El ciclo de Tschai (21 page)

Read El ciclo de Tschai Online

Authors: Jack Vance

BOOK: El ciclo de Tschai
10.57Mb size Format: txt, pdf, ePub

Reith descendió del techo y se detuvo un momento, pensando. Los Chasch Azules, tan sensibles a los olores; ¿no iban a ser capaces de rastrearle por su olor, como los perros? No era una teoría irrazonable, y si era así, no tenía tiempo que perder.

Encontró dos trozos cortos de madera, los ató a sus zapatos y, dando largas zancadas, se alejó cuidadosamente cruzando el jardín.

Llevaba caminados solamente cincuenta metros cuando oyó ruidos a sus espaldas, e instantáneamente se puso a cubierto. Mirando por entre los arbustos, vio que su suposición había sido no solamente exacta, sino oportuna. Junto al cobertizo aparecieron tres Hombres-Chasch, guardias de seguridad con sus uniformes púrpura y gris, con un par de Chasch Azules, uno de los cuales llevaba un detector conectado a un generador y de ahí a una máscara que cubría su orificio nasal. El Chasch Azul, paseando el detector por el suelo al extremo de su larga pértiga, olisqueaba sin dificultad las huellas de Reith. En la parte de atrás del edificio, el Chasch Azul pareció confuso, pero finalmente descubrió huellas de que Reith había subido al techo. Todos retrocedieron rápidamente, con la creencia aparente de que Reith seguía aún en el techo.

Desde su punto de observación a cincuenta metros de distancia, Reith no pudo reprimir una risita, preguntándose lo que pensarían los Chasch Azules cuando no descubrieran a Reith en el techo y no hallaran ninguna huella perceptible de su partida. Luego, aún sobre sus protecciones de madera, siguió cruzando los jardines hacia el muro.

Se acercó con grandes precauciones hacia el gran edificio y se detuvo tras un alto árbol para revisar la situación. El edificio era oscuro y de aspecto lúgubre, y aparentemente estaba desocupado. Como Reith había supuesto, el techo estaba muy cerca de la parte superior del muro.

Reith miró hacia la ciudad. Podían verse más aerodeslizadores, al menos una docena. Volaban bajos por encima de la zona que acababa de cruzar, arrastrando negros cilindros al extremo de cables: casi con toda seguridad detectores olfativos. Si uno de ellos pasaba por encima de su cabeza o a favor del viento, cualquiera que fuese el olor distintivo que exudaba Reith sería detectado. Era pues importante que se pusiera con toda rapidez a cubierto, y el sombrío edificio contra el muro parecía el único refugio práctico: si estaba desocupado.

Reith observó durante algunos minutos más. No pudo discernir ningún movimiento en su interior. Escuchó, pero no oyó ningún sonido. No se atrevía aún a acercarse. Por otra parte, mirando hacia los aerodeslizadores por encima de su hombro, se dio cuenta de que no se atrevía tampoco a quedarse. Decidiéndose, dio un tentativo paso hacia delante... luego, al oír sonidos a sus espaldas, saltó de cabeza al refugio.

Captó el resonar rítmico de un gong. Por la parte de arriba del camino se acercaba una procesión de Hombres-Chasch ataviados de gris y blanco. En medio de ella, sobre un catafalco llevado por cuatro porteadores, había un cadáver envuelto en tela blanca; detrás avanzaban una serie de Hombres-Chasch y Mujeres-Chasch gimiendo y salmodiando. El edificio era un mausoleo o una funeraria, pensó Reith; su sombrío aspecto era el adecuado.

Los golpes de gong se hicieron más espaciados. El grupo se detuvo bajo el arco de entrada del edificio. El gong enmudeció. El catafalco avanzó en medio de un absoluto silencio y fue colocado en el porche. El cortejo retrocedió y aguardó. El gong emitió una sola nota.

