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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #ciencia-ficción

El cerebro supremo de Marte (12 page)

BOOK: El cerebro supremo de Marte
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Al día siguiente, después de bajar nuestra habitación hasta un nivel normal, y antes de que pudiera salir, vino un esclavo con órdenes de Mu Tel de pintarme todo el cuerpo con el hermoso color rojo de cobre de mis amigos barsoomianos, proporcionándome así un disfraz indispensable para el éxito de nuestra aventura, pues mi piel blanca hubiera inspirado sospechas en cualquier ciudad de Barsoom. Otro esclavo trajo armas para nosotros tres y un collar y una cadena para Hovan Du, el hombre mono. Nuestros correajes, aunque de material pesado y lujosa elaboración, eran muy sencillos y libres de toda insignia, como los que acostumbran a llevar los
panthans,
o soldados de fortuna, cuando no están al servicio de una nación o de un personaje determinado. Estos
panthans
son realmente hombres sin patria, mercenarios que venden su espada al mejor postor. Aunque no están organizados, se rigen por un severo Código de Ética y, mientras están al servicio de un amo, le sirven con lealtad. Se supone que son hombres que han huido de la cólera de su jeddak o de la justicia de su país, pero abundan entre ellos los aventureros que han elegido esta profesión por amor a las emociones. Cuando están bien pagados, son jugadores y derrochadores y, naturalmente, se encuentran casi siempre sin dinero y se ven reducidos a ganarse la vida del modo más inverosímil, razón que justificaba con exceso nuestra posesión de un mono domesticado, que en Marte no es más chocante que un loro en la tierra.

Pasé la mayor parte del día en compañía del príncipe, que no se cansaba de preguntarme sobre las costumbres, civilización y geografía de la Tierra, extrañándome sobremanera cuán familiarizado estaba con casi todos estos detalles. Me explicó que sus conocimientos terrestres se debían a los maravillosos adelantos marcianos en instrumentos astronómicos, fotografía y telefonía inalámbricas; esta última llevada a tal grado de perfección, que muchos sabios barsoomianos habían conseguido aprender algunos de los idiomas de la Tierra, sobre todo el inglés y el ruso. Unos cuantos sabían también el chino. Indudablemente, estos idiomas fueron los primeros que llamaron su atención, a causa de la numerosa población que los hablaba y las grandes extensiones que ocupaban.

Mu Tel me llevó a un salón de su palacio que me recordó los cinematógrafos de la Tierra, con la diferencia de que era más pequeño, pues tendría capacidad para doscientas personas a lo sumo. Estaba construido como una gran cámara obscura, cuyo interior ocupara la asamblea, volviendo la espalda hacia la lente, y teniendo delante una gran pantalla de cristal en que se proyectaba la imagen que se iba a observar.

Mu Tel se sentó ante una mesa en la que había extendido un mapa del cielo. Sobre este mapa se movía un brazo articulado que sostenía una especie de puntero. El príncipe lo movió hasta colocarlo sobre el planeta Tierra, luego apagó la luz, e inmediatamente apareció en la pantalla un panorama semejante al que se observa desde un aeroplano a 300 metros de altura. Aquella escena tenía para mí algo de familiar; era un país arruinado y desolado. Vi unos tocones de trecho en trecho, que indicaban la existencia en otros tiempos de un huerto floreciente y fructífero. En el suelo había agujeros grandes y deformes, y por todas partes alambradas erizadas de púas. Mu Tel encendió una lamparita de radio que había sobre la mesa, y vi entonces un globo terrestre con un punzón fijo en un punto determinado.

—El lado que este globo nos presenta ahora coincide con el hemisferio que la Tierra tiene vuelto hacia nosotros. Observa cómo el globo gira lentamente. Coloca el punzón en el punto que quieras y se te revelará la parte elegida de Jasoom.

