Read El ciclo de Tschai Online
Authors: Jack Vance
La muchacha permaneció impasible ante la ironía de Reith.
—Cuéntame cómo viven los Gzhindra.
—Los vi al acecho en las tierras yermas junto a mi almacén. Inyectaron gas narcótico en la habitación donde dormía. Desperté en un saco. Me bajaron por un pozo. Eso es todo lo que sé de los Gzhindra. Supongo que hay formas mejores de vivir.
Zap 210, como Reith pensaba ahora en ella, mostró su desaprobación.
—Son personas después de todo, y no cosas salvajes.
Reith no tenía ningún comentario que hacer. La inocencia de la muchacha era tan enorme que cualquier información no haría más que ocasionarle shock y confusión.
—Encontrarás muchos tipos de gente en la superficie.
—Es muy extraño —dijo la muchacha con una voz vaga y suave—. De pronto, todo ha cambiado. —Allí sentada, miró fijamente a la oscuridad—. Los demás van a preguntarse dónde he ido. Alguien tendrá que hacer mi trabajo.
—¿Cuál era tu trabajo?
—Instruía a los niños en decoro.
—¿Y en tu tiempo libre?
—Hacía crecer cristales en la nueva Cordillera Cuatro Oriental.
—¿Hablabas con tus amigos?
—A veces, en el dormitorio.
—¿Tenías amigos entre los hombres?
Las negras cejas se alzaron en desagrado bajo la sombra de la ancha ala del sombrero.
—No es decoroso hablar a los hombres.
—¿Estar sentada aquí conmigo no es decoroso?
Ella no dijo nada. Probablemente la idea no se le había ocurrido todavía, pensó Reith; ahora iba a considerarse una mujer caída en desgracia.
—En la superficie —dijo rápidamente— la vida es muy distinta, y comprobarás que de hecho a veces resulta muy poco decorosa. Suponiendo que sobrevivamos para alcanzar la superficie.
Extrajo el portafolios azul. Como por reflejo, Zap 210 se echó hacia atrás. Reith no le prestó atención. Entrecerrando los ojos a la débil luz, estudió la maraña de líneas coloreadas. Apoyó tentativamente un dedo sobre un lugar.
—Tengo la impresión de que ahora estamos aquí.
No hubo respuesta por parte de Zap 210. Reith, dolorido, nervioso y exhausto, empezó a reprenderla por su desinterés, luego contuvo su lengua. Ella no estaba allí por voluntad propia, se recordó; no merecía ni censura ni resentimiento; por sus acciones, él se había hecho responsable de ella. Reith lanzó un gruñido de irritación. Inspiró profundamente y dijo, con su voz más educada:
—Si recuerdo correctamente, este pasadizo conduce por aquí —señaló—, y va a desembocar en esta avenida rosa. ¿Estoy en lo cierto?
Zap 210 miró el mapa de reojo.
—Sí. Éste es un camino muy secreto. Observa que conecta Athan con Zaltra; de otro modo uno tiene que dar una vuelta, por el Cruce de Fei'erj. —Se acercó reluctante, y acercó su dedo a un par de centímetros del terciopelo—. Esta señal gris es donde queremos ir: el muelle de carga, y el final de la arteria de suministros. Por Fei'erj sería imposible, puesto que el camino atraviesa los dormitorios y las zonas metalúrgicas.
Reith contempló pensativo los pequeños círculos rojos que marcaban las salidas.
—Parecen tan cercanas, tan fáciles de alcanzar.
—Por supuesto, estarán vigiladas.
—¿Qué es esta larga línea negra?
—Es el canal de carga, y es la mejor ruta para alejarse de la Zona de Pagaz.
—¿Y este punto brillante verde?
Miró, a inspiró rápidamente.
—Es el camino a Posteridad: ¡un secreto de Clase Veinte! —Volvió a sentarse y sujetó su barbilla contra sus rodillas. Reith volvió a los mapas. Captó la mirada de la muchacha y alzó la vista, para descubrirla estudiándolo intensamente. Ella se humedeció sus incoloros labios—. ¿Por qué eres tan importante? —preguntó bruscamente.
