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Authors: Mailer Norman

El castillo en el bosque (12 page)

BOOK: El castillo en el bosque
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Klara no lloraba con frecuencia, pero en aquel momento prorrumpió en llanto. Lo peor había sucedido y de nuevo se sentía débil delante de su marido. No conseguía no amarle.

Justo entonces empezó a ladrar el perro. Alois había comprado un mestizo por unos pocos kronen a un granjero que conocía. Como vivían en una casa y ya no en una posada, la compra podía considerarse una protección digna de su precio. Pero el perro, al que llamó Lutero, resultó decepcionante. Aunque Lutero adoraba a Alois y temblaba cada vez que el amo cambiaba el tono de voz, por lo demás no parecía muy alerta. Además, tenía reacciones nerviosas. Aquella noche, como Alois le gritó que dejara de aullar, el pobre animal mojó el suelo.

Más tarde, Alois tuvo remordimientos. El perro, al fin y al cabo, le adoraba. Primero, sin embargo, le azotó. Mientras intentaba huir reptando, el pobre trasero perruno se empapó de sus propias aguas. Entretanto daba alaridos de terror. El alboroto despertó a los niños. Alois hijo acudió el primero, seguido de Angela y por fin de Adi, que aún no tenía dos años, pero era lo bastante ágil para bajarse de su cama baja y aparecer en escena. Klara se levantó de un brinco para atraparle. Estaba preparada para lo peor, aun sin saber apenas lo que era —que el niño pisara la orina, que pidiera a gritos la teta de su madre, que Alois les golpeara a los dos—; había visto la expresión de los ojos del marido cuando Adi se volvía demasiado ávido de su pezón. Pero no sucedió nada de esto. Al contrario, el niño miró con un solemne interés al perro que gemía, después a la mano fustigadora del padre, y en sus ojos azules hubo un brillo, una expresión de intensidad notable para una criatura tan pequeña. Klara la había visto en su cara cuando le daba de mamar. La miraba con el semblante enternecido de un amante abrumado durante un momento por la implícita igualdad de una piel contra la otra, de dos almas fundidas. En instantes así, sentía más cerca a su hijo y pensaba que sabía más de ella que nadie.

Pero cuando Adolf miró al perro mojado y la cara coloradísima de su padre, en su semblante no había ternura, sino mucha comprensión.

Klara experimentó un extraño pánico, como si tuviera que sobresaltar al pequeño para que llorase y ella le diera el pecho y de esta forma sacarle de la habitación. Y lo logró. Adi se puso furioso cuando su madre le levantó del suelo, se lo llevó y le obligó a mamar. De hecho, la mordisqueó tanto con sus dientecitos que Klara lanzó un grito y él dejó de berrear el tiempo suficiente para soltar una fuerte y profunda risotada.

Klara oía vociferar a Alois en la habitación de la que ella acababa de salir.

—Este perro no aprende a controlarse —gritó, dolido por el sesgo que había cobrado la velada. Lutero sangraba de la boca a causa de los golpes que había recibido de lleno en el hocico, pero a su vez Alois tenía la palma de una mano lacerada por un pequeño pero feo desgarrón que se había hecho al atizar una bofetada feroz contra un incisivo roto en mitad de los pobres dientes delanteros de Lutero.

4

Aunque me deleita escribir sobre estas personas como un buen novelista, y por ende las observo, por turnos, sardónica, objetiva, irónica, comprensiva, crítica y compasivamente, debo no obstante recordar al lector que si bien no me presento como alguien siniestro (ya que no deseo refrendar la idea superficial de cómo se supone que debe comportarse un demonio), sino como un diablo, no un novelista. Mi interés por los personajes es, sin embargo, sincero. Desde el principio de nuestro servicio, el Maestro nos enseñó a hacer de la humanidad un estudio continuo. Hasta nos alienta a sentirnos cercanos al sentimiento religioso de la gente. Si hay que estar alerta a los despojos que pueda haber más tarde, es provechoso captar las sutiles diferencias entre la nobleza verdadera y la falsa. Si en nuestra asamblea tuviéramos órdenes religiosas, yo podría ser el equivalente de un jesuita. Comparto con ellos un conocimiento fundamental. Siempre trato de adquirir una comprensión compasiva de un oponente; en efecto, considero mi deber saber más de sentimientos religiosos que todos los ángeles, salvo los más dotados.

Tal vez por eso el Maestro nos incita a llamar a Dios D. K. (Al menos a los que trabajamos en países de habla alemana. En Estados Unidos es el D. A.:
dumb ass.!
En Inglaterra, el B. F.:
bloody fool!
En Francia, A. S.:
l’âme simple.
En Italia, G. C.:
gran cornuto.
Entre los hispanos, G. P.:
gran payaso.
) De modo que D. K. significa
Dummkopf
[2]
.
No es que consideremos estúpido a Dios: ¡nada de eso! Además, sabemos por experiencia (y batallas perdidas) que los Cachiporras son, algunas veces, tan listos y mordaces como nosotros. El empleo que hacemos de la palabra Dummkopf proviene, supongo, de la determinación que tiene el Maestro de curarnos de nuestra debilidad más grande: la admiración involuntaria que sentimos por el Todopoderoso. El Maestro no nos consiente olvidar que Dios quizás sea poderoso, pero no es Todopoderoso. De eso nada. También nosotros estamos aquí, al fin y al cabo. El D. K. es el Creador, pero nosotros somos Sus más profundos y exitosos críticos.

