Read El ciclo de Tschai Online
Authors: Jack Vance
Zap 210 bajó los ojos. Probó el vino, luego buscó desesperadamente a Reith por encima del hombro.
—¡Oh, pero si eres tímida! —declaró Otwile—. ¡Y también de modales delicados!
Empezó a comer. Zap 210 intentó marcharse.
—¡Siéntate! —restalló Otwile. La muchacha volvió rápidamente a su asiento—. ¡Bebe! —Sorbió su vino, que era más fuerte que cualquier otro que hubiera bebido hasta entonces.
—Eso está mejor —dijo Otwile—. Ahora nos comprendemos el uno al otro.
—No —dijo Zap 210 con su suave voz—. ¡No nos comprendemos! ¡No quiero estar aquí! ¿Qué es lo que quieres de mi?
Otwile volvió a mirarla, incrédulo.
—¿No lo sabes?
—¡Por supuesto que no! A menos... ¿acaso pretendes eso?
Otwile sonrió.
—Pretendo exactamente eso, y más.
—Pero... ¡yo no sé nada sobre esas cosas! Ni quiero aprender.
Otwile apartó a un lado el pescado. Dijo, incrédulo:
—Una virgen llevando la cinta. ¿Es así como te representas a ti misma?
—No sé lo que quiere decir esto... Tengo que irme,
debo encontrar a Adam Reith.
—Me has encontrado a mi, lo cual es mejor. Bebe vino, relájate. Hoy será un día especial que recordarás hasta el final de tu vida. —Otwile volvió a llenar los vasos—. De hecho, me uniré a ti para relajarme también. ¡A decir verdad, empiezo a sentirme un poco excitado!
Reith y Cauch cruzaron el bazar, donde los vendedores de pescado y otros productos llamaban la atención de los transeúntes hacia su mercancía mediante un modo muy particular de ulular.
—¿Están cantando? —preguntó Reith.
—No —dijo Cauch—. No es más que una forma de llamar la atención. Los Thang no tienen oído para la música. Pero los gritos de venta de los comerciantes de pescado son inventivos y emocionales: ¡escucha, y oirás como intentan superarse entre sí!
Reith admitió que algunos de los anuncios eran notablemente intrincados.
—A su debido tiempo los antropólogos sociales registrarán y codificarán esas llamadas. Pero por el momento estoy más interesado en las carreras de anguilas.
—Por supuesto —dijo Cauch—. Aunque, como observarás, todavía no han empezado.
Cruzaron el recinto y se detuvieron contemplando el vacío mostrador, el depósito y el desagüe. Mirando al otro lado de la pared, Reith observó las frondas de una vieja psilla.
—Quiero mirar al otro lado de la pared —dijo.
—Entonces hazlo —dijo Cauch—; siento toda mi simpatía hacia tu curiosidad. Pero, ¿no estábamos dirigiendo todas nuestras energías a las carreras de anguilas?
—Lo estamos haciendo —dijo Reith—. Veo un paso en la pared, al otro lado de ese vendedor de amuletos. ¿Te importa acompañarme?
—En absoluto —dijo Cauch—. Siempre estoy dispuesto a aprender.
Caminaron a lo largo de la vieja pared, que en un remoto pasado había sido revestida con baldosas marrones y blancas, la mayor parte de las cuales habían caído, revelando trozos de ladrillos marrón oscuro. Cruzando la abertura, entraron en la Ciudad Vieja de Urmank: un distrito de chozas construidas con tejas rotas, ladrillos, fragmentos de piedra y los más variados trozos de madera. Algunas eran ruinas abandonadas, otras se hallaban en pleno proceso de construcción: un ciclo constante de degeneración y regeneración, en el que cada cascote, cada varilla, cada trozo de piedra, había sido usado un centenar de veces a lo largo de dos veces esas generaciones. Los Thang de baja casta, y una variedad de Grises de grandes cabezas, les miraron furtivamente desde los umbrales mientras Reith y Cauch pasaban junto a ellos; el hedor podía casi cortarse con un cuchillo.
