El ciclo de Tschai (27 page)

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Authors: Jack Vance

BOOK: El ciclo de Tschai
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—Podemos bajar —dijo Reith—. Pero yo preferiría volar. —Se volvió hacia Anacho, que examinaba lúgubremente la plataforma—. ¿Crees que podemos repararla?

Anacho se frotó sus largas y blancas manos, disgustado.

—Tienes que darte cuenta de que mi entrenamiento en estos asuntos no es muy completo.

—Muéstrame qué va mal —dijo Reith—. Puede que yo consiga arreglarlo.

El rostro de bufón de Anacho pareció hacerse aún más largo. Reith era la refutación viviente de sus más queridos axiomas. Según la ortodoxia de la doctrina Dirdir, los Dirdir y los Hombres-Dirdir habían evolucionado juntos en un mismo huevo primigenio en el mundo natal Dirdir de Sibol; los únicos hombres auténticos eran los Hombres-Dirdir; todos los demás eran fenómenos. Anacho encontraba difícil reconciliar la competencia de Reith con sus preconcepciones, y su actitud era un curioso compuesto de envidiosa desaprobación, renuente admiración y hosca lealtad. Ahora, en vez de permitir que Reith demostrara sus cualidades en otro aspecto, se apresuró a popa de la plataforma y metió su largo y pálido rostro de payaso en la abertura del motor.

La superficie del otero estaba completamente desprovista de vegetación con pequeños canales de erosión aquí y allá, medio llenos de gruesa arena. Ylin Ylan vagó melancólicamente de un lado para otro. Llevaba los pantalones y la blusa grises de los moradores de la estepa, con una chaquetilla de terciopelo negro; su calzado, negro también, era el primero en hollar las irregulares rocas grises del otero, pensó Reith... Traz estaba mirando hacia el oeste. Reith se le unió en el borde de la roca. Estudió la deprimente estepa, pero no vio nada.

—Los Chasch Verdes —dijo Traz—. Saben que estamos aquí.

Reith escrutó de nuevo la estepa, desde las negras y bajas colinas al norte hasta la bruma del sur. No pudo ver ningún asomo de movimiento, ninguna columna de polvo. Extrajo su sondascopio, un fotomultiplicador binocular, y examinó nuevamente el paisaje gris amarronado. Entonces vio los saltarines puntos negros, como pulgas.

—Están ahí fuera, sí.

Traz asintió sin gran interés. Reith sonrió, divertido como siempre por la sombría sabiduría del muchacho. Se dirigió a la plataforma.

—¿Cómo van las reparaciones?

La respuesta de Anacho fue un irritado movimiento de brazos y hombros.

—Míralo por ti mismo.

Reith se inclinó y observó la caja negra, que Anacho había abierto, dejando al descubierto una intrincada masa de pequeños componentes.

—El tiempo y la corrosión han hecho su trabajo —dijo Anacho—. Espero poder introducir metal nuevo aquí y aquí. —Señaló—. Lo cual constituye un problema importante, sin herramientas adecuadas.

—Entonces, ¿no podremos seguir el viaje esta noche?

—Quizá mañana al mediodía.

Reith dio un rodeo por la periferia del otero, una distancia de trescientos o cuatrocientos metros, y se sintió algo tranquilizado. Las paredes eran verticales por todas partes, con amontonamientos de rocas en su base, llena de grietas y oquedades. No parecía haber ningún método sencillo de escalar las paredes, y dudaba de que los Chasch Verdes se tomaran tanto trabajo por el placer trivial de masacrar a unos cuantos hombres.

El viejo sol ambarino brillaba bajo en el oeste; las sombras de Reith, Traz e Ylin Ylan se tendían largas cruzando la parte superior del otero. La muchacha dejó de contemplar hacia el este. Miró a Traz y Reith por un momento, luego, lentamente, casi de forma reluctante, cruzó la arenosa superficie y se reunió con ellos.

—¿Qué es lo que estáis mirando?

