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Authors: Lloyd Alexander

Tags: #Aventuras, Fantástico, Infantil y juvenil

El castillo de Llyr (14 page)

BOOK: El castillo de Llyr
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—Ah, mi valiente Gurgi —murmuró Taran—. Sí, estaba seguro de que acabarías ofreciendo tu pobre y tierna cabeza… —Le dio unas palmaditas al asustado Gurgi—. No, nada de eso. Tenemos que seguir juntos. Si Glew quiere una vida, tendrá que pagar un precio muy caro por ella.

Fflewddur estaba volviendo a excavar por debajo de la roca.

—Estoy totalmente de acuerdo contigo —dijo—. Nuestra única esperanza es que sigamos unidos. Tan pronto como ese hombrecillo haya vuelto… Oh, maldita sea, no sé por qué sigo pensando en él como si fuera un hombrecillo, dejando aparte el que ésa es la impresión que me produce, no importa cuál sea su tamaño… Bueno, supongo que
acabará
intentando coger a uno de nosotros por la fuerza. Tiene el mismo honor que una pulga, menos corazón que un mosquito y está absolutamente desesperado. Si luchamos con él hay bastantes posibilidades de que todos acabemos muertos.

—No estarás insinuando que aceptemos el trato que nos ha propuesto, ¿verdad? —le preguntó Taran.

—Desde luego que no —replicó Fflewddur—. Dado que no puedo llegar a la cabeza de ese hombrecillo, pienso darle un buen mandoble en las rodillas. Lo único que pretendía era dejar bien claro los riesgos que corremos. En cuanto a esa ridícula idea suya de que nosotros mismos escojamos a la víctima, no creo que debamos perder ni un instante pensando en ello.

—Pues yo no opino lo mismo —dijo el príncipe Rhun.

Taran se volvió hacia él, sorprendido, sin comprender del todo lo que había querido decir. El príncipe de Mona le sonrió casi con timidez.

—Es lo único que le dejará satisfecho —dijo Rhun—, y la verdad, no me parece que hagamos tan mal negocio.

—Ningún negocio justifica el que se pierda una vida… —empezó a decir Taran.

—Me temo que te equivocas —respondió Rhun. Sonrió, meneando la cabeza—. He estado pensando mucho en ello desde que entramos en la caverna y creo que debemos enfrentarnos a la realidad. Yo… Bueno, creo que no he sido de gran ayuda. Al contrario, sólo os he traído desgracias y mala suerte. No lo he hecho queriendo, claro está, pero parece que soy incapaz de evitarlo. Por lo tanto, si entre nosotros hay alguien que no sea imprescindible, bueno, creo que esa persona es… yo mismo. »Es cierto —se apresuró a añadir Rhun, sin prestar atención a las protestas de Taran—. Me encantaría ser útil, sobre todo si eso ayuda a Eilonwy. Os aseguro que no me importará en lo más mínimo. Tal y como ha dicho Glew, será sólo un momento.

«Todos vosotros habéis demostrado ser capaces de sacrificar la vida para salvar a un compañero —añadió Rhun—. Fflewddur Fflam ofreció su vida a cambio de las nuestras en el cubil de Llyan. Incluso el pobre Gurgi acaba de ofrecer la suya.

—Alzó la cabeza—. Un bardo, una humilde criatura del bosque y un Ayudante de Porquerizo. —Los ojos de Rhun se encontraron con los de Taran y, en voz baja, le dijo—: ¿Acaso un príncipe ha de ser menos que ellos? La verdad, creo que nunca podré estar a la altura de lo que se le exige a un auténtico príncipe. Salvo en esta ocasión.

Taran contempló a Rhun en silencio durante unos segundos.

—Hablas de estar a la altura de un príncipe —dijo—. Creía que no eras más que un bobo, un aprendiz. Me equivocaba. Eres todo un príncipe y eres mucho más hombre de lo qué jamás había pensado. Pero no eres libre de hacer tal sacrificio. Recuerda el juramento que le presté a tu padre.

El príncipe Rhun volvió a sonreír.

—Cierto, cierto, un juramento muy grave y difícil de cumplir —dijo—. Muy bien, te libero de él. Eh —añadió—, es sorprendente pero, me pregunto. ¿Qué se ha hecho de todos los murciélagos?