Más allá de las chozas había una zona de cascotes, charcos de barro, unos cuantos matorrales quebradizos de color rojo brillante. Reith localizó el psilla del que había tomado nota: se erguía cerca de la pared, recubriendo con su sombra un cobertizo, una construcción de ladrillos muy bien hecha. La puerta era de madera sólida reforzada con hierro, asegurada con una fuerte cerradura también de hierro. El cobertizo estaba apoyado contra el muro.
Reith miró a su alrededor, desierto excepto un grupo de niños desnudos jugando en un riachuelo de barro amarillo. Se acercó al cobertizo. La cerradura, la aldaba, las bisagras, eran grandes y sólidas. No había ninguna ventana ni abertura aparte la puerta. Reith retrocedió.
—Ya hemos visto todo lo que necesitábamos ver.
—¿De veras? —Cauch inspeccionó dubitativo el cobertizo, la pared, el psilla—. No veo nada significativo. ¿Estás refiriéndote todavía a las carreras de anguilas?
—Por supuesto. —Regresaron por el deprimente conjunto de chozas—. Probablemente podríamos arreglarlo nosotros solos, pero la ayuda de un par de hombres de confianza será conveniente.
Cauch lo miró con sorpresa a incredulidad.
—¿Esperas seriamente conseguir dinero con las carreras de anguilas?
—Si el cuidador paga todas las apuestas vencedoras, sí.
—No temas por eso —dijo Cauch—. Pagará, suponiendo que haya vencedores. Y respecto a esta suposición, ¿cómo piensas repartir?
—La mitad para mi, la mitad para ti y los dos hombres.
Cauch frunció los labios.
—Noto algo parecido a una desigualdad. Tratándose de un proyecto mutuo, un hombre no debería conseguir tres veces el beneficio de los otros.
—Creo que tiene derecho a hacerlo —dijo Reith cuando de otro modo los otros tres no van a ganar nada en absoluto.
—Eso está bien dicho —admitió Cauch—. Lo haremos como propones.
Regresaron al café. Reith buscó a Zap 210, que no se veía por ninguna parte.
—Debo ir a buscar a mi compañera —le dijo a Cauch—. Sin duda está esperando en la hostería.
Cauch hizo un gesto afable; Reith se dirigió a la hostería, pero no encontró a Zap 210 por ninguna parte. Preguntó al empleado, y así supo que había entrado y vuelto a salir, sin dar ningún indicio de su destino.
Reith salió de nuevo y miró arriba y abajo por el muelle. A la derecha, un grupo de descargadores con faldellines rojos desteñidos y hombreras de piel descargaban un barco; a la izquierda estaba el ajetreo del bazar.
Nunca hubiera debido dejarla sola, se dijo a si mismo, especialmente con su humor de aquella mañana. Había dado por sentada su estabilidad, sin preocuparse en adivinar su estado mental. Reith se maldijo a si mismo por su rudeza y su egoísmo. La muchacha había estado sometida a las más intensas y espectaculares tensiones emocionales: todos los procesos fundamentales de la vida a la vez. Reith volvió al café. Cauch lo miró con tranquila benevolencia.
—Pareces preocupado.
—La muchacha que me acompañaba... no puedo encontrarla.
—Bah —dijo Cauch—. Todas son iguales. Debe haber ido al bazar, a comprarse alguna chuchería.
—No. No tiene dinero. Carece por completo de experiencia; no iría a ninguna parte... excepto... —Reith se volvió para mirar hacia las colinas, el paso que había entre los dos castillos de los devoradores de cadáveres. ¿Habría dicho en serio lo de volver a los Abrigos? Y una nueva idea convirtió sus huesos en hielo. Los Gzhindra. Llamó al camarero Thang.
—Esta mañana he desayunado con una joven. ¿La recuerdas?
