Read El ciclo de Tschai Online
Authors: Jack Vance
—Entra en la cabina; cierra la puerta por dentro. No abras a nadie. Volveré tan pronto como pueda.
Zap 210 se metió en la cabina. La puerta se cerró; el cerrojo interior sonó al encajar en su lugar. Reith dijo al viejo:
—Apresúrate. Llévame con mi amigo.
—Por aquí.
El viejo cojeó silenciosamente camino adelante, y al cabo de unos momentos giró hacia un lado por un sendero que conducía cruzando las llanuras de sal hacia el amontonamiento de chozas al extremo de Sivishe. Reith empezó a sentirse nervioso a inseguro. Preguntó:
—¿Dónde vamos?
El viejo hizo un vago gesto hacia delante.
—¿Quién es el hombre al que vamos a ver? —preguntó Reith.
—Un amigo de Adam Reith.
—¿Es acaso... Aila Woudiver?
—No me está permitido dar nombres. No puedo decirte nada.
—Apresúrate.
El viejo siguió su camino, cojeando, hacia una choza algo apartada de las demás, una antigua estructura de desmoronantes ladrillos grises. El viejo se detuvo ante la puerta, llamó, luego retrocedió unos pasos.
Alguien se agitó en el interior. Tras la única ventana hubo un atisbo de movimiento. La puerta se abrió. Ankhe at afram Anacho miró al exterior. Reith lanzó un enorme suspiro. El viejo chirrió:
—¿Es ése el hombre?
—Sí —dijo Anacho—. Es Adam Reith.
—Entonces dame mi dinero. Estoy ansioso por terminar con este trabajo.
Anacho se metió en la choza y volvió con una bolsa tintineante de sequins.
—Aquí está tu dinero. Vuelve dentro de un mes. Habrá otra bolsa aguardándote si en ese tiempo has sabido contener tu lengua.
El viejo tomó la bolsa y se fue.
—¿Dónde está Traz? —preguntó Reith—. ¿Dónde está la nave?
Anacho agitó su larga y pálida cabeza.
—No lo sé.
—¿Qué?
—Esto es lo que ocurrió. Fuiste secuestrado por los Gzhindra. Aila Woudiver fue herido, pero no murió. Tres días después de ocurrir todo los Hombres-Dirdir acudieron en busca de Aila Woudiver, y se lo llevaron a rastras a la Caja de Cristal. Se quejó, suplicó, chilló, pero se lo llevaron. Más tarde oí que había proporcionado una caza espectacular, corriendo alocadamente como un toro salvaje, bramando con toda la potencia de sus pulmones. Los Hombres-Dirdir vieron la nave cuando acudieron a llevarse a Aila Woudiver; temimos que regresaran. La nave estaba lista para volar, así que decidimos sacarla de Sivishe. Quedamos en que yo me quedaría, para esperarte. En plena noche Traz y los técnicos hicieron despegar la nave, y volaron hacia un lugar que Traz dijo que tú conocerías.
—¿Dónde?
—No lo sé. Por si era atrapado, no quería saberlo para que no pudieran obligarme a traicionaros. Traz escribió «Onmale» en el almacén. Dijo que tú sabrías dónde ir.
—Volvamos al almacén. Dejé allí a una amiga.
—¿Sabes lo que significa eso de «Onmale»? —preguntó Anacho.
—Creo que sí. Pero no estoy seguro.
Regresaron por donde Reith había venido. Reith preguntó:
—¿Podemos utilizar todavía el vehículo aéreo?
—El pago del aparcamiento y custodia está al día. No veo ninguna razón por la que debamos tener alguna dificultad.
—Entonces, la situación no es tan mala como podría haber sido... He pasado por un interesante conjunto de experiencias. —Le contó a Anacho algo de sus aventuras—. Escapé de los Abrigos. Pero en la orilla del Segundo Mar los Gzhindra empezaron a seguirnos. Quizá fueron contratados por los Khor; quizá los Pnume los enviaron tras nosotros. Vimos Gzhindra en Urmank, probablemente los mismos Gzhindra abordaron el Nhiahar. Por todo lo que sé, están aún en las islas Saschanesas. Al parecer, desde entonces no hemos sido seguidos, y me gustaría abandonar Sivishe antes de que nos localicen de nuevo.
