El ciclo de Tschai (61 page)

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Authors: Jack Vance

BOOK: El ciclo de Tschai
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—¿Y qué hay de los Pnumekin? ¿Los molestan los Dirdir o los Hombres-Dirdir?

—No en Sivishe. Aquí se observa una tregua. En cualquier otro lugar ellos también son destruidos, aunque raramente se dejan ver. Después de todo hay relativamente pocos Pnumekin, que son con mucho la gente más extraña y notable de Tschai... Debemos irnos antes de que atraigamos la atención de la policía de los talleres.

—Demasiado tarde —dijo Traz con voz lúgubre—. En este momento estamos siendo observados.

—¿Desde dónde?

—Detrás nuestro, camino abajo, hay dos hombres. Uno de ellos lleva una chaqueta marrón y un sombrero negro; el otro una capa azul oscuro y una capucha.

Anacho miró a lo largo de la avenida.

—No son policías... no al menos guardias de los talleres.

Los tres regresaron a la confusa mezcolanza de cemento que marcaba el centro de Sivishe. Carina 4269, brillando a través de un alto estrato de bruma, arrojaba una fría luz amarronada sobre el paisaje. Los dos hombres les siguieron descaradamente, y algo en su silencioso andar atravesó a Reith de arriba a abajo con una nota de pánico.

—¿Quiénes pueden ser? —murmuró.

—No lo sé. —Anacho lanzó una rápida mirada por encima del hombro, pero los hombres no eran más que siluetas contra la luz—. No creo que sean Hombres-Dirdir. Hemos estado en contacto con Aila Woudiver; es posible que sea vigilado. También puede que se trate de los propios hombres de Woudiver. ¿O de una pandilla criminal? Al fin y al cabo, podemos haber sido observados aterrizando en el vehículo aéreo, o llevando los sequins a las cajas fuertes... ¡Peor aún! Quizá nuestras descripciones de Maust estén circulando por ahí. Somos bastante distinguibles.

—Tenemos que descubrirlo, de una u otra forma —dijo Reith hoscamente—. Observad: la calle pasa cerca de ese edificio en ruinas.

—Un lugar adecuado.

Los tres siguieron andando hasta pasar un desmoronante amasijo de cemento; luego, una vez fuera de la vista, saltaron a un lado y aguardaron. Los dos hombres llegaron corriendo con largas y silenciosas zancadas. Cuando pasaron junto a ellos, Reith agarró a uno, Anacho y Traz al otro. Anacho y Traz soltaron su presa con una repentina exclamación. Por un instante Reith captó un curioso olor rancio, como alcanfor o leche agria. Luego una descarga eléctrica que hizo entrechocar todos sus huesos lo envió bruscamente hacia atrás. Lanzó un gruñido. Los dos hombres huyeron.

—Los vi —dijo Anacho con voz débil—. Eran Pnumekin, o quizá Gzhindra. ¿Llevaban botas? Los Pnumekin andan descalzos.

Reith salió tras la pareja, pero de alguna forma milagrosa habían desaparecido.

—¿Quiénes son los Gzhindra?

—Parias Pnumekin.

Los tres desandaron el camino por las húmedas calles de Sivishe.

Finalmente, Anacho dijo:

—Hubiera podido ser peor.

—¿Pero por qué deberían seguirnos los Pnumekin?

—Han estado siguiéndonos desde que partimos de Settra —murmuró Traz—. Y quizá desde antes.

—Los Pnume piensan de una forma extraña —dijo Anacho con voz grave—. Sus acciones raramente admiten una explicación lógica; están hechos de la misma materia que Tschai.