—Sí, por supuesto; llevaba un turbante naranja, como una Hedaijhan, al menos en esa ocasión.
—¿Volviste a verla?
—Así es. Se sentó en otra mesa, llevando la cinta de solicitación y emparejamiento, con Otwile el campeón. Bebieron vino durante un rato, y luego se fueron.
—¿Ella se marchó por su propia voluntad? —preguntó Reith, maravillado.
El camarero se alzó indiferente de hombros, de una forma veladamente insolente.
—Llevaba la cinta, no gritó, se apoyaba en el brazo de él, quizá para sostenerse, porque creo que estaba un tanto ebria.
—¿Adónde fueron?
Se alzó nuevamente de hombros.
—Los aposentos de Otwile no están muy lejos; supongo que allí.
—Muéstrame el camino.
—No, no. —El camarero agitó la cabeza—. Estoy de servicio. Además, no me gustaría despertar la irritación de Otwile.
Reith saltó sobre él; el camarero retrocedió tambaleándose, presa del pánico.
—¡Rápido! —silbó Reith.
—Por aquí pues, pero aprisa; se supone que no puedo abandonar el café.
Corrieron cruzando las húmedas callejuelas secundarías de Urmank, entrando y saliendo de la cobriza luz de Carina 4269, que les llegaba ocasionalmente en forma sesgada por entre los retorcidos gabletes de las altas casas. El camarero se detuvo, señaló un camino que conducía a un jardín de follaje verde y púrpura.
—Al final están los aposentos de Otwile. —Echo a correr por el camino por donde había venido. Reith siguió adelante, atravesando el jardín. Al fondo había una casita de madera labrada y paneles de fibra translúcida. Mientras se acercaba, Reith oyó un repentino grito inarticulado de ultraje procedente del interior. Luego:
—¡Impura! —Hubo el sonido de un golpe y un gemido. Reith sintió que sus rodillas temblaban. Echo a correr a toda la velocidad que le permitían sus piernas, abrió de un portazo. Zap 210 yacía agazapada en el suelo, en medio de la estancia, desnuda y con los ojos vidriosos; sobre ella estaba Otwile, de pie, dominándola con su enorme estatura. Zap 210 miró a Reith; éste vio la inconfundible señal roja en su mejilla.
—¿Quién eres tú para entrometerte así en mi casa? —exclamó Otwile con ultrajada voz ronca.
Reith lo ignoró. Tomó la ropa interior de Zap 210, un rasgado montón de telas. Se volvió para mirar a Otwile. Cauch dijo desde el umbral:
—Vámonos, Adam Reith; coge a la chica. No te busques problemas.
Reith no prestó atención. Avanzó lentamente hacia Otwile, que aguardaba, sonriendo fríamente, las manos en las caderas. Se detuvo a menos de un metro. Otwile, quince centímetros más alto, le sonrió desde arriba.
Zap 210 dijo con voz ronca:
—No fue culpa suya. Yo llevaba una cinta naranja... No sabía...
Reith se volvió lentamente. Encontró la túnica gris de Zap 210, se la puso sobre su esbelto y tembloroso cuerpo. Vio lo que había ultrajado a Otwile; apenas pudo contener una enorme exclamación para expresar su pesar y un hosco regocijo. Rodeó con sus brazos a Zap 210 y la condujo hacia la salida.
Otwile no se sentía satisfecho. Había esperado un choque, un movimiento, incluso una palabra, que sirviera de disparador para sus músculos. ¿Iba a negársele incluso el placer de golpear al hombre que había invadido sus aposentos? La burbuja de su rabia estalló. Saltó hacia la puerta y lanzó su pierna hacia adelante y hacia arriba en una terrible patada.