—La verdad es que lo desconozco por completo. —Lo cual no era enteramente cierto.
—Te quieren para Posteridad. ¿Eres de alguna extraña raza?
—En un cierto sentido —dijo Reith. Se puso penosamente en pie—. ¿Estás lista? Será mejor que sigamos.
Ella se puso en pie sin más comentario, y siguieron adelante por el penumbroso corredor. Caminaron más de un kilómetro y llegaron a una pared blanca con una puerta negra de hierro en el centro. Zap 210 aplicó el ojo a la mirilla.
—Está pasando un carro... hay personas cerca. —Volvió la vista a Reith—. Mantén la cabeza baja —dijo con voz crítica—. Baja el ala del sombrero. Camina tranquilo, con los pies apuntando directamente al frente. —Volvió a la mirilla. Su mano avanzó hacia la manija de la puerta. Apretó, y la puerta se abrió—. Aprisa, antes de que nos vean.
Parpadeando, furtivos, entraron en un amplio corredor en arco. Las paredes de pegmatita estaban incrustadas con enormes turmalinas que, excitadas a la fluorescencia por medios desconocidos, resplandecían azules y rosas.
Zap 210 echó a andar por el corredor; Reith la siguió a una discreta distancia. Cincuenta metros más adelante, un carro de formas bajas cargado de sacos avanzaba sobre gruesas ruedas negras. Desde algún lugar tras ellos les llegó el sonido de martillos golpeando el metal y un ruido como de roce, cuya fuente Reith nunca llegó a saber.
Durante diez minutos avanzaron por el corredor. En cuatro ocasiones se cruzaron con Pnumekin, que volvieron hacia otro lado los rostros ensombrecidos por sus sombreros, mientras sus pensamientos exploraban áreas más allá de la imaginación de Reith.
La pegmatita pulida cambió bruscamente a negra hornablenda, estriada de cuarzo blanco que parecía resplandecer dando la impresión de venas sobre la negra matriz, el producto final de ignorados siglos de trabajo. Muy lejos, allá delante, el pasadizo se reducía a un diminuto semióvalo negro, que volvía luego a ampliarse en grados insensibles. Más allá estaba la negrura absoluta.
La abertura se expandió y les rodeó; llegaron a una plataforma que dominaba un vacío tan negro y enorme que hacía pensar en el espacio. A cincuenta metros a la derecha una barcaza, amarrada al muelle, parecía flotar en medio del aire; Reith comprendió entonces que el vacío negro era la superficie de un lago subterráneo.
Media docena de Pnumekin trabajaban calmadamente en el muelle, cargando la barcaza con balas.
Zap 210 se deslizó hacia una bolsa de sombra a un lado. Reith se le unió, demasiado cerca para el gusto de ella; se apartó unos reluctantes centímetros.
—¿Y ahora qué? —preguntó Reith.
—Sígueme a bordo de la barcaza. No digas nada a nadie.
—¿Nadie pondrá objeciones? ¿No van a echarnos?
La muchacha le lanzó una inexpresiva mirada.
—Hay personas que viajan en las barcazas. Así es como conocen los túneles lejanos.
—Ah —dijo Reith—. El ansia Pnumekin de horizontes lejanos: ver otros túneles.
La muchacha le lanzó otra inexpresiva mirada.
—¿Has viajado alguna vez antes en una barcaza?
—No.
—¿Cómo sabes dónde va ésta?
—Va al norte, a las Áreas; no puede ir a ningún otro sitio. —Atisbó en la oscuridad—. Sígueme, y camina con decoro.
Echó a andar a lo largo del muelle, los ojos bajos, avanzando como en sueños. Reith aguardó un instante, luego fue tras ella.
La muchacha se detuvo al lado de la barcaza, miró con ojos vacuos hacia el negro vacío; luego, como maquinalmente, cruzó hacia la embarcación. Trepó por la borda y se mezcló con las sombras de las balas.
