Read El ciclo de Tschai Online
Authors: Jack Vance
Más allá de Pera había un gran número de irregulares campos cultivados, donde mujeres y muchachas atendían todo tipo de cosechas. Carros cargados con comida y productos de granja avanzaban hacia el oeste a lo largo del camino que conducía a Dadiche: un comercio sorprendente para Reith, que no esperaba unos intercambios tan formalizados.
Los dos hombres cabalgaron durante una quincena de kilómetros en dirección a una baja cordillera de grises colinas. Allá donde el camino ascendía por un barranco de empinadas paredes, una puerta cortaba el camino, y se vieron obligados a esperar mientras un par de Gnashters inspeccionaban un carro lleno de cajas de coles de aspecto pulposo, luego cobraban el correspondiente peaje. Reith y Anacho pagaron un sequin cada uno para cruzar la puerta.
—Naga Goho desaprovecha muy pocas ocasiones de obtener beneficios —gruñó Reith—. ¿Qué demonios hará con sus riquezas?
El Hombre-Dirdir se alzó de hombros.
—¿Qué hace todo el mundo con sus riquezas?
El camino serpenteaba hacia arriba y cruzaba un desfiladero. Más allá de extendían las tierras de los Chasch Azules: una región boscosa atravesada por docenas de pequeños ríos, que se estancaban en innumerables charcas. Había centenares de tipos distintos de árboles: rojas palmas con hojas como plumas, verdes coníferas, árboles con troncos negros y ramas de las que colgaban blancos globos; y muchas plantaciones de adaraks. Todo el paisaje era un inmenso jardín, atendido con meticuloso cuidado.
Más abajo estaba Dadiche: bajos y planos domos y curvadas superficies blancas, medio sumergidas en follaje. El tamaño y la población de la ciudad era imposible de estimar; no había diferenciación entre ciudad y parque. Reith se vio obligado a admitir que los Chasch Azules vivían en agradables condiciones.
El Hombre-Dirdir, sometido a otros preceptos estéticos, habló con condescendencia.
—Típico de la mentalidad de los Chasch: informe, caótica, tortuosa. ¿Has visto alguna ciudad Dirdir? ¡Realmente noble! ¡Una visión que hace que el corazón se te pare! Esta semibucólica chapucería —Anacho hizo un gesto burlón— refleja el capricho de los Chasch Azules. No tan fláccido y decadente como el de los Viejos Chasch, por supuesto (¿recuerdas Golsee?), pero los Viejos Chasch llevan moribundos veinte mil años... ¿Qué estás haciendo? ¿Qué es este instrumento?
Reith, incapaz de hallar un método de utilizar discretamente su transcom, lo había sacado y estaba leyendo sus indicadores.
—Es un dispositivo que señala una dirección y una distancia de casi seis kilómetros. —Miró siguiendo la dirección de la aguja—. La línea cruza esa estructura grande con el domo alto. —Señaló—. La distancia es la correcta.
Anacho estaba contemplando el transcom con lúgubre fascinación.
—¿Dónde conseguiste este instrumento? Nunca antes había visto ese tipo de artesanía. Y esas indicaciones: ¡no son ni Dirdir, ni Chasch, ni Wankh! ¿Hay algún lejano rincón en Tschai donde los subhombres fabrican artículos de esta calidad? ¡Estoy sorprendido! ¡Siempre había creído que los subhombres eran incapaces de cualquier actividad más complicada que la agricultura!
—Anacho, amigo mío, aún te queda mucho por aprender —dijo Reith—. Puede que el proceso signifique un gran shock para ti.
Anacho se masajeó la mandíbula inferior y se echó el suave casco negro sobre su frente.
—Eres tan misterioso como un Pnume.
