El caso de la joven alocada (21 page)

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Authors: Michael Burt

Tags: #Policiaca

BOOK: El caso de la joven alocada
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Tuve especial cuidado de cerrar con llave y cerrojo las diversas puertas que atravesaba en mi viaje de regreso, y cuando hube vuelto a ganar el hall de
Gentlemen’s Rest
, tenía la completa seguridad de que ni el más hábil asaltante podría entrar a la casa por el túnel. No obstante, como una precaución final, arrastré un macizo mueble de roble, junto a la puerta que conducía a la escalera del sótano. Soy un hombre fuerte, y tuve que recurrir a todas mis energías para llevar a su posición esta barricada. Estaba perfectamente seguro de que ningún hombre nacido de mujer podía tener la esperanza de levantarla desde el otro lado de la puerta.

Para asegurarme doblemente, revisé de nuevo todas las puertas y ventanas del piso bajo.

Después apagué las luces del estudio, recogí al otro termo de café de la mesa del hall y subí las escaleras precedido de Smith, quien, como por algún extraño instinto, parecía saber exactamente lo que se esperaba de él y su función precisa en el esquema de las cosas.

Podría haber entendido las mismas palabras de nuestra reciente conversación, pues en lo alto de la escalera, se fue en derechura al pequeño sofá, situado en el descansillo, y después de una astuta ojeada en mi dirección, alzó, sus grotescos miembros hasta el asiento y se acostó confortablemente contra los almohadones de seda. Después bostezó cavernosamente, me hizo guiños dos o tres veces y siguió los meneos, golpeando el sofá con su cola roma. Satisfecho de que este particular centinela, por lo menos, estaba bien y verdaderamente colocado, puse otro tazón de leche delante de él, le di un cortés, buenas noches y me fui a mi destino.

Barbary estaba abriéndome la puerta exterior cuando el timbre del teléfono resonó de nuevo. El agudo sonido, llegado tan inesperadamente en el silencio de la casa, estuvo a punto de hacerme caer el termo. Un minuto después estaba yo de vuelta en el oscuro estudio y había levantado el receptor. Mi primera idea fue que Custerbell, frustrado su intento de ser mi huésped durante la noche, había pensado otro proyecto. Pero no fue Custerbell.

—Habla Poynings —dije malhumorado.

—Buenas noches, Capitán Poynings, ¿puedo hablar con Miss Hurst?

Me alabo de que ninguno de mis propios héroes pudo haber reaccionado mejor a este ataque sorpresivo.

—¿Con quién? —pregunté agudamente.

Creo que hubo genuino asombro en mi voz, no en verdad porque confiara en que quien me llamaba pudiera notarlo, sino porque yo estaba verdaderamente intrigado en cuanto a la identidad del que llamaba. Era una voz masculina, pero en un todo distinta a la de Custerbell, una voz de barítono ligero, de acento educado, que arrastraba algo las palabras, no exactamente una voz afectada, sino más bien con un dejo de fastidio, real o simulado, del mundo en general.

—Miss Hurst —contestó la voz cortésmente—. H…u…r…s…t. Creo que está ahí con usted.

—Nunca oí hablar de ella. Me temo que esté equivocado de número. Esto es
Gentlemen’s Rest
. Habla Roger Poynings.

—Ya sé.

La voz insistía tranquila.

—No es cuestión de número equivocado. Deseo hablar con Miss Hurst que actualmente reside con usted.

Confieso que no soy un mentiroso habitual, pero cuando miento no me paro en medias tintas.

—Aquí no hay ninguna Miss Hurst —repliqué firmemente—. Lamento no poder ayudarlo. Buenas noches.

—Un momentito.

Un tono amenazador había sucedido a esta voz suave que se arrastraba ligeramente:

—Siento tener que insistir, pero sé que esa información es incorrecta.

—¡Eso es una insolencia, señor! —exploté furiosamente—. ¿Tiene usted la desvergüenza de llamarme embustero?

—No necesariamente, capitán Poynings. Es posible que su huésped se haga llamar por otro nombre. Usted admite que tiene un huésped.

—No alcanzo a ver qué es lo que a usted le interesa —argüí—, pero, en resumidas cuentas, sucede que, efectivamente, tengo un huésped en casa. Sin embargo, puedo asegurarle que no se llama Hurst, sino Openshaw.

—Ya veo. Muy bien, ¿entonces me permitirá dos palabras con Miss Openshaw?

—Tiene usted metidas a las mujeres en el cerebro —insistí—. Mi huésped no es «ella», sino «él».

Esto pareció desconcertarlo.

—¿Está seguro? —inquirió un momento después.

Me volví sedosamente sarcástico.

—Mire —le dije—. En realidad usted debe buscar a alguien que le explique estas casas. Es lo más fácil distinguir los sexos cuando se sabe la forma de hacerlo. Repito que mi amiga Openshaw es definitiva e incontrovertiblemente un hombre.

—¿Un hombre? —El individuo pareció extrañamente lento en captar la onda.

—Un hombre —reiteré can paciencia. Y fui benditamente inspirado al recordar una apta definición de Darnford Yates—. Ya sabe usted: piernas separadas y se afeitan los jueves.