Una puerta se abrió lentamente, una hendidura que parecía dar paso a un vacío infinito. Un intenso rayo dorado cayó oblicuamente sobre el cadáver. Procedentes de la derecha y la izquierda aparecieron un par de Chasch Azules, llevando unos correajes ceremoniales de cintas de cuero, remaches, placas y ribetes dorados. Se acercaron al cadáver, retiraron el sudario para exponer el rostro y el falso cráneo, luego se echaron a un lado. Una cortina descendió para ocultar al difunto.

Transcurrieron unos momentos. El rayo de luz dorada se convirtió en un resplandor; hubo un repentino sonido como un lamento, como el producido por una cuerda de un arpa al romperse. La cortina se alzó. El difundo permanecía tendido como antes, pero el falso cráneo estaba hendido, y el verdadero también. Sobre el frío cerebro estaba sentado un minúsculo Chasch Azul, mirando directamente al cortejo.

El gong dejó oír once exultantes golpes; los Chasch Azules gritaron:

—¡La elevación se ha producido! ¡Un hombre ha trascendido su primera vida! ¡Compartid la beatitud! ¡Inhalad el jubilante olor! ¡El hombre, Zugel Edgz, ha entregado su alma a este delicioso pequeño! ¿Puede haber mayor felicidad? ¡A través de la diligencia, por la aplicación de los principios aprobados, la misma gloria puede llegar a todos vosotros!

—En mi primera vida yo fui el hombre Sagaza Oso... —dijo uno.

—Yo fui la mujer Diseun Furwg... —dijo el otro. Y a coro:

—...y así todos los demás. ¡Partid con alegría! El pequeño Zugel Edgz debe ser untado con el bálsamo de la salud; el vacío cuerpo humano regresará a la tierra. ¡Dentro de dos semanas podréis visitar a vuestro querido Zugel Edgz!

El cortejo, ya no triste, regresó por el sendero a los golpes rápidos del gong y se perdió de vista. El catafalco con el cadáver y el pequeño Chasch de enormes ojos se deslizó dentro del edificio. Los Chasch Azules lo siguieron, y la puerta se cerró.

Reith rió suavemente, y reprimió rápidamente su risa cuando un aerodeslizador pasó alarmantemente cerca. Arrastrándose entre el follaje, se acercó a la funeraria. No se veía a nadie, ni Chasch ni Hombre-Chasch; se deslizó hasta la parte de atrás del edificio, que casi tocaba el muro.

Casi a ras de suelo había una abertura en forma de arco. Reith se deslizó junto a ella, escuchó, oyó un ahogado rumor de maquinaria, y se estremeció ante el pensamiento del macabro trabajo que debía estarse realizando. Miró hacia la oscuridad, para ver lo que parecía ser un almacén, un lugar donde dejar los objetos desechados. A lo largo de estanterías se alineaban botes, jarras, montones de ropas viejas, una serie de polvorientos mecanismos de inimaginable finalidad. La estancia estaba descuidada, y aparentemente era usada muy poco. Reith echó una última mirada hacia el cielo y se deslizó al interior del edificio.

La habitación se comunicaba con otra a través de un amplio y bajo arco. Más allá había otra estancia, y otra, y otra, todas ellas iluminadas por una luz enfermiza procedente de paneles en el techo. Reith se contentó con ocultarse tras una estantería y aguardar.

Pasó una hora, dos horas. Reith empezó a sentirse intranquilo, y se aventuró a una cautelosa exploración. En una sala lateral encontró un tonel conteniendo falsos cráneos, cada uno de ellos con una etiqueta y una serie de caracteres. Tomó uno, se lo probó. Parecía encajar; Reith despegó y tiró la etiqueta. De un montón de ropas seleccionó una vieja capa y se la echó por encima, cerrándola bajo la barbilla. Desde una cierta distancia, y siempre que no fuera examinado muy atentamente, podía ser tomado por un Hombre-Chasch.

La luz al otro lado de las ventanas disminuyó de pronto; Reith miró y vio que el sol se había ocultado tras una capa de nubes. Los árboles adarak se agitaban sobre un fondo de luz acuosa. Reith salió, escrutó el cielo: por el momento no se veían aerodeslizadores. Buscó un árbol adecuado y empezó a trepar. La corteza era una pulpa deslizante, que hacía su proyecto más difícil de lo que había anticipado. Finalmente, pegajoso de aromática savia, sudando bajo sus hediondas ropas, alcanzó el techo de la funeraria.