Reith extrajo el sondascopio de su bolsa e inspeccionó el paisaje. Siguió el curso del camino, colina abajo, cruzando una plantación de árboles en forma de llama con enormes hojas verdes y púrpuras, luego un muro que no había visto anteriormente y que con toda evidencia protegía Dadiche de los Chasch Verdes. El camino cruzaba un portal en aquel miro y penetraba en la ciudad. A intervalos a lo largo del camino había carros que penetraban en Dadiche cargados de comestibles, y salían con cajas de productos manufacturados.
Anacho inspeccionó el sondascopio, emitió un sonido de irritado desconcierto, pero contuvo cualquier comentario.
—No tiene ningún sentido seguir el camino —dijo Reith—; sin embargo, si cabalgamos siguiendo la cresta un par o tres de kilómetros, podremos echarle otro vistazo a ese gran edificio.
Anacho no puso ninguna objeción; cabalgaron en dirección al sur durante casi tres kilómetros, y luego Reith tomó una nueva lectura del transcom. La línea de visión cruzaba la misma enorme estructura con el domo. Reith asintió, seguro ya.
—En este edificio hay artículos que eran míos y me fueron arrebatados, y que deseo recuperar.
Los labios del Hombre-Dirdir se curvaron en una sonrisa.
—Muy bien... ¿pero cómo? No puedes entrar cabalgando en Dadiche, llamar a la puerta de ese edificio, y gritar: «¡Devolvedme mis objetos!» Te vas a sentir decepcionado. Dudo también que seas un ladrón lo suficientemente hábil como para engañar a los Chasch. Así pues, ¿qué piensas hacer?
Reith miró pensativamente hacia el gran domo blanco.
—Primero, un reconocimiento desde más cerca. Necesito mirar el interior de ese edificio. Porque lo que más deseo puede que no esté allí.
Anacho agitó la cabeza en un suave reproche.
—Hablas en acertijos. Primero declaras que tus artículos están ahí, luego que puede que no estén ahí después de todo.
Reith simplemente se echó a reír, aparentando una confianza mayor de la que sentía. Ahora que estaba cerca de Dadiche, y presumiblemente de la lanzadera, la tarea de recobrar su posesión parecía animadora.
—Creo que ya basta por hoy. Volvamos a Pera.
Cabalgaron, botando y bamboleándose en los caballos saltadores, de regreso al camino, donde hicieron una pausa para observar a los carros que pasaban resonantes por su lado. Algunos iban propulsados a motor, otros por animales de tiro de lenta andadura. Los que iban a Dadiche llevaban alimentos: melones, cajas de aves muertas y desplumadas, balas de una especie de seda blanca tejida por los insectos de las marismas, redes llenas de purpúreas entrañas de animales.
—Esos carros entran en Dadiche —dijo Reith—. Iré con ellos. ¿Por qué debería haber alguna dificultad? El Hombre-Dirdir agitó lúgubremente la cabeza.
—Los Chasch Azules son impredecibles. Puede que te encuentres de pronto realizando trucos para divertirles. Trucos como caminar sobre inestables troncos encima de pozos llenos de inmundicias o escorpiones de ojos blancos. Y si mantienes el equilibrio, los Chasch calentarán los troncos, o harán pasar electricidad por ellos, de modo que saltes y hagas trucos desesperados. O quizá te encuentres dentro de un laberinto de cristal con un atormentado Phung. O puede que te venden los ojos y te metan en un anfiteatro con un ciclodón, también con los ojos vendados. O, si fueras un Dirdir o un Hombre-Dirdir, podrías ser puesto a resolver problemas lógicos para evitar desagradables castigos. Su ingeniosidad no tiene límites.
Reith frunció el ceño a la ciudad.
—¿Los hombres de los carros corren todos esos riesgos?
—Tienen permiso para ir y venir sin ser molestados, a menos que violen alguna ordenanza.
—Entonces iré como carrero. Anacho asintió.
