían las mechas de los arcabuces preparadas.
—¿Quién eres tú, que tienes el atrevimiento de interponerte en mi camino? —inquirió Muley.
—El comandante del fuerte, por lo menos durante esta noche —contestó con acento de burla Laczinski, ya que de él se trataba.
—¿Conoces quién soy?
—¡Por Baco! —exclamó el aventurero en un turco infame—. ¡Para conoceros sería suficiente la cicatriz que adorna mi cuello, señor Muley-el-Kadel, hijo del bajá de Damasco!
—¿Qué pretendes dar a entender?
—¿Tal vez os habíais olvidado del «Oso de los bosques polacos»?
—¡Ah! ¡El renegado! —repuso, con cierto desdén, el León de Damasco.
—¡Ahora más mahometano y mejor creyente que vos! —contestó con insolencia Laczinski.
—¿Qué deseas, puesto que ya sabes quién soy yo? Y explícate deprisa, pues me urge el tiempo.
—Impedir que sigáis vuestro camino hasta el amanecer, señor Muley-el-Kadel. Se me ha ordenado no dejar que abandone nadie Famagusta, y no por vuestros hermosos ojos me arriesgaré a ejecutar la última danza en la punta de un palo.
—¡Abre paso al León de Damasco! —gritó con acento amenazador Muley—. ¡La orden que te han dado no cuenta para el hijo del bajá de Damasco, cuñado de Selim, el gran sultán!
—¡Aunque fueseis el mismísimo Mahoma, insisto en que sin una carta firmada por Mustafá no seguiréis adelante!
Y volviéndose a los jenízaros ordenó con atronadora voz:
—¡Estrechad la fila y estad listos para abrir fuego!
Los ojos de Muley-el-Kadel relampaguearon a causa de la cólera que le invadía.
—¿Dispararéis sobre el León de Damasco? —exclamó con el puño dirigido hacia los jenízaros.
Y volviéndose a sus compañeros, ordenó con voz tan enérgica como antes:
—¡Desenvainad las cimitarras y lancémonos a la carga! ¡Yo respondo de todo!
Espoleando su caballo le hizo dar tan imponente salto, que empujando al polaco, lo arrojó al suelo antes que tuviera ocasión de esquivar la acometida.
—¡Bribón! —gritó el capitán, rodando por tierra—. ¡Disparad, jenízaros!
—¡A galope! —exclamó Muley-el-Kadel.
Los diez jinetes se lanzaron a la carrera, con las cimitarras en alto. Pero no tuvieron oportunidad de utilizarlas, ya que los jenízaros, en lugar de abrir fuego, se apartaron con premura presentando armas y gritando todos a la vez:
—¡Larga vida al León de Damasco!
La comitiva cruzó el puente levadizo como un torbellino y se adentró a la carrera por el campo, en tanto que el tío Stake, que se asía firmemente al cuello de su montura, murmuraba, con satisfacción:
—¡Parece mentira! ¡Ese turco me parece un magnífico muchacho! ¡No imaginé que se pudiera encontrar ni uno bueno entre esos miserables!
Muley-el-Kadel continuaba galopando al frente del grupo, señalando el camino. A lo lejos se veían los fuegos del campamento turco y de vez en cuando se oía el sonido de alguna trompa. Después, la oscuridad fue total.
El turco evolucionó de forma que se iba distanciando del campamento para no resultar de nuevo detenidos, lo que les hubiera ocasionado pérdida de tiempo, y avanzó decididamente en dirección a levante, hacia donde se observaba una lucecita que hubiera podido confundirse con una estrella.