Read El ciclo de Tschai Online
Authors: Jack Vance
Reith se lanzó hacia delante. Aulló a Anacho y Traz:
—¡Matad a los que están bajo la red! —y se lanzó por encima del amasijo de cuerdas y ramas para enfrentarse al Dirdir restante. No debía escapar bajo ninguna circunstancia.
El escapar estaba muy lejos de la mente del Dirdir. Saltó sobre Reith como un leopardo, desgarrando con sus uñas. Traz corrió blandiendo su cuchillo y se arrojó contra la espalda del Dirdir. El Dirdir se revolvió y le arrebató el cuchillo, con el que le lanzó un violento tajo contra su pierna. Anacho saltó hacia delante; con un poderoso golpe seccionó el brazo del Dirdir; con un segundo golpe lo decapitó. Tambaleándose, sudando y jadeando, los tres hombres acabaron con los restantes Dirdir, luego se reunieron invadidos por el enorme alivio de haberse salido con bien de aquello. La sangre manaba a borbotones de la pierna de Traz. Reith aplicó un torniquete, abrió el equipo de primeros auxilios que había traído consigo a Tschai. Desinfectó la herida, aplicó un calmante, unió los labios, roció una película de piel sintética, y soltó el torniquete. Traz hizo una mueca pero no se quejó. Reith le dio una pildora.
—Trágate esto. ¿Puedes ponerte en pie? Traz se levantó rígidamente.
—¿Puedes andar?
—No demasiado bien.
—Intenta mantenerte en movimiento, para impedir que la pierna se te ponga rígida.
Reith y Anacho registraron los cadáveres en busca del botín, con un gran provecho: un bulbo púrpura, dos escarlatas, uno azul oscuro, tres verdes pálidos y dos azules pálidos. Reith agitó la cabeza entre maravillado y contrariado.
—¡Una auténtica riqueza! Pero inútil a menos que volvamos a Maust.
Observó a Traz cojeando arriba y abajo con evidente esfuerzo.
—No vamos a poder transportarlo todo.
Echaron los cadáveres en el pozo y lo taparon. Escondieron la red entre la maleza. Luego seleccionaron los sequins e hicieron tres fardos, dos pesados y uno ligero. Quedaba todavía una fortuna en blancos, cremas, sardos, azules oscuros y verdes. Los envolvieron todos en un cuarto fardo, que ocultaron bajo las raíces del gran torquil.
Faltaban dos horas para el anochecer. Tomaron sus fardos y se dirigieron al borde oriental del bosque, acomodando su paso al cojear de Traz. Allá discutieron la posibilidad de acampar hasta que la pierna de Traz estuviera curada. Traz no quiso ni oír hablar de ello.
—Puedo arreglármelas, siempre que no tengamos que correr.
—De todos modos, correr no nos ayudará en nada —dijo Reith.
—Si nos atrapan, tendremos que correr lo queramos o no —dijo Anacho—. Con sacudenervios en nuestros cuellos.
La luz del atardecer se oscureció de oro a oro viejo; Carina 4269 desapareció, y una oscuridad sepia cayó sobre el paisaje. Las colinas mostraron minúsculos destellos de llamas. El trío prosiguió su avance, y así se inició el deprimente viaje de vuelta: cruzando la Terraza de una oscura masa de dendrones a otra. Finalmente llegaron a las laderas y empezaron a subirlas penosamente.
El amanecer los halló a medio camino, con cazadores y presas ya despiertos. No había ningún refugio a la vista; los tres descendieron a una hondonada y consiguieron ocultarse entre unos matorrales secos.
Transcurrió el día. Anacho y Reith se amodorraron mientras Traz contemplaba fijamente el cielo; la forzada ociosidad había hecho que su pierna se pusiera rígida. Al mediodía un grupo de caza de cuatro orgullosos Dirdir, resplandecientes bajo sus brillantes cascos, cruzó la hondonada. Se detuvieron por unos instantes, al parecer captando la presencia de una presa cercana, pero otros asuntos atrajeron su atención y prosiguieron su camino hacia el norte.