13. La escalera

—Pero…, ¡si han desaparecido! —Taran paseó los rayos dorados de la esfera por todo el lugar—. ¡No queda ni uno!

—Sí, sí —exclamó Gurgi—. ¡Ya no hay chillidos ni graznidos!

—No puedo afirmar que les eche de menos —añadió el bardo—. Me llevo bastante bien con los ratones y siempre me han gustado los pájaros, pero si juntas los dos para formar un solo animal, la verdad es que prefiero no tenerlo cerca.

—Los murciélagos quizá acaben demostrando ser nuestros mejores amigos y nuestros guías más infalibles —dijo Taran—. Rhun ha dado con la solución. Los murciélagos han encontrado una salida. Si logramos descubrirla, podremos seguirles.

—Cierto, cierto —respondió el bardo frunciendo el ceño—. Creo que lo primero que debemos hacer es convertirnos en murciélagos. Después ya no tendremos más dificultades.

Taran fue apresuradamente de un extremo del agujero a otro. Usó la luz de la esfera para examinar las paredes, mandando los haces luminosos hasta la bóveda de roca, sin pasar por alto ningún saliente ni recoveco, pero lo único que vio fueron unos cuantos agujeros de los que se habían desprendido unas piedras.

Volvió a pasar los rayos luminosos una y otra vez por las paredes de la cueva y creyó ver una línea de sombras casi invisibles que se perdían entre las piedras de arriba. Dio un paso hacia atrás y la examinó cuidadosamente. La sombra se hizo un poco más pronunciada y Taran se dio cuenta de que indicaba la existencia de una angosta cornisa, una irregularidad de las rocas.

—¡Ahí está! —gritó, mientras sostenía el juguete de Eilonwy tan firmemente como se lo permitía el temblor de sus manos—. Ahí… Apenas se ve, pues la pared se curva de tal modo que la deja medio escondida. Pero mirad allí, donde la roca parece hundirse…

—¡Sorprendente! —exclamó Rhun—. ¡Asombroso! Cierto, es un pasadizo. Los murciélagos han huido por él. ¿Crees que podremos imitarles?

Taran dejó la esfera dorada en el suelo, fue hacia la pared y trató de subir por ella aferrándose a las pequeñas irregularidades de la piedra; pero la pared era demasiado empinada y sus manos resbalaron. Intentó encontrar un asidero, fracasó y acabó cayendo de espaldas cuando llevaba recorrida una distancia similar a su propia estatura. Gurgi también había intentado escalar la lisa superficie de las rocas, y a pesar de su agilidad no tuvo más éxito que Taran. Acabó dejándose caer al suelo, resoplando y gimiendo.

—Tal y como os decía —observó Fflewddur con voz lúgubre—. Lo único que nos hace falta es tener unos cuantos pares de alas.

Taran no había apartado los ojos de aquel orificio que se burlaba de él ofreciéndole la promesa de una libertad situada allí donde no podía alcanzarla.

—No podemos trepar por la pared —dijo, frunciendo el ceño—, pero quizá aún haya esperanza. —Sus ojos fueron de la lejana cornisa a los compañeros y volvieron a clavarse en ella—. Una cuerda no nos serviría de nada, aun suponiendo que tuviéramos alguna disponible. No hay forma de asegurarla a la pared. Pero una escalera…

—Es exactamente lo que necesitamos —dijo Fflewddur—. Pero a menos de que seas capaz de construir una ahora mismo, no creo que debamos perder el tiempo llorando por algo que no tenemos.

—Podemos construir una escalera —dijo Taran en voz baja—. Sí, tendría que habérseme ocurrido hace rato.

—¿Cómo, cómo? —exclamó el bardo—. Los Fflam siempre han sido astutos pero creo que no consigo entenderte.

—Podemos hacerlo y no hace falta que nos devanemos los sesos buscando materiales —replicó Taran—, Nosotros mismos podemos ser la escalera.

—¡Gran Belin! —gritó Fflewddur, dando una palmada—, ¡Por supuesto! Sí, nos subiremos los unos encima de los otros. —Corrió hacia la pared y la midió de un vistazo—. No, sigue quedando demasiado arriba —dijo, meneando la cabeza—. El que se suba arriba de todo apenas si conseguirá llegar a ella.

