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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #ciencia-ficción

El cerebro supremo de Marte (11 page)

BOOK: El cerebro supremo de Marte
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Gor Hajus nos explicó brevemente el funcionamiento del aparato; pero me pareció que me esperaba un largo período de molestias antes de dominar por completo el arte de volar con uno de aquellos mecanismos. Me enseñó el modo de inclinar las alas hacia abajo al andar con el fin de no perder pie a cada paso, y así me condujo hasta el borde de la plataforma.

—Desde aquí vamos a levantar el vuelo y protegiéndonos con la sombra de los altos edificios trataremos de llegar a la casa de mi amigo sin que nos descubran. En el caso de que la policía aérea nos persiga, debemos separamos para reunirnos más tarde en la parte oeste de las murallas de la ciudad, en un sitio donde hay una laguna y una torre abandonada. Esta torre será nuestro punto de cita si surge alguna contingencia. ¡Seguidme!

Y poniendo en marcha su motor se elevó graciosamente por el aire. Hovan Du se lanzó tras él, y luego me tocó el turno. Subí unos seis metros, floté sobre la ciudad, que hormigueaba a centenares de ellos por debajo de mí, y luego, repentinamente, dí la vuelta de campana y me quedé boca abajo. Había cometido alguna torpeza, estaba seguro de ello. Era la sensación más pavorosa, la de flotar con la cabeza abajo y los pies arriba contemplando impotente las calles de la gran ciudad, no más blandas que las de Los Ángeles o París. El motor continuaba marchando y al manipular las palancas de las alas empecé a describir unas preciosas espirales, girando como una peonza y rizando el rizo de la manera más inverosímil; y entonces Dar Tarus acudió en mi socorro. Primero me dijo que me quedara quieto y luego me ordenó diversas maniobras con las palancas hasta que recobré la posición normal. Después de este incidente me las compuse bastante bien, y al poco tiempo volaba con seguridad detrás de Gor Hajus y Hovan Du.

No describiré las horas de vuelo que siguieron. Gor Hajus nos hizo subir a una altura considerable desde donde nos dejamos caer entre la oscuridad que cubría 1 a ciudad hacia un distrito de casas magníficas, y cuando planeábamos sobre un gran palacio nos quedamos helados al oír una seca interpelación que nos llegaba de encima.

—¿Quién vuela de noche?

—Amigos de Mu Tel, príncipe de la casa Kan —contestó rápidamente Gor Hajus.

—Enseñadme vuestro permiso para volar de noche y la licencia de vuestros voladores —ordenó la voz, al tiempo que su dueño descendía hasta nuestro nivel.

Entonces vi por primera vez un policía marciano. Estaba equipado con un volador mucho más rápido y manejable que los nuestros, según supe más tarde. Creo que se prevalió de esta superioridad acorralándonos para demostrar que era inútil todo intento de fuga, pues hubiera podido darnos diez minutos de ventaja y alcanzarnos en otros diez minutos, fuera cualquiera la dirección en que hubiésemos huido. El individuo era más guerrero que policía, pues la vigilancia aérea de Toonol estaba en manos de los guerreros del ejército de Vobis Kan.

Se acercó rápidamente al asesino de Toonol y volvió a pedirle los documentos al mismo tiempo que proyectaba sobre nuestro camarada la luz deslumbrante de su linterna. Instantáneamente lanzó una exclamación de sorpresa y satisfacción.

—¡Por la espada del Jeddak! —gritó—. La fortuna me favorece. ¿Quién me hubiera dicho hace una hora que sería para mí la recompensa por la captura de Gor Hajus?

—Otro idiota tan fatuo y envanecido como tú —replicó Gor Hajus golpeándole con la espada corta que yo le había prestado.

El golpe fue amortiguado por el ala del policía, que quedó destrozada; pero el individuo resultó con una seria herida en el hombro. Intentó retroceder, pero su ala averiada sólo le permitió describir círculos. Entonces echó mano del silbato, y aunque Gor Hajus le asestó otro golpe que le partió la cabeza, llegó tarde para impedir que silbara.

—¡Pronto! —gritó el asesino—. Tenemos que refugiarnos en los jardines de Mu Tel antes de que acuda a la llamada un enjambre de policías.

Vi que mis compañeros descendían rápidamente a tierra; pero de nuevo me hice un lío. Por mucho que me esforcé en abatir mis alas, sólo conseguí descender tan suavemente como una pluma, y con un movimiento diagonal que me haría aterrizar a considerable distancia de los jardines de Mu Tel. Me acercaba a una de las partes altas del palacio, que parecía una torre que levantaba sobre el suelo su armadura de metal brillante. Oí en todas direcciones los silbidos de las patrullas aéreas que contestaban al último llamamiento de su camarada, cuyo cadáver flotaba precisamente encima de mí indicando el camino que debían seguir los demás para encontrarnos. Seguramente acabarían por descubrirle, y entonces me verían a mí y mi suerte quedaría decidida.

