Rápido como el pensamiento, me lancé a través de las habitaciones hacia el corredor. Todavía descalzo me precipité a lo largo de él y comencé a descender la escalera.
En el pequeño descansillo, en lo alto de la escalera, estaba el perro Smith, grotescamente despatarrado, y su fea cabeza reposando en la taza de loza que había contenido la leche. Él también respiraba todavía, pero estaba completamente inconsciente.
Alocadamente salté los escalones de cuatro en cuatro, y gritando el nombre de Thrupp iba bajando, pero sólo me contestaba el eco de mi voz. Al cruzar el hall vi la puerta del frente, que yo había cerrado tan cuidadosamente la noche anterior, ligeramente abierta. La abrí de par en par con violencia y me lancé decidido a la calle.
En diferentes sitios de los arbustos descubrí al Inspector Principal Thrupp y al Sargento detective Haste, ambos durmiendo el mismo sueño aletargado que mi prima y el perro. Además de los cuerpos inertes de los dos, encontré una pistola con su carga completa, un pesado salvavidas y una taza conteniendo restos de café.
Ninguno de los dos se movió cuando grité, aunque aullaba hasta romperme los pulmones, pero eventualmente, a fuerza de duros y penosos puntapiés dados con mis pies descalzos, pude hacer volver a Thrupp a un primer aspecto de conciencia.
Y
JUSTAMENTE
una hora después, es decir, a eso de las nueve y cuarto de esta mañana del lunes, el joven Dick Gateley, peón del colono Dann, en Pulner, se encontró con el cuerpo de Bryony Hurst, asesinada en lo alto de los Downs. Para ser preciso, en el declive occidental de esta antigua hondonada que llamamos Shafthollow, más allá de Arrowpit Hill.
Hacía varias horas que estaba muerta cuando Dick la encontró. La habían apuñalado en el corazón, y su blanco y bien formado cuerpo había sido mutilado horrorosamente.
Sé para con sus virtudes bondadoso.
Sé para con sus fallas un poco ciego.
MATTHEW PRIOR.
N
UESTRO
consejo de guerra se reunió con mala disposición de ánimo, ciego de furia, ese lunes a las dos de la tarde, en el comedor de
Gentlemen’s Rest
.
Éramos nueve sentados a la larga mesa del comedor: Thrupp, Haste, Barbary y yo, ya repuestos del efecto de la droga que nos había inmovilizado durante la abducción de Bryony; el Detective Inspector Browning, cara de zorro; el otro asistente de Thrupp, a quien había llamado con urgencia desde Scotland Yard; el Comandante Jayne, de mejillas atomatadas; el Comisario de West Sussex; el Superintendente Bede, de Steying, prieto de labios; el obeso Dr. Michael Houghligan, médico local y cirujano de la policía y, finalmente; una figura incongruente en la reunión y en sus alrededores, el muy Reverendo Padre Plácido, C. R. H., párroco de Merrington, con un hábito rojo apagado y un birrete de cuatro puntas. Yo sabía que el Padre asistía a la conferencia a requerimiento especial de Thrupp.
Aunque el detective no había adelantado aún nada, Barbary y yo creíamos adivinar el motivo de su presencia.
Sobre el felpudo apoyaba su monstruosa figura el perro Smith, plenamente consciente ya, pero todavía bajo los desagradables efectos de la droga.
Tenía los ojos más inyectados en sangre que de costumbre. Se movía y gruñía casi continuamente y estaba de un pésimo humor, lo mismo, en verdad, que todos los que habíamos visto desbaratadas tan trágicamente nuestras esperanzas de salvaguardar a la pobre Bryony.
En cuanto a mí, no recuerdo haber estado de humor más horrendo, de diez años a esta parte.
Nos reunimos en medio de un silencio bochornoso tal, que no hubiera habido necesidad del ligero golpe sobre la mesa con que el Comisario inició el procedimiento.
—Miss Poynings, caballeros —comenzó diciendo en su apodado tono de cuartel—, yo no tengo nada que decir respecto a este punto, de modo que no he de perder tiempo. Estamos aquí para investigar un crimen peculiarmente vil y sangriento.
La vehemencia con que lanzaba los adjetivos evidenciaba los sentimientos engendrados en su reciente visita a la morgue y su decisión de traer ante la justicia a los malvados sin nombre que lo habían cometido.
—Creo que algunos de ustedes conocen los antecedentes del crimen. Yo no sé absolutamente nada y por consiguiente no hay objeto en que hable. El Inspector Principal Thrupp, que tiene ya muchos hilos en la mano, nos dará un resumen del asunto lo más detallado posible y confío en que los demás completarán su exposición si están en condiciones de hacerlo. No necesito agregar que cada una de las palabras que se pronuncien en esta habitación debe ser confidencial. Quienquiera que revele a un extraño lo que sabemos puede, inadvertidamente, entorpecer la investigación de la policía y ayudar a los criminales a eludir su castigo.
—Mr. Thrupp, tal vez nos diga usted todo lo que sabe.