Reith señaló. Los Chasch Verdes a lomos de sus caballos saltadores eran visibles ahora a ojo desnudo: oscuras motas brincando en saltos que parecían capaces de descoyuntar los huesos.

Ylin Ylan inspiró profundamente.

—¿Vienen a por nosotros?

—Imagino que sí.

—¿Podemos luchar contra ellos? ¿Y nuestras armas?

—Tenernos los lanzaarena
[3]
en la plataforma. Si suben al otero después del anochecer pueden causar algún daño. Durante el día no necesitamos preocuparnos.

Los labios de Ylin Ylan temblaron. Cuando habló, su voz fue casi inaudible.

—Si alguna vez regreso a Cath, me ocultaré en la gruta más alejada del jardín del Jade Azul y nunca más apareceré. Si regreso alguna vez.

Reith pasó un brazo en torno a su cintura: estaba rígida y reacia.

—Por supuesto que regresarás, y reanudarás tu vida allá donde la dejaste.

—No. Puede que ya haya alguna otra Flor de Cath; habrá sido bien recibida... siempre que haya elegido otra flor distinta al Ylin Ylan para su bouquet.

El pesimismo de la muchacha desconcertó a Reith. Había soportado con estoicismo todas las pruebas anteriores; ahora, con perspectivas de regresar a casa, se había vuelto taciturna. Reith lanzó un profundo suspiro y se alejó.

Los Chasch Verdes estaban ya a menos de un par de kilómetros de distancia. Reith y Traz retrocedieron para no llamar la atención en caso de que los Chasch no se hubieran dado cuenta de su presencia allí. La esperanza se disolvió muy pronto. Los Chasch Verdes llegaron a la carrera a la base del otero, desmontaron y se quedaron contemplando la pared del farallón. Reith, mirando por encima del borde, contó cuarenta y tres criaturas. Su altura iba de los dos metros a los dos metros y medio, fornidos y de recios miembros, con escamas verde metálico parecidas a las de un pangolín. Bajo la protuberancia frontal de su cráneo sus rostros eran pequeños y, a los ojos de Reith, como el rostro de un insecto feroz visto bajo una lente de aumento. Llevaban delantales de cuero y arneses en los hombros; iban armados con espadas que, como todas las espadas de Tschai, parecían largas y poco manejables, y ésas, de dos y medio y tres metros de largo, aún más. Algunos de ellos iban armados con catapultas; Reith se echó hacia atrás para evitar alguna flecha. Miró a su alrededor en busca de rocas que dejar caer por la pared del otero, pero no encontró ninguna.

Algunos de los Chasch cabalgaron rodeando el otero, examinando sus paredes. Traz corrió a lo largo de su periferia, manteniéndolos vigilados.

Todos regresaron al grupo principal, donde se quedaron murmurando y rezongando. Reith tuvo la impresión de que no se sentían muy entusiasmados a escalar la pared del otero. Montaron el campamento, ataron sus caballos saltadores, y les metieron trozos de una sustancia oscura y pegajosa en sus pálidas fauces. Encendieron tres fuegos, sobre los que hirvieron trozos de la misma sustancia con la que habían alimentado a los caballos saltadores, y finalmente se sentaron sobre pequeños montículos en forma de sapo y devoraron alegremente el contenido de sus calderos. El sol disminuyó en intensidad tras la neblina occidental y desapareció. Un crepúsculo ocre invadió la estepa. Anacho bajó de la plataforma y observó a los Chasch Verdes.

—Zants Inferiores —murmuró—. ¿Ves las protuberancias a cada lado de sus cabezas? Así se distinguen de los Grandes Zants y las demás hordas. Ésos no revisten gran importancia.

—A mí me parecen lo bastante importantes —dijo Reith.

De pronto Traz se agitó y señaló. De una de las hendiduras entre dos prominencias rocosas apareció de pronto una alta y oscura sombra.

—¡Un Phung!

Reith miró a través del sondascopio y vio que la sombra era efectivamente un Phung. De dónde había surgido era ya otro asunto.

