El ciclo de Tschai (58 page)

Read El ciclo de Tschai Online

Authors: Jack Vance

BOOK: El ciclo de Tschai
12.63Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Mañana debemos estar fuera de Maust —dijo Anacho—. Si ahora no somos hombres marcados, lo seremos dentro de muy poco. —Salió, y al cabo de un rato regresó con pan, carne y vino.

Comieron y bebieron; luego Anacho comprobó las barras y los cerrojos.

—¿Quién sabe lo que se cuece en estos viejos edificios? Un cuchillo en la oscuridad, un leve sonido, y ¿quién es el listo que puede acusar a Issam el Thang?

Tras comprobar de nuevo los cerrojos, los tres se dispusieron a dormir. Anacho, tras declarar que se despertaba muy fácilmente, colocó los sequins entre él y la pared. Las luces fueron apagadas excepto una débil lamparilla de vela. Unos minutos más tarde Anacho se deslizó silenciosamente cruzando la habitación hasta la cama de Reith.

—Sospecho que hay mirillas espía y tubos para escuchar —susurró—. Toma tú los sequins. Ponlos a tu lado. Permanezcamos en silencio y observemos durante un tiempo.

Reith se obligó a permanecer alerta. Pero el cansancio lo venció; sus ojos se cerraron. Se quedó dormido.

Pasó el tiempo. Reith fue despertado por un codazo de Anacho; se alzó con una pequeña exclamación de culpabilidad.

—Tranquilo —dijo Anacho con el asomo de un susurro—. Mira ahí.

Reith escrutó la oscuridad. Un roce, un movimiento en las sombras, una forma oscura... de pronto se encendió una luz. Traz permanecía de pie, agazapado y alerta, los brazos ocultos en la sombra de su cuerpo.

Los dos hombres junto a la cama de Anacho se volvieron para hacer frente a la luz, los rostros pálidos y sorprendidos. Uno era Issam el Thang; el otro era el robusto sirviente, con las enormes manos aún tendidas hacia el cuello de Anacho, presumiblemente dormido en su cama. El sirviente emitió un curioso susurro de excitación y saltó cruzando la estancia, las manos dispuestas a agarrar. Traz disparó su catapulta contra el contorsionado rostro. El hombre cayó en silencio, hundiéndose en el olvido sin aprensión ni pesar. Issam saltó hacia una abertura en la pared. Reith lo derribó al suelo. Issam luchó desesperadamente; pese a su aparente debilidad y delicadeza, era tan fuerte y rápido como una serpiente. Reith lo inmovilizó con una presa de su brazo y lo obligó a ponerse en pie de un tirón, chillando de dolor.

Anacho pasó una cuerda en torno al cuello de Issam y se preparó a apretar el nudo. Reith hizo una mueca pero no protestó. Aquella era la justicia de Maust; era lógico que allí, a la luz de la lámpara, Issam recibiera lo que se merecía.

—¡No! —exclamó fervientemente Issam—. ¡Sólo soy un miserable Thang! ¡No me matéis! ¡Os ayudaré, lo juro! ¡Os ayudaré a escapar!

—Espera —dijo Reith a Anacho. Y a Issam—: ¿Qué quiere decir con ayudarnos a escapar? ¿Estamos en peligro?

—Sí, por supuesto. ¿Qué esperabais?

—Háblame de este peligro.

Aprovechando el respiro, Issam se puso en pie, liberándose indignado de las manos de Anacho.

—La información es valiosa. ¿Cuánto vais a pagar? Reith asintió con la cabeza a Anacho.

—Adelante.

Issam lanzó un gemido capaz de partir el corazón.

—¡No, no! Mi vida a cambio de vuestras tres vidas... ¿no es eso suficiente?

—Siempre que sea cierto.

—Es cierto. Os lo juro; quitadme esa cuerda.

—No hasta que sepamos qué tipo de trato estamos haciendo.

Issam miró uno tras otro a los tres, y no vio nada que lo animara.