El sol declinó, iluminando la pared oriental de la hondonada. Anacho lanzó una seca carcajada muy poco característica de él.
—Mirad ahí. —Señaló. A no más de siete metros de distancia el terreno había cedido, revelando el arrugado domo de un gran bulbo maduro—. Escarlatas al fin. Quizá púrpuras.
Reith hizo un gesto de triste resignación.
—Apenas podemos cargar con la fortuna que llevamos. Es suficiente.
—Subestimas la rapacidad y la codicia de Sivishe —gruñó Anacho—. Conseguir lo que te propones requerirá dos fortunas o más. —Desenterró el bulbo—. Un púrpura. No podemos dejarlo atrás.
—Muy bien —dijo Reith—. Yo lo llevaré.
—No —dijo Traz—. Lo llevaré yo. Vosotros dos lleváis ya la mayor parte de la carga.
—Lo dividiremos en tres partes —dijo Reith—. Así no representará mucho para nadie.
Finalmente llegó la noche; cargaron sus fardos y siguieron su avance, con Traz cojeando, dando saltitos y haciendo muecas de dolor. Ascendieron la ladera en dirección norte, y cuanto más se acercaban al Portal de los Destellos más fantasmal y detestable parecía la Zona.
Al amanecer estaban en la base de las colinas, con el Portal aún a quince kilómetros al norte. Mientras descansaban en las sombras de una fisura, Reith rastreó los alrededores con su sondascopio. Los Promontorios parecían tranquilos y casi desprovistos de vida. Muy lejos al noroeste una docena de formas se encaminaban hacia el Portal de los Destellos, con la esperanza de alcanzar la seguridad antes de que fuera completamente de día. Corrían con la peculiar marcha agazapada que utilizaban instintivamente los hombres en la Zona, como si así consiguieran hacerse menos evidentes. Un grupo de cazadores permanecía en una hondonada relativamente cercana, inmóviles y alertas como águilas. Observaban tristemente a los hombres que se les escapaban. Reith dejó de lado toda esperanza de alcanzar el Portal antes de la oscuridad. Los tres pasaron otro terrible día tras un peñasco, cubiertos con tela de camuflaje.
A media mañana un vehículo aéreo pasó por encima de sus cabezas.
—Están buscando los cazadores desaparecidos —dijo Anacho con voz ronca—. Sin duda habrá un
tsau'gsh...
Estamos en gran peligro.
Reith siguió con la mirada el aparato que se alejaba, luego calculó los kilómetros hasta el Portal.
—A medianoche podemos estar a salvo.
—Puede que no aguantemos hasta medianoche, si los Dirdir cercan los Promontorios, como puede que hagan.
—No podemos salir ahora; nos cazarían sin remedio. Anacho asintió hoscamente.
—Estoy de acuerdo en eso.
Hacia media tarde otro vehículo aéreo se inmovilizó sobre los Promontorios. Anacho silbó entre dientes.
—Estamos atrapados.
Pero al cabo de media hora el aparato se alejó también en dirección al sur y desapareció tras las colinas. Reith examinó atentamente los alrededores.
—No veo cazadores. Quince kilómetros significan al menos dos horas. ¿Lo intentamos?
Traz contempló su pierna con expresión pensativa.
—Id vosotros dos. Yo os seguiré cuando se haya puesto el sol.
—Entonces será demasiado tarde —dijo Anacho—. Ya es demasiado tarde ahora.
Reith examinó una vez más las alturas. Ayudó a Traz a ponerse en pie.
—Es todos o ninguno.
Echaron a andar por la desolación, sintiéndose desnudos y vulnerables. Cualquier grupo de cazadores que mirara hacia aquel sector desde cualquiera de las alturas no podía dejar de divisarles.
