El ciclo de Tschai (25 page)

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Authors: Jack Vance

BOOK: El ciclo de Tschai
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A sesenta kilómetros al norte estaban acampados los Chasch Verdes.

Reith regresó a la plataforma.

—Hemos hecho lo que hemos podido. Ahora... a esperar.

La expedición de Chasch Azules se acercaba a Pera, y se escindió en cuatro compañías como había hecho antes, rodeando las abandonadas ruinas. Los rayos energéticos fueron apuntados a los lugares sospechosos; los exploradores avanzaron cubiertos por las armas. Alcanzaron el primer amontonamiento de bloques de cemento y, al no recibir ningún fuego, se detuvieron para reagruparse y seleccionar nuevos objetivos.

Media hora más tarde los exploradores salían de la ciudad, conduciendo ante ellos a los pocos que, por testarudez o simple inercia, habían elegido quedarse en Pera.

Pasaron otros quince minutos mientras esas personas eran interrogadas. Hubo un periodo de indecisión mientras los líderes de los Chasch Azules discutían entre sí. Evidentemente, la ciudad vacía era algo inesperado para ellos, y planteaba un desconcertante dilema.

Las compañías que habían rodeado la ciudad regresaron a la fuerza principal; empezaron a replegarse hacia Dadiche, hoscas y desconsoladas.

Reith escrutó las extensiones al norte en busca de algún movimiento. Si era válida la teoría de la comunicación telepática entre los Chasch Verdes, si odiaban a los Chasch Azules tan furiosamente como se decía, deberían aparecer en escena en cualquier momento. Pero la estepa se extendía hacia el norte lúgubre y vacía y desprovista de movimiento.

Las fuerzas de los Chasch Azules regresaban hacia el puerto de Belbal. De los oscuros matorrales, de detrás de los troncos de los escasos árboles, de los matojos de plantas del peregrino, aparentemente de la nada, brotó una horda de Chasch Verdes. Reith no pudo concebir cómo tantos guerreros, cabalgando gigantescos caballos saltadores, habían podido llegar hasta allí sin ser detectados. Se lanzaron a la carrera contra la columna, trazando arcos de tres metros con sus espadas. Las armas pesadas de los carros no tuvieron tiempo de ser preparadas; los Chasch Verdes cargaron contra ellas, dejando un rastro de carnicería.

Reith apartó la vista, estremecido. Subió a la plataforma.

—Crucemos las montañas, volvamos con los nuestros.

La plataforma se unió a la milicia en el punto de cita previsto, un barranco a un kilómetro al sur del puerto de Belbal. La milicia empezó a descender la colina, manteniéndose a cubierto en los árboles y arbustos y matorrales. Reith se quedó en la plataforma, escrutando el cielo con el sondascopio, temeroso de las plataformas de reconocimiento de los Chasch Azules. Mientras observaba, una veintena de plataformas se alzaron de Dadiche para volar a toda velocidad hacia el este: aparentemente, refuerzos para la castigada expedición de guerra. Reith las observó desaparecer tras el puerto de Belbal. Volviendo el sondascopio hacia Dadiche, captó un destello de uniformes blancos bajo sus muros.

—Adelante —dijo a Anacho—. Es ahora o nunca.

La plataforma se deslizó hacia la puerta principal de Dadiche, acercándose más y más. Los guardias, suponiendo que la plataforma era una de las suyas, estiraron los cuellos, perplejos. Reith, tensándose, pulsó el disparador del lanzaarena delantero. El camino al interior de Dadiche estaba expedito. La milicia de Pera penetró en la ciudad.

Saltando de la plataforma, Reith envió a dos pelotones a apoderarse del depósito de naves. Otro pelotón se quedó en el portal con la mayor parte de los lanzaarenas y armas energéticas. Dos pelotones fueron enviados a patrullar la ciudad y reforzar la ocupación.