—Bien, me ha llegado una información secreta. Los Dirdir se hallan en un estado de furia espumeante. Alguien ha destruido un número increíble de partidas de caza y robado su botín... tanto como dosientos mil sequins o más. Hay agentes especiales por todas partes... aquí y en toda la ciudad. Cualquiera que ofrezca alguna información será generosamente recompensado. Si vosotros sois las personas del caso, como sospecho, nunca abandonaréis Maust excepto aherrojados... a menos que yo os ayude.

—¿Ayudarnos cómo? —preguntó Reith con cautela.

—Puedo salvaros y os salvaré... por un precio.

Rith hizo un gesto a Anacho, que dio un brusco tirón a la cuerda. Issam jadeó en busca de aire, y sus ojos se desorbitaron a la luz de la lámpara. El nudo se aflojó. Issam inspiró profundamente.

—Mi vida por la vuestra, ése es nuestro trato.

—Entonces no vuelvas a hablar de «precio». Es inútil decirlo, pero no intentes traicionarnos.

—¡Nunca, nunca! —croó Issam—. ¡Viviré o moriré con vosotros! ¡Vuestra vida es mi vida! Ahora tenemos que irnos. Mañana será demasiado tarde.

—¿Irnos ahora? ¿A pie?

—Puede que no sea necesario. Preparaos. ¿Contienen realmente sequins todas estas bolsas?

—Escarlatas y púrpuras —dijo Anacho con sádico regocijo—. Si deseas conseguir lo mismo, ve a la Zona y mata unos cuantos Dirdir.

Issam se estremeció.

—¿Estáis listos? —Aguardó impaciente mientras el trío se vestía. Un repentino pensamiento le hizo arrodillarse junto al cadáver del sirviente, y cloqueó satisfecho ante el puñado de blancos y cremas que encontró en su bolsillo.

Los tres amigos estaban ya preparados. Pese a las protestas de Issam, Anacho mantuvo la cuerda en torno a su cuello.

—Es para que no interpretes mal nuestras intenciones.

—¿Debo verme siempre maldecido por asociados suspicaces?

La avenida principal de Maust vibraba con movimiento, multitud de rostros, luces de colores; de las tabernas brotaba una música que era como un lamento, ebrios estallidos de risa, algún ocasional grito furioso. Issam los llevó por furtivos atajos y oscuros rodeos hasta un establo en la parte norte de la ciudad, donde un ceñudo encargado respondió finalmente a las llamadas de Issam. Cinco minutos de furioso regateo dieron como resultado el ensillado de cuatro caballos saltadores; diez minutos más tarde, mientras las lunas Az y Braz aparecían simultáneamente por el cielo oriental, Reith, Anacho, Traz e Issam emprendieron el camino al norte a lomos de famélicos caballos blancos de Kachan, dejando Maust a sus espaldas.

Cabalgaron durante toda la noche, y al amanecer entraron en Khorai. El humo que brotaba de las chimeneas de hierro derivaba hacia el norte por encima del Primer Mar, que por algún efecto de luz parecía tan negro como un mar de brea, con el cielo septentrional color ciruela de fondo.

Cruzaron Khorai hasta el muelle, donde desmontaron. Issam, exhibiendo la más modesta de las sonrisas, hizo una inclinación de cabeza hacia Reith, con las manos cruzadas tras su túnica rojo oscuro.

—He cumplido con mi misión; mis amigos han sido llevados sanos y salvos hasta Khorai.

—Unos amigos a los que pensabas estrangular apenas hace unas horas.

La sonrisa de Issam se hizo trémula.

—¡Eso fue en Maust! Ese comportamiento en Maust debe ser tolerado.

—Por lo que a mí se refiere, puedes volver allí. Issam hizo de nuevo una profunda inclinación.

—¡Que Sagorio el de las nueve cabezas mutile a vuestros enemigos! ¡Adiós! —Tomó las riendas de los pálidos caballos saltadores y cruzó nuevamente Khorai, y desapareció hacia el sur.

El vehículo aéreo permanecía posado allá donde lo habían dejado. Mientras subían a bordo, el capitán del puerto les contempló con una burlona sonrisa saturnina, pero no hizo ningún comentario. Recordando la truculencia de los Khor, los tres hombres hicieron todo lo posible por ignorar su presencia.