—Pero conseguirá llegar —insistió Taran—. Es nuestra única forma de escapar.

—Es su única forma de escapar —le corrigió el bardo—. El que llegue hasta la cornisa y salga por ella hará que nuestra escalera pierda una longitud igual a la de su altura, sea quien sea. No me parece que sea una solución mucho mejor que la ofrecida por Glew —añadió—. Sólo uno de nosotros podría salvarse.

Taran asintió.

—Quizá después pueda volver y arrojarles una liana a los que se hayan quedado —dijo—. De esa forma… —Se calló antes de completar la frase.

La voz de Glew resonó en la caverna.

—¿Todo bien ahí dentro? —gritó el gigante—. Por aquí fuera todo va estupendamente. Ya he terminado con los preparativos. Espero que no os hayáis puesto demasiado nerviosos. Por favor, el que sea, ¿quiere dar unos cuantos pasos hacia adelante? No me digáis quién es; no quiero saberlo. Esto me resulta tan desagradable como a vosotros.

Taran se volvió rápidamente hacia el príncipe de Mona.

—Conozco muy bien a mis compañeros y hablo en nombre de todos ellos. Ya hemos tomado una decisión. No podemos salvarnos, es demasiado tarde. Intenta llegar a Caer Colur. Si te encuentras con Kaw, él podrá guiarte hasta allí.

—No pienso marcharme dejando abandonado a nadie —replicó Rhun—. Sois vosotros los que habéis tomado esa decisión, no yo. No voy a…

—Príncipe Rhun —le dijo Taran con firmeza—, creía que os habíais puesto a mis órdenes, ¿no? —La piedra ya estaba empezando a rechinar y Taran pudo oír claramente los resoplidos de Glew—. Tenéis que llevaros esto —le dijo, poniéndole entre los dedos el juguete de Eilonwy—. Pertenece a la princesa y sois vos quien debe devolvérselo. —Apartó los ojos del rostro de Rhun—. Espero que pueda iluminar brillantemente el día de vuestra boda.

Gurgi se había subido a los hombros del bardo, quien se había colocado junto a la pared. Rhun seguía sin decidirse. Taran le cogió por el cuello del jubón y le obligó a avanzar.

Taran trepó a los hombros de Fflewddur y después pasó a los de Gurgi. La escalera humana osciló peligrosamente. El bardo le gritó a Rhun que se apresurara, sintiendo sobre sí el peso de los compañeros. Taran notó como las manos de Rhun se aferraban en su cuerpo y empezaban a resbalar. Desde abajo le llegaba el jadear de Gurgi. Taran cogió a Rhun por el cinturón y tiró de él: el príncipe logró poner una rodilla encima de sus hombros y, un instante después, puso la otra.

—El pasadizo queda demasiado lejos —resopló Rhun.

—Ponte de pie —le gritó Taran—. Despacio y con calma… Ya casi has llegado.

Con un último esfuerzo, tensó sus músculos y se estiró cuanto pudo. Rhun logró llegar a la cornisa y Taran dejó de sentir su peso.

—Adiós, príncipe de Mona —gritó mientras Rhun se metía por la entrada del pasadizo.

Fflewddur dejó escapar un grito de advertencia y Taran se encontró cayendo al suelo. El golpe con los guijarros le dejó aturdido y sin aliento. Intentó recuperar el equilibrio. La caverna había quedado sumida en la más absoluta oscuridad. Tropezó con el bardo, que se había apartado de lo que Taran comprendió debía de ser la entrada a la caverna. Una ráfaga de aire frío le indicó que Glew ya había terminado de apartar la roca, y un instante después sintió la presencia de una sombra más oscura que las tinieblas de la caverna asomando por el orificio. Taran desenvainó su espada y la hizo girar ciegamente. La hoja golpeó contra algo sólido.

—¡Uy! ¡Ay! —gritó Glew—. ¡No hagas eso! El brazo que había intentado cogerles retrocedió a toda velocidad. Taran oyó como Fflewddur desenvainaba su espada. Gurgi se había colocado junto a Taran y estaba arrojando piedras tan de prisa como podía cogerlas.