Avanzaron durante media hora, semiagazapados como los demás. De tanto en tanto Reith se detenía para examinar a sus espaldas con el sondascopio, temiendo ver en cualquier momento las terribles figuras en su persecución. Pero los kilómetros iban quedando atrás, y las esperanzas empezaban a hacerse mayores. El rostro de Traz estaba gris por el dolor y el cansancio; pero forzaba el paso, entre corriendo y cojeando, hasta que Reith sospechó que estaba hundiéndose en la histeria.
Pero repentinamente Traz se detuvo. Miró hacia atrás, a las alturas.
—Están observándonos.
Reith escrutó las distantes lomas, las laderas y las oscuras hondonadas, sin ver nada. Traz había proseguido su cojeante marcha, con Anacho corriendo agazapado tras él. Reith les siguió. Unos pocos cientos de metros más al norte se detuvo de nuevo, y esta vez creyó ver un destello de luz que podía ser un reflejo metálico. ¿Dirdir? Reith calculó la distancia que les quedaba delante. Habían recorrido aproximadamente la mitad del camino. Lanzó un profundo suspiro y echó a correr tras los talones de Traz y Anacho. Era posible que los Dirdir decidieran no perseguirles tan adentro de los Promontorios.
Se detuvo una segunda vez y miró hacia atrás. Toda incertidumbre desapareció: cuatro formas saltaban bajando las laderas. No había ninguna duda respecto a sus intenciones.
Reith se apresuró a seguir a Traz y Anacho. Traz corría con ojos enfebrecidos, la boca abierta, los dientes brillando. Reith tomó el pesado fardo de las espaldas del joven y se lo cargó al hombro. A conscuencia de ello Traz pareció no acelerar el paso sino retardarlo un poco. Anacho calculó la distancia que tenían delante, estudió a los Dirdir que les perseguían.
—Tenemos una posibilidad —dijo.
Corrieron los tres, con los corazones latiendo alocadamente, los pulmones ardiendo. El rostro de Traz era como una calavera. Anacho lo alivió del fardo más pequeño.
El Portal de los Destellos ya era visible: un refugio de maravillosa seguridad. Tras ellos avanzaban los cazadores, dando prodigiosos saltos.
Traz estaba a punto de derrumbarse, con el Portal aún a un kilómetro de distancia.
—¡Onmale! —gritó Reith.
El efecto fue sorprendente. Traz pareció expandirse, crecer. Se detuvo en seco y se dio la vuelta para mirar a sus perseguidores. Su rostro era el de un extraño: una persona sagaz, fiera y dominante... de hecho la personificación del emblema Onmale.
El Onmale era demasiado orgulloso para huir.
—¡Corre! —gritó Reith, presa del pánico—. ¡Si debemos luchar, que sea bajo nuestros términos!
Traz, o el Onmale —los dos estaban confusamente mezclados— tomó un fardo de Reith y uno de Anacho y echó a correr hacia el Portal.
Reith perdió medio segundo en calcular la distancia al primer Dirdir, luego prosiguió su huida. Traz parecía volar en medio de la desolación. Anacho, con el rostro enrojecido y distorsionado, seguía detrás.
Traz alcanzó el Portal. Se volvió y aguardó, con la catapulta en una mano, la espada en la otra. Anacho lo cruzó también, luego Reith, a menos de veinte metros de distancia del Dirdir de vanguardia. Traz retrocedió para mantenerse más allá de los límites, desafiando al Dirdir a que atacara. El Dirdir lanzó un penetrante grito de furia. Agitó la cabeza, y sus refulgencias, enhiestas, vibraron. Luego, dando la vuelta, echó a correr a grandes saltos hacia el sur, tras sus camaradas, que ya estaban regresando a las colinas.
Anacho se reclinó jadeante contra el Portal de los Destellos. Reith permanecía de pie, con el aire ardiendo en su garganta. El rostro de Traz estaba gris y vacío de toda expresión. Sus rodillas cedieron; se derrumbó al suelo y permaneció quieto, con algún que otro estremecimiento ocasional.
