Read El ciclo de Tschai Online
Authors: Jack Vance
—¿Sois recién llegados a Coad?
Anacho, instantáneamente suspicaz, retrocedió.
—En absoluto. Somos bien conocidos aquí y no necesitamos nada.
—Represento a la Cofradía de Tomadores de Esclavos, y ésta es mi honesta opinión sobre vuestro grupo. La muchacha vale su buen dinero, el joven algo menos. Generalmente los Hombres-Dirdir se consideran carentes de valor excepto para servidumbres administrativas, para las cuales no tenemos demanda. Puede que seas calificado como un recogedor de caracoles o un cascador de nueces, lo cual no representa un gran valor. Este hombre, sea lo que sea, parece capaz de efectuar trabajos duros, por lo que puede ser vendido al precio estándar. Teniendo todo esto en cuenta, vuestro seguro será de diez sequins a la semana.
—¿Seguro contra qué? —preguntó Reith.
—Contra ser tomados como esclavos y vendidos —murmuró el agente—. Hay una intensa demanda de trabajadores competentes. ¡Pero por diez sequins a la semana —declaró triunfante— podréis pasear por las calles de Coad de noche y de día, tan seguros como si el demonio Harasthy estuviera perchado sobre vuestros hombros! En caso de que seáis secuestrados por algún comerciante no autorizado, la Cofradía ordenará instantáneamente que seáis puestos en libertad.
Reith retrocedió un paso, medio divertido, medio disgustado. Anacho dijo con su voz más nasal:
—Muéstrame tus credenciales.
—¿Credenciales? —preguntó el hombre, dejando colgar su mandíbula.
—Muéstranos un documento, una autorización, una patente. ¿Qué? ¿No tienes nada de eso? ¿Nos tomas por idiotas? ¡Lárgate inmediatamente de aquí!
El hombre se alejó hoscamente. Reith preguntó:
—¿Era realmente un fraude?
—Uno nunca sabe, pero hay que trazar una línea en alguna parte. Vamos a comer algo; después de semanas de legumbres al vapor y plantas del peregrino se me ha abierto el apetito.
Se sentaron en el comedor: de hecho una amplia glorieta al aire libre con un techo de cristal que dejaba pasar una pálida luz marfileña. Sus paredes estaban formadas por negras enredaderas; en las esquinas había helechos púrpura y azul pálido. El día era suave; el extremo de la estancia se abría a una vista sobre el Dwan Zher y a un grupo de cúmulos rizados por el viento allá en el horizonte.
El salón estaba medio lleno; quizá dos docenas de personas cenaban ante una colección de bandejas y bols de madera negra y arcilla roja, hablando en voz baja, observando a la gente de otras mesas con disimulada curiosidad. Traz miró intranquilo a uno y otro lado, con las cejas desaprobadoramente alzadas ante tanto lujo: indudablemente aquél era su primer encuentro con lo que debía parecerle una acumulación de complicado esnobismo, reflexionó Reith.
Observó que Ylin Ylan contemplaba la estancia como sorprendida por lo que veía. Casi inmediatamente desvió los ojos hacia un lado, como incómoda o azarada. Reith siguió la dirección de su mirada, pero no vio nada fuera de lo normal. Decidió no preguntarle la causa de su turbación, puesto que no deseaba recibir una fría respuesta. Y Reith sonrió incómodo. ¡Vaya situación: casi como si ella estuviera cultivando un positivo desagrado hacia él! Perfectamente comprensible, por supuesto, si la explicación de Anacho era correcta. Su desconcierto respecto a la agitación de la muchacha había sido resuelto por el sardónico Hombre-Dirdir.
—Observa al tipo de aquella mesa del fondo —murmuró Anacho—. El de la chaqueta verde y púrpura.