Reith la imitó. Los Pnumekin en el muelle, inmersos en sus pensamientos privados, no le prestaron atención. Reith subió a la barcaza y entonces ya no pudo controlar la aceleración de sus pasos mientras se sumergía entre la protectora carga.
Zap 210, tensa como un cable, observó a los trabajadores del muelle. Fue relajándose gradualmente.
—Están de mal humor; de otro modo se hubieran dado cuenta. Los
ghian
, ¿siempre saltan y corren cuando van de un lado para otro?
—No me sorprendería —dijo Reith—. Pero no ha pasado nada. La próxima vez... —Calló en seco. En el extremo más alejado del muelle había una forma oscura. Se agitó, avanzó lentamente hacia la barcaza, y entró en la zona iluminada—. Un Pnume —susurró Reith. Zap 210 guardó silencio.
La criatura avanzó por entre los trabajadores del muelle, que ni siquiera volvieron la vista hacia él. Cruzó lentamente el muelle y se detuvo cerca de la barcaza.
—Nos vio —susurró la muchacha.
Reith aguardó con el corazón bombeando, las heridas doliéndole, los brazos y las piernas fláccidos y torpes. No se sentía capaz de sobrevivir a otra lucha.
—¿Sabes nadar? —susurró con voz ronca.
Un jadeo de horror y una mirada hacia el negro vacío.
—¡No!
Reith miró a su alrededor en busca de un arma: un palo, un garfio, una cuerda; no encontró nada.
El Pnume pasó más allá de su radio de visión. Un momento más tarde notaron temblar la barcaza bajo su peso.
—Quítate la capa —dijo Reith. Se quitó también la suya y, envolviendo con ella el portafolios, lo metió todo en una rendija entre la carga. Zap 210 siguió inmóvil.
—¡Quítate la capa!
Ella empezó a lloriquear. Reith aplastó la mano contra su boca.
—¡Rápido! —Tiró del lazo de su cuello y, al tocar su barbilla, notó que temblaba. Le arrancó la capa, la puso junto a la suya. La muchacha permanecía casi de rodillas, medio encogida sobre sí misma. Reith, pese a la urgencia del momento, tuvo que resistir un insano deseo de echarse a reír ante la frágil figura adolescente bajo el sombrero negro—. Escucha —dijo roncamente—. Sólo puedo decírtelo una vez. Voy a saltar por la borda. Debes seguirme inmediatamente. Pasa tus brazos en torno a mis hombros. Mantén la cabeza fuera del agua. Sobre todo, no chapotees ni agites la superficie. Estarás segura.
Sin esperar a su confirmación, se deslizó lentamente por el costado de la barcaza. La helada agua ascendió por su cuerpo como un anillo de fuego helado. Zap 210 vaciló solamente un instante, luego pasó también por encima de la borda, seguramente tan sólo porque temía más a los Pnume que al húmedo vacío. Jadeó cuando sus piernas entraron en contacto con el agua.
—¡Silencio! —susurró Reith. Las manos de la muchacha se apoyaron en sus hombros; descendió lentamente en el agua, y el pánico engarfió sus manos en torno al cuello del hombre—. ¡Cuidado! —susurró Reith—. Mantén el rostro hacia abajo. —Se deslizó hasta pegarse al casco y se agarró a un puntal. A menos que alguien o algo se asomara por la borda, eran virtualmente invisibles.
Pasó medio minuto. Las piernas de Reith empezaron a entumecerse. Zap 210 permanecía agarrada a su espalda, la barbilla apoyada casi contra su oreja; podía oír el castañeteo de sus dientes. Su delgado cuerpo se apretaba contra el de Reith, atrapando cálidas bolsas de agua que se alejaban pulsando cuando uno u otro se movían. En una ocasión, cuando era un muchacho, Reith había rescatado a un gato que se ahogaba; como Zap 210, el animal se había aferrado a él con una urgencia desesperada, despertando en Reith un peculiarmente intenso instinto de protección. Sus cuerpos, asustados y empapados, proyectaban el mismo elemental anhelo de vida... Silencio, oscuridad, frío. La pareja en el agua escuchó... A lo largo de la barcaza se oyó un suave sonido: el cliqueteo de unos pies con dedos córneos. Se detuvo, se reanudó cautelosamente, luego volvió a detenerse, directamente sobre sus cabezas. Alzando la vista, Reith vio los dedos de unos pies, parecidos a garras, aferrados al borde superior de la borda. Tomó una de las manos de Zap 210, la guió hasta el puntal, luego la otra. Una vez libre, se volvió para situarse, en el agua, de espaldas a la barcaza.