Moví lentamente el índice, y el espectáculo cambió. Una aldea en ruinas se presentó ante nuestra vista. Un poco más allá aparecieron trincheras y cuevas y, siguiendo esta línea, moví el punzón rápidamente hacia el Norte y el Sur. Aquí y allá había soldados en los pueblos, pero todos franceses y ninguno en las trincheras. No había soldados alemanes ni escenas de lucha. ¡De modo que la guerra había terminado! Moví el punzón hacia el Rhin y crucé el río; Alemania estaba llena de soldados: soldados franceses, ingleses y americanos. ¡Habíamos ganado la guerra! Me alegré, pero todo aquello me parecía tan lejano e irreal como si no existiera tal mundo ni hubieran guerreado tales gentes; era como si contemplara las ilustraciones de una novela leída hacia mucho tiempo.

—Parece que te interesa mucho ese país devastado por la guerra — observó Mu Tel.

—Sí; yo luché en esa guerra. Probablemente me mataron: no lo sé.

—¿Y habéis vencido?

—Sí, mi pueblo ha ganado. Luchábamos por un gran principio y por la paz y felicidad del mundo. Ojalá no hayamos luchado en vano.

—Si lo que deseas es el triunfo de vuestro principio, por el que luchasteis y vencisteis, y la venida de la paz, tus esperanzas son ilusorias. La guerra nunca trae la paz: trae más y mayores guerras. La guerra es el estado normal de la naturaleza; es una locura combatirla. La paz debe sólo considerarse como un periodo de preparación para el principal objeto de la existencia del hombre. Si no fuera por la guerra continua entre unas y otras formas de la vida, los planetas llegarían a encontrarse tan superpoblados que se asfixiarían. En Barrosos, los grandes periodos de paz han traído plagas y enfermedades que hicieron muchas más víctimas que las guerras, y de un modo más cruento y odioso. El que muere en su cama no encuentra placer, ni se estremece de júbilo al pensar en la recompensa que le espera. Ya que todos debemos morir, muramos al menos en medio de un juego noble y excitante para dejar sitio a los millones de hombres que nos sucederán. La experiencia de la paz nos ha hecho comprender la necesidad de la guerra.

Muchas más cosas me dijo aquel día Mu Tel, que me documentaron sobre la curiosa filosofía de los toonolianos. Estos creen que no debe realizarse ninguna acción buena mientras no haya un motivo egoísta; no tienen dios ni religión; creen, como todos los barsoomianos cultos, que el hombre desciende del Árbol de la Vida, pero se apartan de los demás marcianos al negar la existencia de un ser omnipotente que creó este Árbol. Sostienen que el único pecado es el fracaso; consideran muy digno el triunfo y, sin embargo, se da la paradoja de que nunca quebrantan su palabra de honor. Mu Tel me explicó que habían extirpado los dañinos resultados de esa debilidad vergonzosa que se llama el sentimiento: sólo el egoísmo sostenía la lealtad de un toonoliano hacia otro, y eso únicamente durante un período determinado.

Cuando llegué a conocerles más a fondo, sobre todo a Gor Hajus, empecé a sospechar que su desdén ostensivo hacia el sentimentalismo era natural. Es cierto que muchas generaciones de inhibición les habían atrofiado las características de alma y espíritu que tanto se aprecian entre nosotros; que los lazos de la amistad eran flojos y que el llamamiento de la sangre no despertaba una alta sensación de responsabilidad y amor, ni aún entre padres e hijos; y, sin embargo, Gor Hajus era, en esencia, un hombre sentimental, aunque se hubiera apresurado a atravesar el corazón del atrevido que se lo dijera, demostrando así palpablemente la verdad de la acusación. El orgullo que le producía su reputación de hombre íntegro y leal, demostraba que tenía corazón, así como la satisfacción de su fama de hombre cruel e inhumano probaba que era un sentimental. Era el prototipo de los toonolianos: éstos negaban la existencia de la deidad y adoraban al fetiche de la ciencia, que les gobernaba como cualquier dios imaginario a los fanáticos religiosos.

