—Tienes una imaginación bien sucia —rezongué, mientras me servía ensalada.
—De cualquier forma estás completamente equivocado, pues no me encontré con Bryony en esa forma.
Luego, entre bocados hice una larga, detallada y consecutiva narración, empezando con una delicada referencia a mis juveniles indiscreciones con la pobre Lulú, y saltando desde allí hasta que recibí la carta de Bryony el día anterior. Describí mis dudas respecto a la procedencia y autenticidad de la carta, mi indecisión respecto a si debía acudir a la cita o no, mi eventual rendición a la curiosidad. Conté mi sudorífico viaje a la taberna
The King of Sussex
, la llegada de Bryony, su monstruosa sugestión de que yo podía ser su padre, y todo lo que ella había relatado, y las conclusiones a que yo había llegado durante mi larga permanencia en la taberna. Mencioné la visita del rubio Custerbell Lowe y de la significativa conversación que yo había mantenido con él.
Dilaté, en beneficio de Thrupp, el relato de mi decisión de buscar a Barbary, y del proyecto que habíamos elaborado para poner reservadamente a salvo a Bryony en
Gentlemen’s Rest
. Narré en detalle nuestra presencia en Compline (sin omitir siquiera los menudos incidentes del agua bendita y del siete dominante) y destaqué debidamente el terror de Bryony al ver la «Bestia Rubia» (a quien describí lo mejor que pude) en el fondo de la iglesia. Aunque no parecía venir al caso, entré en particulares sobre nuestra subsiguiente conversación con el Padre Prior, y de cómo vine a tomar prestado al perro Smith, siguiendo mi relato hasta el fin, con el hecho de nuestra consternación cuando Barbary nos salió al encuentro en la puerta del túnel y nos dijo de la llegada de Thrupp.
No tengo la pretensión de ser un buen narrador, pero en mi propio beneficio como en el de los demás, hice todo lo posible para asegurarme que no había omitido nada de la historia. Los acontecimientos se habían desarrollado tan rápidamente en las pasadas diez horas que aproveché la oportunidad para poner en ellos un poco de orden.
Mis dos oyentes me escuchaban con atención; Barbary con perplejidad, pero Thrupp con una especie de satisfacción. Era evidente que él sabía bastante más que yo de los antecedentes del asunto, y llegué a la conclusión de que mucho de lo que me había dicho se ajustaba bastante bien a lo que él sabía. Varias veces durante el desarrollo de mi relato vi en sus ojos un significativo resplandor, y más de una vez asintió comprensivamente a algo que para mí no tenía sentido alguno.
Terminé, al fin; me refresqué con un gran trago de whisky y soda, y me repantigué con fruición, agradablemente consciente de una tarea bien cumplida. Thrupp no me había interrumpido ni una sola vez, y ahora estaba yo a la expectativa de un interrogatorio astuto y amplio. Pero cuando al fin rompió el silencio con algunas palabras, éstas parecían más bien un simple comentario que preguntas que requerían contestación, y así, ante mi gran asombro, simplemente se reclinó en su silla, se acarició la barba y mirando abstraído las grandes vigas de roble del techo, murmuró:
—Así que tomó agua bendita…
En este preciso instante resonó agudamente el timbre de la puerta de entrada, tan repentina e inesperadamente que los tres saltamos de nuestros asientos.
B
ARBARY
fue la primera en recobrar su aplomo. Se levantó y dijo:
—Yo iré.
Pero Thrupp no la dejó pasar.
—No hará usted tal cosa —ordenó brevemente—. Roger, ve a ver quién es. Yo estaré detrás de ti.
Salimos del comedor hacia el hall. La puerta del frente estaba abierta y en el pequeño porche exterior contemplé a un joven de rostro alargado, hombros redondos, vestido con un overall azul, de mecánico, y cubierta la cabeza con una gorra a cuadros, descolorida. Del ángulo de su labio inferior colgaba un sucio cigarrillo, y su rostro ordinario tenía una expresión de mal genio.
En la calzada, detrás de él y un poco más allá había una carretilla gris verdoso llena de una miscelánea colección de herramientas y rollos de alambre.
Ni se llevó la mano a la gorra, ni se quitó la colilla cuando me acerqué a él. En verdad, no hizo ademán alguno para saludarme. Me miró, simplemente, con lo que el poeta Shakespeare (o si se quiere el Par Bacon) acertadamente describe como una mirada opaca, y silabeó:
—Operario telefónico.
—¿Operario? —repetí, no alcanzando por el momento todo el significado de su información.
—Sí, operario. El teléfono no anda bien, ¿no?
Su acento cockney (que no tengo la esperanza de poder reproducir satisfactoriamente en tipos de imprenta) casi era demasiado bueno para ser auténtico; Arqueé las cejas, y llevé la cabeza bien adelante.
—Y ¿qué diablos ha pasado para que se le ocurra a usted tal cosa? —pregunté con toda cortesía.
Hizo chasquear sus labios y me miró de arriba abajo con ojos más fúnebremente vidriosos que antes.