Pero acaso podría entrar en las habitaciones de la torre próxima, donde lograría esconderme hasta que hubiera pasado el peligro. Dirigí mi vuelo hacia la estructura negra: vi una ventana abierta y tropecé con una red de alambre fino. Había ido a chocar contra una cortina de las utilizadas para protegerse de los asesinos del aire. Me creí perdido. Si pudiera llegar al suelo, encontraría refugio entre los árboles y la maleza que había percibido confusamente en los jardines de aquel príncipe barsoomiano; pero no conseguí atinar con el ángulo preciso de inclinación, y me encontré describiendo espirales. Pensé rasgar el cinturón y dejar escapar el octavo rayo pero, como no estaba familiarizado con aquella fuerza extraña, temí verme precipitado contra el suelo, aunque en último extremo estaba decidido a todo.

En mi última tentativa para descender empecé a subir con rapidez y, con los pies para adelante, choqué repentinamente con un objeto. Luché frenéticamente para enderezarme, esperando que me detuvieran en el acto, cuando me encontré cara a cara con el cadáver del guerrero asesinado por Gor Hajus. Los silbidos de las patrullas continuaban aproximándose; probablemente me descubrirían antes de unos segundos, y, de pronto, encontré la solución del problema que me intrigaba.

Sujetando fuertemente con la mano izquierda los correajes del toonoliano muerto, saqué mi puñal y desgarré su cinturón flotador. En cuanto los rayos se escaparon, el cadáver empezó a caer arrastrándome hacia abajo. Aunque rápido, el descenso no fue precipitado, y a los pocos instantes nos posábamos con suavidad en el césped escarlata de los jardines de Mu Tel al lado de un amontonamiento de maleza. Por encima de mí sonaron silbatos, cuando arrastré el cadáver del guerrero a la sombra protectora del follaje. Un segundo después hubiera sido demasiado tarde porque en el acto, se encendieron los focos de una pequeña nave policíaca, que iluminaron brillantemente el jardín. Miré temerosamente a todas partes y, no viendo rastros de mis compañeros, deduje que también ellos habían podido esconderse.

Los chorros de luz recorrieron todo el ámbito del jardín, y luego se alejaron, así como los silbidos de la policía, indicando que no sospechaban de nuestros escondites.

Sumido en completa oscuridad, me despojé del volador que al principio pensé destruir, pero que acabé por colgar de una rama previendo la contingencia de que me volviera a hacer falta. Luego cogí las armas del guerrero muerto y, en la confianza de que había pasado el peligro, salí de mi escondite en busca de mis compañeros.

Protegiéndome bajo los árboles y malezas, me dirigí al edificio creyendo que en esa dirección habría conducido Gor Hajus a los demás, ya que el destino de nuestro viaje era el palacio de Mu Tel. Mientras me deslizaba con la mayor cautela, Thuria, la luna más próxima, emergió repentinamente del horizonte, alumbrando la noche con su claridad brillante. En aquel momento me hallaba al lado de la pared ornamentada del palacio; a la derecha había un angosto nicho, cuyo interior parecía de oscuridad maciza en contraste con los rayos de Thuria; a la izquierda había un claro, en el que vi en todos sus detalles la criatura más espantosa que mis ojos terrestres habían contemplado. Era un animal del tamaño de un potro de Shetland, con diez patas cortas y una cabeza terrorífica, vagamente parecida a la de una rana, sólo que las mandíbulas estaban provistas de tres filas de colmillos largos y afilados.

Aquel ser tenía la nariz levantada como olfateando una presa y sus
ojos
saltones giraban rápidamente en las órbitas, indicando sin sombra de duda que buscaba a alguien. No soy presumido, pero no pude menos que albergar la convicción de que era a mí a quién buscaba. Era mi primer encuentro con un perro marciano, y al refugiarme en la densa negrura del nicho inmediato, los
ojos
de la criatura me vieron, oí un gruñido y le vi cargar sobre mí, pensando que aquélla sería mi última aventura.

Saqué mi espada larga y entré de espaldas en el nicho, comprendiendo cuán inadecuada era el arma contra aquellos dos quintales de ferocidad encarnada. Lentamente, fui retrocediendo en la sombra, y cuando el animal penetró a su vez en el recinto, mi espalda tropezó con un obstáculo sólido que ponía punto final a mi retirada.

CAPÍTULO IX

El Palacio de Mu Tels

Cuando el
calot
entró en el nicho, experimenté todas las reacciones que debe sentir un ratón acorralado, y me dispuse a vender cara mi vida. La bestia se hallaba ya casi sobre mí, y empecé a jurar y maldecir por no haberme quedado en el exterior donde, al menos, había árboles altos a los que trepar, cuando, de pronto el obstáculo que me inmovilizaba cedió el sitio a una mano que salió de la oscuridad, empuñó mis correajes y me levantó con suavidad arrastrándome hacia atrás. Se cerró de golpe una puerta, y la silueta del
calot,
recortándose en la luz de la luna a la entrada del nicho, desapareció de mi vista.

Una voz malhumorada resonó en mi oído:
¡Ven conmigo!;
una mano se apoderó de la mía, y me vi conducido en absoluta oscuridad a través de lo que me pareció un corredor estrecho, a juzgar por los choques frecuentes contra el lado derecho y el izquierdo.