Al anochecer empezó a entrarme la comezón de la partida. Allí lejos, al Oeste, después de leguas y leguas de pantanos desolados, estaba Fundal, y en Fundal el hermoso cuerpo de la muchacha que amaba, y a quien había jurado devolvérselo. Terminada la cena, Mu Tel, en persona, nos condujo a un hangar oculto en una de las torres del palacio. Allí estaba dispuesta una nave aérea, a la que habían quitado todas las insignias reales y hasta alterado ligeramente su estructura, a fin de que, en caso de captura, no se viera mezclado en el asunto el nombre de Mu Tel. La nave fue aprovisionada con gran cantidad de vituallas, sin olvidar la carne cruda para Hovan Du; y cuando la luna más lejana se ocultó bajo el horizonte, se deslizó una puerta corredera, Mu Tel nos deseó buena suerte y la nave flotó suavemente en la noche oscura. Como muchas de las de su tipo, no tenía cabina; una baranda baja la rodeaba por la borda; en el puente iban fijos grandes anillos de hierro, a los que debían sujetarse los miembros de la tripulación por medio de sus correajes, que para este objeto iban provistos de ganchos; una especie de parabrisas muy inclinado protegía contra el viento; el motor y las palancas de mando iban al exterior, pues todo el espacio debajo del puente estaba ocupado por los tanques de flotación. En esta clase de embarcaciones todo se sacrifica a la velocidad: no existe a bordo el menor
confort.
Cuando la aeronave marcha a toda velocidad, la tripulación se tiende sobre el puente, cada cual en su sitio designado y agarrándose a su anillo con todas sus fuerzas. Sin embargo, según me dijeron, estos navíos toonolianos, aunque muy veloces, quedan eclipsados por los de otras naciones como Helium y Ptarth, que han dedicado siglos y siglos a perfeccionar sus máquinas aéreas; pero aquella embarcación convenía perfectamente a nuestro propósito y, sobre todo comparada con el
Vosar,
me parecía tan veloz como una flecha.

Sin perder tiempo en tomar precauciones, apenas salimos al campo nos dirigimos a toda velocidad hacia Fundal, y al poco tiempo corrimos la primera aventura. Chocamos con una figura flotante, y en el mismo momento oímos el silbido de un policía aéreo, una bala pasó rozando a nuestra nave y, a los pocos segundos, se proyectaron desde arriba los rayos de una linterna que exploraron la atmósfera en todas direcciones.

—¡Una nave policía! —gritó Gor Hajus.

Hovan Du lanzó un gruñido y sacudió la cadena que sujetaba su collar. Nos encogimos todo lo posible, pidiendo a los espíritus de nuestros antepasados que no nos encontraran aquellos inquietos ojos luminosos. Pero, por desgracia, un chorro de luz cayó sobre el puente, y allí quedó fijo mientras la nave policía descendía rápidamente, avanzando a la misma velocidad que la nuestra. Luego nos quedamos consternados al ver que abrían fuego con balas explosivas. Estos proyectiles contienen una sustancia que estalla al ser influida por los rayos luminosos, una vez que la cubierta opaca de la bala se ha roto al contacto con el blanco. No es preciso, por consiguiente, atinar con éste para que el disparo sea eficaz. Si el proyectil cae al suelo, o al puente de un navío, o en otra substancia sólida cerca del blanco, hace infinitamente más daño que si, disparado sobre un grupo de hombres, hiere a uno de ellos, pues estallará cuando se rompa su cubierta protectora y matará o herirá a varios, mientras que dentro de un cuerpo humano los rayos luminosos no podrán alcanzarle, y no causan más perjuicio que el de un balazo corriente. La luz de la luna no ejerce acción sobre ellos y, por eso, los proyectiles disparados de noche, a menos que sean alcanzados por la luz de ciertas linternas especiales, no explotan hasta que sale el sol al día siguiente, convirtiendo el campo de batalla en un lugar muy peligroso, aunque no se encuentren allí ya los combatientes y, del mismo modo, la extracción del cuerpo humano de una bala que no haya explotado es una operación delicadísima, que a veces termina con la muerte del herido y del cirujano.

