El ciclo de Tschai (87 page)

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Authors: Jack Vance

BOOK: El ciclo de Tschai
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—No puedo creer que hayamos llegado demasiado tarde. .

El joven Schazar señaló hacia el páramo, en dirección al extremo más alejado de la pared.

—Dos hombres.

Los dos hombres se acercaron a largos pasos. Uno de ellos llevaba las flotantes ropas blancas y el cuadrado sombrero blanco de un Sabio de las Islas Erze.

—El cuidador de las anguilas —murmuró Cauch. El otro, más joven, llevaba un casquete rosa y una ligera capa rosa. Los dos avanzaron casual y confiadamente junto a la pared y se separaron cerca del cobertizo. El cuidador siguió hacia la abertura.

Widisch dijo:

—Seria mucho más fácil abordar al viejo charlatán y despojarle de su bolsa; el efecto, después de todo, sería el mismo.

—Desgraciadamente —dijo Cauch—, no lleva sequins sobre su persona, y se preocupa mucho de que este hecho sea conocido por todo el mundo. Sus fondos son llevados cada día hasta las carreras de anguilas por cuatro esclavos armados, bajo la supervisión de su esposa favorita.

El joven de rosa se dirigió al cobertizo. Metió una llave en la cerradura, la hizo girar tres veces, abrió la recia puerta y entró en el cobertizo. Se volvió con sorpresa para descubrir a Reith y Schazar, que habían entrado en el cobertizo inmediatamente tras él. Intentó protestar.

—¿Qué significa todo esto?

—Te lo diré solamente una vez —indicó Reith—. Queremos tu completa colaboración; de otro modo te colgaremos de los dedos de los pies de este psilla que está ahí al lado. ¿Has comprendido?

—He comprendido perfectamente —dijo el joven con un estremecimiento.

—Describe la rutina.

El joven dudó. Reith hizo una seña con la cabeza a Schazar, que extrajo un rollo de resistente cuerda. El joven dijo con rapidez:

—La rutina es muy simple. Me desnudo y me meto en el tanque. —Señaló un depósito cilíndrico de un poco más de un metro de diámetro al fondo del cobertizo—. Un tubo comunica con el depósito de fuera; el nivel del tanque y el del depósito son el mismo. Nado por el tubo hasta el depósito y salgo a un espacio libre que hay a un lado de la disposición interior. Tan pronto como la tapa es bajada, abro la partición. Tomo la anguila indicada y la sitúo al borde del desagüe.

—¿Y cómo te es especificado el color?

—Por los golpes del cuidador en la tapa.

Reith se volvió a Cauch.

—Schazar y yo nos encargaremos de controlar las cosas aquí. Te sugiero que tú y Widisch vayáis a ocupar vuestros lugares en la mesa. —Se dirigió al joven de rosa—: ¿Hay espacio suficiente para dos en el depósito?

—Sí —dijo el joven a regañadientes. Aunque muy justo. Pero dime: si coopero contigo, ¿cómo me protegeré del cuidador de las anguilas?

—Sé franco con él —dijo Reith—. Indícale que valoras más tu vida que sus sequins.

—Dirá que, en lo que a él respecta, ve el asunto precisamente a la inversa.

—Lástima —dijo Reith—. El azar es tu negocio. ¿Cuándo hay que estar en posición?

—Dentro de un minuto o así.

Reith se quitó sus ropas.

—Si por alguna ineptitud somos detectados... puedes estar seguro de que las consecuencias serán tan definitivas para ti como para mí.

El aprendiz se limitó a gruñir. Se despojó de sus ropas rosas.

—Sígueme. —Se metió en el tanque—. El camino es oscuro pero recto.

Reith se le unió en el tanque. El joven inspiró profundamente y se sumergió; Reith hizo lo mismo. En el fondo localizó un tubo horizontal de casi un metro de diámetro; se metió dentro, sin dejar demasiada distancia entre él y el aprendiz.

Salieron a la superficie al otro lado en un espacio de metro veinte de largo, medio metro de alto y treinta centímetros de ancho. La luz penetraba a través de unos orificios hábilmente practicados, que permitían también la visión del mostrador de las apuestas; así, Reith pudo ver que Cauch y Widisch habían ocupado sus lugares a lo largo de la U.