12

El trío se sentó en una mesa en la terraza del Albergue del Antiguo Reino, bebiendo vino suave y observando a los transeúntes de Sivishe. La música era la clave del genio de un pueblo, pensó Reith. Aquella mañana, pasando por delante de una taberna, había escuchado la música de Sivishe. La orquesta consistía en cuatro instrumentos. El primero era una caja de bronce incrustada con conos envueltos en pergamino que cuando eran frotados producían un sonido como el de una corneta ajustada al registro más bajo posible. El segundo, un tubo de madera vertical de treinta centímetros de diámetro, con doce cuerdas cruzando otras tantas rendijas, emitía resonantes y vibrantes arpegios. El tercero, una batería de cuarenta y dos tambores, contribuía con un complejo ritmo apagado. El cuarto, un cuerno de madera, berreaba, graznaba y producía también maravillosos y chillantes glissandos.

La música producida por el conjunto le pareció a Reith particularmente simple y limitada: una repetición de una melodía sencilla, interpretada con las más pequeñas variaciones. Unas cuantas personas bailaban: hombres y mujeres, cara a cara, las manos a los lados, saltando cuidadosamente sobre una pierna, luego sobre la otra. Torpe, pensó Reith. Sin embargo, al final de la canción, las parejas se separaron con expresiones de triunfo, y recomenzaron sus ejercicios tan pronto como la música volvió a sonar. A medida que pasaban los minutos, Reith empezó a captar complejidades, variaciones casi imperceptibles. Como la rancia salsa negra que ahogaba todas las comidas, la música requería un intenso esfuerzo de deglución; la apreciación y el placer debían quedar por siempre más allá del alcance de un extranjero. Quizá, pensó Reith, aquellos casi inaudibles trémolos y vacilaciones fueran el elemento del virtuosismo; quizá la gente de Sivishe
gozara
con las insinuaciones y sugerencias, ramalazos fugitivos, inflexiones casi inapreciables: su reacción a la ciudad Dirdir, tan al alcance de la mano.

Otro índice no menos importante del proceso de pensamiento de un pueblo era su religión. Los Dirdir, supo Reith por sus conversaciones con Anacho, no eran religiosos. Los Hombres-Dirdir, por el contrario, habían evolucionado una elaborada teología, basada en el mito de la creación que derivaba a Hombres y Dirdir de un mismo huevo primordial. Los subhombres de Sivishe mantenían una docena de templos distintos. Las observancias, por todo lo que Reith podía ver, seguían el esquema más o menos universal... humillación, seguida por la petición de favores, la mayor parte de las veces relativos a los resultados de las carreras del día. Algunos cultos habían refinado y complicado sus doctrinas; su doxología era una jerga metafísica lo suficientemente sutil y ambigua como para complacer incluso a la gente de Sivishe. Otros credos que servían a distintas necesidades habían simplificado de tal modo los procesos que los fieles solamente tenían que hacer el signo sagrado, echar algunos sequins en el bol del sacerdote, recibir una bendición, y podían volver a sus asuntos.

La llegada del coche negro de Woudiver interrumpió los pensamientos de Reith. Artilo, inclinándose con una sardónica sonrisa hacia ellos, hizo un gesto perentorio, luego se inmovilizó agarrado al volante mientras miraba fijamente avenida abajo.

Los tres hombres subieron al coche, que emprendió su camino a través de Sivishe. Artilo condujo en dirección sudeste, más o menos hacia los talleres espaciales. En las afueras de Sivishe, donde se extendían algunas chozas dispersas entre las llanuras de sal, un conjunto de destartalados almacenes rodeaban montones de arena, gravilla, ladrillos y marga aglomerada. El coche penetró en el recinto central y se detuvo junto a una pequeña oficina construida con ladrillos rotros y escoria negra.

Woudiver estaba de pie en el umbral. Hoy llevaba una enorme chaqueta marrón, pantalones azules y un sombrero azul. Su expresión era blanda y poco reveladora; sus párpados parecían colgar a medio camino entrecerrando sus ojos. Alzó el brazo en un gesto de comedido saludo, luego retrocedió a la penumbra de la oficina. Los tres amigos descendieron del coche y entraron tras él. Artilo les siguió, se sirvió una taza de té de una enorme tetera negra, luego, silbando irritadamente, fue a sentarse en un rincón.