Estos últimos dos pelotones, tan feroces y despiadados como cualquier otro habitante de Tschai, se dispersaron por la medio desierta ciudad, matando a todos los Chasch Azules y Hombres-Chasch, e incluso Mujeres-Chasch, que les ofrecieran resistencia. La disciplina de dos días se evaporó rápidamente; un centenar de generaciones de resentimiento estallaron en derramamiento de sangre y masacre.

Reith, con Anacho, Traz y otros seis, condujo la plataforma hasta el Centro Técnico. Las puertas estaban cerradas; el edificio parecía vacío. La plataforma se posó junto al portal del centro; los lanzaarena derribaron las puertas. Reith, incapaz de contener su ansiedad, corrió al interior del edificio.

Allí, como la otra vez: la forma familiar de la lanzadera.

Reith se acercó, con el corazón desbocado en su pecho. El casco había sido abierto; los motores, los acumuladores, el conversor todo había sido extirpado. La nave era un cascarón vacío.

La perspectiva de encontrar la lanzadera en condiciones casi operativas había sido un sueño imposible. Reith lo había sabido desde un principio. Pero el irracional optimismo había persistido.

Ahora, el irracional optimismo y toda esperanza de regresar a la Tierra debían ser echados a un lado. La lanzadera había sido desventrada. Los motores desmantelados, el tanque de combustible abierto, el exquisito equilibrio de las fuerzas roto.

Reith se dio cuenta de que Anacho estaba de pie a su lado, hombro contra hombro.

—Esta no es una nave espacial de los Chasch Azules —dijo Anacho reflexivamente— Y tampoco es Dirdir, ni Wankh.

Reith se reclinó contra un banco de trabajo, sintiendo que todo vigor escapaba de su mente.

—Cierto.

—Está construida con gran habilidad; demuestra un diseño refinado —murmuró Anacho—. ¿Dónde fue construida?

—En la Tierra —dijo Reith.

—¿La Tierra?

—El planeta de los hombres.

Anacho se dio media vuelta, su calvo rostro de arlequín tenso y convulsionado, los axiomas de toda su existencia despedazados.

—Un concepto interesante —murmuró por encima del hombro.

Reith revisó sombríamente la nave espacial, pero no halló nada que pudiera interesarle. Finalmente regresó al exterior, donde recibió un informe del pelotón que custodiaba el portal. Los restos del ejército de los Chasch Azules habían sido avistados descendiendo la colina, en número suficiente como para sugerir que finalmente habían vencido a los Chasch Verdes.

Los pelotones que habían sido enviados a patrullar la ciudad estaban completamente fuera de control y no podían ser llamados. Dos pelotones custodiaban el campo de aterrizaje, dejando solamente un pelotón en el portal... algo más de cien hombres.

Se preparó una emboscada. El portal fue devuelto a algo parecido a la normalidad. Tres hombres disfrazados como Hombres-Chasch se apostaron en la garita.

Los restos de la expedición de guerra se acercaron al portal. No observaron nada anormal y empezaron a entrar en la ciudad. Los lanzaarena y las armas energéticas abrieron fuego; la columna desapareció. Los supervivientes estaban demasiado asombrados y desconcertados para resistirse. Unos cuantos echaron a correr alocadamente hacia los parques, perseguidos por aullantes hombres con uniformes blancos; otros se quedaron apiñados en un atontado grupo para ser pasivamente masacrados.

Las plataformas tuvieron algo más de suerte. Observando la debacle, regresaron al cielo. Los hombres de la milicia, no familiarizados con la artillería de los Chasch Azules, dispararon de la mejor manera que supieron, y más por suerte que por habilidad destruyeron cuatro plataformas. Las otras se elevaron a gran altitud, trazaron desconcertados círculos durante cinco minutos, luego partieron hacia el sur: hacia Saaba, Dkekme, Audsch.