—La obvia estratagema. Sugiero que esta noche te desembaraces de todas tus ropas, se frotes concienzudamente con barro sucio, permanezcas un rato junto al humo de huesos quemándose, camines bastante sobre estiércol, y comas panibales, rampos y cosas ahumadas, todo lo cual permeará tu cuerpo con sus olores y eliminará la grasa de tu piel. Luego vístete de piel para afuera con ropas usadas de carrero. Y como última precaución, nunca pases junto a un Chasch Azul con el viento en su dirección, y contén el aliento allá donde uno de ellos pueda detectar el olor de tus dientes o tu respiración.
Reith consiguió esbozar una sonrisa que no tenía nada de alegre.
—El plan suena menos realizable a cada minuto que pasa. Pero no me importa morir. Tengo demasiadas responsabilidades. Como el devolver a la muchacha a Cath.
—¡Bah! —resopló Anacho—. Eres una víctima del sentimentalismo. Esa chica es una fuente de problemas, vanidosa y preocupada solamente por sí misma. ¡Abandónala a su destino!
—Si no fuera vanidosa, sospecharía que era estúpida —afirmó Reith con pasión.
Anacho se besó la punta de los dedos: un gesto de fervor mediterráneo.
—¡Cuando dices «belleza» debes referirte a las mujeres de mi raza! ¡Ah! ¡Criaturas elegantes, pálidas como la nieve, con sus cráneos desnudos relucientes como espejos! Tan próximas a los Dirdir que los propios Dirdir se sienten atraídos por ellas... A cada cual sus gustos. La muchacha de Cath nunca podrá ser otra cosa más que una fuente de tribulaciones. Esas mujeres arrastran consigo el desastre como una nube arrastra la lluvia; ¡piensa en las veces que has tenido que luchar por ella!
Reith se alzó de hombros y espoleó el caballo saltador para que se pusiera en movimiento; partieron hacia el este siguiendo la carretera, adentrándose en la estepa, hacia el montón de ruinas blanco grisáceas que era Pera.
A última hora de la tarde entraron en la arruinada ciudad. Devolvieron los caballos saltadores a los establos, cruzaron la plaza hasta la larga posada semisubterránea, con el bajo sol iluminando sus espaldas.
El salón principal estaba medio lleno de gente tomando una cena temprana. Ni Traz ni la Flor de Cath estaban allí, ni tampoco en el pequeño cubículo de su habitación en el segundo piso. Reith regresó abajo y buscó al posadero.
—¿Dónde están mi amigos, el joven y la muchacha de Cath? No los encuentro por aquí.
El posadero exhibió un rostro compungido, miró hacia todas partes excepto a los ojos de Reith.
—Tendrías que saber dónde está; ¿cómo podría estar en otro lugar? En cuanto al joven, se puso irrazonablemente furioso cuando vinieron a llevársela. Los Gnashters le abrieron la cabeza y se lo llevaron consigo a rastras para ser colgado.
—¿Cuánto tiempo hace que ocurrió todo esto? —preguntó Reith, con una voz precisa y controlada.
—No hace mucho. Aún debe estar pataleando. El chico fue un estúpido. Una muchacha como ésa es una flagrante provocación; no tenía derecho a defenderla.
—¿Se llevaron la muchacha a la torre?
—Eso supongo. ¿Pero a mí qué me importa? Naga Goho hace lo que quiere; suyo es el poder en Pera.
Reith regresó junto a Anacho, le tendió su bolsa, reteniendo solamente sus armas.
—Cuida de mis pertenencias. Si no vuelvo, consérvalas.
—¿Tienes intención de correr algún nuevo peligro? —preguntó Anacho, con sorpresa y desaprobación—. ¿Qué hay de tu objetivo?
—Puede esperar —dijo Reith, corriendo ya hacia la ciudadela.
La luz del sol poniente brillaba aún en las plataformas de piedra y bloques de monta que rodeaban el patíbulo. Los colores contenían esa curiosa plenitud de todos los colores en Tschai: incluso los marrones y grises, los opacos ocres, los sienas de todos aquellos que habían acudido a ver la ejecución impartían una sensación de rica esencia. Las chaquetillas rojo oscuro de los Gnashters resplandecían intensamente; eran seis. Dos estaban junto a la cuerda del patíbulo; dos sostenían a Traz, que permanecía de pie sobre inseguras piernas, la cabeza baja, un hilillo de sangre descendiendo por su frente. Uno estaba negligentemente recostado contra un poste, la mano apoyada en el disparador de su catapulta; el último estaba dirigiéndose a un apático grupo reunido ante el patíbulo.
