El ciclo de Tschai (28 page)

Read El ciclo de Tschai Online

Authors: Jack Vance

BOOK: El ciclo de Tschai
2.17Mb size Format: txt, pdf, ePub

El cuadrado rostro de Traz se volvió testarudo y hosco.

—Éste es el Gran Bosque de Daduz: en dos ocasiones, llevando el Onmale con los Emblemas,
[4]
conduje a la tribu hasta aquí en busca de hierbas y tintes.

Anacho apartó el mapa a un lado.

—Eso no cambia nada —observó—. Estepa o bosque, tiene que ser atravesado. —Miró hacia popa cuando el motor emitió un ruido desacostumbrado—. Creo que lograremos llegar a las afueras de Coad, ni un kilómetro más, y cuando alcemos la tapa no encontraremos otra cosa que un montón de herrumbre.

—¿Pero alcanzaremos Coad? —preguntó Ylin Ylan con voz incolora.

—Eso creo. Solamente faltan trescientos kilómetros. Ylin Ylan pareció momentáneamente alegre.

—¡Qué diferente de antes —exclamó—, cuando llegué a Coad cautiva de las sacerdotisas! —El pensamiento pareció deprimirla, y quedó pensativa una vez más.

Se acercaba la noche. Coad estaba todavía a ciento cincuenta kilómetros de distancia. El bosque se había reducido a una sucesión de inmensos árboles negros y dorados, con extensiones intermedias de hierba en las que pastaban hordas de achaparrados animales de seis patas con relucientes colmillos y cuernos. Aterrizar de noche era difícilmente realizable, y a Reith no le importaba llegar a Coad a la mañana siguente, en lo cual Anacho era de la misma opinión. Detuvieron el movimiento de la plataforma, la ataron a la copa de un árbol, y flotaron sobre sus repulsores para pasar la noche.

Tras la cena, la Flor de Cath se dirigió a su cabina en la parte de atrás del salón; Traz, tras estudiar el cielo y escuchar los sonidos de los animales a sus pies, se envolvió en sus ropas y se tendió sobre uno de los divanes.

Reith se reclinó contra la barandilla observando cómo la luna rosa, Az, alcanzaba el cenit justo en el mismo momento en que la luna azul, Braz, surgía de detrás del follaje de un alto y lejano árbol.

Anacho se situó a su lado.

—Bien, ¿cuáles son tus pensamientos para mañana?

—No sé nada de Coad. Supongo que lo mejor será preguntar acerca de los medios de transporte disponibles para cruzar el Draschade.

—¿Sigues con la intención de acompañar a la mujer hasta Cath?

—Por supuesto —dijo Reith, ligeramente sorprendido.

Anacho silbó entre dientes.

—Lo único que tienes que hacer es meter a la mujer de Cath en un barco; no necesitas ir tú mismo.

—Cierto. Pero no tengo ninguna intención de quedarme en Coad.

—¿Por qué no? Es una ciudad que incluso los Hombres-Dirdir visitan de tanto en tanto. Si tienes el dinero necesario puedes comprar cualquier cosa en Coad.

—¿Incluso una espacionave?

—Difícil... Parece que persistes en tu obsesión.

Reith se echó a reír.

—Llámalo como quieras.

—Admito mi perplejidad —prosiguió Anacho—. La explicación más plausible, y la que te animo a que aceptes, es que eres un amnésico, y que te has fabricado subconscientemente una fábula para explicar tu propia existencia. La cual, por supuesto, crees fervientemente que es cierta.

—Razonable —admitió Reith.

—Pero quedan aún una o dos circunstancias extrañas —prosiguió pensativo Anacho—. Los notables artilugios que llevas contigo: tu telescopio electrónico, tu arma de energía, otros adminículos. No puedo identificar su artesanía, aunque es equivalente a la del buen equipamiento Dirdir. Supongo que debe proceder del planeta natal Wankh; ¿estoy en lo cierto?

—Siendo como soy un amnésico, ¿cómo quieres que lo sepa?

Anacho lanzó una seca risita.