Hubo algunos otros conatos de lucha durante todo el resto de la tarde, allá donde la milicia de Pera se encontraba con Chasch Azules que intentaban defenderse por todos los medios. El resto —viejos, mujeres, pequeños— fueron masacrados. Reith intercedió con un cierto éxito por los Hombres-Chasch y Mujeres-Chasch, salvándolos a todos excepto a los guardias de seguridad vestidos de púrpura y gris, que compartieron el destino de sus amos.

Los restantes Hombres-Chasch y Mujeres-Chasch, arrojando a un lado sus falsos cráneos, se reunieron formando una lúgubre multitud en la avenida principal.

Al atardecer, la milicia, saciada de muertes, cargada de botín y poco deseosa de merodear por la ciudad después del oscurecer, se reunió junto al portal. Se encendieron fuegos, se preparó la cena, y todos comieron.

Reith, sintiendo piedad por los miserables Hombres-Chasch, cuyo mundo se había derrumbado de una forma tan repentina, fue hacia donde estaban sentados en un melancólico grupo, con las mujeres llorando suavemente a los muertos.

Un individuo robusto se dirigió a él de forma truculenta.

—¿Qué os proponéis hacer con nosotros?

—Nada —dijo Reith—. Destruimos a los Chasch Azules porque ellos nos atacaron. Vosotros sois hombres; en tanto no nos causéis ningún daño, nosotros no os haremos ninguno.

El Hombre-Chasch lanzó un gruñido.

—Ya habéis hecho daño a muchos de nosotros.

—Porque vosotros elegisteis luchar con los Chasch en contra de los hombres, lo cual es innatural. El Hombre-Chasch frunció el ceño.

—¿Qué hay de innatural en ello? Somos Hombres-Chasch, la primera fase del gran ciclo.

—Tonterías —dijo Reith—. No sois más Chasch que ese Hombre-Dirdir que hay aquí es un Dirdir. Ambos sois hombres. Los Chasch y los Dirdir os han esclavizado, han explotado vuestras vida. ¡Ya es hora de que sepáis la verdad!

Las Mujeres-Chasch interrumpieron sus llantos, los Hombres-Chasch volvieron sus inexpresivos rostros hacia Reith.

—En lo que a mí respecta —dijo Reith—, podéis vivir como os apetezca. La ciudad de Dadiche es vuestra... hasta que regresen los Chasch Azules.

—¿Qué quieres decir con eso? —preguntó el Hombre-Chasch con voz temblorosa.

—Exactamente lo que he dicho. Mañana nosotros volveremos a Pera. Dadiche es vuestra.

—Todo esto está muy bien, pero... ¿qué ocurrirá cuando vuelvan los Chasch Azules, como seguramente harán, de Saaba, de Dkekme, del Lzizaudre?

—¡Matadlos, arrojadlos fuera! ¡Dadiche es ahora una ciudad de los hombres! Y si no creéis que los Chasch Azules os engañaban, id a mirar a la casa de los muertos junto al muro. Se os ha dicho que sois larvas, que los pequeños Chasch Azules germinan en vuestros cerebros. Id a examinar los cerebros de los Hombres-Chasch muertos. No encontraréis pequeños Chasch Azules... solamente cerebros de hombres.

»En lo que a nosotros respecta, podéis volver a vuestras casas. La única prohibición que decreto se refiere a vuestros falsos cráneos. Si los seguís llevando consideraremos que no sois hombres sino Chasch Azules, y actuaremos en consecuencia.

Reith regresó a su propio campamento; desconfiados, como si no pudieran creer en las afirmaciones de Reith, los hasta entonces Hombres-Chasch se deslizaron en la oscuridad hacia sus hogares.

—Escuché lo que dijiste —señaló Anacho a Reith—. ¡No sabes nada respecto a los Dirdir y a los Hombres Dir-dir! ¡Aunque tus teorías fueran válidas, nosotros debemos seguir siendo Hombres-Dirdir! Reconocemos la excelencia, la superlatividad; aspiramos a emular lo inefable... un ideal imposible, puesto que la Sombra nunca puede eclipsar al Sol, y los hombres nunca pueden superar a los Dirdir.