—Así lo haré, señor.
El rostro de Thrupp aparecía surcado y abatido, pero la luz de sus ojos y la firmeza de su mandíbula decían de su competencia y de su determinación inflexible. Es un sujeto encantador, pero siempre tuve la sensación de que debe de ser un enemigo terrible. Con no más de media docena de palabras garrapateadas en un pequeño diario de bolsillo, y que usaría como anotador, comenzó a hablar.
—Este caso, como muchos otros casos —expresó—, está constituído por muchas partes componentes que comprenden un problema mayor y un número de misterios menores. De los últimos, solamente uno es concluyente para la investigación. Los otros, a pesar de lo interesantes y útiles que pudieran resultar, no son de naturaleza tal que exijan solución, y no debemos dejar que nos distraigan de nuestra tarea principal. Para ir de lo general a lo particular, el problema mayor que debemos resolver puede resumirse en la pregunta: ¿Por qué fue asesinada Bryony Hurst? y la pregunta verdaderamente importante, es: ¿cómo fue asesinada Bryony Hurst?, o, para simplificada más aún y hacerla más clara, ¿cómo fue raptada de esta casa Bryony Hurst? Ése es realmente el único misterio relacionado con su muerte. El resto de la historia está detestablemente claro.
Desde aquí es presumible que se la haya llevado en auto por lo menos una parte del camino, hasta los Downs, y allí, por un atajo que creo que es muy poco concurrido hasta por los pastores, fue «carneada». Ésta es aún una palabra suave. Usted creerá, señor, que estoy equivocado al comenzar por el final de la historia, pero tengo mis razones para ello. Una, es terminar cuanto antes con la parte más desagradable. Creo que si lo hacemos ahora, podremos encarar lo más importante de nuestra tarea con más calma. ¿Ha examinado usted el cuerpo, doctor?
—Lo he hecho —replicó vivamente Houghligan, convirtiendo sus labios en una línea delgada— y de todos los diabólicos…
—Diabólicos, es la palabra —dijo el Comisario con un escalofrío—, pero no nos apartemos de los hechos, doctor, y dejemos los comentarios para luego. Estoy de acuerdo con usted, Thrupp; quitemos el horror de nuestros pechos primero. Lo que queremos ahora es un relato claro, simple, sin adornos, de los resultados del examen médico.
El obeso, bondadoso y colérico Michael Houghligan abrió la boca para hablar y haciendo un chasquido la cerró de nuevo.
Aunque expresamente evitaba mirar en su dirección, era claro que la presencia de Barbary lo desconcertaba.
Mi intuitiva prima también se dio cuenta.
—No le preocupe mi presencia, doctor Mike –dijo sencillamente—. No soy una criatura y Roger ya me ha contado todo.
El doctor asintió agradecido y pareció aliviado. Entonces, comenzó su exposición. Habló durante dos minutos lúgubres con palabras lacónicas y sin técnica. Lo más horrible que nos dijo fue que las mutilaciones habían precedido a la muerte. Fue oído en medio de un silencio tenso, cargado de emociones que desafiaban toda interrupción.
Cuando hubo concluído, Barbary, a pesar de su autodominio y de su anterior conocimiento de los hechos, dejó escapar un pequeño sollozo. Un gruñido de indignación surgió del resto de nosotros. Entonces Thrupp habló de nuevo.
—Bien, eso está claro —dijo lacónicamente—. Y ahora, continuando con el relato retrospectivo, quiero aclarar el misterio de los acontecimientos de anoche, es decir, el misterio de cómo esos demonios sacaron a la víctima de la casa a pesar de todas nuestras precauciones. A primera vista parece que hubieran logrado lo imposible, parece cosa de magia negra, hasta que uno examina más detenidamente el asunto y descubre cómo se hizo.
—Como ocurre casi siempre, es relativamente fácil ser sabio después de ver cómo han acontecido los hechos. —Thrupp se enderezó y miró gravemente a sus oyentes—. Temo que la culpa sea mía, y pido a todos que no crean que estoy tratando de eludir esa responsabilidad. Honestamente, creí que los planes que hicimos soportaban cualquier prueba y sin desear evadir mi responsabilidad puedo decir que mi opinión era compartida por mis tres colegas, Sargento Haste, Capitán Poynings y Miss Poynings. En beneficio de los demás, volveré sobre los detalles de nuestro plan de defensa y creo que estarán de acuerdo conmigo en que nos esforzamos por hacerlo lo más perfecto posible.
En unas pocas oraciones escuetas descubrió las medidas y disposiciones que habían tomado y las consideraciones que les habían llevado a adoptar aquel plan. Aun ahora, cuando había fracasado, parecía extraordinariamente eficaz y yo no me imaginaba cómo se podía haber mejorado. El Comisario, que había seguido atentamente la exposición de Thrupp, parecía ser del mismo criterio.
—¡Bien! —fue su lacónico comentario—. Un plan muy bien ideado, Inspector Principal y no me importa que me oigan decirlo. Sé que fracasó, pero por lo menos no se dejó nada sin hacer.