—En la Central ha estado resonando su teléfono hace una hora —se dignó decir al fin—. Fui a comprobarlo y encontré una falla aquí. La hubiera encontrado usted mismo si hubiera intentado llamar. —Pronunció la última frase con tono increpante, casi insolente, como culpándome por no haber observado la falta yo mismo.
Sentí que Thrupp se había acercado a la puerta. Fue él quien habló el primero.
—¿Está descompuesto tu teléfono, Roger? —preguntó con acento de tan evidente sorpresa que apenas si pude darme cuenta del alcance de la pregunta.
—No; que yo sepa —repliqué sin pestañear—. Me parece que usted se ha equivocado de casa, joven.
—¿Que me equivoqué? —repitió indignado el obrero—. ¿Que me equivoqué? ¡Nada de eso! ¿No es esto
Gentlemen’s Rest
?
—Esta casa es
Gentlemen’s Rest
—Thrupp confirmó amablemente, antes de que yo pudiera contestar—, pero de todos modos, me parece que hay una confusión. Que nosotros sepamos, no le pasa nada al teléfono, y tampoco creo que usted sea un auténtico operario. ¿Tiene algún comprobante, joven? Creo que ustedes llevan siempre una credencial.
Nuestro visitante se volvió belicoso.
—¡Cómo! ¿Un domingo por la noche? —preguntó indignado—. Y con mi mejor ropa de trabajo encima…
Estaba cenando en casa cuando vino la llamada y no hice más que ponerme el overall y venir como estaba. Voy a buscar la credencial si quiere verla.
Su manera era convincente, pero yo tenía mis motivos para no estar convencido.
—¿Cuánto tiempo hace que está usted en este trabajo? —pregunté amablemente—. ¿Qué le ocurrió a Harry Goatcher, el operario efectivo?
—Hace un par de días —fue la contestación— Harry se cayó de un poste, el jueves pasado, y seguro que no trabajará antes de Navidad. Yo soy de Orsham, y…
Thrupp, que tiene el sentido de la percepción más ampliamente desarrollado que nadie, se volvió a mí, sonriendo.
—¿Se llama Goatcher el operario efectivo? —preguntó.
—No —contesté —, se llama Lillywhite y lo vi esta mañana paseando por
Highstreet
con ese budín de Daphne Hedger. Dicen que es tan loco que se va a casar con ella, pero… ¡eh!, ¡venga!…
El que decía ser operario estaba ya casi a mitad de la calzada corriendo como un gamo, y sin haberse detenido a recoger la carretilla se oyó un rugido repentino, como el de un toro furioso y el perro Smith surgió amenazador detrás de un rododendro y se precipitó en persecución de aquél. La presa lanzó un grito de desaliento cuando se volvió y vió el horrible espectáculo. Pero Smith no estaba hecho para correr, y su víctima gradualmente se fue perdiendo de vista. Thrupp, riendo entre dientes, me llevó a la calle para inspeccionar la abandonada carretilla.
—Parece auténtica —decidió—. Prestada sin permiso de la estación local, sin duda. Bueno, bueno. Y ¿qué conclusión sacas de todo esto? Una cierta actividad en el frente central, ¿eh?
—Este hombre no es Cockney —declaré—. Su disfraz es bueno, pero se le fue la mano en el acento.
—¿Te fijaste en sus manos? —agregó Thrupp—. No tenían por qué estar sucias, si realmente acababa de cenar, y no tenían apariencia de practicar trabajo manual. Eran las manos de un caballero, o por lo menos no las de un trabajador manual.
Barbary se unió a nosotros en el porch. Dueña de sí, como siempre, pero parecía un tanto inquieta.
—¿Qué crees que se proponía? —preguntó.
—Supongo que entrar en la casa —sugerí—. Es una vieja martingala, ¿verdad, Thrupp?
—Vieja como los eternos collados —confirmó pensativamente—. Sí, supongo que ésta era la idea, pero…
La opinión no pareció satisfacerle.
—No me gusta esta teoría por dos razones –prosiguió un momento después—. Primero, es una treta ingenua y vieja como para ser usada por la gente con quien tenemos que jugar. En segundo lugar, la línea está cortada fuera de la casa y no dentro de ella y aunque un operario hubiera necesitado entrar para inspeccionar el teléfono, por motivos técnicos, la abrumadora probabilidad, es que tú hubieras estado siempre con él a título de curiosidad. Y, como corolario a todo esto, hubieras estado esta noche en guardia más que nunca, con Bryony en la casa y la amenaza de este peligro. Me parece que hay otras dos posibilidades. Podría haber sido un reconocimiento para establecer con certeza quién está en la casa o podría haber sido una estratagema para distraer nuestra atención mientras se hace otra cosa. Creo —concluyó girando bruscamente sobre sus talones que es mejor aseguramos, en seguida de que no ha sucedido nada a nuestra joven amiga durante este tiempo.
Pero mi prima y yo estábamos ya a mitad de la escalera. Personalmente, yo estaba asustado, pues conforme Thrupp hablaba recordaba que mi dormitorio tiene tres ventanas, una de las cuales da a la parte posterior de la casa. Sin duda, Barbary había tenido el mismo pensamiento, pero contuvo su impulso al aproximamos a la habitación.