—Para ser un hombre inteligente —restalló Reith— eres extremadamente obstinado y poco imaginativo. Estoy seguro de que algún día reconocerás tu error; hasta entonces, cree lo que quieras.

13

El campamento despertó antes del amanecer. Los carros cargados con el botín partieron hacia el oeste, negros contra el sombrío cielo.

En Dadiche, los Hombres-Chasch, particularmente calvos y enanescos sin sus falsos cráneos, recogieron los cadáveres, los transportaron hasta un enorme pozo, y los enterraron. Una veintena de Chasch Azules fueron descubiertos en su escondite. Saciada ya la sed de sangre de los habitantes de Pera, fueron encerrados en una empalizada, desde donde contemplaron con asombrados ojos el ir y venir de los hombres.

Reith estaba preocupado por la posibilidad de un contraataque de las ciudades de los Chasch Azules en el sur. Anacho lo tranquilizó.

—No tienen estómago suficiente para luchar. Amenazan las ciudades Dirdir con torpedos, pero únicamente para evitar la guerra. Nunca desafían a nadie; se sienten satisfechos viviendo en sus jardines. Pueden enviar a los Hombres-Chasch a importunarnos, pero sospecho que no harán ni siquiera eso, a menos que los amenacemos directamente.

—Quizá sí. —Reith fue a soltar a los Chasch Azules cautivos—. Id a las ciudades del sur —les dijo—. Informad a los Chasch Azules de Saaba y Dkekme que si nos molestan los destruiremos.

—Es un largo camino —croaron los Chasch azules—. ¿Debemos ir a pie? ¡Danos una de las plataformas!

—¡Caminad! ¡No os debemos nada!

Los Chasch Azules partieron.

Aún no totalmente convencido de que los Chasch Azules no buscaran venganza, Reith ordenó que fueran montadas armas en las nueve plataformas capturadas en el depósito de Dadiche, y las envió a zonas ocultas entre las colinas.

Al día siguiente, en compañía de Traz, Anacho y Derl, exploró Dadiche de una forma mucho más reposada. En el Centro Técnico, examinó una vez más el cascarón de su lanzadera, pensando en el sueño de su posible reparación.

—Si dispusiera de todos los elementos de este taller —dijo—, y contara con la ayuda de una veintena de expertos técnicos, quizá fuera capaz de construir un nuevo sistema impulsor. Aunque puede que sea más práctico intentar adaptar un motor Chasch a la nave... pero entonces habría problemas de control... Mejor construir toda una nueva nave.

Derl frunció el ceño a la inmóvil lanzadera.

—¿Tan ansioso estás, pues, de abandonar Tschai? Ni siquiera has visitado aún Cath. Si lo hicieras, puede que nunca desearas partir.

—Es posible —dijo Reith—. Pero tú nunca has visitado la Tierra. Puede que si lo hicieras no desearas volver a Tschai.

—Debe ser un mundo muy extraño —murmuró la Flor de Cath—. ¿Hay mujeres hermosas en la Tierra?

—Algunas —respondió Reith—. Tomó su mano—. Pero también hay mujeres hermosas en Tschai. El nombre de una de ellas es... —y le susurró un nombre en su oído.

Enrojeciendo, ella llevó una mano a la boca de él.

—Chist. ¡Los otros podrían oírlo!

Los Wankh

Prólogo

A doscientos doce años luz de la Tierra flotan la humosa estrella amarilla Carina 4269 y su único planeta Tschai. Al acudir a investigar la fuente de unas señales de radio recibidas en la Tierra, la nave
Explorador IV
fue destruida. Su único superviviente, el explorador estelar Adam Reith, fue rescatado, maltrecho, por Traz Onmale, joven jefe de los nómadas Emblemas.

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Bookended by Heidi Belleau