El ciclo de Tschai (84 page)

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Authors: Jack Vance

BOOK: El ciclo de Tschai
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—Para una cabina de clase A pido cuatro sequins por persona y día, lo cual incluye la comida. El viaje a Kazain toma generalmente treinta y dos días; en consecuencia, el pasaje total para dos personas es, veamos, doscientos sesenta sequins.

Reith expresó su sorpresa ante la magnitud de la cantidad, pero el capitán mantuvo una actitud indiferente.

Reith regresó al muelle.

—Necesito un poco más de doscientos cincuenta sequins.

—No es una suma imposible —dijo Cauch—. Un trabajador diligente puede ganar cuatro o incluso seis sequins al día. Siempre se solicitan descargadores en los muelles.

—¿Qué hay de las salas de juego?

—El distrito está más allá, al lado del bazar. No es necesario decir que es muy poco probable que puedas ganarles a los tahúres Thang en su propio terreno.

Caminaron hasta una plaza pavimentada con grandes losas cuadradas de piedra color rosa salmón.

—Hace mil años, el tirano Przelius construyó una gran rotonda aquí. Sólo queda el suelo. Aquí están los tenderetes de comida. Allí las ropas y sandalias. Más allá los ungüentos y extractos... —A medida que hablaba, Cauch iba señalando hacia distintos lados de la plaza, donde los tenderetes ofrecían una gran variedad de artículos: comida, ropa, piel; una mezcolanza de especias de color terroso; utensilios de cobre. y hojalata, planchas, barras y varillas de hierro negro; cristal y lámparas; pergaminos sagrados y fetiches. Más allá del suelo de la rotonda y las más o menos ordenadas hileras de tenderetes estaban las diversiones: tiendas naranjas con alfombras ante la entrada donde bailaban muchachas a la música de flautas nasales y percusión. Algunas llevaban vestidos de gasa; otras bailaban desnudas hasta la cintura; unas pocas, que hacía menos de un año o dos que habían abandonado la infancia, no llevaban más que sandalias. Zap 210 observó a estas últimas y sus posturas con asombro; luego, con un encogimiento de hombros, se dio la vuelta.

Un canto apagado atrajo la atención de Reith. Una pared de lona cerraba un pequeño estadio, del que brotó de pronto un coro de gritos y gruñidos.

Son las confrontaciones sobre zancos —explicó Cauch—. Parece que uno de los campeones ha sido derribado, y muchos jugadores han perdido sus apuestas.

Mientras pasaban por delante del estadio Reith captó fugazmente a cuatro hombres sobre zancos de tres metros observándose con desconfianza entre sí. Uno de ellos lanzó una patada hacia delante con su zanco; otro golpeó con una maza acolchada; un tercero fue pillado desprevenido y se ladeó peligrosamente, manteniendo el equilibrio por puro milagro, mientras los otros se arracimaban a su alrededor como grotescas aves carroñeras.

—Los luchadores sobre zancos son en su mayoría cortadores de mica de la Montaña Negra —dijo Cauch—. El visitante que apuesta aquí es como si echara su dinero por un agujero. —Cauch agitó tristemente la cabeza—. Sin embargo, siempre tenemos esperanzas. El suegro de mi hermano ganó cuarenta y dos sequins en las carreras de anguilas, hace unos años. Aunque tengo que admitir que durante los dos días anteriores quemó incienso a imploró la intervención divina.

Vayamos a ver una de esas carrera de anguilas —dijo Reith—. Si la intervención divina puede proporcionar unas ganancias de cuarenta y dos sequins, nuestra inteligencia debería proporcionarnos al menos otro tanto, o quizá más.

—Entonces por aquí, pasada la casa de los chiquillos.

Reith iba a preguntar qué era la casa de los chiquillos, cuando una sonriente niñita pasó corriendo por su lado y le pegó una patada en la espinilla, tras lo cual, retrocediendo, le hizo una mueca burlona y corrió al interior de una caseta, precisamente la casa de los chiquillos. Reith contempló asombrado su desaparición.

—¿Por qué ha hecho eso?

—Ven —dijo Cauch—. Te lo mostraré.

Lo condujo hasta la casa de los chiquillos. En una especie de escenario a diez metros de distancia estaba la niñita, de pie. Lanzó un horrible chillido apenas verle. Tras un mostrador había un Thang de mediana edad con un sedoso bigote castaño.

—Qué impertinencia, ¿verdad? Tome, dele una buena lección. Esas bolas de fango valen diez céntimos la pieza. Los paquetitos de estiércol cuestan seis un sequin, y las bolsitas de pica-pica cinco un sequin.