Hubo una pequeña pausa. Supongo que ya debí haber colgada el tubo, pera tenía la curiosidad de saber qué es lo que iba a decir. Mi curiosidad estuvo pronto satisfecha.

Mi desconocido amigo arrastró las palabras: Está mintiendo deliberadamente, Capitán Poynings, o bien he sido mal informado. Me desagradaría que fuera la primera.

—Oiga, amigo —corté secamente—. Ya hemos hablado bastante. Mire, me importa un comino que me crea o no me crea. No sé quién es usted, y no significa nada para mí. Todo la que sé es que no le permito a nadie que me llame embustero y no veo por qué he de extender un privilegia a un desconocido maniático, que está al otro extremo del teléfono. He sido muy paciente con usted pero ya se me agotó la paciencia. Me voy a dormir, y le recomiendo que haga lo mismo y que tome las cosas con más agua en la sucesivo. Por la mañana, a pesar de un ligera cabeceo, puede que consiga recordar dónde perdió a su amiga Miss Horse o como sea. Y aun podía tener la cortesía de hablarme por teléfono y decirme cómo le fue. A cualquier hora, después de las nueve, me tendrá por aquí. Y estaré deseando que me llame. Mientras tanto, váyase a la cama, mi querido señor, váyase a la cama.

—¡No me voy a la cama! —fue la malhumorada contestación—. Yo…

—¿No? —inquirí suavemente—. Estamos en distinto estado de ánimo, ¿verdad? Entonces, ¿dónde vamos?

—Voy —dijo tranquilamente la voz— a encontrar a Miss Hurst donde quiera que se encuentre.

—Por mí puede usted irse al diablo —repliqué colgando de golpe el receptor.

15

U
N MOMENTO
después la había vuelta a levantar. La telefonista me respondió can encomiable prontitud.

—¿Es usted Susana? —pregunté. En Merrington nos conocemos todos, y la pequeña Sue Barnes me había vendido besos por peniques, valor de pegajosos caramelos, cuando era un gorgojo de cinco años. En aquellos días ella era solamente la hija del lechero, pero ahora es una despierta servidora civil por derecho propio. Aunque ahora los ósculos están prohibidos entre nosotros, todavía nos hacemos guiños cuando nos encontramos.

—Habla Susana. ¿Es el Capitán Poynings?

—Ya sabes que sí, Sue. No seas socarrona. Mira, viola el reglamento por mí, ¿quieres, Susy?

Par el amor que me profesas…

Ría ahogadamente.

—No, cuando estoy de servicio —me amonestó—. ¿Qué desea, Capitán Poynings?

—Deseo saber quién me estaba hablando hace un minuto, Sue, o si no puedes decirme esto, desde dónde me hablaba. Acabas de desconectarnos, así que no pretendas no acordarte.

—Usted ha tenido dos llamadas hace media hora —dijo Sue—, y las dos desde
Green Maiden
.

Pera, naturalmente, no sé quién llamaba. ¿Qué? ¿Ocurre algo?

—¡Oh! no, nada. El que llamó se olvidó de darme su nombre, eso es todo, y como tengo que comunicarme con él más tarde, pensé que sería mejor averiguarlo. Mira, comunícame con la
Green Maiden
otra vez y veamos si Mr. Venables puede ayudarme.

—Muy bien.

Un momento de silencio puntuado por varios clicks, y me encontré conversando con el propietaria, otra buen amigo mío.

—Mr. Venables —dije—, lamento molestarlo a esta hora de la noche, pero algún lunático acaba de llamarme desde ahí y necesito saber quién era. ¿Puede ayudarme? No puedo darme cuenta si algún amigo mío me estaba haciendo una broma o si se trataba de algún desconocido a quien dieron el número equivocado. Tenga la amabilidad de decirme quién fue el último que utilizó su teléfono.

—Seguramente, Mr. Poynings. Conozco el caballero al que usted se refiere, señor, pero acaba de irse. Buscaré su nombre en el registro de visitantes. Espere un momentito, señor.

—Esperé y fui informado en seguida que había sido Mr. Barker, de Londres. Yo había esperado que fuera un Smith o un Jones, pero era lo mismo un Barker.

—¿Un mozo de cabellos rubios?, —inquirí casualmente—, ¿más o menos de mi edad?

—Eso es —replicó Mr. Venables—. Un mozo de aspecto raro, con rizos rubios en toda la cabeza y patillas como esas estrellas de cine que hay en los carteles.

Mi pulso se aceleró cuando reconocí esta perfectamente adecuada descripción de la
Bestia Rubia
.

—¿Amigo suyo, señor? —agregó el propietario un momento después, un poco dudoso.

—Tanto como eso… —reparé vagamente—. Una especie de conocido. Entre nosotros, no me interesa gran cosa. Venables… usted sabe lo que pasa. Uno tiene que estar con la gente, ¿no es cierto? ¿Está con Mr. Custerbell, no?

—Eso es, señor. Acaban de salir juntos. Me dijeron que iban a dar un paseo a la luz de la luna, así que les di una llave para no tener que esperarlos. ¿Algo más, señor?