Desde muy cerca les llegó la voz del cuidador:

—Bienvenidos todos a otro día de excitantes carreras. ¿Quién ganará? ¿Quién perderá? Nadie lo sabe. Puede que sea yo, puede que sean ustedes. Pero todos disfrutaremos del placer de las carreras. Para aquellos que son nuevos a nuestro pequeño juego, señalaré que el tablero que tienen ante ustedes está señalado con once colores. Pueden apostar cualquier cantidad a cualquiera de los colores. Si el color que han elegido gana, recibirán diez veces el monto de su apuesta. Observen esas anguilas y su colores: blanco, gris, tostado, azul claro, marrón, rojo oscuro, bermellón, azul, verde, violeta, negro. ¿Hay alguna pregunta?

—Sí —dijo Cauch—. ¿Hay algún limite a las apuestas?

—La caja que acaba de serme entregada contiene diez mil sequins. Éste es mi limite: no pago más. Por favor, hagan sus apuestas.

El cuidador examinó con ojo experto el mostrador. Alzó la tapa, metió las anguilas en el centro del depósito.

—No más apuestas, por favor. —En la tapa sonó: tap-tap tap-tap.

—Dos-dos —susurró el aprendiz—. Eso significa verde. —Empujó a un lado un panel, metió la mano en el depósito, agarró la anguila verde y la metió en la boca del desagüe. Luego retrocedió y cerró el panel.

—¡El verde gana! —se oyó la voz del cuidador—. Así que... ¡pago! Veinte sequins para este robusto marinero... Hagan sus apuestas, por favor.

Tap tap-tap-tap, sonó en la tapa.

—Bermellón —susurró el aprendiz. Actuó como antes.

—¡El bermellón gana! —exclamó el cuidador.

Reith acercó su ojo a la rendija. En cada una de las dos ocasiones Cauch y Widisch habían arriesgado un par de sequins. En la tercera apuesta, cada uno situó treinta sequins al blanco.

—Las apuestas quedan cerradas —dijo la voz del cuidador. La tapa se cerró. Tap tap, les llegó el sonido.

—Marrón —susurró el aprendiz.

—Blanco —dijo Reith—. El blanco gana.

El aprendiz murmuró algo ansiosamente. Puso la anguila blanca en el desagüe.

—Otra competición entre esas escurridizas criaturitas —dijo la complaciente voz del cuidador—. En esta ocasión el color vencedor es el marrón... ¿Marrón? Blanco. ¡Sí, blanco, eso es! ¡Ja! En mi vejez, empiezo a confundir los colores. ¡Esas son las tribulaciones de un pobre viejo! ¡Y aquí tenemos a un par de apuestos ganadores! Trescientos sequins para usted, trescientos sequins para usted... Tomen sus ganancias, caballeros. ¿Qué, quieren apostar de nuevo todo lo ganado? ¿Los dos?

—Sí, la suerte parece estar hoy con nosotros.

—¿Los dos al rojo oscuro?

—Sí: ¡mire el vuelo de los pájaros—sangre allá a lo lejos! Eso es un portento.

El cuidador miró al cielo y sonrió.

—¿Quién puede adivinar los designios de la naturaleza? Ruego porque no estén en lo cierto. Bien, ¿hechas todas las apuestas? Entonces, adentro con las anguilas, abajo con la tapa, y dejemos que la anguila más decidida salga la primera. —Su mano descansó unos instantes sobre la tapa; su uña golpeó la superficie una sola vez—. Se retuercen, buscan, la luz las atrae; pronto tendremos a una ganadora. Aquí viene... ¿es azul? —Lanzó un gruñido involuntario—. Rojo oscuro. —Miró a los rostros de los zsafathranos—. Sorprendentemente, vuestros presagios fueron correctos.

—Sí —dijo Cauch—. ¿No te lo dijimos? Páganos nuestro premio.

Lentamente, el cuidador de las anguilas contó tres mil sequins para cada uno.