Dar Tarus manejó las palancas de mando, dirigiendo el espolón de nuestra nave hacia el de la policía, gritándonos que concentráramos el fuego sobre sus propulsores. Por mi parte nada vi fuera del deslumbrante rayo de luz, y en esa dirección disparé el arma extraña que poco tiempo antes me había entregado Mu Tel. Aquel ojo luminoso representaba para nosotros la máxima amenaza y, en cuanto lo hubiéramos cegado, ninguna superioridad tendría sobre nosotros la nave policía. Por eso apunté cuidadosamente con mi rifle y oprimí el disparador. Gor Hajus se arrodilló a mi lado, enviando a la nave enemiga una rociada de balas. Dar Tarus tenía bastante con ocuparse de las palancas, y Hovan Du, acurrucado en la proa, se contentaba con gruñir. De pronto, Dar Tarus lanzó una exclamación:

—¡Las palancas están dañada! No podemos cambiar la dirección. La nave no nos sirve ya.

Casi en el mismo instante, se extinguió el proyector, alcanzado, sin duda, por uno de mis disparos. Estábamos casi al lado de ellos y oíamos sus gritos de rabia. Nuestra nave, a la deriva, corría hacia la otra, y si no chocábamos pasaríamos casi rozando su quilla. Pregunté a Dar Tarus si la avería tenía arreglo.

—Si dispusiéramos de tiempo la podríamos arreglar, pero harían falta muchas horas y, mientras tanto, caerán sobre nosotros todas las fuerzas aéreas de Toonol.

—Entonces necesitamos otra nave —repliqué.

Dar Tarus sonrió.

—Tienes razón, Vad Varo; pero ¿donde le encontraremos?

—No tenemos que ir muy lejos —contesté, señalando al vehículo policía.

—¿Por que no? —exclamó Dar Tarus, encogiéndose de hombros—. Sería una lucha gloriosa y una muerte digna.

Gor Hajus me dio una palmada en el hombro.

—¡Hasta la muerte, mi capitán!

Hovan Du sacudió la cabeza y gruñó.

Las naves se acercaban con rapidez. Ya no disparábamos por miedo de averiar la embarcación que pensábamos conquistar y, por alguna razón desconocida, la tripulación de la nave policía también había suspendido el tiroteo. Nunca supe el porqué. Nos movíamos en una dirección que nos llevaba justamente debajo de la otra nave, y decidí abordarle a toda costa. En su quilla vi el aparejo de ganchos dispuestos a coger su presa. Sin duda los policías se preparaban para hacerlo y, tan pronto como estuviéramos debajo de ellos, sus tentáculos de acero se apoderarían de nosotros, mientras su tripulación invadía nuestro puente.

Llamé a Hovan Du y le dí instrucciones en voz baja. Cuando terminé, asintió con la cabeza. Luego saqué de los anillos los ganchos de nuestros correajes y me dirigí a proa después de cambiar unas palabras con Gor Hajus y Dar Tarus. Estábamos precisamente debajo de la embarcación enemiga y pude ver los anzuelos gigantescos que se preparaban a bajar. Nuestra proa pasó debajo del timón, y entonces llegó el momento que yo esperaba. Los del puente no podían vernos a Hovan Du ni a mí; la armazón de ganchos estaba a unos cinco metros sobre nuestras cabezas; hice una señal al mono y, simultáneamente, los dos dimos un salto. Seguramente esto parecerá una locura, pues el fracaso significaba la muerte segura, pero yo había pensado que si dos de nosotros conseguían abordar al vehículo policía mientras la tripulación se encargaba de sujetar al nuestro, bien valía la pena de arriesgar algo.

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