—No hace falta asustarla si está bien —me susurró conforme nos precipitábamos a lo largo del corredor. Nos detuvimos frente a la puerta de mi dormitorio, y golpeó ligeramente en el panel con sus dedos.
—Somos Roger y yo. ¿Podemos entrar?
Con inenarrable alivio oí su voz clara y juvenil que contestaba.
—¿Está ahí el inspector? —preguntó.
Mi prima me oprimió el brazo y me hizo señas de que no mencionara lo sucedido.
—No, está abajo —repliqué fríamente—. ¿Quiere verlo?
—No. Ya se lo he dicho, mil veces. ¿Qué es lo que quieren?
—Subimos solamente para saber si estaba usted bien —explicó Barbary—. ¿Es así?
—Supongo que sí. Estoy muy cansada y me siento bastante deprimida. Estoy desnudándome.
¿Cree que podría bañarme?
—Naturalmente —dijo Barbary—. Voy a prepararle el baño. ¿Caliente, frío o templado?
—De caliente a templado, por favor; más bien templado.
—Está bien.
Mi prima se dirigió al cuarto de baño, y yo estaba a punto de seguirla cuando Bryony habló de nuevo.
—¿Está ahí, Roger?
—Sí.
—Puede entrar. La llave está por la parte de afuera.
—Pero, ¿está usted…?
—¿Decente? —Había como una nota de diversión en, su voz—. No, en realidad; pero, ¿tiene eso importancia?
Si no la tiene para usted, para mí tampoco. ¡Vamos, entre! Tengo que hablarle.
—Pero…
—Oh, ¡diablos! No estoy desnuda, si eso es lo que le preocupa. Qué imaginación tan suciamente presumida tiene usted, Roger. Tengo que hablarlo, y que me ahorquen si me vuelvo a poner el vestido.
Di vuelta a la llave en la cerradura y entré en la habitación. No estaba desnuda, pero se había quitado su vestido gris verde, y, como ya me había impresionado anteriormente, llevaba una preciosa ropa interior. Pero no estaba yo como para ser tentado. Y, para hacerle justicia, no intentó tentarme. Había inquietud en sus ojos y yo podía ver bajo sus afeites que estaba muy pálida.
—¿Quién estaba ahora en la puerta? —preguntó tan pronto como entré. Oí el timbre y voces— y el ladrido del perro.
Exhibí una tranquilizadora sonrisa.
—Nada que tenga que ver con usted —mentí—. El teléfono estaba descompuesto y vinieron a arreglado, pero parece ser que a Smith no le gustó el olor del operario, y lo hizo escapar. Todavía no ha parado de correr. Éste es el inconveniente de tener un perro en casa.
—¿Y está el teléfono descompuesto? —inquirió Bryony.
—Sí.
—¿El operario era auténtico, entonces?
Me encogí de hombros.
—No me enseñó sus credenciales, pero el carrito del equipo, que abandonó, es auténtico a juzgar por su aspecto. ¿Tiene usted motivos para suponer otra cosa?
Meditó un momento; sus ojos se entrecerraron y frunció el entrecejo. Después…
—Olvidé decirle –exclamó—.
¿Recuerda usted que me preguntó esta mañana sobre lo que había sucedido el jueves por la noche? Fue cuando escribí la carta. Usted me preguntó si alguien había entrado en la biblioteca mientras yo estaba escribiendo el sobre o después. Le dije que Dukes, el mayordomo, el hombre que vino a verme después de comer, y Ann Yorke. Lo que olvidé decirle es que después que se fue Ann y cuando iba a irme a la cama me encontré con una de las mucamas y con un mecánico que venía de la Compañía para revisar el teléfono. Le dije que me parecía que el teléfono estaba bien, pero el hombre contestó que había habido una alarma de fuego en alguna unión o cosa así, y que tenía que revisar todos los aparatos para asegurarse que las líneas estaban en perfectas condiciones. Le repliqué que no era el momento más oportuno para hacer esa clase de trabajo, pero contestó que como el contrato con la Compañía establece un servicio de veinticuatro horas, estas cosas tenían que ser atendidas en seguida. Dije que estaba bien, y me fui a dormir. Yo sabía que Bridges, la mucama que estaba con él, era una chica de confianza, que no lo perdería de vista. Pero, para decir la verdad, mi imaginación estaba tan ocupada con otras cosas, que en seguida lo olvidé todo, Y sólo ahora recordé el incidente. Pero es una coincidencia, ¿no?
—Extraño —dije como distraído, pero huelga decir que yo estaba pensando con toda intensidad.
—¿El teléfono estaba en la biblioteca?
—Uno de ellos. Hay otro al fondo del hall con una conexión arriba. Pero revisó el de la biblioteca.
—¿No sabe si el teléfono estaba descompuesto?
—El de la biblioteca funcionaba bien a primeras horas de la tarde, pero no lo volví a usar.