—Estoy preparado para partir en cualquier instante —dijo Anacho—. La suerte puede abandonarnos de un momento a otro.
Giraron hacia el camino que conducía al viejo almacén de Woudiver. Reith se detuvo en seco. Era como había temido en las más profundas y oscuras capas de su subconsciente. La puerta de la oficina estaba abierta de par en par. Reith echó a correr, con Anacho a sus talones.
Zap 210 no estaba por ninguna parte en la oficina ni en el desmoronante almacén. No se la veía por ninguna parte.
Directamente delante de la oficina el suelo estaba encharcado; podían divisarse claramente las huellas de unos estrechos pies desnudos.
—Gzhindra —dijo Anacho—. O Pnumekin. Nadie más puede dejar esas huellas.
Reith miró hacia las llanuras de sal, tranquilas a la luz ambarina de la tarde. Imposible buscar, imposible echar a correr por la inhóspita extensión salina, mirando y llamando. ¿Qué podía hacer? Era impensable no hacer nada... Pero, ¿y Traz, y la espacionave, y el regreso a la Tierra que ahora se revelaba realizable? La idea brotó de su mente como un madero arrojado por la resaca, luego volvió a hundirse, arrastrado de nuevo por el mar, sin dejar más que una imagen residual, apenas una sombra. Reith se sentó sobre una vieja caja. Anacho observó unos instantes, su largo y blanco rostro tenso y melancólico, como un payaso enfermo. Finalmente, con una voz un tanto hueca, dijo:
—Será mejor que nos marchemos ahora mismo.
Reith se frotó la frente.
—No puedo irme ahora. Tengo que pensar.
—¿En qué hay que pensar? Si los Gzhindra se la han llevado, olvídala.
—Me doy cuenta de eso.
—En este caso, no puedes hacer nada.
Reith miró hacia los acantilados.
—Será llevada de vuelta al mundo subterráneo. La suspenderán encima de un oscuro abismo y, al cabo de un tiempo, la dejarán caer.
Anacho alzó los hombros en un gesto resignado.
—No puedes alterar ese hecho lamentable, de modo que échalo fuera de tu mente. Traz nos aguarda con la nave espacial.
—Pero puedo hacer algo —dijo Reith—. Puedo ir tras ella.
—¿Al mundo subterráneo? ¡Es una locura! ¡Nunca regresarás!
—Regresé la primera vez.
—Por una casualidad.
Reith se puso en pie.
—Nunca vas a regresar —dijo Anacho desesperadamente—. ¿Y Traz? Te aguardará por toda una eternidad... inútilmente. No puedo decirle que lo has sacrificado todo... porque no sé dónde está.
—No tengo ninguna intención de sacrificarlo todo —dijo Reith—. Pienso volver.
—¡Por supuesto! —declaró Anacho con una risotada de enorme burla—. Esta vez los Pnume se asegurarán. Colgarás sobre el abismo negro al lado de la muchacha.
—No —dijo Reith—. No me colgarán sobre ningún abismo. Me quieren para Posteridad.
Anacho alzó desesperado los brazos.
—¡Nunca te comprenderé, eres el más obstinado de los hombres! ¡Ve al mundo subterráneo! ¡Ignora a tus fieles amigos! ¡Haz lo que creas conveniente, aunque sea lo peor que puedas hacer! ¿Cuándo piensas ir abajo? ¿Ahora?
—Mañana —dijo Reith.
—¿Mañana? ¿Por qué ese retraso? ¿Por qué privar a los Pnume de tu compañía ni un solo instante?
—Porque esta tarde tengo que hacer algunos preparativos. Acompáñame; vamos a la ciudad.
Al amanecer, Reith acudió al borde de las llanuras de sal. Allí, unos meses antes, él y sus amigos habían detectado las señales de Aila Woudiver a los Gzhindra. Reith llevaba también consigo un espejo; mientras Carina 4269 se alzaba en el cielo, lanzó el reflejo de un lado a otro por las llanuras de sal.