Tenía casi dos metros y medio de altura, y cubierto con su amplio y blando sombrero negro y su capa también negra parecía una gigantesca langosta con toga magistral.

Reith estudió su rostro, observando los lentos movimientos de las placas quitinosas en torno a la parte inferior de la cara. Miraba a los Chasch Verdes con una meditativa indiferencia mientras éstos permanecían inclinados sobre sus calderos a menos de diez metros de distancia.

—Están locos —susurró Traz con los ojos brillantes—. ¡Mira, va a hacer alguno de sus trucos! El Phung bajó sus largos y delgados brazos, alzó una roca de regular tamaño y la lanzó por el aire en una alta curva. La roca cayó entre los Chasch, golpeando a uno de ellos en su robusta espalda.

Los Chasch Verdes saltaron como movidos por resortes, mirando con ojos furiosos hacia la parte superior del otero. El Phung se mantuvo inmóvil, perdido entre las sombras. El Chasch que había sido golpeado estaba tendido boca abajo en el suelo, agitando brazos y piernas de una forma convulsivamente natatoria.

El Phung alzó hábilmente otra roca de respetables dimensiones y la lanzó alta por el aire, pero esta vez los Chasch vieron el movimiento. Lanzando chillidos de furia, agarraron sus espadas y se lanzaron contra él. El Phung dio un tranquilo paso hacia un lado; luego, con un majestuoso floreo de su capa, arrancó una espada de manos de sus enemigos y la esgrimió como si fuera un palillo para los dientes, volteándola, sajando, pinchando, cortando alocadamente con ella, al parecer sin plan ni dirección. Los Chasch se dispersaron; algunos quedaron tendidos en el suelo, y el Phung siguió saltando de un lado para otro, cortando y pinchando sin discriminación: los Chasch Verdes, el fuego, el aire, como un juguete mecánico fuera de control.

Tomando mil precauciones, los Chasch Verdes volvieron al ataque, agitando en todas direcciones sus hojas. El Phung arrojó su espada, y en un momento fue hecho trizas. La cabeza voló separada del torso y aterrizó en el suelo a tres metros de uno de los fuegos, con el blando sombrero negro aún en su sitio. Reith observó la escena a través del sondascopio. La cabeza parecía consciente y absolutamente despreocupada. Los ojos contemplaban el fuego; las placas de su boca seguían moviéndose lentamente.

—Vivirá durante días, hasta que se seque —dijo Traz con voz ronca—. Se irá endureciendo gradualmente.

Los Chasch no prestaron mayor atención a la criatura, sino que ensillaron inmediatamente sus caballos saltadores. Cargaron sus cosas, y cinco minutos más tarde se habían hundido en las sombras. La cabeza del Phung siguió rumiando ante las vacilantes llamas.

2

Durante un tiempo los tres hombres permanecieron observando la estepa desde el borde del precipicio. Traz y Anacho iniciaron una discusión acerca de la naturaleza de los Phung. Traz afirmaba que eran el producto de una unión innatural entre los Pnumekin y los cadáveres de los Pnume.

—El semen penetra en la carne en descomposición como un gusano en la madera, y finalmente rompe la piel y surge como un joven Phung, no muy diferente de un miembro calvo de las jaurías de la noche.

—¡Una idiotez absoluta, muchacho! —dijo Anacho con divertida condescendencia—. Seguramente se reproducen como los Pnume: un proceso sorprendente en sí, si lo que he oído al respecto es cierto.

Traz, no menos orgulloso que el Hombre-Dirdir, se volvió incisivo.

—¿Cómo puedes hablar con tanta seguridad? ¿Has observado el proceso? ¿Has visto a un Phung con otros de su especie, o cuidando de uno de sus pequeños? —Hizo una mueca burlona—. ¡No! ¡Siempre van solos, están demasiado locos para procrear!

Anacho agitó un dedo en un gesto irritadamente didáctico.

