Read El castillo de Llyr Online
Authors: Lloyd Alexander
Tags: #Aventuras, Fantástico, Infantil y juvenil
—¡Cuidado! —gritó Taran—. ¡El suelo está a punto de hundirse!
—Me temo que tienes razón —le respondió Fflewddur—. Y, en tal caso, creo que sería mejor que bajáramos a echarte una mano.
Taran vio las suelas de las botas de Fflewddur que caían con gran velocidad hacia él. El bardo aterrizó con un gruñido y Gurgi, cuya cabeza daba la impresión de haber recogido casi toda la tierra suelta del pozo, apareció unos instantes después junto a él.
Los párpados del príncipe Rhun se movieron levemente.
—¡Hola, hola! —murmuró—, ¿Qué ha pasado? ¡Esas raíces debían de ser increíblemente largas!
—Las aguas del río han debilitado esta parte de las orillas —dijo Taran—. Cuando te tiraste, el peso de tu cuerpo y la tensión crearon este agujero. No temas —se apresuró a añadir—, en seguida te sacaremos. Ayúdanos a darte la vuelta. ¿Puedes moverte?
El príncipe asintió, apretando la mandíbula y, con la ayuda de los compañeros, empezó a trepar lenta y laboriosamente por la pared del pozo. Pero apenas había logrado llegar hasta la mitad cuando perdió pie. Taran corrió hacia él para detener su caída. Rhun agitó frenéticamente las manos, logró agarrarse a una raíz y se quedó suspendido en el aire durante unos segundos.
La raíz acabó desprendiéndose y Rhun cayó al suelo. La tierra gruñó sordamente y las paredes del pozo se derrumbaron sobre ellos. Taran alzó los brazos, intentando protegerse del diluvio de tierra y guijarros. Cayó de espaldas y el suelo se resquebrajó bajo sus pies, esfumándose y precipitándole en la nada. Algo chocó contra él, dejándole aturdido. Tenía la nariz y la boca llenas de tierra. Con los pulmones a punto de estallar, Taran luchó contra aquel peso que intentaba arrebatarle la vida. Sólo entonces se dio cuenta de que había dejado de caer. La cabeza seguía dándole vueltas, pero aun así logró retorcerse y empezó a abrirse paso por entre la tierra y los cascotes. Finalmente, logró liberarse y pudo volver a respirar. Se dejó caer sobre un suelo de roca ligeramente inclinado, jadeando, tembloroso, perdido en una oscuridad tan profunda que le pareció estar ahogándose en ella. Por fin, cuando hubo recobrado las fuerzas suficientes para levantar la cabeza, intentó vanamente distinguir algo por entre las sombras que llenaban sus ojos. Gritó llamando a los compañeros, pero no obtuvo respuesta alguna. Su voz resonaba con un extraño eco apagado. Desesperado, volvió a gritar.
—¡Hola, hola! —chilló otra voz.
—¡Príncipe Rhun! —llamó Taran—. ¿Dónde estás? ¿Te encuentras bien?
—No lo sé —replicó el príncipe—. Si pudiera ver mejor quizá podría responderte de una forma algo más exacta.
Taran se puso a cuatro patas y empezó a arrastrarse hacia adelante. Sus dedos encontraron una masa peluda que empezó a moverse y a gimotear.
—¡Terrible, oh, terrible! —chilló Gurgi—, Los gruñidos y los crujidos han hecho que el pobre Gurgi cayera en una temible negrura. ¡No puede ver nada!
—Gran Belin —dijo la voz de Fflewddur brotando de la oscuridad—, me encanta oír eso. Por un instante pensé que me había quedado ciego. Juro que puedo ver mejor con los ojos cerrados!
Taran le ordenó a Gurgi que se agarrara a su cinturón y empezó a arrastrarse hacia el punto del que llegaba la voz del bardo. Poco después los compañeros volvían a estar juntos, incluyendo al príncipe Rhun, que había logrado localizarles.
—Fflewddur —dijo Taran, muy preocupado—, me temo que el deslizamiento ha cegado el agujero. ¿Crees que resultaría peligroso intentar abrirnos paso por la avalancha?