Reith se inclinó tambaleante sobre él, le dio la vuelta. Traz parecía no respirar. Reith se sentó a horcajadas sobre él y le aplicó la respiración artificial. Traz lanzó un jadeo desgarrador. Al cabo de pocos momentos empezó a respirar acompasadamente.
Los solicitantes, curiosos y mendigos que normalmente montaban guardia junto al Portal de los Destellos se habían dispersado, asustados ante la proximidad de los Dirdir. El primero en regresar fue un joven con una larga túnica marrón, que se detuvo a pocos pasos de ellos haciendo gestos de simpatía y preocupación.
—Un ultraje —se lamentó--. ¡La conducta de los Dirdir! ¡Nunca deberían cazar tan cerca de la Puerta! ¡Casi han matado a este pobre joven!
—Cállate —restalló Anacho—. Nos molestas.
El joven se apartó a un lado. Reith y Anacho alzaron a Traz en pie, donde se quedó como atontado.
El joven avanzó de nuevo, con sus blandos ojos viéndolo todo, comprendiéndolo todo.
—Dejadme ayudar. Soy Issam el Thang; represento al Albergue de la Buena Ventura, que os promete una atmósfera de descanso y tranquilidad. Permitidme que os ayude con vuestros fardos. —Tomó el de Traz, y volvió una sorprendida mirada hacia Reith y Anacho—. ¿Se-quins?
Anacho le arrancó el fardo de entre las manos.
—¡Lárgate! ¡Ya hemos establecido nuestros planes!
—Como queráis —dijo Issam el Thang—, pero el Albergue de la Buena Ventura está aquí muy a mano, y algo apartado del tumulto y los juegos. Aunque confortable, sus precios no se acercan ni con mucho a las exorbitantes tarifas del Alawan.
—Muy bien —dijo Reith—. Llévanos al Buena Ventura.
Anacho murmuró algo para sí mismo, a lo que Issam el Thang hizo un delicado gesto de reproche.
—Seguidme, por favor.
Se dirigieron hacia Maust, con Traz cojeando sobre su envarada pierna.
—Mis recuerdos están enmarañados —murmuró—. Recuerdo haber cruzado los Promontorios; recuerdo que alguien me gritó algo...
—Fui yo —dijo Reith.
—...y luego ya nada es real, y lo siguiente que está claro en mi mente es verme tendido al lado del Portal. —Y un momento más tarde murmuró pensativo—: Oí voces rugiendo. Un millar de rostros pasando por mi lado, rostros de guerreros, todos ellos feroces. He visto esas cosas en sueños. —Su voz se apagó; no dijo nada más.
El Albergue de la Buena Ventura estaba al fondo de una estrecha calle: una melancólica estructura ensombrecida por el tiempo, y que no hacía mucho negocio, a juzgar por el salón principal, penumbroso y casi vacío. Issam resultó ser el propietario. Hizo un efusivo alarde de hospitalidad, ordenando que fueran llevadas agua, luces y sábanas limpias a la «gran suite», órdenes que fueron cumplidas por un hosco sirviente de enormes manos rojizas y una gran mata de pelo también rojizo. Los tres amigos subieron una retorcida escalera hasta la suite, que comprendía un saloncito, un cuarto de baño, varias alcobas irregulares amobladas con camas que olían a moho. El sirviente dispuso las lámparas, trajo jarras de vino y se marchó. Anacho examinó los tapones de plomo y cera que las cerraban y dejó las jarras a un lado con un gruñido.
—Demasiado riesgo de que contengan drogas o veneno. Cuando el hombre despierta, si es que despierta alguna vez, sus sequins han volado y él se encuentra desplumado. No me siento satisfecho: hubiéramos estado mucho mejor en el Alawan.
—Mañana tendremos tiempo —dijo Reith, dejándose caer en una silla con un gruñido de cansancio.