—¿Y sigues con la intención de ir a Cath?

—Por supuesto. ¿Y tú, qué piensas hacer? Anacho se alzó de hombros.

—Un lugar es tan bueno como cualquier otro, desde mi punto de vista. Pero dudo que te des cuenta de lo que te espera en Cath.

—No sé nada de Cath —dijo Reith—, excepto lo que he oído. Al parecer, la gente de allá es civilizada.

Anacho se alzó nuevamente de hombros, esta vez condescendiente.

—Son Yao: una raza fervientemente adicta al ritual y a la extravagancia y propensa a los excesos de temperamento. Puede que encuentres difícil adaptarte a lo intrincado de la sociedad de Cath.

Reith frunció el ceño.

—Espero que no sea necesario. La muchacha me ha prometido la gratitud de su padre, lo cual tiene que simplificar el asunto.

—Formalmente, existirá esa gratitud. De eso estoy seguro.

—¿Formalmente? ¿No realmente?

—El hecho de que tú y la muchacha hayáis establecido un arreglo erótico constituye, por supuesto, una complicación.

Reith sonrió ácidamente.

—El «arreglo erótico» ha seguido su curso y ha desaparecido en el horizonte desde hace tiempo. —Miró hacia las cabinas—. Francamente, no comprendo a la muchacha. Parece realmente alterada por la perspectiva de regresar a su casa.

Anacho escrutó la oscuridad.

—¿Tan ingenuo eres? Evidentemente teme el momento en que deba respaldarnos a los tres ante la sociedad de Cath. Se hubiera sentido terriblemente contenta si la hubieras enviado a su casa sola.

Reith lanzó una amarga carcajada.

—En Pera cantaba una canción muy distinta. No dejaba de suplicarme que volviéramos a Cath.

—Entonces la posibilidad era remota. Ahora tiene que enfrentarse a la realidad.

—¡Pero esto es absurdo! Traz es como es. Tú eres un Hombre-Dirdir, de lo cual no tienes por qué avergonzarte...

—No hay dificultad en ninguno de estos casos —afirmó el Hombre-Dirdir con un elegante floreo de sus dedos—. Nuestros papeles son inmutables. Tu caso es diferente; y puede que fuera mejor para todos que enviases a la muchacha a su casa por su cuenta.

Reith contempló el mar de copas de árboles iluminado por la luz de las lunas. La opinión, asumiendo su validez, distaba mucho de ser lúcida, y presentaba también un dilema. Evitar Cath era renunciar a su mejor posibilidad de conseguir una nave espacial. La única alternativa entonces sería robar una, de los Dirdir, o de los Wankh, o, y esa era la perspectiva menos atrayente de todas, a los Chasch Azules: en resumen, una perspectiva capaz de ponerle a uno nervioso...

—¿Por qué tengo que ser yo menos aceptable que tú o Traz? ¿Debido al «arreglo erótico»?

—Por supuesto que no. Los Yao se preocupan más por la teoría que por la práctica. Me sorprende esa falta de discernimiento por tu parte.

—Culpa de ello a mi amnesia —dijo Reith. Anacho se alzó de hombros.

—En primer lugar, y posiblemente debido a tu «amnesia», no tienes ninguna cualidad, ningún papel, ningún lugar en el «rondó» de Cath. Como inclasificable, constituyes una distracción, un animal zizyl en medio de un salón de baile. En segundo lugar, y más importante, están tus actitudes, que no encajan con el buen tono en el Cath contemporáneo.

—¿Te refieres con ello a mi «obsesión»?