Pasó una hora. Reith siguió haciendo destellar metódicamente el espejo, aparentemente sin ningún resultado. Luego, de la nada, o ésa fue la impresión que dieron, aparecieron dos figuras oscuras. Se detuvieron a casi un kilómetro de distancia, mirando hacia Reith. Éste hizo destellar el espejo. Se acercaron paso a paso, como fascinadas. Reith acudió a su encuentro. Se acercaron gradualmente, y al fin se detuvieron a quince metros de distancia.
Transcurrió un minuto. Los tres se estudiaron mutuamente. Los rostros de los Gzhindra quedaban ocultos bajo sus sombreros negros de ancha ala; ambos eran pálidos y en cierto modo vulpinos, con largas narices afiladas y brillantes ojos negros. Finalmente se acercaron más. Uno de ellos dijo con voz suave:
—Eres Adam Reith.
—Soy Adam Reith.
—¿Por qué nos has hecho señales?
—Ayer vinisteis a llevaros a mi compañera.
Los Gzhindra no dijeron nada.
—Es cierto, ¿no? —insistió Reith.
—Es cierto.
—¿Por qué lo hicisteis?
—Recibimos el encargo de hacerlo.
—¿Qué habéis hecho con ella?
—La entregamos en el lugar que nos fue indicado.
—¿Dónde está ese lugar?
—Allá.
—¿Habéis recibido el encargo de apoderaros también de mí?
—Sí.
—Muy bien —dijo Reith—. Id delante. Yo os seguiré.
Los Gzhindra se consultaron en susurros. Uno de ellos dijo:
—Esto no es posible. No nos gusta caminar con alguien a nuestras espaldas.
—Por una vez, podéis tolerar la sensación —dijo Reith—. Después de todo, así cumpliréis con vuestro encargo.
—Cierto, si todo va bien. Pero, ¿y si decides quemarnos con un arma?
—En ese caso ya lo hubiera hecho —dijo Reith—. Por el momento lo único que me interesa es encontrar a mi compañera y traerla de vuelta a la superficie.
Los Gzhindra lo observaron con una curiosidad impersonal.
—¿Por qué no caminas delante?
—No sé dónde hay que ir.
—Nosotros te dirigiremos.
Reith habló tan secamente que su voz pareció crujir.
—Id delante. Es mucho más fácil que llevarme en un saco.
Los Gzhindra se susurraron de nuevo, agitando las comisuras de sus delgadas bocas, sin apartar sus ojos de Reith. Finalmente se dieron la vuelta y echaron a andar lentamente por las llanuras de sal.
Reith los siguió, a unos quince metros de distancia. Siguieron un sendero casi invisible, que a veces desaparecía por completo. Caminaron un kilómetro, dos kilómetros. El almacén y la oficina se empequeñecieron hasta convertirse en pequeñas manchas rectangulares; Sivishe se convirtió en un brumoso amontonamiento gris en el horizonte septentrional.
Los Gzhindra se detuvieron y se volvieron hacia Reith, que creyó detectar un fugitivo ramalazo de alegría en sus ojos.
—Acércate —dijo uno de los Gzhindra—. Debes permanecer junto a nosotros.
Reith avanzó cautelosamente. Extrajo la pistola de energía que había adquirido la tarde anterior y la mostró.
—Esto es una simple precaución. No deseo ser muerto ni drogado. Quiero llegar vivo a los Abrigos.
—¡No temas, no temas! ¡No tengas dudas a este respecto! —dijeron los Gzhindra, casi a coro—. Retira esa arma; no sirve de nada.
Reith mantuvo la pistola en su mano mientras se acercaba a los Gzhindra.
—¡Más cerca, más cerca! —urgieron—. Sitúate dentro de la zona marcada de negro.
Reith se colocó encima de la zona indicada, que inmediatamente se hundió. Los Gzhindra permanecían inmóviles, tan cerca ahora que Reith podía ver las diminutas arrugas en la piel de sus rostros. Si se sentían alarmados por su pistola, no lo reflejaron en absoluto.