No obstante, debemos reconocer que los ángeles han conseguido convencer a la mayoría de la humanidad de que nuestro caudillo es el Maligno. De modo que el Maestro nos propone que lo mejor es tener a gala el título. Cuando escribo E. M., o hablo del Maligno, lo hago con pleno conocimiento de la ironía del concepto. El Maestro, nuestro sutil amo, nos ha dado muchísimo.

—Dejad a los que adoran a Dios la reverencia excesiva —nos dice—. La necesitan. Siempre están de rodillas. Pero nosotros tenemos trabajo que hacer, y es peliagudo. Os recomiendo que sigáis considerándole el Dummkopf. Es lo que es, en realidad, si se piensa en lo que podría haber logrado. Recordad: se trata de ganar nuestro universo. De que Él pierda el Suyo. Seguid llamándole Dummkopf. No ha sacado de Sus hombres y mujeres todo lo que quería.

5

La efusión de orina, la mierda y la sangre de Lutero fueron el primero de una serie de episodios notables por su poder de
transmogrificación:
es decir, una profunda y espectacular metamorfosis.

Así, por ejemplo, los movimientos intestinales de Adolf empezaban a dominar la vida de Klara en la casa de Linzerstrasse. Antes de que aconteciera el episodio con Lutero, ella, desde luego, se había encargado, por muchas veces que Adi manchase los pañales, de mantenerle limpio; de hecho, como he señalado, este acto se convirtió en un coqueteo entre madre e hijo. Le limpiaba con tanta minucia que al niño le brillaban los ojos. Descubrió el cielo. Estaba en lo alto del ano, al lado del gas y los retortijones. Hábil, tierna, delicadamente, su madre limpiaba sin cesar la suciedad, ya fuese húmeda o seca, de su
pimpollo
(que era, por supuesto, el nombre secreto de Klara para el querido e incomparable agujerito de su amado bebé:
die Rosenknospe
). Estaba tan orgullosa del brillo rosa del orificio que ni siquiera reprimía su gozo cuando los hijastros les observaban. En realidad, a diferencia de otras buenas madres de Braunau, apenas se molestó en enseñar a Angela a sustituirla. Al fin y al cabo, Klara estaba muy por encima de los elementos infaustos del proceso. Las deposiciones de Adi (que en ocasiones podían ser tan fétidas como las de cualquier otro niño con cólicos) no le daban asco. Si los desechos eran malolientes o, aún peor, daban un indicio de la caverna vacía que acecha en el olor de una enfermedad grave, Klara seguía respirando tranquila. En verdad, prefería que la fetidez fuese intensa. Cuanto más mejor. Un signo de salud. Tal era su amor por Adi.

Sí, el amor centelleaba entre ellos. Los ojos le bailaban a Adi cuando ella le rebozaba las mejillas con un trapo suave como una pluma, y de los ojos de Klara —lo supiera ella o no— desbordaba tanta admiración que a él se le empinaba el pequeño pene. Ella, a su vez, soltaba una risita y le hacía un mimo (de lo más decente) mientras los dos se reían. Ya que, por supuesto, volvía a empinarse: momento en el cual ella tenía ganas de besarle la punta y luego ruborizarse. ¡No se asusten! No lo hacía. Su alegría era inocente.

Todo aquello cambiaría después del episodio con Lutero.

Ella vivía de nuevo con un gran temor de Alois. Tenía el miedo constante de que los pañales de Adi pudieran abrirse por culpa del peso. ¿Y si Alois topaba con un vertido excrementicio en el suelo? En una ocasión en que ella había salido de la sala para preparar un plato en la cocina, al volver un minuto después vio que el niño jugaba con sus heces y tembló ante la idea de que Alois cruzara entonces la puerta.

De modo que el adiestramiento dio comienzo. Era como intentar enseñar a un perro inteligente pero terco. Al principio, Adi incluso llegaba a tirarle de la falda o la llevaba al retrete donde estaba el orinal y lloraba para que ella le quitase el pañal. Tras lo cual, mientras ella le felicitaba por su proeza, procedían juntos, en comunión íntima, a la operación de limpieza. Ella se deshacía en alabanzas por semejante inteligencia. Al niño le brillaban los ojos.

Klara, sin embargo, exageró la esperanza, es decir: concibió una ambición excesiva. Quería que el niño aprendiese a abrir los imperdibles que sujetaban el pañal. De hecho, sabía hacerlo. Día tras día, un éxito sucedía a otro hasta que una mañana se pinchó un dedo. A partir de entonces rehuyó los imperdibles. Ella perdió la paciencia. Adi había estado tan cerca de lograrlo y de pronto se negaba a proseguir. Por último, ella le regañó y fue sin duda la primera vez que él oyó un tono semejante en boca de su madre. Se rebeló. Sabiendo lo importante que él era para ella, fue una reacción aguda: sintió la misma claridad mental con la que había presenciado cómo Alois golpeaba a Lutero. En aquel momento, un conocimiento nuevo iluminó al niño. No medía la diferencia entre un perro y un hombre, pues Lutero era para él tan persona como su padre, pero vio el resultado instantáneo: Lutero había sucumbido a un terror abyecto y no obstante el animal seguía amando a su amo.