Thrupp sonrió maliciosamente.
—Temo, señor, que eso es justamente lo que hice —dijo—. Dejé algo sin hacer, y el mero hecho de que lo dejé sin hacer antes de comenzar a desarrollar mi plan no mejora las cosas. El plan en sí estaba bien o lo hubiera estado si no fuera por mi anterior descuido.
Todo esto era griego para mí, y así lo expresé.
—¿Qué diablos estás diciendo, Thrupp? —interrumpí—. ¿Qué es lo que dejaste de hacer?
—Cerrar la ventana de la despensa —fue la sencilla respuesta—. Creí que ya te habías dado cuenta.
—¿La ventana de la despensa? —repetí asombrado—. Pero eso fue por la tarde temprano. Haste entró por ella y luego la cerró.
—Ya lo sé.
—Y, ¡maldición!, yo mismo registré la casa mucho después. Revisé todas las habitaciones y armarios y aun debajo de las camas, y juro que entonces no había nadie más que nosotros en la casa. Nadie pudo haber entrado después, ya que todas las puertas y ventanas estaban cerradas.
Era una noche calurosa; todavía percibo el tufo del encierro.
—Sí, ya sé todo eso —replicó Thrupp pacientemente—. Pero, por desgracia, el daño fue hecho mucho antes. Escuchen: comenzamos con mi descubrimiento de que los cables telefónicos habían sido cortados, descubrimiento que me hizo abrir la ventana de la despensa para poder encontrar el desperfecto. Los cables salen de la casa justamente en ese lugar. Como un idiota la dejé abierta y después quedó así hasta que el Sargento Haste trepó por ella y la cerró, a las diez en punto. Mientras tanto, después de la comida, nos visitó ese misterioso obrero telefónico. Desde mi punto de vista, vino con dos propósitos distintos. Quiere decir que si hubiéramos creído la patraña permitiéndole examinar el teléfono, le hubiéramos franqueado la entrada en la despensa. Si no obtenía resultado, como sucedió, su llegada provocaría por lo menos una distracción, mientras que un compinche aprovecharía para hacer su parte en la despensa. Fue una maniobra inteligente, una especie de tejemaneje que debía tener éxito de un modo o de otro. En el caso, como ahora sabemos, se puso en práctica la segunda alternativa. Fuimos lo suficientemente listos para señalar al obrero telefónico como impostor, pero él se valió de la artimaña para mantenernos ocupados mientras su colega se entretenía en el fondo.
El grave Superintendente Bede, de la policía del condado, que aún no había hablado, introdujo entonces una pregunta.
—Me estoy saliendo de las casillas, Inspector Principal —gruñó—. Usted olvida que todavía ignoro casi todos los detalles de este asunto. ¿Por qué se mostraba esta gente tan ansiosa por penetrar en la despensa?
—Lo siento —se disculpó Thrupp—. Bede, por lo menos sabe usted que la abducción de Bryony Hurst, a pesar de todas nuestras precauciones, se llevó a cabo por el simple y poco original expediente de hacemos ingerir una droga a los cuatro que la vigilábamos. El Dr. Houghligan está averiguando el método exacto, pero ya está de acuerdo conmigo en que debía de haber algo, no solamente en el café que bebimos después de comer, sino también en los termos de los que nos servimos durante la noche. De cualquier modo, no puede haber sido solamente el café.
—¿Por qué no? —inquirió el Comisario.
—Porque el perro estaba también dopado, señor, y no bebió más que leche. Hasta que el doctor no haya hecho sus análisis, no podemos estar seguros, pero apuesto a que fue en la botella de la leche donde manipularon.
—Imagínense que hubieran bebido el café negro —objetó el Inspector Browning—. Mucha gente lo hace.
—Verdad —Thrupp parecía pensativo—. Bien; el punto es interesante pero carece de importancia. A todos nos narcotizaron de un modo o de otro, y solamente el doctor nos podrá decir más tarde cómo se administró la droga.
—En principio, yo diría que tanto el café como la leche fueron tratados, para asegurarse el resultado —dijo el doctor—. Eso es lo que yo hubiera hecho, si me hubiese propuesto hacerlos dormir a todos ustedes.
El Superintendente Bede tenía, otra vez, sus dudas.
—De lo que alcanzo a comprender, deduzco que la droga debe de haber sido muy peculiar. Todos dicen que bebieron café después de la comida y, sin embargo nadie sintió efectos extraños. El Capitán Y Miss Poynings bebieron café en su termo entre la medianoche y la una de la mañana y parece que ambos sintieron el efecto de la droga muy poco después. ¿Y cuándo usaron el termo usted y el Sargento?
—Uno o dos minutos después de la una y media —fue la respuesta—. Recuerdo haber oído el reloj de la Parroquia cuando daba la una, y como me estaba adormilando pensé que una taza de café nos vendría bien. Me serví una taza y la bebí, y después me deslicé silenciosamente hasta donde estaba escondido Haste. Le di una taza, llené nuevamente la mía dejándole el termo a él.