Woudiver señaló un banco; el trío se sentó. Woudiver empezó a caminar arriba y abajo. Alzó su rostro hacia el techo y dijo:

—He hecho algunas indagaciones preliminares. Me temo que considero vuestro proyecto impracticable. En lo referente a un lugar para realizar el trabajo no hay ninguna dificultad... el almacén del sur a vuestras espaldas serviría admirablemente, y podríais alquilarlo por una cantidad razonable. Uno de mis asociados de mayor confianza, el ayudante del superintendente de repuestos en los talleres espaciales, afirma que los componentes necesarios están disponibles... a un cierto precio. Sin duda podríamos recuperar un casco de entre los desechados: supongo que no exigiréis un lujo desorbitado; y un equipo de técnicos competentes respondería a un sueldo lo suficientemente atractivo.

Reith empezó a sospechar que Woudiver tenía alguna idea en la cabeza.

—Entonces, ¿por qué es impracticable el proyecto? Woudiver sonrió con una inocente simplicidad.

—Para mí, el beneficio es inadecuado a los riesgos que implica todo el asunto.

Reith asintió, sombrío, y se puso en pie.

—Lamento haber ocupado tanto de tu tiempo. Muchas gracias por la información.

—No tiene importancia —dijo Woudiver amablemente—. Os deseo toda clase de suerte en vuestra empresa. Quizá, cuando regreséis con vuestro tesoro, desees construirte un espléndido palacio; entonces espero que te acuerdes de mí.

—Es posible —dijo Reith—. Así pues...

Woudiver no parecía tener mucha prisa en dejarles marchar. Se acomodó en una silla con un untuoso gruñido.

—Otro querido amigo mío trata en gemas. Convertirá eficientemente vuestro tesoro en sequins, si el tesoro está constituido por gemas, como supongo. ¿No? ¿Metales raros entonces? ¿No? ¡Aja! ¿Esencias preciosas?

—Puede ser cualquier cosa de ésas, o ninguna —dijo Reith—. Creo que, en el actual estado de las cosas, es mejor dejarlo indefinido.

Woudiver crispó su rostro en una máscara de contrariedad.

—¡Precisamente es esta indefinición la que me hace dudar! Si supiera mejor lo que puedo esperar...

—Quienquiera que me ayude —dijo Reith—, o quienquiera que me acompañe, puede esperar la riqueza. Woudiver frunció los labios.

—¿De modo que debo unirme a esa expedición pirata a fin de compartir el botín?

—Pagaré un porcentaje razonable antes de que nos marchemos. Si vienes con nosotros —Reith alzó los ojos al techo ante aquel pensamiento—, o cuando volvamos, recibirás más.

—¿Cuánto más, exactamente?

—No sabría decirlo. Sospechas que soy un irresponsable. Pero no resultarás decepcionado.

Desde el rincón, Artilo croó su escepticismo; Woudiver lo ignoró. Habló con gran dignidad:

—Como hombre práctico que soy, no puedo actuar sobre especulaciones. Necesitaría una garantía de diez mil sequins. —Hinchó sus mejillas y miró directamente a Reith—. A la recepción de esta suma, ejercería inmediatamente mi influencia para poner en marcha tus planes.

—Todo esto me parece muy bien —dijo Reith—. Pero supongamos, y sé que es una suposición ridicula, que, en vez de un hombre de honor, seas un estafador, un bribón, un aprovechado. Puedes tomar mi dinero, luego encontrar el proyecto irrealizable por una razón u otra, y yo no ser reembolsado. En consecuencia, solamente puedo pagar sobre trabajo realmente realizado.