Así pues, decidió que Klara le amaría aunque no la obedeciese. Despojado del pañal y autorizado a correr desnudo de cintura para abajo, empezó a depositar sus sedimentos al lado mismo del orinal (nunca cuando su padre estaba en casa). Aquello ponía a Klara tan al borde del grito que Adi oía cada sonido que ella no pronunciaba. En consecuencia, se sentía poderoso.

Fue demasiado lejos. Un día en que ella estaba encerando el suelo de la cocina, él esparció las heces sobre el brazo tapizado del sofá de la sala, las examinó y supo, por el nuevo alboroto en su pecho —qué sensación tan curiosa—, que aquello era distinto. Entrañaba un riesgo. Aun así, se lo enseñaría a ella. Se lo enseñó.

Esta vez ella se quedó inmóvil. Intuyó que Adi lo había hecho adrede y no dijo una palabra; se limitó a limpiar el sofá y en aquel momento él tuvo un ataque de diarrea y empezó a reírse y a berrear, pero ella sólo suspiró y le limpió en silencio, de un modo apático y sin amor. Esto causó tal impresión al niño que se despertó en mitad de la noche y fue al dormitorio de su madre. Alois había sido convocado en Passau para las entrevistas preliminares y había estado ausente durante una semana, pero justo antes de medianoche volvió a casa. Como al niño le gustaba ir a la cama de su madre cuando estaba sola, al abrir una rendija de la puerta le sorprendió oír un pequeño jadeo, un resoplido y después el rugido de toro de la voz de Alois. Debajo estaban los gritos de la madre, suaves y ocasionados por la tortura más extraña, gritos que hablaban de gozo inminente, ¡tan inminente pero todavía fuera de alcance, sí, ya, casi! ¡No, todavía no! Por la puerta entornada (dejada abierta expresamente para que ella le oyese si Adi lloraba) vio una escena que su cerebro no pudo asimilar. Había algo parecido a cuatro brazos y cuatro piernas y dos personas, pero una de ellas estaba boca abajo. Vislumbró la cabeza calva de Alois y sus patillas apretadas entre las piernas de la madre. Después, sin decir una palabra, el padre se sentó. ¡Ahora se había sentado encima de la cara de la madre! Adolf se fue con tanto sigilo como había llegado, pero no le cabía la menor duda. Su madre le estaba traicionando. En aquel preciso instante oyó una última sucesión de gritos lo bastante intensos como para que él se volviera hacia la habitación. Por lo que pudo ver a la luz de la luna que entraba por la ventana, su padre había empezado a fustigar a Klara con todo el cuerpo, y le golpeaba el vientre con su barrigota. Y ella gruñía como un perro. ¡Tan llena de satisfacción! «¡Eres una fiera, un hombre feo, eres un animal!», y a continuación: «Tú, sí,
ja, ja, ja.»
No había duda. Estaba feliz.
Ja.

Adi nunca la perdonaría. El niño de dos años estaba seguro de ello.

Esta vez recorrió todo el camino hasta su cuarto. Sin embargo, aún les oía. En la cama de al lado, Alois hijo y Angela se reían. «Ganso, ganso», repetían sin cesar.

6

Empezó a berrear pidiendo leche menos de treinta minutos después de que Klara se hubiese sumido en el mejor sueño que había conocido en años.

¿Debemos suponer que un niño no puede tener reacciones muy profundas porque su vida media no dura más de treinta minutos? Debido a aquella traición, quizás no volviera a amar a su madre tanto como antes. Sin embargo, sus sentimientos se fortalecieron. En su amor había ahora sufrimiento, y una rabia que se manifestaba mordisqueando la teta con los dientes. De hecho, durante unos días se sintió próximo a Lutero, y cuando se adormilaba dormía toda la tarde al lado del perro. Ciertamente, veía al animal como a un hermano, y su afecto fraternal duró hasta que Adolf empezó a aprovecharse demasiado y a aporrear a Lutero en la barriga, a tratar de meterle los dedos en los ojos y, en ocasiones, a darle patadas en las costillas. Si el perro empezaba a gruñir cuando se acercaba, corría lloriqueando donde Klara. Hubo un período en que cesó el placer que a ella le producía amamantarle. Los responsables eran los mordiscos. Los días del destete se acercaban.

En aquellos consejos privados que se celebraban en la cabeza de Klara y que nunca serían accesibles al niño, a sus hijastros, a su marido y ni siquiera al confesonario, había llegado a la conclusión de que tenía que tener otro hijo. Si bien este deseo nacía de su antiguo temor, que persistía, de que Adolf no sobreviviera, también temía que nunca volviese a amarle tanto, no como le había amado, y por eso quizás debería concebir otro hijo.

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