Reith volvió la cabeza y vio a un agraciado joven con el pelo cuidadosamente peinado y un denso bigote sorprendentemente dorado. Llevaba ropas elegantes, algo arrugadas y muy usadas: una chaqueta de suaves tiras de piel, teñidas alternativamente de verde y púrpura, pantalones de plisada tela amarilla, sujetos en las rodillas y los tobillos por broches en forma de fantásticos insectos. Ligeramente inclinado sobre su cabeza llevaba un gorro cuadrado de suave piel de pelo, orlando con pendientes de cuentas de oro de cinco centímetros de largo; un extravagante
gardenez
de filigrana de oro cubría el puente de su nariz. Anacho murmuró:
—Obsérvalo bien. Se dará cuenta de nuestra presencia. Verá a la chica.
—¿Pero quién es?
Anacho se retorció irritadamente las puntas de los dedos.
—¿Su nombre? Lo desconozco. Su status: alto, según su propia opinión al menos. Es un caballero Yao.
Reith dirigió su atención a Ylin Ylan, que estaba observando al joven caballero con el rabillo del ojo. ¡Era milagrosa la forma en que había cambiado su humor! Había recuperado su viveza, aunque obviamente se retorcía en el nerviosismo y la incertidumbre. Lanzó una breve mirada a Reith, y enrojeció al descubrir los ojos del hombre fijos en ella. Inclinó la cabeza y se apresuró a servirse los entremeses: uvas grises, galletitas, insectos marinos ahumados, escamas de helechos adobadas. Reith observó al caballero, que estaba cenando sin demasiado entusiasmo un negro pastel de semillas y un plato de escabeche, con la mirada fija en el mar. Se alzó tristemente de hombros, como descorazonado por sus propios pensamientos, y cambió de postura. Vio a la Flor de Cath, que fingía estar absorta en su comida. El caballero se inclinó hacia delante, claramente sorprendido. Saltó en pie con una tal exuberancia que casi volcó su mesa. Cruzó en tres largas zancadas el comedor y se dejó caer sobre una rodilla, con un profundo saludo que hizo que su capa barriera el rostro de Traz.
—¡Princesa del Jade Azul! Vuestro servidor Dordolio. Mi misión se ha visto cumplida.
La Flor inclinó la cabeza con la exacta dosis de contención y complacida sorpresa. Reith admiró su aplomo.
—Es agradable —murmuró la muchacha— encontrar por casualidad, en una tierra tan lejana, a un caballero de Cath.
—¡«Casualidad» no es la palabra! Soy uno de la docena de caballeros que partimos en vuestra busca, para ganar la recompensa prometida por vuestro padre y para honrar a nuestros respectivos palacios. ¡Por las barbas del Primer Diablo Pnume, ha recaído sobre mí el honor de encontraros!
—Entonces habéis estado buscando exhaustivamente, ¿no? —dijo Anacho con su voz más suave.
Dordolio se envaró, examinó rápidamente a Anacho, Reith y Traz, y efectuó tres meticulosas inclinaciones de cabeza. La Flor hizo un alegre gesto con la mano hacia ellos, como si los tres hombres fueran sus compañeros casuales en una excursión campestre.
—Mis leales escuderos: me han sido de una ayuda incalculable. De no ser por ellos, dudo que en estos momentos estuviera viva.
—En ese caso —declaró el caballero—, pueden contar para siempre con la protección de Dordolio, Oro y Cornalina. Pueden utilizar mi nombre de campaña, Alutrin Estrelladeoro. —Hizo un saludo que los incluía a los tres, luego chasqueó los dedos en dirección a la camarera—. Una silla, por favor. Cenaré en esta mesa.
La camarera trajo sin demasiadas ceremonias una silla hasta allí; Dordolio se sentó y centró su atención en la Flor.
—¿Cuáles han sido vuestras aventuras? Supongo que habrán constituido una auténtica prueba. Sin embargo, parecéis tan lozana como siempre, como si vuestras penalidades no os hubieran hecho mella.
La Flor se echó a reír.
—¿Con estas ropas de la estepa? Aún no he podido cambiarme, voy a tener que comprar docenas de cosas fundamentales antes de permitiros que me miréis.