—Sorprendente. —Miró pensativo hacia el depósito—. ¿Observáis más portentos?

—Nada significativo —dijo Cauch—. Pero apostaré de todos modos. Cien sequins al negro.

—Yo apostaré lo mismo —declaró Widisch.

El cuidador dudó. Se restregó la barbilla, miró hacia el depósito.

—Extraordinario. —Puso las anguilas en el depósito—. ¿Hechas todas las apuestas? —Su mano descansó unos momentos sobre la tapa; como en un impulso nervioso, tabaleó con las uñas, dos secos golpes—. Muy bien; abriré la puerta. —Tiró de la palanca y se dirigió en tres zancadas al extremo del canal—. Y aquí llega... ¿qué color? ¡Negro!

—¡Excelente! —exclamó Cauch—. ¡Por fin ganamos algo después de años de dejar nuestro dinero en esas perversas anguilas! ¡Páganos nuestro premio, por favor!

—Naturalmente —croó el cuidador—. Pero ya no puedo seguir con las apuestas. Me duelen las articulaciones. La carrera de anguilas ha terminado por hoy.

Reith y el aprendiz regresaron inmediatamente al cobertizo. El aprendiz se envolvió en la capa rosa y en su sombrero y huyó como perseguido por el diablo.

Reith y Schazar regresaron por la Ciudad Vieja a la abertura, donde tropezaron con el cuidador de las anguilas, que pasó por su lado a largas zancadas con un gran revuelo de su capa blanca. Su rostro normalmente tranquilo estaba moteado de rojo; llevaba un bastón en la mano, con el que trazaba cortos y ominosos molinetes.

Cauch y Widisch les aguardaban en el muelle. Cauch tendió a Reith una bolsa agradablemente abultada.

—Tu parte de las ganancias: cuatro mil sequins. El día ha sido edificante.

—Nos las hemos arreglado bien —dijo Reith—. Nuestra asociación ha sido mutuamente provechosa, lo cual es una cosa rara en Tschai.

—Por nuestra parte vamos a regresar inmediatamente a Zsafathra —dijo Cauch—. ¿qué vas a hacer tú?

—Asuntos urgentes me impulsan a seguir adelante. Como vosotros, mi compañera y yo partiremos tan pronto como sea posible.

—En este caso, adiós. —Los tres zsafathranos siguieron su camino. Reith se dirigió al bazar, donde hizo una serie de compras. De regreso al hotel, fue al cubículo de Zap 210 y llamó a la puerta, sintiendo que su corazón latía fuertemente con la anticipación.

—¿Quién es? —dijo una suave voz al otro lado.

—Yo, Adam Reith.

—Un momento. —La puerta se abrió. Zap 210 estaba de pie ante él, el rostro enrojecido y soñoliento. Llevaba la túnica gris que acababa de echarse por encima.

Reith dejó sus paquetes sobre la cama.

—Esto... y esto... y esto... y esto... es para ti.

—¿Para mi? ¿Qué es?

—Míralo y lo verás.

Con una desconfiada mirada de soslayo a Reith, la muchacha abrió los paquetes, luego se quedó contemplando durante largo rato su contenido.

—¿No te gustan? —preguntó Reith, inseguro.

Ella volvió hacia él una dolida mirada.

—¿Es así como me quieres... como las demás?

Reith la miró desconcertado. Aquella no era la reacción que esperaba. Dijo cuidadosamente:

—Vamos a viajar. Lo mejor es que lo hagamos de la forma menos llamativa posible. ¿Recuerdas los Gzhindra? Debemos vestir como la gente con la que viajemos.

—Entiendo.

—¿Qué es lo que más te gusta?

Zap 210 alzó la túnica verde oscuro, volvió a dejarla, tomó el vestido naranja sangre y los pantalones blancos, luego un traje más bien llamativo rematado por una chaquetilla negra y una capa corta también negra.

—No creo que me guste ninguno de ellos.

—Pruébate uno.

—¿Ahora?

—¡Naturalmente!

Zap 210 volvió a tomar primero uno de los vestidos, luego otro. Miró a Reith; sonrió.