—¡Ya-ya-ya! —se burló la niñita—. ¿Quién se preocupa? ¡No es capaz de acertarme ni con una bola de metro a esa distancia!

—Anímese, señor, dele lo que se merece. ¿Qué prefiere? ¿Las bolas de fango? Los paquetitos de estiércol dejan un olor horrible: los odia. ¡Y las bolsas de pica-pica! Se acordará todo el resto del día del momento en que le dio la patada.

—Suba usted ahí arriba —dijo Reith—. Haga usted de blanco.

—Entonces el precio es doble, señor.

Reith se marchó de la casa de los chiquillos entre las decepcionadas burlas de la niñita y el encargado.

—Has hecho bien conteniéndote —dijo Cauch—. Aquí no pueden ganarse sequins.

—Uno no puede vivir sólo de pan... pero no importa. Muéstrame las carreras de anguilas.

—Están a sólo unos pasos más allá.

Caminaron hacia la vieja y desmoronante pared que separaba el bazar de la Ciudad Vieja de Urmank. En el borde mismo de la zona al aire libre, casi a la sombra de la pared, había un mostrador en forma de U rodeado por una cuarentena de hombres y mujeres, muchos de ellos con ropas extrañas. A poca distancia más allá del extremo abierto de la U había un depósito de madera montado sobre una plataforma de cemento. El depósito, de dos metros de diámetro por medio de alto, estaba equipado con una tapa abisagrada y desaguaba en una zanja cubierta que avanzaba entre los brazos de la U, vaciándose en un estanque de cristal al otro lado. La atención de los jugadores estaba centrada en el estanque de cristal; mientras Reith miraba, una anguila verdosa salió disparada del desagüe y llegó al estanque, seguida tras un momento por otras anguilas de distintos colores.

—¡La verde gana de nuevo! —exclamó el cuidador de las anguilas con voz angustiada—. ¡Afortunada, afortunada, afortunada verde! ¡Las manos tras la pantalla, por favor, hasta que pague a los ganadores! ¡Voy a arruinarme! Veinte sequins para este caballero Jadarak, que arriesgó unos simples dos sequins. Diez sequins para esta dama de la costa de Azote con el sombrero verde, que apostó un sequin al color de su sombrero. ¿Qué? ¿Nadie más? ¿Esto es todo? No me he arruinado tanto como había temido al principio. —El operador recogió los sequins apostados a los otros colores—. Va a empezar una nueva carrera; hagan sus apuestas. Los sequins deben ser colocados muy claramente en el color elegido, por favor, para evitar malentendidos. No hay límite: apuesten todo lo que quieran, hasta un tope de mil sequins, por supuesto, ya que mi capital y reservas alcanzan solamente los diez mil sequins. Cinco veces ya me he visto en la bancarrota; pero siempre he conseguido volver a remontarme para seguir sirviendo a la gente jugadora de Urmank; ¿no es eso una auténtica dedicación? —Mientras hablaba, recogió las anguilas metiéndolas en un cubo y las llevó hasta el depósito. Tiró de una cuerda que, pasando por una polea, levantaba la tapa del depósito. Reith se acercó y miró el agua que contenía. El cuidador de las anguilas no puso ninguna objeción.

—Mire todo lo que quiera, amigo; el único misterio que hay aquí son las propias anguilas. ¡Si pudiera leer sus secretos hoy sería un hombre rico!

Dentro del depósito Reith vio un deflector que definía un canal en espiral que se originaba en el centro del depósito y giraba hasta el desagüe, con una puerta que el cuidador de la anguilas cerró de un golpe. El cuidador colocó las anguilas en la parte central del depósito y cerró la tapa.

—¡Este hombre ha sido testigo! —exclamó—. Las anguilas se mueven al azar, tan libres como cuando recorrían las profundidades de sus corrientes nativas. Giran, corren, buscan un rayo de luz. Alzo la puerta, y salen disparadas. ¿Cuál ganará la carrera hasta el estanque? ¡Ah!, ¿quién sabe? La última vencedora fue la Verde; ¿vencerá la Verde de nuevo? ¡Hagan sus apuestas, depositen ya todas sus apuestas! ¡Ajá! ¡Un gran personaje apuesta aquí generosamente por la Gris y la Malva, diez sequins a cada! ¿qué es eso? ¡Un sequin púrpura a la Púrpura! ¡Miren, todos! ¡Una mujer noble de las tierras interiores de Bashai apuesta un valor de cien a la Púrpura! ¿Ganará mil? Sólo las anguilas lo saben.

—Yo también lo sé —murmuró Cauch a Reith—. No ganará. La anguila Púrpura remoloneará durante todo el camino. Predigo vencedora la Blanca o la Azul Pálido.