Se agazapó, miró hacia Dadiche. Los aparatos volantes habían desaparecido; el cielo había adquirido una tonalidad gris amarronada con la llegada del crepúsculo.

Reith se dirigió al borde trasero del tejado, miró al otro lado del muro. La parte superior estaba a unos dos metros de distancia; plana, con unas protuberancias de treinta centímetros de largo sobresaliendo cada quince metros aproximadamente. ¿Dispositivos de alarma? Reith no podía imaginar otra finalidad. Al otro lado había una caída de ocho a diez metros, aún sujetándose con las manos al borde antes de dejarse caer. Reith consideró las posibilidades de llegar abajo sin ningún hueso roto o tendón distendido: dos sobre tres, según el suelo que hubiera debajo. Con una cuerda, el descenso no ofrecería ningún problema. En el sótano de la funeraria no había visto cuerdas, pero había gran cantidad de viejas ropas que podían ser anudadas juntas. Pero primero tenía que considerar: ¿qué ocurriría cuando alcanzara la parte superior de la pared?

Para saberlo, Reith se quitó la capa. Avanzó a lo largo del techo hasta situarse cerca de uno de los salientes, y agitó la capa hacia afuera y por encima de las protuberancias.

El resultado fue instantáneo y estremecedor. De las protuberancias a ambos lados brotaron lanzas de fuego blanco, que perforaron la capa y prendieron al momento la tela. Reith la retiró a toda prisa, pateó el fuego para apagarlo, y miró apresuradamente a uno y otro lado del muro. Indudablemente, en algún lugar se había desencadenado una alarma. ¿Debía correr el riesgo de saltar el muro, huyendo a través del terreno desnudo al otro lado? Las posibilidades, muy malas en cualquier caso, serían inexistentes si era atrapado en terreno abierto. Corrió hacia el árbol, descendió mucho más rápidamente de lo que había ascendido. Sobre la ciudad estaban apareciendo ya aerodeslizadores. Reith oyó un lejano y extraño silbido que crispó sus nervios... Corrió, con la capa azotando tras él, de vuelta bajo los árboles. Un destello de agua llamó su atención: un pequeño estanque, lleno de pálidas plantas acuáticas de color blancuzco. Arrojando a un lado su capa y su falso cráneo, Reith saltó al agua, se sumergió hasta la nariz, y aguardó.

Pasaron los minutos. Un pelotón de guardias de seguridad montados sobre motocicletas eléctricas pasó a toda velocidad. Dos aeroplaneadores arrastrando detectores olfativos cruzaron sobre su cabeza, uno a su derecha, el otro a su izquierda. Desaparecieron hacia el este; evidentemente, los Chasch Azules pensaban que había cruzado el muro, que estaba ya fuera de la ciudad. Si éste era el caso, si decidían que había escapado a las montañas, sus posibilidades se verían muy mejoradas... De pronto se dio cuenta de que algo se movía en el fondo del estanque. Parecía muscular, y avanzaba con una finalidad definida. ¿Una anguila? ¿Una serpiente de agua? ¿Un tentáculo? Saltó fuera del estanque. A tres metros de distancia, algo agitó la superficie del agua y emitió un sonido parecido a un bufido de disgusto.

Reith recogió la capa y el falso cráneo y se alejó, chorreante, de la funeraria.

Llegó a un pequeño sendero que serpenteaba entre las casitas de los Hombres-Chasch. De noche parecían cerradas, secretas, celosas de su intimidad. Las ventanas eran pequeñas, y ninguna estaba a menos de dos metros y medio del suelo. Algunas derramaban una oscilante luz amarilla, como procedente de una lámpara, lo cual sorprendió a Reith. Seguramente una raza tan capaz técnicamente como los Chasch Azules podía proveer a sus ciudades de iluminación nucleónica... Otra paradoja de Tschai.