—Desgraciadamente, es algo similar a un movimiento histérico que distinguió un ciclo anterior del «rondó» —dijo Anacho—. Hace ciento cincuenta años,
[5]
una camarilla de Hombres-Dirdir fueron expulsados de las academias de Eliasir y Anismna por el crimen de promulgar fantasías. Introdujeron sus creencias en Cath, y estimularon una moda tendenciosa: la Sociedad de los Anhelantes Refluxivos, o el «culto». Sus artículos de fe desafiaban el hecho establecido. Se afirmaba que todos los hombres, Hombres-Dirdir y subhombres eran inmigrantes de un lejano planeta en la constelación de Clari: un paraíso donde las esperanzas de la humanidad se habían visto realizadas. El entusiasmo hacia el «culto» galvanizó Cath; se construyó un radiotransmisor y se proyectaron señales hacia Clari. Toda esa actividad fue detectada en algún lugar; alguien envió torpedos que devastaron Settra y Ballisidre. Normalmente se hace responsable de ello a los Dirdir, pero esto es absurdo; ¿por qué iban a tomarse todos esos problemas? Te aseguro que se hallan demasiado distanciados de todas estas cosas, se sienten demasiado poco interesados.

«Fueran quienes fuesen los agentes, el destino se cumplió. Settra y Ballisidre fueron arrasadas. El «culto» quedó desacreditado; los Hombres-Dirdir fueron expulsados; el «rondó» volvió a la ortodoxia. Incluso ahora la mención del «culto» es considerada una vulgaridad, y aquí llegamos a tu caso. A todas luces, tú has conocido y asimilado el dogma del «culto»; se manifiesta claramente en tus actitudes, tus actos, tus metas. Pareces incapaz de distinguir los hechos de la fantasía. Si me permites que te lo exponga claramente, te hallas tan desorientado en este aspecto como para sugerir que sufres desórdenes psíquicos.

Reith cerró la boca reprimiendo una alocada risa; aquello no haría más que reforzar las dudas de Anacho respecto a su cordura. Una docena de observaciones brotaron a la punta de su lengua; las refrenó. Finalmente dijo:

—Sea como sea, aprecio tu franqueza.

—No tiene importancia —dijo serenamente el Hombre-Dirdir—. Espero haber aclarado la naturaleza de las aprensiones de la muchacha.

—Sí —dijo Reith—. Como tú, ella me considera un lunático.

El Hombre-Dirdir miró la luna rosa, Az, y parpadeó.

—Mientras se mantuvo fuera del «rondó», en Pera y en los demás lugares, se permitió algunas concesiones. Pero ahora el regreso a Cath es inminente... —No dijo nada más, y se dirigió a su camastro en el salón.

Reith se dirigió al puesto de vigía de proa, bajo la gran linterna delantera. Un frío soplo de viento abofeteó su rostro; la plataforma derivaba lánguidamente atada a la copa del árbol. Del suelo llegó un furtivo crujir de pasos. Reith escuchó; se detuvieron, luego siguieron adelante y se desvanecieron bajo los árboles. Reith alzó la vista hacia el cielo donde la rosada Az y la azul Braz se perseguían. Miró hacia atrás, hacia donde dormían sus camaradas: un joven perteneciente a los nómadas Emblemas, un hombre con rostro de payaso que había evolucionado hacia una raza de desmañados alienígenas, y una hermosa muchacha Yao que le creía loco. A sus pies sonaron nuevos rumores de pisadas. Quizá sí que estuviera realmente loco...

Por la mañana Reith había recobrado su ecuanimidad, y fue capaz incluso de hallar un cierto humor grotesco en la situación. No se le había ocurrido ninguna buena razón para cambiar sus planes, y la plataforma aérea siguió su renqueante camino hacia el sur como antes. El bosque se redujo a matorrales y dejó paso a aisladas plantaciones y terrenos de pastos, cabañas, torres de vigía contra la aproximación de nómadas, algún camino ocasional lleno de rodadas. La plataforma desplegó una inestabilidad aún más acusada, con una irritante tendencia de caer de popa. A media mañana surgió ante ellos una línea de bajas colinas, y la plataforma se negó a ascender los menos de cien metros necesarios para rebasarlas. Afortunadamente apareció un paso, que la plataforma cruzó bamboleándose con menos de tres metros de margen.