Un espasmo de irritación cruzó el rostro de Woudiver, pero su voz era la suavidad personificada:

—Entonces págame el alquiler de ese almacén de ahí atrás. Su localización es estupenda: discreto, cerca de los talleres espaciales, con todas las ventajas. Además puedo conseguir un viejo casco de desecho, supuestamente para convertirlo en un contenedor de almacenaje. Te cobraré solamente un alquiler nominal, diez mil sequins al año, pagaderos por anticipado.

Reith asintió juiciosamente.

—Una proposición interesante. Pero puesto que no vamos a necesitar el lugar más que durante unos pocos meses, ¿por qué vamos a molestarte? Podemos alquilar algo más barato en cualquier otro lugar, incluso con mejores condiciones.

Woudiver entrecerró los ojos; los pliegues de piel que rodeaban su boca temblaron.

—Negociemos abiertamente —dijo—. Nuestros intereses van parejos, siempre que yo gane sequins. No pienso regatear. O pagas buen dinero, o nuestro negocio termina aquí.

—Muy bien —dijo Reith—. Utilizaremos tu almacén, y te pagaré mil sequins por el alquiler de tres meses a partir del día en que un casco adecuado entre por la puerta y un equipo empiece a trabajar en él.

—Hummm. Eso podría ser mañana.

—¡Excelente!

—Necesitaré fondos para pagar el casco. Lo puedo conseguir a precio de metal viejo, pero hay que pagar también el transporte.

—Muy bien. Aquí tienes mil sequins. —Reith contó la suma sobre el escritorio.

Woudiver dio una palmada con su enorme mano.

—¡Insuficiente! ¡Inadecuado! ¡Mezquino!

—Evidentemente no confías en mí —dijo Reith secamente—. Esto no me predispone a confiar yo en ti. Pero tú no arriesgas más que una o dos horas de tu tiempo, mientras que yo arriesgo miles de sequins.

Woudiver se volvió hacia Artilo.

—¿Qué harías tú?

—Salirme de esto.

Woudiver se volvió hacia Reith, abrió los brazos.

—Ya has oído.

Reith recogió los mil sequins.

—Buenos días entonces. Es un placer haberte conocido.

Ni Woudiver ni Artilo se movieron.

El trío regresó al hotel con el transporte público.

Un día más tarde apareció Artilo en el Albergue del Antiguo Reino.

—Aila Woudiver quiere verte.

—¿Para qué?

—Te ha conseguido un casco. Está en el viejo almacén. Un equipo está limpiándolo y acondicionándolo. Quiere dinero. ¿Qué otra cosa puede ser?

13

El casco era satisfactorio y de dimensiones adecuadas. El metal se hallaba en buen estado. Las portillas de observación estaban empañadas y sucias, pero bien asentadas y herméticas.

Woudiver permaneció a un lado mientras Reith inspeccionaba el casco, con una expresión de altanera tolerancia en su rostro. Al parecer, cada día llevaba un nuevo y más extravagante atuendo, hoy un traje negro y amarillo y un sombrero negro con un penacho escarlata. El broche que aseguraba su capa era un óvalo plata y negro, partido a lo largo de su eje menor. De un extremo emergía la estilizada cabeza de un Dirdir, del otro la cabeza de un hombre. Woudiver, captando la mirada de Reith, asintió profundamente.

—Nunca lo sospecharías por mi físico, pero mi padre fue un Inmaculado.

—¿De veras? ¿Y tu madre? La boca de Woudiver se crispó.

—Una mujer noble del norte.

—Una criada de taberna de Thang, con sangre de las marismas en las venas —dijo Artilo desde la compuerta de entrada.

Woudiver suspiró.

—En presencia de Artilo toda ilusión romántica es imposible. En cualquier caso, de no ser por la interposición accidental de un seno incorrecto, ante ti estaría Aila Woudiver, Hombre-Dirdir Inmaculado de Grado Violeta, en vez de Aila Woudiver, tratante en arenas y gravas y galante defensor de las causas perdidas.

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