En suave pendiente, el corredor tenía bruscas revueltas, y empecé a distinguir, por delante de mi guía, una claridad confusa, que aumento gradualmente hasta que nos encontramos en el umbral de una cámara brillantemente iluminada, una habitación magnífica, suntuosamente amueblada y decorada, para cuya descripción apenas sirven los pobres vocablos de mi idioma. Oro, marfil, piedras preciosas, maderas maravillosas, pieles espléndidas, arquitecturas sorprendentes; todo esto se combinaba para deslumbrarme, como un cuadro que jamás hubiera pensado soñar. En el centro de aquella cámara, rodeados por un grupo de marcianos, se hallaban mis tres compañeros.

Mi guía me condujo hasta ellos, y se detuvo ante un barsoormiano alto que resplandecía de joyas incrustadas en sus correajes. Todos los presentes se volvieron hacia nosotros.

—Príncipe,
un tal
más y hubiera sido demasiado tarde. Al abrir la puerta para salir en busca de él, como ordenaste, le encontré casi en las garras de uno de los
calots.

—Bien —contestó el llamado príncipe.

Y luego, volviéndose a Gor Hajus:

—Amigo mío —preguntó—, ¿es éste el hombre de quien me hablabas?

—Este es Vad Varo, que pretende haber nacido en el planeta Jasoom —contestó Gor Hajus—. Vad Varo, estás en presencia de Mu Tel, príncipe de la casa de Kan.

Me incliné a tiempo que el príncipe se adelantaba y me ponía la mano derecha sobre mi hombro izquierdo, según la costumbre de las presentaciones barsoomianas; para terminar la ceremonia yo hice lo mismo. ¡Qué diferencia de los estúpidos
“Encantado de conocerle”, “¿Cómo está usted?”
y
“Tengo mucho gusto”!

Ante el requerimiento de Mu Tel, referí brevemente lo ocurrido desde que me encontré separado de mis compañeros hasta que uno de los oficiales de palacio me salvó de una muerte segura. Mu Tel dio las órdenes necesarias para que, antes del alba, quedaran borrados todos los rastros del policía muerto, a fin de no exacerbar las sospechas de su tío Vobis Kan, Jeddak de Toonol, que cada vez estaba más celoso de la creciente popularidad de su sobrino y temía que abrigara la aspiración de arrebatarle el trono.

Pasada ya la media noche, al final de uno de esos refinados banquetes que tanta fama proporcionan a los príncipes de Marte, y mientras saboreábamos los exquisitos vinos con que nos regaló nuestro huésped, Mu Tel habló de su tío imperial con menos comedimiento.

—Hace mucho tiempo que la nobleza está cansada de soportar a Vobis Kan, y el pueblo no puede sufrirle más. Es un tirano sin conciencia, pero como se trata de nuestro gobernante hereditario, vacilamos en derribarle. Somos un pueblo práctico, poco influido por el sentimiento, pero algo queda de éste para conservar la lealtad de las masas a su Jeddak, aún cuando ya no la merece, mientras que el miedo a las masas hace que también los nobles sean leales. Por otra parte, existe la sospecha natural de que el heredero más cercano sea un jeddak no menos tirano que Vobis Kan, puesto que, siendo mucho más joven que él, puedo desarrollar actividades más crueles y nefastas.

“Por lo que a mi respecta, no vacilaría en destruir a mi tío y apoderarme del trono, si estuviera seguro del apoyo del ejército, ya que, con los guerreros de Vobis Kan a mi lado, la balanza se inclinaría a mi favor. Previendo esto, ofrecí hace mucho tiempo mi amistad a Gor Hajus, no para que matara a mi tío, sino para que, cuando yo lo hubiera hecho en lucha noble, Gor Hajus me conquistara la lealtad de los guerreros del Jeddak, pues es muy popular entre ellos, quienes siempre le consideraron como un excelente luchador, otorgándole su reverencia y devoción. He ofrecido a Gor Hajus un puesto importante en los asuntos de Toonol, pero me dice que ante todo tiene que cumplir sus compromisos contigo, Vad Varo, para cuya consecución me ha pedido ayuda. Yo se la ofrezco muy gustoso, puramente por motivos egoístas, puesto que el logro de tus aspiraciones apresurará el de las mías. Por eso pongo a tu disposición una aeronave fuerte y segura que os conducirá a Fundal.

Como es natural, acepté esta oferta encantado, e inmediatamente empezamos a discutir los planes de la partida, que quedó señalada para la primera hora de la noche siguiente, cuando ninguna de las dos lunas estuvieran en el cielo; y después de un debate final sobre nuestro equipo, pedí que nos permitieran retirarnos, pues yo llevaba treinta y seis horas sin dormir, y mis compañeros veinticuatro.

Unos esclavos nos condujeron a nuestras habitaciones suntuosas, y dispusieron unos magníficos lechos de sedas y pieles. Cuando se retiraron, Gor Hajus oprimió un botín que había en la pared, y la habitación se levantó como un ascensor entre la armadura metálica, hasta una altura de doce o quince metros; la red de alambre nos envolvió automáticamente y quedamos en seguridad para toda la noche.

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