El ascensor camuflado descendió cinco metros; los Gzhindra salieron a un pasadizo de paredes de cemento. Miraron por encima de sus hombros a hicieron un gesto.
—Aprisa. —Echaron a andar en una especie de trote oscilante, sus capas revoloteando de lado a lado. Reith les siguió. El pasadizo se inclinaba hacia abajo; correr por él no representaba ningún esfuerzo apreciable. El pasadizo se niveló, luego de pronto terminó al borde del agua; más allá se abría un canal. Los Gzhindra hicieron un gesto a Reith señalándole un bote; ellos mismos ocuparon sendos asientos en él. El bote empezó a deslizarse por la superficie, guiado automáticamente por el centro mismo del canal.
Viajaron durante media hora. Reith miraba hoscamente hacia delante. Los Gzhindra permanecían sentados, rígidos y silenciosos como negras imágenes esculpidas.
El canal desembocó en una corriente de agua más amplia; el bote se desvió hacia un muelle. Reith saltó a la orilla; los Gzhindra le siguieron, y Reith ignoró su expresión de alegría con toda la dignidad que pudo reunir. Le hicieron signo de que aguardara; finalmente, un Pnumekin apareció de entre las sombras. Los Gzhindra murmuraron algunas palabras al aire, que el Pnumekin pareció ignorar, luego volvieron al bote y se alejaron, lanzando pálidas miradas hacia atrás. Reith se quedó a solas en el muelle con el Pnumekin, que finalmente dijo:
—Ven, Adam Reith. Te hemos estado esperando.
—La joven que fue traída hasta aquí abajo ayer—dijo Reith—. ¿Dónde está?
—Ven.
—¿Adónde?
—Los
zuzhma kastchai
te están aguardando.
Una sensación como de una corriente de aire frío erizó la piel en la nuca de Reith. Por su mente reptaron furtivas dudas, que intentó echar a un lado. Había tomado todas las precauciones en que había sido capaz de pensar; su efectividad quedaba por probar.
El Pnumekin le hizo un gesto.
—Ven.
Reith le siguió, reluctante. Descendieron por un corredor en zigzag revestido con paneles de pulido pedernal negro, acompañados por reflejos y sombras movientes. Reith empezó a sentirse como mareado. El corredor se abrió y desembocó en una estancia de negros espejos; Reith avanzaba ahora en un estado de desconcertado asombro. Siguió al Pnumekin hasta una columna central, donde abrieron una puerta.
—A partir de aquí debes continuar solo, hasta Posteridad.
Reith miró al otro lado de la puerta, a un pequeño cubículo revestido con una sustancia como vellocino plateado.
—¿Qué es esto?
—Entra.
—¿Dónde está la joven que fue traída aquí ayer?
—Entra por esta puerta.
—Quiero hablar con los Pnume —dijo Reith, dominado por la rabia y la aprensión—. Es importante que lo haga.
—Entra aquí . Cuando se abra de nuevo la puerta, sigue el camino hasta Posteridad.
Reith miró fijamente al Pnumekin, en un estado de furia enfermiza. El pálido rostro le devolvió la mirada con la misma indiferencia que un pez. Exigencias, amenazas, brotaron en la garganta de Reith, únicamente para asfixiarse y morir. Cualquier retraso, cualquier pérdida de tiempo, podía tener como resultado terribles consecuencias. Aquel pensamiento hizo que su estómago se constriñera. Penetró en el cubículo.
La puerta se cerró. El cubículo descendió, cayendo a una velocidad rápida pero controlada. Pasó un minuto. El cubículo se detuvo. Una nueva puerta se abrió. Reith salió a una completa y aterciopelada oscuridad. A sus pies se encendió un rastro de amarillos puntos luminosos que se perdían allá delante en la lobreguez. Reith miró en todas direcciones. Escuchó. Nada. Ningún sonido, ninguna presión de presencias vivas. Lastrado por una sensación de fatalidad, echó a andar siguiendo el rastro señalado en el suelo.