Dordolio echó una ojeada a sus ropas grises, hizo un gesto negligente.
—No había notado nada. Sois como siempre. Pero, si lo deseáis, saldremos de compras juntos; los bazares de Coad son fascinantes.
—¡Estupendo! Habladme de vos. ¿Decís que mi padre emitió un decreto?
—Sí, y prometió una recompensa. Los más galantes respondieron. Seguimos vuestro rastro hasta Spang, donde supimos quiénes os habían secuestrado: las Sacerdotisas del Misterio Femenino. Muchos os dieron por perdida, pero yo no. ¡Mi perseverancia se ha visto recompensada! ¡Regresaremos en triunfo a Settra!
Ylin Ylan dirigió una sonrisa más bien críptica a Reith.
—Por supuesto, estoy ansiosa por volver a casa. ¡Qué suerte haberos encontrado aquí en Coad!
—Una suerte notable —dijo secamente Reith—. Hace apenas una hora que hemos llegado procedentes de Pera.
—¿Pera? No conozco ese lugar.
—Está al oeste de la Estepa Muerta. Dordolio clavó en él una opaca mirada, luego se volvió de nuevo a la Flor.
—¡Cuántas penalidades debéis haber sufrido! ¡Pero ahora estáis bajo la protección de Dordolio! Regresaremos inmediatamente a Settra.
Cenaron. Dordolio e Ylin Ylan no dejaron de hablar con gran animación. Traz, preocupado por los pocos familiares utensilios de mesa, no dejó de lanzarles hoscas miradas, como si sospechara estar haciendo el ridículo. Anacho no les prestaba atención. Reith comió en silencio. Finalmente Dordolio se echó hacia atrás en su silla.
—Ahora vayamos a lo práctico: el paquebote
Yazilissa
está amarrado en el puerto, y dentro de poco parte hacia Vervodei. Es una triste tarea tener que despedirnos de vuestros camaradas, todos ellos buena gente, estoy seguro, pero debemos disponer inmediatamente vuestro regreso a casa.
—Ocurre que todos nosotros vamos a Cath —dijo Reith con voz suave.
Dordolio clavó en él una fría mirada interrogadora, como si Reith hablara un idioma incomprensible.
Se levantó, ayudó a Ylin Ylan a ponerse en pie; los dos se dirigieron hacia la terraza más allá de la glorieta. La camarera trajo la cuenta.
—Son cinco comidas: cinco sequins, por favor.
—¿Cinco?
—El Yao comió en su mesa.
Reith sacó cinco sequins de su bolsa. Anacho lo observaba divertido.
—La presencia del Yao es, de hecho, una ventaja; no vas a llamar tanto la atención a tu llegada a Settra.
—Quizá —dijo Reith—. Por otra parte, esperaba la gratitud del padre de la muchacha. Necesito todos los amigos que pueda conseguir.
—A veces los acontecimientos despliegan una vitalidad propia —observó Anacho—. Los teólogos Dirdir hacen observaciones interesantes al respecto. Recuerdo un análisis de coincidencias... hecho, incidentalmente, no por un Dirdir sino por un Hombre-Dirdir Inmaculado...
—Mientras Anacho seguía hablando, Traz salió a la terraza para observar los tejados de Coad; Dordolio e Ylin Ylan pasaron junto a él caminando lentamente, ignorando su presencia. Hirviendo de indignación, Traz regresó junto a Reith y Anacho.
—El dandy Yao le está pidiendo que nos despida. Ella se refiere a nosotros como nómadas... «toscos pero honrados y dignos de confianza».
—No importa —dijo Reith—. Su destino no es el nuestro.
—¡Tú has hecho que prácticamente lo sea! Hubiéramos podido quedarnos tranquilamente en Pera, o dirigirnos a las Islas Afortunadas; en cambio... —alzó disgustado los brazos.