El aparato se elevó en el cielo matutino y trazó una curva siguiendo la orilla del Primer Mar. Así se inició la primera etapa del viaje a Sivishe.

8

El vehículo aéreo voló hacia el oeste. Al sur se extendía un vasto y polvoriento desierto; al norte estaba el Primer Mar. Debajo y delante de ellos las lodosas llanuras se alternaban con promontorios de arenisca en una monótona sucesión, una tras otra, hasta el brumoso límite de la visión.

Traz durmió con el sueño del completo agotamiento. Anacho, por el contrario, permanecía sentado fresco y despreocupado, como si las preocupaciones y las emergencias fueran algo ajeno a su experiencia. Reith, aunque se sentía vencido por la fatiga, no podía apartar su vista de la pantalla del radar excepto para escrutar el cielo. La actitud despreocupada de Anacho se hizo finalmente exasperante. Reith lo miró furioso con ojos enrojecidos y dijo con voz dura:

—Para ser un fugitivo muestras una sorprendente falta de aprensión. Admiro tu presencia de ánimo. Anacho hizo un gesto vago.

—Lo que tú llamas compostura es una fe infantil. Me he vuelto supersticioso. Considera: hemos entrado en los Carabas, matado a docenas de miembros de la Primera Gente y arrebatado sus sequins. De modo que, ahora, ¿cómo puedo tomarme en serio la perspectiva de una intercepción casual?

—Tu fe es más grande que la mía —gruñó Reith—.

Imagino que todas las fuerzas de los Dirdir se hallan ahora registrando los cielos en nuestra busca. Anacho dejó escapar una risa indulgente.

—¡Ésa no es la forma de actuar de los Dirdir! Tú proyectas tus propias concepciones a la mente Dirdir. Recuérdalo, ellos no consideran la organización como un fin en sí; éste es un atributo humano. El Dirdir existe solamente en sí mismo, una criatura responsable solamente de su propio orgullo. Coopera con sus semejantes cuando la perspectiva le interesa.

Reith agitó escéptico la cabeza, y volvió a estudiar la pantalla del radar.

—Tiene que haber algo más que eso. ¿Cómo se mantiene su sociedad? ¿Como pueden realizar los Dirdir proyectos a largo plazo?

—Muy sencillo. Un Dirdir es muy parecido a otro; son fuerzas raciales las que los empujan a todos juntos. En un estado de gran dilución, los subhombres conocen esas fuerzas como «tradición», «supremacía de casta», «voluntad de superación»; en la sociedad Dirdir se convierten en compulsiones. El individuo se halla ligado a las costumbres de la raza. Si un Dirdir necesita ayuda, sólo tiene que gritar
hs'ai hs'ai, hs'ai,
y es ayudado. Si un Dirdir se siente engañado, grita
dr'ssa dr'ssa, dr'ssa,
y pide arbitraje. Si el arbitraje no le resulta convincente puede desafiar al arbitrador, que normalmente es una Excelencia; si derrota al arbitrador, se considera reivindicado. La mayor parte de las veces el derrotado es él; le son arrancadas sus refulgencias y se convierte en un paria... Hay pocos desafíos en los arbitrajes.

—Bajo tales condiciones, la sociedad debe ser altamente conservadora.

—Éste es el caso, hasta que surge la necesidad de un cambio, y entonces el Dirdir se dedica al problema con «voluntad de superación». Es capaz de pensamientos creativos; su cerebro es adaptable y despierto; no gasta energías en manierismos. La sexualidad múltiple y los «secretos» son por supuesto una distracción, pero del mismo modo que la caza son una fuente de pasiones violentas más allá de la comprensión humana.

—Dejando todo esto a un lado, ¿por qué deberían abandonar tan fácilmente nuestra búsqueda?

—¿No resulta claro? —preguntó irritadamente Anacho—. ¿Cómo pueden sospechar los Dirdir que estamos volando en uno de sus vehículos aéreos hacia Sivishe? Nada identifica a los hombres buscados en Smargash con los hombres que destruyeron a esos Dirdir en los Carabas. Quizá a su debido tiempo se establezca alguna conexión si, por ejemplo, Issam el Thang es interrogado. Hasta entonces ignoran totalmente que disponemos de un aparato aéreo. Así que, ¿por qué poner en marcha las pantallas rastreadoras?