—La verdad, no creo que se trate tanto de abrirse paso como de encontrar dónde está, ¿comprendes? —replicó el bardo—. Y me parece altamente dudoso que consigamos abrir un agujero con toda esa cantidad de tierra encima. Incluso un topo tendría ciertas dificultades para ello, aunque estoy dispuesto a intentarlo. ¡Un Fflam jamás se amilana! Pero —añadió—, sin una luz que nos guíe pasaremos el resto de nuestras existencias buscando el sitio adecuado donde hacer ese agujero. Taran asintió, frunciendo el ceño.
—Cierto. La luz nos es tan preciosa como el aire. —Se volvió hacia Gurgi—. Intenta usar tus pedernales. No tenemos yesca, pero si consigo que la chispa prenda en mi capa quizá baste para incendiarla. —Oyó una serie de roces y susurros, como si Gurgi estuviera registrándose a sí mismo, y un instante después pudo escuchar un gemido de desesperación.
—¡Las piedras de fuego han desaparecido! —gimoteó Gurgi—. ¡El pobre y desgraciado Gurgi ya no puede hacer llamas! ¡Las ha perdido, oh, pena y miseria! Gurgi irá a buscarlas. Taran le dio unas palmaditas en el hombro. —No, quédate con nosotros —le dijo—. Valoro tu vida más que cualquier piedra de fuego. Ya encontraremos alguna otra forma. ¡Esperad! —gritó—. ¡El juguete de Eilonwy! ¡Si consiguiéramos hacer que funcione…!
Metió la mano en su jubón, sacó la esfera y la mantuvo oculta durante unos segundos, temiendo el desengaño que supondría el que la esfera se negara a brillar.
Después, conteniendo el aliento, apartó la mano con que la tapaba. La esfera dorada reposaba en el hueco de su mano; podía sentir su lisa y fría superficie y su peso, que poseía una cualidad extraña, distinta a la de cualquier peso normal. Notó los ojos de los compañeros clavados en él y no le costó nada adivinar la expresión de esperanza con que le estarían contemplando. Pero la oscuridad era más profunda y asfixiante que nunca. El juguete no desprendía ni la más leve chispa de luz.
—No sé cómo conseguirlo —murmuró Taran—. Me temo que un Ayudante de Porquerizo no es la persona indicada para ser obedecido por un objeto tan lleno de magia y belleza.
—Pues conmigo no hace falta ni probarlo —dijo el príncipe Rhun—, Ya sé que soy incapaz de hacerla funcionar. Cuando la cogí por primera vez, la esfera se apagó apenas tenerla en mis manos. ¡Sorprendente! La princesa Eilonwy sabía manejarla con tal facilidad…
Taran fue a tientas hacia Fflewddur y puso la esfera en su mano.
—Tú conoces la sabiduría de los bardos y los secretos de la hechicería —le dijo con voz apremiante—. Quizá te obedezca. Inténtalo, Fflewddur. Nuestras vidas dependen de ello.
—Sí, bueno, pero debo admitir que no soy demasiado hábil con ese tipo de cosas —replicó Fflewddur—. Y siento confesarlo, pero el auténtico saber de los bardos siempre me ha resultado un tanto oscuro. Veréis, el problema está en que es terriblemente extenso: tienes que aprender montones de cosas, y jamás he conseguido meterme en la cabeza más de una o dos… Pero… ¡Un Fflam siempre está dispuesto a probar suerte!
Los segundos fueron pasando, y Taran acabó oyendo como Fflewddur dejaba escapar un suspiro de abatimiento.
—No consigo hacerla funcionar —murmuró el bardo—. Incluso he probado a darle golpecitos contra el suelo, pero no sirve de nada. Bueno, dejemos que lo intente nuestro amigo Gurgi.
—¡Pena y calamidad! —gimoteó Gurgi después de que el bardo le entregase la esfera y de haberla tenido un rato en la mano—. ¡El desgraciado Gurgi es incapaz de hacer brotar el guiño dorado de la esfera! ¡No, ni con apretones ni tirones, ni tan siquiera con golpazos y tortazos!