Aceitosas ondulaciones se alejaron de él; lentes concéntricas de luz color membrillo se formaron y desaparecieron.
Los dedos sobre la cabeza de Reith cliquetearon en la borda. Estaban cambiando de posición. Reith, esbozando una siniestra sonrisa que exhibió todos sus dientes, levantó bruscamente su brazo derecho. Cogió un delgado y duro tobillo, tiró. El Pnume lanzó un graznido de sorprendida consternación. Se tambaleó hacia delante y por un momento pareció inmovilizarse en un ángulo increíble, casi horizontal, sostenido solamente por la presa de los dedos de sus pies. Luego cayó al agua.
Zap 210 se aferró a Reith.
—No dejes que te toque; te despedazará.
—¿Puede nadar?
—No —dijo ella entre castañeteantes dientes—. Es pesado; se hundirá.
—Trepa a mis hombros —dijo Reith—, agárrate a la borda, sube a la barcaza.
Ella se agitó torpemente a sus espaldas. Sus pies empujaron sobre sus hombros; se puso en pie sobre ellos, luego trepó penosamente a la barcaza. Reith se izó laboriosamente tras ella y se tendió en cubierta, completamente agotado.
Finalmente se puso en pie para mirar hacia el muelle. Los Pnumekin seguían trabajando como antes.
Reith volvió a sumergirse en las sombras. Zap 210 no se había movido. Sus ropas se pegaban a su subdesarrollado cuerpo. No dejaba de ser graciosa, reflexionó Reith.
Ella se dio cuenta de su atención y se pegó de espaldas a la carga.
—Quítate la ropa mojada y ponte la capa —sugirió Reith—. Estarás más caliente.
Ella lo miró con aire miserable. Reith se quitó sus propias ropas empapadas. Con un horror casi tan intenso como el que había mostrado hacia el Pnume, ella se dio precipitadamente la vuelta. Reith halló las energías necesarias para esbozar una triste sonrisa. Vuelta de espaldas, ella se echó la capa sobre los hombros y, de alguna manera, consiguió despojarse del resto de sus ropas.
La barcaza vibró, se bamboleó. Reith miró más allá de la carga y vio que el muelle estaba alejándose. Se convirtió en un oasis de luz en medio de una profunda oscuridad. Muy lejos, allá delante, divisó un difuso resplandor azulado hacia el que se dirigía silenciosa la barcaza.
Estaban en camino. Tras ellos quedaba la Zona de Pagaz y el camino a Posteridad. Delante se abría la oscuridad y las Áreas Septentrionales.
La barcaza llevaba una tripulación de dos hombres, que se mantenían en la contrarroda a proa. Allí había como un pequeño camarote, mezcla de comedor y cocina, un islote de débil luz amarilla. AL parecer había al menos otros dos pasajeros a bordo, quizá incluso tres o cuatro, que eran más discretos aún que la tripulación y se dejaban ver solamente en la contrarroda. La comida parecía estar a disposición de todos. Zap 210 no permitió a Reith que fuera a proa a por ella. En un momento en que la cocina no era utilizada, Zap 210 fue hasta allí y se agenció comida para ambos: tortas de hierba del peregrino, unas cosas con forma de ciruela que podían ser tanto frutas como insectos parecidos a sanguijuelas, barritas de pasta de carne, galletitas dulces y saladas de una sustancia delicadamente crujiente que Zap 210 consideró una delicia, pero que dejaron en la boca de Reith un regusto desagradable.