Ante ellos se abrían el Dwan Zher y Coad: una compacta ciudad con apariencia de una asentada antigüedad. Las casas estaban construidas con maderos castigados por la intemperie, y mostraban enormes y picudos techos con una multitud de pronunciados gabletes, excéntricas cornisas, buhardillas y altas chimeneas. Había ancladas una docena de embarcaciones, y otras tantas estaban amarradas al otro lado del puerto, frente a la hilera de oficinas de los consignatarios. Al norte de la ciudad estaba la terminal de caravanas, junto a un largo recinto rodeado de hostelerías, tabernas y almacenes. El recinto parecía un lugar adecuado para posar la plataforma; Reith dudaba de que pudiera sostenerse en el aire otros diez kilómetros.

La plataforma cayó primero de popa; los repulsores lanzaron un tartajoso gruñido y callaron con una significativa sensación de algo definitivo.

—Bien —dijo Reith—, me alegro de que hayamos podido llegar.

El grupo tomó su escaso equipaje, desembarcó, y dejó la plataforma allá donde había aterrizado.

Al final del recinto Anacho hizo algunas indagaciones con un mercader de estiércol y recibió la indicación de que el Gran Continental era la mejor de las hostelerías de la ciudad.

Coad era una ciudad activa. A lo largo de las atestadas calles, a la luz ambarina del sol o fuera de ella, se movían hombres y mujeres de muchas clases y colores: isleños amarillos e isleños negros; comerciantes de cortezas horasianos envueltos en ropas grises; caucasoides como Traz de la Estepa de Aman; Hombres-Dirdir e híbridos de Hombres-Dirdir; sieps enanos de las laderas orientales de las Ojzanalai que tocaban música por las calles; algunos hombres blancos de planos rostros del lejano sur de Kislovan. Los nativos, o tans, eran una gente amable de zorruno rostro con anchos y relucientes pómulos, barbillas puntiagudas, pelo rojizo o castaño oscuro cortado en flequillo en las orejas y frente. Sus ropas habituales eran pantalones hasta las rodillas, chaquetillas bordadas, redondos sombreros negros en forma de tarta. Eran numerosos los palanquines, conducidos por hombres bajos y robustos con narices curiosamente largas y recio pelo negro en punta: al parecer una raza aparte. Reith no los vio dedicarse a ninguna otra ocupación. Más tarde supo que eran nativos de Grenie, en la embocadura del Dwan Zher.

Reith creyó captar el atisbo de un Dirdir en un balcón, pero no pudo estar seguro. En una ocasión Traz sujetó su brazo y le señaló a un par de delgados hombres con unos anchos pantalones negros, negras capas de cuello alto que los envolvían completamente excepto sus rostros, y blandos sombreros cilíndricos negros con anchas alas: misteriosas e intrigantes caricaturas.

—¡Pnumekin! —siseó Traz con algo en su voz entre el shock y el ultraje—. ¡Míralos! ¡Caminan entre los demás sin mirar a los lados, y sus mentes están llenas de extraños pensamientos!

Llegaron a la hostelería, un edificio de tres plantas de construcción irregular, con un café en la terraza frontal, un restaurante en una glorieta en la parte de atrás, y balcones dominando la calle. Un empleado en una ventanilla tomó su dinero y les distribuyó una serie de extravagantes llaves de hierro negro tan grandes como sus manos, dándoles las instrucciones necesarias acerca de cómo encontrar sus habitaciones.

—Hemos hecho un largo y polvoriento viaje —dijo Anacho—. Necesitamos bañarnos con ungüentos de buena calidad, ropas limpias, y luego querremos cenar.

—Será como ordenan.

Una hora más tarde, limpios y tonificados, los cuatro se reunieron en el vestíbulo de la planta baja. Allá fueron abordados por un hombre de pelo y ojos negros que exhibía un fruncido rostro melancólico. Se dirigió a ellos con voz muy suave:

Other books

Sólo tú by Sierra i Fabra, Jordi
The Black Minutes by Martín Solares
The Pause by John Larkin
Berlin at War by Roger Moorhouse
The Berlin Stories by Christopher Isherwood
Earth's Last Angel by Leon Castle
Rebellious Bride by Lizbeth Dusseau
Edward by Marcus LaGrone
Reacciona by VV.AA.