—Muy bien, de acuerdo.

En su propio cubículo, Reith se cambió a ropas nuevas que había comprado para él: unos pantalones grises, una chaqueta azul oscuro. Decidió tirar lo que llevaba ahora. Cuando lo echaba a un lado, vio el bulto del portafolios. Tras unos instantes de vacilación, lo trasladó a un bolsillo interior de su nueva chaqueta. Unos documentos como aquellos, si no por otra razón, serian valiosos como curiosidad. Bajó al salón principal. Finalmente apareció Zap 210. Llevaba el vestido verde oscuro.

—¿Por qué me miras así? —preguntó.

Reith no podía decirle la verdad, que estaba recordando la primera vez que la había visto: una niña expósita neurasténica envuelta en una capa negra, pálida y de frágiles huesos. Retenía todavía algo de su mirada soñadora, pero su palidez se había convertido en un suave marfil oscurecido por el sol; su rizado pelo negro caía seductoramente sobre su frente y orejas.

—Estaba pensando —dijo Reith— que el traje te sienta de maravilla.

Ella hizo una débil mueca; una curva de los labios que era lo más parecido a una sonrisa.

Salieron al muelle y se dirigieron al barco Nhiahar. Encontraron al taciturno capitán en el salón, trabajando en sus cuentas.

—¿Un pasaje hasta Kazain? Solamente queda la gran cabina a setecientos sequins, o puedo proporcionar dos literas en el dormitorio general, a doscientos.

9

Una calma chicha se extendía sobre el Segundo Mar. El Nhiahar salió de la calita, empujado por su motor auxiliar; Urmank fue desapareciendo progresivamente en la oscura distancia.

El Nhiahar avanzaba en silencio excepto el gorgotear del agua ante la proa. Los únicos otros pasajeros eran un par de viejas mujeres de rostro cerúleo ataviadas de gasa gris que aparecieron brevemente en cubierta, luego se arrastraron de vuelta a su pequeña y oscura cabina.

Reith se sintió satisfecho con la cabina grande. Ocupaba toda la anchura del barco, con tres grandes ventanales mirando al mar de popa. En sendas alcobas a babor y estribor había mullidas camas, más suaves de lo que Reith hubiera conocido nunca en Tschai, aunque olían ligeramente a moho. En el centro estaba fijada una pesada mesa de madera negra tallada, con un par de sillas igualmente pesadas a cada lado. Zap 210 examinó reluctante la cabina. Hoy llevaba los pantalones blancos con la blusa naranja; parecía agitada y tensa, y se movía de un lado para otro con nerviosa brusquedad, retorciéndose los dedos.

Reith la observó disimuladamente, intentando calcular la naturaleza exacta de su talante. Ella se negó a mirarle o a cruzar sus miradas. Finalmente, él preguntó:

—¿Te gusta el barco?

Ella se alzó de hombros en un gesto taciturno.

—Nunca antes había visto nada parecido. —Fue a la puerta, desde donde le dirigió una melancólica sonrisa, casi una mueca, y salió a cubierta.

Reith alzó la vista al techo, se alzó de hombros, y tras una mirada final en torno a la cabina la siguió.

Ella había subido al castillo de popa y se había reclinado en la barandilla, mirando en la dirección por donde habían venido. Reith se sentó en un banco cercano y fingió estar gozando de la cobriza luz solar mientras pensaba desconcertado en el comportamiento de la muchacha. Era mujer y por ello inherentemente irracional... pero su conducta parecía exceder este hecho elemental. Algunas de sus actitudes se habían formado en los Abrigos, pero ésas parecían estar desvaneciéndose; al alcanzar la superficie había abandonado la vieja vida y desechado sus puntos de vista, del mismo modo que un insecto se desprende de su capullo. En el proceso, rumió Reith, había desechado su vieja personalidad, pero aún no había descubierto una nueva... El pensamiento hizo que Reith se estremeciera. Parte del encanto o fascinación, o lo que fuera, de la muchacha residía en su inocencia, su transparencia... ¿transparencia? Reith lanzó un gruñido de escepticismo. No enteramente. Fue a reunirse con ella.

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