—¡Tenemos que enfrentarnos a él! —gritó Taran—. Ahora veremos si su cobardía es tan considerable como su capacidad de mentir. ¡Aprisa! ¡No le demos ocasión de que vuelva a dejarnos encerrados aquí dentro!

Los compañeros se lanzaron hacia la salida, espada en ristre. Taran sabía que Glew estaba en alguna parte, dominándoles con su inmensa estatura, pero la negrura hacía que no se atreviera a utilizar su arma, pues temía herir a Gurgi o a Fflewddur, que avanzaban tambaleándose junto a él.

—¡Vais a estropearlo todo! —gimió Glew—. Ahora tendré que atrapar a uno de vosotros. ¿Por qué me obligáis a hacer esto? ¡Creí que lo habíais comprendido! ¡Creí que deseabais ayudarme!

Taran sintió una ráfaga de aire sobre su cabeza: Glew estaba intentando cogerle. Se dejó caer sobre las rocas.

—¡Gran Belin! —le oyó gritar a Fflewddur—, ¡Este pequeño monstruo puede ver mejor que nosotros en la oscuridad!

Hasta este momento los compañeros habían intentado mantenerse juntos, pero el brusco movimiento de Taran le había separado de los otros dos. Empezó a tantear con las manos, intentando encontrarlos y, al mismo tiempo, queriendo escapar a las frenéticas embestidas de Glew.

Tropezó con un montón de piedras, que se derrumbó ruidosamente, y un instante después oyó el ruido de un líquido que caía.

Glew dejó escapar un estruendoso gemido.

—¡Ahora sí que la habéis hecho buena! —gritó desesperado—, ¡Habéis tirado mis pociones! ¡Basta, lo estáis destrozando todo!

Lo que debía de ser el pie de Glew pasó a unos centímetros de su cabeza y Taran lanzó un mandoble. La hoja vibró en su mano, pero Glew dejó escapar un terrible alarido. Una sombra casi invisible se alzó ante Taran, dando saltos sobre una sola pierna. El bardo tenía razón, pensó Taran aterrado; lo más peligroso de luchar contra Glew era que podía pisarte. El suelo temblaba bajo los pies del gigante y Taran intentó apartarse de la fuente de aquel sonido.

Y se encontró cayendo con un ruidoso chapoteo en uno de los estanques que había en el suelo de la caverna. Intentó levantarse y extendió los brazos, buscando algún asidero. El agua relucía con una pálida y fría claridad. Taran logró salir del estanque, con las ropas, la cara, las manos y el pelo repletos de gotitas luminosas. Ya no podría huir; el resplandor del agua le traicionaría sin importar donde se refugiase.

—¡Corred! —le gritó a los compañeros—. ¡Dejad que Glew me siga!

El gigante se plantó en el estanque de una sola zancada. La luz emitida por su cuerpo empapado hizo que Taran pudiera distinguir la inmensa silueta de Glew. Lanzó un mandoble, pero Glew apartó la hoja con su mano.

—Por favor, por favor, te lo suplico —gritó Glew—, ¡no empeores todavía más la situación! Tendré que preparar una nueva poción… ¿por qué eres tan desconsiderado? ¿Por qué no piensas un poquito en los demás?

El gigante se dispuso a cogerle. Taran alzó su espada en un último intento de protegerse.

Y una explosión de luz dorada tan brillante como el sol del mediodía bañó toda la caverna.

Glew se llevó las manos a los ojos lanzando un agudo grito de dolor.

—¡La luz! —aulló—. ¡Apagad esa luz!

El gigante se tapó la cabeza con los brazos, gritando y rugiendo. Sus ensordecedores alaridos despertaron ecos por toda la caverna. Las estalactitas temblaron, desprendiéndose del techo y haciéndose añicos contra el suelo; los cristales estallaron rociando a Taran con un diluvio de fragmentos. Y de repente vio que Glew ya no estaba de pie, sino tumbado cuan largo era, medio cubierto de guijarros, caído inmóvil allí donde uno de los cristales desprendidos de las paredes le habían acertado en la cabeza. Taran, aún algo aturdido, se puso de pie.

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