—¡Por orden de Naga Goho, este furioso criminal que se ha atrevido a usar la violencia contra los Gnashters debe ser colgado!
El nudo fue colocado ceremoniosamente en torno al cuello de Traz. Este alzó la cabeza, lanzó una vidriosa mirada a la gente reunida ante él. Si vio a Reith, no hizo el menor signo de haberle reconocido.
—¡Que el incidente y sus consecuencias enseñen obediencia a todos!
Reith se dirigió hacia un lado del patíbulo. No había tiempo para melindres ni delicadezas... si de hecho esas cosas habían existido alguna vez en Tschai. Los Gnashters junto a la cuerda lo vieron acercarse, pero su actitud era tan casual que no le prestaron la menor atención y se volvieron esperando la señal. Reith deslizó el cuchillo buscando el corazón del primero, que dejó escapar un ronco croar de sorpresa. El segundo volvió la vista; Reith cortó su garganta de un tajo, luego lanzó el cuchillo hendiendo la frente del Gnashter que permanecía de pie junto al poste. En un instante los seis se habían convertido en tres. Reith saltó hacia delante con la espada en la mano y derribó al hombre que había hecho la proclama, pero ahora los dos que sujetaban a Traz, sacando sus hojas, se lanzaron contra Reith, rugiendo su ultraje. Reith retrocedió, apuntó su catapulta Emblema, derribó al primero; el segundo, ahora el único superviviente de los seis, se detuvo en seco. Reith lo atacó, arrancó la espada de su mano, lo derribó con un golpe en la sien. Liberó el nudo del cuello de Traz, lo pasó por el cuello del caído Gnashter, lo cerró, señaló a dos de los hombres que había delante del grupo de fascinados espectadores.
—Vosotros, tirad; tirad de la cuerda. Vamos a colgar al Gnashter, no al joven. —Al ver que dudaban, gritó—: ¡Tirad os digo; obedecedme! ¡Vamos a mostrarle a Naga Goho quién gobierna en Pera! ¡Arriba con el Gnasther!
Los hombres saltaron hacia la cuerda; el Gnashter fue izado en el aire, pataleando y agitando los brazos. Reith corrió hacia la grúa. Desató la cuerda que mantenía suspendida la jaula, la bajó al suelo, abrió la tapa superior. El desgraciado que había en su interior, agazapado en el angosto espacio, alzó la vista con temerosa expectación, luego con una imposible esperanza. Intentó levantarse, pero estaba demasiado débil. Reith se inclinó y lo ayudó. Hizo una seña a los dos hombres que habían tirado de la cuerda.
—Tomad a este hombre y al joven y llevadlos a la posada; ved que cuiden de ellos. Ya no necesitáis temer más a los Gnashters. Tomad las armas de los hombres muertos; ¡si aparecen más Gnashters, matadlos! ¿Habéis comprendido? ¡Ya no hará más Gnashters en Pera, no más impuestos, no más ahorcamientos, no más Naga Goho!
Desconfiadamente, los hombres tomaron las armas, luego se volvieron para mirar hacia la ciudadela.
Reith aguardó solamente el tiempo suficiente para ver cómo Traz y el hombre de la jaula eran llevados hacia la posada, luego se volvió y echó a correr colina arriba hacia el palacio provisional de Naga Goho.
Un muro de cascotes apilados bloqueaba el camino, cerrando una especie de patio. Había una docena de Gnashters sentados en largas mesas, bebiendo cerveza y comiendo aves asadas en largos espetones. Reith miró a derecha e izquierda, luego se deslizó a lo largo del muro.