—¡Un Fflam jamás desespera! —exclamó Fflewddur—. Pero —añadió con voz melancólica—, estoy empezando a convencerme de que este agujero será nuestra tumba, y que no tendremos ni tan siquiera un túmulo decente que lo indique. Un Fflam no se desanima nunca… pero, lo mires como lo mires, estamos metidos en una situación terrible.
Gurgi le devolvió el juguete a Taran sin decir palabra y éste, desesperado, volvió a sostenerlo en su mano. Pero ahora lo sostenía casi distraídamente, y su mente fue olvidándose de su propio apuro para pensar en Eilonwy. Vio su rostro y oyó una vez más su alegre risa resonando más claramente que las notas del arpa de Fflewddur. Y sonrió, incluso cuando estaba recordando su continuo parloteo y lo que le decía en sus momentos de enfado.
Estaba a punto de guardar nuevamente el juguete en su jubón, pero vio algo que le hizo permanecer quieto y clavar los ojos en su mano. Un puntito de luz había empezado a parpadear en las profundidades de la esfera. Y mientras lo observaba, sin atreverse apenas a respirar, el puntito de luz fue haciéndose más grande y brillante.
Taran se puso en pie lanzando un grito no de triunfo sino de asombro. Rayos de una luz dorada brotaban ahora de la esfera, débiles pero sin mostrar señal alguna de que quisieran apagarse. Temblando, alzó la esfera sobre su cabeza.
—¡Ah, el buen amo nos ha salvado! —exclamó Gurgi—. ¡Sí, sí! ¡Él nos ha sacado de la tristeza y el desconsuelo! ¡Alegría y felicidad! ¡La terrible oscuridad ha desaparecido! ¡Gurgi ya puede ver!
—¡Sorprendente! —gritó el príncipe Rhun—. ¡Asombroso! ¡Fijaos en esta cueva! ¡Nunca había sabido que hubiera un sitio semejante en toda Mona!
Y, una vez más, Taran dejó escapar una exclamación de asombro. Hasta ahora había creído que se encontraban en algo parecido a una especie de gran agujero, pero la luz emitida por el juguete de Eilonwy mostraba que se hallaban justo en el comienzo de una inmensa caverna que se extendía ante ellos igual que un bosque congelado por una tempestad de nieve. Grandes columnas de piedra se alzaban por el aire igual que troncos de árbol, curvándose hasta llegar al techo del que colgaban carámbanos de hielo. De las paredes brotaban enormes protuberancias, que parecían brotes de espino y que relucían bajo los rayos dorados de la esfera. Hebras de color escarlata y verde claro avanzaban serpenteando por entre las aristas de roca. Zarcillos de cristal blanco se enroscaban a lo largo de las rugosas paredes, con riachuelos de agua brillando por entre ellos. Y más allá de aquella estancia había muchas otras, y Taran vio grandes estanques que centelleaban igual que espejos. Algunos de ellos desprendían un apagado resplandor verdoso, mientras que otros brillaban con una pálida claridad azulada.
—¿Qué hemos encontrado? —murmuró Taran—. ¿Es posible que esto sea parte del reino del Pueblo Rubio?
Fflewddur meneó la cabeza.
—Cierto, el Pueblo Rubio tiene túneles y cavernas allí donde menos te lo esperarías, pero dudo mucho que esto forme parte de sus dominios. No veo señal alguna de vida.
Gurgi no había dicho nada, pero no paraba de contemplar la caverna con los ojos a punto de salirse de sus órbitas. El príncipe Rhun se puso en pie, con una sonrisa de placer en el rostro.
—¡Vaya, esto es realmente increíble! —dijo—. Tendré que hablarle de esta caverna a mi padre: estoy seguro de que querrá mostrársela a las visitas. Sería una pena mantener oculta toda esta belleza.
—Sí, es un lugar maravilloso —afirmó Taran en voz baja.
—Y puede llegar a ser mortífero —replicó Fflewddur—. Un Fflam siempre sabe disfrutar del paisaje (es una de las ventajas de ser un bardo y estar yendo continuamente de un lado para otro), pero prefiere disfrutarlo desde…, bueno, desde el exterior, no sé si me explico con claridad, y creo que es allí donde deberíamos estar, y tan de prisa como podamos.