—Los Pnume raramente son vistos en grupos; de hecho, raramente los vemos solos tampoco. Y sin embargo se reproducen, a su manera peculiar. Las generalizaciones apresuradas suelen ser sospechosas. La verdad es que tras muchos y largos años en Tschai, seguimos sabiendo muy poco tanto de los Phung como de los Pnume.

Traz dejó escapar un gruñido inarticulado, demasiado sensato como para no aceptar lo convincente de la lógica de Anacho, demasiado orgulloso como para abandonar abyectamente su punto de vista. Y Anacho, a su vez, no hizo ningún intento de aprovechar aquella ventaja inicial. A su debido tiempo, pensó Reith, era posible que aprendieran a respetarse mutuamente.

Por la mañana Anacho volvió a trastear con el motor, mientras los otros temblaban al frío aire que soplaba del norte. Traz predijo lúgubremente lluvia, y de hecho el cielo empezó a cubrirse y la niebla descendió sobre las cimas de las colinas al norte.

Finalmente Anacho arrojó con disgusto las herramientas a un lado.

—He hecho lo que he podido. La plataforma volará, pero no hasta muy lejos.

—¿Hasta cuán lejos, según tu opinión? —preguntó Reith, dándose cuenta de que Ylin Ylan se había vuelto para escuchar—. ¿Hasta Cath?

Anacho agitó las manos, haciendo que sus dedos aletearan en una intraducibie gesticulación Dirdir.

—Imposible llegar hasta Cath por la ruta que tú habías proyectado. El motor está convirtiéndose en polvo.

Ylin Ylan miró hacia otro lado, estudió sus crispadas manos.

—Volando hacia el sur, puede que alcancemos Coad sobre el Dwan Zher —prosiguió Anacho—, y allí tomar pasaje para cruzar el Draschade. Esa ruta es más larga y más lenta... pero es concebible que por ella lleguemos hasta Cath.

—Parece que no tenemos elección —dijo Reith.

Durante un cierto tiempo siguieron hacia el sur el curso del enorme río Nabiga, viajando tan sólo a unos pocos metros por encima de la superficie, de modo que las placas repulsoras sufrieran la menor tensión posible. El Nabiga giró luego hacia el oeste, marcando el límite natural entre la Estepa Muerta y la Estepa de Amán, y la plataforma siguió hacia el sur cruzando una región inhóspita de lúgubres bosques, pantanos y marismas; y un día más tarde volvieron a la estepa. En una ocasión vieron una caravana en la distancia: una hilera de carromatos de altas ruedas y bamboleantes carrosvivienda; otra vez pasaron sobre una banda de nómadas que llevaban sobre sus hombros rojos fetiches de plumas y se lanzaron al galope por la estepa con la intención de interceptarlos, sólo para verse distanciados gradualmente.

A última hora de la tarde ascendieron dificultosamente un amontonamiento de colinas marrones y negras. La plataforma se estremeció y osciló; la caja negra emitió ominosos sonidos raspantes. Reith volaba bajo, a veces rozando incluso las copas de los negros helechos arborescentes. La plataforma se deslizó coronando la cima de las elevaciones, y tropezó de frente con un campamento de cabrioleantes criaturas vestidas con voluminosas ropas blancas, aparentemente hombres. Echaron a correr y se arrojaron al suelo, luego chillaron ultrajados y dispararon sus mosquetones contra la plataforma, cuya errante trayectoria ofrecía un blanco difícil.

Volaron durante toda la noche sobre un denso bosque, y por la mañana el paisaje seguía siendo el mismo: una prieta alfombra negra, verde y marrón cubriendo la Estepa de Amán hasta el límite de la visión, aunque Traz declaró que la estepa terminaba en las colinas, y que debajo de ellos lo que se deslizaba ahora era el Gran Bosque de Daduz. Anacho le contradijo condescendientemente y, desplegando un mapa, señaló varias indicaciones topográficas con su largo dedo blanco para demostrar su punto de vista.

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