—Las cosas no están ocurriendo como yo esperaba —admitió Reith—. Sin embargo, ¿quién sabe? Puede que sea mejor así. Anacho lo cree, al menos. ¿Te importaría ir a decirle que por favor venga un instante?
Traz fue a cumplir el encargo, y regresó casi inmediatamente.
—¡Ella y el Tao han salido a comprar lo que llaman un atuendo adecuado! ¡Esto es una farsa! ¡Yo he llevado ropas de la estepa durante toda mi vida! Constituyen un atuendo adecuado y útil.
—Por supuesto —dijo Reith—. Bien, dejémosles que hagan lo que quieran. Quizá sea conveniente que nosotros cambiemos también un poco nuestra apariencia.
El bazar estaba en la zona de los muelles; allá, Reith, Anacho y Traz se procuraron nuevas ropas de material y corte menos toscos: camisas de suave y ligero lino, chaquetillas de manga corta, anchos pantalones bombachos negros, zapatos de suave piel gris.
Los muelles estaban a unos pocos pasos; se dirigieron a ellos para inspeccionar las embarcaciones, y el
Yazilissa
llamó inmediatamente su atención: un barco de tres palos de más de treinta metros de largo, con un alto castillo de popa lleno de ventanas para los pasajeros y una hilera de cabinas en el entrepuente. El muelle estaba lleno de mercancías, y los fardos y cajas eran alzados hasta cubierta y bajados a las calas.
Subieron la pasarela y encontraron al sobrecargo, quien les confirmó que el
Yazilissa alzaría
velas dentro de tres días, tocando los puertos de Grenie y Horasin, luego pondría rumbo a Pag Choda, las Islas de las Nubes, Tusa Tula y el capo Gaiz en la costa oeste de Kachan, y finalmente a Vervodei en Cath: un viaje de sesenta o setenta días.
Reith le preguntó si había pasaje, y supo que todos los camarotes de primera clase estaban reservados hasta Tusa Tula, y todas las cabinas menos una del entrepuente también. Sin embargo, había sitio ilimitado en las acomodaciones de cubierta, las cuales, según el sobrecargo, no eran demasiado incómodas excepto durante las lluvias ecuatoriales. Admitió, de todos modos, que esas lluvias eran frecuentes.
—No me gusta —dijo Reith—. Al menos desearíamos cuatro cabinas de segunda clase.
—Desgraciadamente no puedo complacerles a menos que se produzca alguna anulación, lo cual siempre es posible.
—Muy bien. Me llamo Adam Reith. Puede localizarme en el Gran Hotel Continental.
El sobrecargo le miró con sorpresa.
—¿Adam Reith? Pero si usted y su grupo están ya en la lista de pasajeros.
—Me temo que no —dijo Reith—. Acabamos de llegar a Coad esta mañana.
—Pero hace apenas una hora, quizá menos incluso, un par de Yao subieron a bordo: un caballero y una mujer noble. Hicieron reservas a nombre de «Adam Reith»; la gran suite del castillo de popa, es decir, dos camarotes con un salón privado, y pasaje de cubierta para tres. Les pedí un depósito, y me dijeron que Adam Reith vendría a bordo para pagar los pasajes, que suben dos mil trescientos sequins. ¿Es usted Adam Reith?
—Soy Adam Reith, pero no tengo ninguna intención de pagar dos mil trescientos sequins. En lo que a mí respecta, puede cancelar las reservas.
—¿Qué clase de broma es ésta? —exclamó el sobrecargo—. No me gustan las frivolidades.
—Y a mí aún me gusta menos cruzar el océano Draschade bajo la lluvia —dijo Reith—. Si tiene alguna reclamación que hacer, diríjase al Yao.
—Eso es lo mismo que perder el tiempo —gruñó el sobrecargo—. Bien, que así sea. Si se conforma usted con algo menos de lujo, pruebe en el
Vargaz:
ése de ahí al lado. Parte dentro de uno o dos días para Cath, y sin duda encontrará sitio en él.