Los compañeros siguieron las huellas de sus pasos y llegaron hasta el sitio donde les había depositado la avalancha. Tal y como había temido Taran, la luz de la esfera dorada les mostró claramente que cavar no serviría de nada, pues el agujero estaba lleno de grandes peñascos que lo habían dejado totalmente obstruido. El príncipe Rhun tomó asiento en una de las grandes rocas parecidas a mesas, Gwydion empezó a hurgar en su bolsa buscando comida y Taran y Fflewddur se dedicaron a hablar preocupadamente entre ellos.
—Tenemos que dar con alguna otra salida —dijo Taran—. El rey Rhuddlum y sus hombres jamás lograrán encontrar a Eilonwy. Somos los únicos que sabemos hacia dónde ha ido Magg.
—Cierto, por desgracia —replicó Fflewddur con voz lúgubre—. Pero me temo que ese conocimiento va a quedarse encerrado aquí con nosotros. Ni la misma Achren habría sido capaz de arrojarnos a una prisión más segura que ésta.
»Supongo que habrá más entradas y salidas —siguió diciendo el bardo—, pero estas cavernas pueden seguir y seguir hasta quien sabe dónde. Puede que sean inmensas…, y que la entrada sea tan pequeña como la madriguera de un conejo.
Pese a todo, estuvieron de acuerdo en que la única posibilidad de salvarse era seguir avanzando por la caverna y buscar un túnel que les llevara hasta la superficie. Taran y el bardo empezaron a internarse por el bosque de piedra, manteniendo al príncipe de Mona entre ellos para protegerle, mientras que Gurgi iba trotando detrás de Taran, agarrándose a su cinturón.
Y, de repente, el príncipe Rhun se llevó las manos a la boca haciendo bocina.
—¡Hola, hola! —gritó a pleno pulmón—, ¿Hay alguien ahí? ¡Hola!
—¡Rhun! —exclamó Taran—. ¡Cállate! Lo único que conseguirás es meternos en un apuro todavía peor.
—Me parece difícil —respondió Rhun con inocencia—. Creo que encontrar algo o alguien es mejor que no encontrar nada, ¿verdad?
—¿Y crees que para ello debemos arriesgar nuestra piel? —replicó Taran.
Se quedó quieto hasta que los ecos se hubieron apagado. La caverna seguía sumida en un silencio absoluto, y Taran acabó haciéndole una señal a sus compañeros para que siguieran avanzando con la máxima cautela posible.
El terreno fue bajando de nivel, y no tardaron en estar rodeados de piedras parecidas a enormes dientes que brotaban del suelo de la caverna. Un poco más lejos las piedras se unían unas a otras formando grandes olas y profundas hondonadas, igual que si un mar agitado por la tempestad se hubiera congelado, quedando inmóvil. Otra gran caverna contenía inmensos montones de peñascos y montículos que habían adoptado las formas caprichosas de nubes solidificadas.
Cuando llegaron hasta ellas, los compañeros decidieron descansar un rato, pues el sendero se había ido haciendo más angosto y difícil. La atmósfera se había vuelto fría y opresiva, tan estancada como las aguas de un pantano, y la humedad estaba empezando a calarles los huesos. Taran les apremió a ponerse en pie, deseando encontrar un túnel que llevara hacia arriba, pero cada vez más convencido de que su búsqueda resultaría larga y laboriosa. Una breve mirada al rostro de Fflewddur le dijo a Taran que el bardo compartía sus temores.
—Qué extraño, ¿verdad? —dijo Rhun señalando hacia una gran roca.
Y, ciertamente, aquella roca tenía una de las formas más raras que Taran había visto en toda la caverna, pues se parecía a un huevo de gallina que asomara de un nido. La piedra, blanca y lisa, tenía la parte superior un tanto puntiaguda y sobre ella se veían retazos de liquen: era casi tan alta como Taran. Lo que a primera vista había dado la impresión de ser un nido, no era más que un montón de hebras descoloridas que parecían estar suspendidas en equilibrio al borde de un precipicio.