Sus húmedas ropas no solamente le picaban sino que hedían abominablemente... una situación que servía a las mil maravillas para ocultar su propio olor, pensó Reith. Se colocó el falso cráneo sobre la cabeza, se echó la capa en torno a los hombros. Caminando lentamente y con las piernas rígidas, prosiguió hacia la puerta.

El cielo estaba oscuro; ni Az ni Braz estaban en él, y los arrabales de Dadiche conocían tan sólo la más casual de las iluminaciones. Aparecieron dos Hombres-Chasch. Reith bajó la barbilla, hundió los hombros, siguió caminando estoicamente. Los dos pasaron sin apenas dirigirle una mirada.

Algo más animado, Reith alcanzó el paseo central, con la puerta a doscientos metros de distancia. Una serie de altas lámparas arrojaban un resplandor amarillento al portal. Se veían tres guardias vestidos de púrpura y gris, pero parecían cansados y poco interesados en su cometido, y Reith reafirmó su creencia de que los Chasch Azules pensaban que había abandonado la ciudad.

Desgraciadamente, pensó, los Chasch Azules estaban equivocados.

Consideró la posibilidad de cruzar el portal a la carrera, hundiéndose al otro lado en la oscuridad. Los aerodeslizadores estarían inmediatamente tras él, junto con pelotones de guardias con motocicletas eléctricas. Y con aquellas hediondas ropas no tenía ningún lugar donde ocultarse... a menos que se librara de todas ellas y comerá desnudo por la noche.

Reith lanzó un bajo gruñido de desaprobación... Su atención fue atraída por una taberna en los sótanos de un alto edificio. De las bajas ventanas brotaba una parpadeante luz roja y amarilla, roncas conversaciones, algún ocasional estallido de estentórea risa. Aparecieron tres Hombres-Chasch, tambaleándose; Reith se volvió de espaldas y miró por la ventana a un tenebroso interior, iluminado tan sólo por el fuego de la chimenea y unas cuantas lámparas amarillentas. Una docena de Hombres-Chasch, con los rostros fruncidos y retorcidos bajo sus grotescos falsos cráneos, permanecían sentados ante jarras de gres llenas de licor, intercambiando bromas atrevidas con un pequeño grupo de Mujeres-Chasch. Esas últimas llevaban vestidos negros y verdes y adornaban sus falsos cráneos con cintas y lentejuelas. Una escena descorazonadora, pensó Reith; pero señalaba la humanidad esencial de los Hombres-Chasch. Allí estaban los ingredientes universales de la celebración: la bebida vigorizadora, las grises mujeres, la camaradería. La versión Hombres-Chasch parecía sin embargo algo más triste y apagada... Otro par de Hombres-Chasch pasaron junto a Reith sin prestarle la menor atención. Hasta ahora el disfraz había sido efectivo, aunque Reith no estaba seguro de poder pasar un examen más detenido. Caminó lentamente hacia la puerta, hasta que estuvo apenas a unos cincuenta metros de distancia. No se atrevió a acercarse más. Se ocultó en una estrecha abertura entre dos edificios y se instaló lo más cómodamente que pudo para observar la puerta.

La noche fue avanzando. El aire se volvió silencioso y frío, y Reith empezó a captar los olores de los jardines de Dadiche.

Se quedó adormilado. Cuando despertó Az había aparecido tras una línea de adaraks que parecían centinelas. Reith cambió de posición, gruñó, se masajeó el cuello, frunciendo la nariz ante el olor de sus aún húmedas ropas.

En la puerta, dos de los guardias de seguridad habían desaparecido. El tercero daba la impresión de haberse quedado dormido de pie. En las cabinas, los vigilantes contemplaban sentados, con aire aburrido, el vacío campo. Reith se acomodó como mejor pudo en su nicho.

Other books

The Sea Wolves by Christopher Golden
Her Rebel Heart by Shannon Farrington
Waiting for Godot by Samuel Beckett
Friends and Enemies by Stephen A. Bly
The Rule of Four by Ian Caldwell, Dustin Thomason
October 1964 by David Halberstam
Odysseus in the Serpent Maze by Robert J. Harris
It All Began in Monte Carlo by Elizabeth Adler