Reith se alegró de ver finalmente a Otwile activo. Se volvió, agarró a Otwile por el tobillo, tiró, arrastró al campeón, saltando y cojeando, afuera al jardín, y lo arrojó de bruces contra un grupo de bambúes escarlatas. Otwile saltó casi inmediatamente en pie, como un leopardo. Se detuvo, de pie con los brazos extendidos, con una horrible mueca en el rostro, abriendo y cerrando las manos. Reith le lanzó un puñetazo al rostro. Otwile pareció no acusarlo. Se lanzó contra Reith, que retrocedió, golpeando con el canto de la mano las masivas muñecas. Otwile siguió avanzando, acorralando a Reith contra una pared lateral. Reith hizo una finta, lanzó un izquierdazo, y se peló los nudillos contra el rostro de Otwile. Otwile dio un pequeño salto hacia delante con los pies planos, luego otro, luego emitió un horrible grito raspante y lanzó su enorme brazo en un terrible bofetón. Reith se agachó, golpeó a Otwile en pleno vientre, y cuando Otwile lanzó su rodilla contra su entrepierna agarró la pierna doblada, tiró hacia arriba y envió a Otwile de espaldas con un resonar parecido al de la caída de un árbol. Por un momento Otwile permaneció tendido en el suelo, desconcertado, luego se alzó lentamente a una posición sentada. Con una sola y breve mirada hacia atrás, Reith condujo a Zap 210 fuera del jardín. Cauch hizo una educada inclinación de cabeza hacia Otwile y les siguió.
Reith llevó a Zap 210 a la hostería. La muchacha se sentó en la cama de su cubículo, aferrando la túnica gris contra sí, fláccida y miserable. Reith se sentó a su lado.
—¿Qué ocurrió?
Las lágrimas resbalaron incontenibles por las mejillas de la muchacha; se llevó las manos al rostro. Reith acarició su cabeza. Finalmente, ella secó sus ojos.
—No sé lo que hice mal... a menos que fuera la cinta escarlata del turbante. Me hizo beber vino hasta que me sentí mareada. Me llevó por calles desconocidas... me sentía muy extraña. Apenas podía caminar. En la casa, no quise quitarme la ropa y él se puso furioso. Luego me vio y se puso más furioso aún. Dijo que yo era impura... No sé qué hacer. Estoy enferma, me estoy muriendo.
—No, no estás ni enferma ni muriéndote —dijo Reith—. Tu cuerpo ha empezado a funcionar normalmente. No hay nada en absoluto que vaya mal en ti.
—¿No soy impura?
—Por supuesto que no. —Reith se puso en pie—. Te enviaré a una doncella para que cuide de ti. Luego simplemente quédate acostada y duerme hasta que yo vuelva... espero que con el dinero suficiente para poder subir a un barco.
Zap 210 asintió en silencio; Reith salió del cubículo.
En el café, encontró a Cauch con dos jóvenes zsafathranos que habían venido a Urmank en el segundo carromato.
—Éste es Schazar; éste es Widisch —dijo Cauch—. Los dos son muy competentes; no tengo la menor duda de que cumplirán con cualquier cometido razonable.
—En este caso —dijo Reith—, vayamos a nuestros asuntos. No podemos perder mucho tiempo, o al menos eso calculo.
Los cuatro echaron a andar muelle abajo. Reith explicó sus teorías:
—...que ahora vamos a poner a prueba. Recordadlo, puede que esté equivocado, en cuyo caso el proyecto fracasará.
—No —dijo Cauch—. Has empleado un extraordinario proceso mental para deducir lo que ahora veo como una verdad cristalina.
—El proceso es llamado lógica —dijo Reith—. No siempre puede confiarse en él. Pero ya veremos.
Llegaron al lugar donde se celebraban las carreras de anguilas, ya había gente aposentada en los bancos, preparada para las apuestas del día. Reith apresuró el paso: cruzaron la abertura, pasaron junto a los deprimentes límites de la Ciudad Vieja de Urmank, y se dirigieron al cobertizo bajo el psilla. Se detuvieron a cincuenta metros de él y se pusieron a cubierto en una choza en ruinas al borde del páramo.
Pasaron diez minutos. Reith empezó a ponerse nervioso.