—Espero que tengas razón —dijo Reith.

—Veremos. Mientras tanto... estamos vivos. Volamos confortablemente en un vehículo aéreo. Llevamos con nosotros más de doscientos mil sequins. Mira ahí delante: ¡el cabo Braize! Más allá está el Schanizade. Ahora alteraremos el rumbo y descenderemos hasta Haulk desde arriba. ¿Quién reparará en un simple aparato aéreo como el nuestro entre un centenar? En Sivishe nos mezclaremos con la multitud, mientras los Dirdir nos buscan al otro lado del Zhaarken, o en Jalkh, o en la tundra del Hunghus.

Quince kilómetros discurrieron bajo el aparato, mientras Reith meditaba sobre el alma de la raza Dirdir. Preguntó:

—Supongamos que tú y yo nos viéramos en problemas y gritáramos
dr'ssa dr'ssa, dr'ssa.

—Ese es el grito para arbitraje. El grito pidiendo ayuda es
hs'ai hs'ai, hs'ai.

—Muy bien, entonces
hs'ai hs'ai, hs'ai.
¿Se sentirían impelidos a ayudarnos los Dirdir?

—Sí, por la fuerza de la tradición. Esto es automático, un acto reflejo: el tejido conectivo que une entre sí a los miembros de una raza por otro lado salvaje y mercurial.

Dos horas antes del anochecer se presentó una tormenta procedente del Schanizade. Carina 4269 se convirtió en un espectro amarronado, luego desapareció cuando el cielo se vio cubierto de negras nubes. Una espuma parecida a la de la cerveza barrió la playa, cerca de los troncos de los negros dendrones que delimitaban la costa. Las frondas altas se agitaban sacudidas por las ráfagas de viento, dejando ver sus satinados enveses grises, mientras agitantes diseños cruzaban sus negros haces.

El vehículo aéreo siguió su camino hacia el sur a través de un crepúsculo ocre oscuro, luego, con el último resplandor de luz, aterrizó al amparo del viento junto a una prominencia basáltica. Los tres hombres, acurrucados en sus asientos e ignorando el olor a Dirdir, durmieron mientras la tormenta silbaba por entre las rocas.

El amanecer trajo consigo una extraña luminosidad, como de luz brillando a través del cristal amarronado de una botella. No había comida ni bebida en el aparato, pero la hierba del peregrino crecía por los alrededores, y no muy lejos había un riachuelo. Traz avanzó lentamente por la orilla, torciendo el cuello para mirar más allá de los reflejos del agua. De pronto se detuvo en seco, se inclinó, se metió en el agua, y poco después emergía sujetando una criatura amarilla, toda ella agitantes tentáculos y patas articuladas, que él y Anacho devoraron cruda. Reith comió impasible hierba del peregrino.

Una vez terminada la comida se tendieron junto al aparato, calentándose a la luz color miel del sol y gozando de la calma matutina.

—Mañana llegaremos a Sivishe —dijo Anacho—. Nuestra vida cambia una vez más. Ya no somos ladrones y desesperados, sino hombres de recursos, o al menos eso debemos aparentar.

—Muy bien —dijo Reith—. ¿Y después qué?

—Debemos ser sutiles. No podemos dirigirnos simplemente a los talleres espaciales con nuestro dinero.

—Es lógico —admitió Reith—. En Tschai, cualquier cosa que parezca razonable resulta ser un error.

Other books

Afternoon Delight by Anne Calhoun
Power Play by Eric Walters
Dakota Home by Debbie Macomber
Second Chance with Love by Hart, Alana, Philips, Ruth Tyler
La colonia perdida by John Scalzi
Assassin's Kiss by Monroe, Kate
Breaking His Rules by Sue Lyndon
Frozen Solid: A Novel by James Tabor
Santa María de las flores negras by Hernán Rivera Letelier