—No, gracias —repliqué—. Me voy derecho a la cama, no sea que vengan a verme. No quiero que me molesten visitas esta noche. Hace demasiado calor.

—Sí, señor. Lamentablemente calurosa la noche —convino Mr; Venables—, lamentablemente calurosa. Justo en estas noches es cuando puede suceder cualquier cosa. Eso me estaba diciendo ahora la patrona.

—Mrs. Venables tiene razón, como de costumbre —reí—. Bueno. Muchas gracias y buenas noches. y con esto colgué el receptor.

Apenas necesito decir que toda esta llueva actividad telefónica habíame proporcionado bastante en qué pensar, pero tuve el tino de comprobar que ello dejaba la situación virtualmente inalterable. Agregaba poco a nuestra abundancia, de conocimientos, excepto para confirmar: que Custerbell y la
Bestia Rubia
trabajaban juntos, y que ambos estaban ansiosos por establecer contacto con Bryony. Yo me preguntaba si debería comunicarme con Thrupp para advertirle de mi conversación con Barker, pero decidí que el riesgo de descubrir nuestra pequeña emboscada nos compensaría en forma alguna el valor de la información. Así que subí nuevamente, dejé al perro ya dormido y me introduje en mi dormitorio. Una ojeada a la habitación más grande a través de la abierta puerta de comunicación me bastó para ver a las jóvenes en la cama, juntas, aun despiertas y con los ojos brillantes, en la débil claridad de la luna. .

—¿Quién era? —preguntó Bryony vivamente.

No vi por qué había de ocultarles la verdad. En breves palabras relaté mi conversación con la
Bestia Rubia
.

—Creo que lo he intrigado —concluí confidencialmente—, aunque es demasiado confiar el que crea que Bryony no está aquí. Sin embargo, realmente no puedo remediar sus inquietudes, y si viene por aquí esta noche va a tener una recepción más cálida de lo que se imagina. Mi prima hizo un gesto afirmativo, pero Bryony estaba evidentemente asustada.

—Este hombre me aterroriza, Roger —murmuró levantándose sobre un codo—. Es… es perverso. Y es tan inteligente y astuto como una serpiente.

Resoplé, burlándome despreciativamente.

—Queridita —declaré jactancioso—. No me importa un rábano si es la mismísima serpiente en persona. Puede ser más sutil que cualquier bestia nacida o por nacer, pero después de todo, esto no es decir mucho. Necesitará bastante más que la astucia de una bestia salvaje para dar cuenta de los varios y selectos representantes de
Homo Sapiens
aquí reunidos. Y algunos años en la India pronto enseñan a arreglárselas con serpientes. No se preocupe, criatura, y no deje que la hipnotice. Personalmente, ya me está sulfurando la impertinencia de esos miserables, y cuando se me hinchan las narices soy capaz de retorcerle el pescuezo al mismísimo diablo.

Bryony, en vez de animarse con mi calculada fanfarronería, pareció sucumbir de repente a un espasmo de verdadero terror. Profirió un pequeño grito, se estremeció como si estuviera presa de una violenta malaria y ocultó su rostro en la almohada; su cuerpo esbelto y juvenil se estremecía con ahogados sollozos.

Estupefacto, no atiné a nada, pero Barbary me hizo un gesto impaciente para que saliera de la habitación y se inclinó tiernamente sobre su aterrorizada compañera de cama, disponiéndose a consolarla. En cuanto a mí, apenas cerré la puerta, el protoplasmático núcleo de un nuevo y asombroso concepto comenzó a nacer en mi pensamiento.

16

P
UESTO
el pijama, coloqué la ropa a mano, sobre una silla y me eché a lo largo de la cama.
Gentlemen’s Rest
había sido construído en aquellos sólidos días cuando una pared era una pared, y una puerta, una puerta, pero a pesar de ello, a través de la puerta de comunicación se filtraba suficiente sonido para hacerme desgraciadamente consciente de que si Bryony no estaba histérica, era presa de un severo ataque de nervios. Yo sabía, sin embargo, que mi prima era completamente capaz de hacer frente a la violencia del ataque, pues es por naturaleza una de las personas más tranquilas del mundo. Y sabía, también, que no vacilaría en llamarme si, necesitara mi ayuda. Además, se me ocurrió que el ataque nervioso de Bryony bien podría ser el preludio de la confesión que tanto estábamos esperando.

Por eso, me tendí de espaldas en la penumbra de mi habitación, y aunque al principio mi cerebro intentaba fertilizar esta nueva semilla del pensamiento que se me ocurrió poco antes, pronto me encontré luchando contra el sueño. Todo considerado, yo había tenido un día de bastante actividad, y siempre me ha hecho falta una muy generosa cuota de sueño. No es que yo fuera incapaz de permanecer despierto y alerta en caso necesario, o que tuviera la intención de dormirme en mi puesto durante la noche. Sin embargo, no había ningún daño en que cerrara los ojos un momento solamente, renovándome con la laxitud. Bien cierto es el viejo refrán de que cuarenta pestañeos entonan.

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