—¿Por qué lo dices?

—Nadie ha apostado a la Azul Pálido. Y en la Blanca hay solamente tres sequins.

—Cierto, pero, ¿cómo lo saben las anguilas?

—Ahí, como diría el cuidador, reside el misterio.

—¿Puedes comprender cómo controla el operador a las anguilas en su beneficio? —preguntó Reith a Zap 210.

—No comprendo nada.

—Habrá que pensar un poco en ello —iijo Reith—. Observemos otra carrera. En interés de la investigación, apostaré un sequin a la Azul Pálido.

—¿Hechas todas las apuestas? —exclamó el cuidador de las anguilas—. ¡Por favor, sed meticulosos! Los sequins que señalen dos colores distintos serán considerados como pertenecientes al color perdedor. ¿No más apuestas? Muy bien entonces, por favor mantengan sus manos detrás de la pantalla. ¡No más apuestas, por favor! ¡Va a empezar la carrera!

Se dirigió al depósito, tiró de una palanca que presumiblemente alzaba la puerta de la parte frontal de la separación.

—¡La carrera está en marcha! Las anguilas anhelan la luz; ¡se retuercen alegremente! ¡Ya bajan por el desagüe! ¿Cuál va a ganar esta vez?

Los jugadores estiraron sus cuellos para mirar; la anguila Blanca apareció culebreando en el estanque.

—Oh —gruñó el operador—. ¿Cómo puedo hacer negocio con esas anguilas tan poco cooperativas? Veinte sequins para este ya rico Gris. ¿Es usted marinero, señor? Y diez a este joven y noble comprador de esclavos del cabo Braise. Pago, pago, ¿y dónde está mi beneficio? —Pasó junto a ellos, recogiendo el sequin de Reith en su bandeja—. ¡Bien, todo el mundo preparado para la siguiente carrera!

Reith agitó la cabeza y se volvió a Cauch.

—Desconcertante, realmente desconcertante. Será mejor que nos marchemos.

Pasearon por el bazar hasta que Carina 4269 se hundió tras el horizonte. Contemplaron la rueda de la fortuna; estudiaron un juego donde los participantes compraban un saquito lleno de piezas de forma irregular a intentaban hacerlas encajar formando un tablero único; observaron otra media docena de juegos distintos, más o menos normales. Llegó el anochecer; los tres se dirigieron a un pequeño restaurante cerca de la Hostería del Marinero Afortunado, donde cenaron pescado con salsa roja, pan de hierba del peregrino, una ensalada de algas y una gran jarra de vino.

—En un sólo aspecto de la existencia puede confiarse en los Thang —dijo Cauch—: en su cocina. En esto son leales. La razón de esta particularidad se me escapa.

—Viene a demostrar —dijo Reith— que no se puede juzgar a un hombre por su mesa.

—Entonces, ¿cómo puede alguien juzgar a sus semejantes? —preguntó Cauch cautelosamente—. Por ejemplo, ¿en qué basas siempre tus cálculos?

—Solo una cosa puedo decir con certeza —respondió Reith—. Las primeras impresiones son siempre erróneas.

Cauch, echándose hacia atrás en su silla, inspeccionó a Reith bajo fruncidas cejas.

—Cierto, completamente cierto. Por ejemplo, es probable que tú no seas el frío desesperado que pareces a primera vista.

—He sido juzgado de otras maneras peores —dijo Reith—. Uno de mis amigos afirma que parezco un hombre de otro mundo.

—Es extraño que digas eso ——observó Cauch—. Un extraño rumor ha llegado recientemente a Zsafathra, afirmando que todos los hombres son originarios de un lejano planeta, un poco como afirman los Redentores de los Yao, y no de la unión del pájaro sagrado xyxyl y el demonio del mar Rhadamth. Además, se dice que hay alguien de este lejano planeta vagando actualmente por el viejo Tschai, realizando los más notables actos: desafiando a los Dirdir, derrotando a los Chasch, persuadiendo a los Wankh. Hay una nueva corriente de pensamiento en Tschai: la convicción de que algo está cambiando. ¿Qué piensas tú de todo esto?

—Supongo que el rumor no es inherentemente absurdo —dijo Reith.

—Un planeta de hombres —dijo Zap 210 con voz muy baja—. ¡Seria algo todavía más extraño y salvaje que Tschai!

—Lo cual, naturalmente, es problemático —observó Cauch con voz de análisis didáctico—, y sin duda irrelevante en nuestro caso actual. Los secretos de la personalidad son engañosos. Por ejemplo, considerémonos nosotros tres. Un honesto zsafathrano y dos reservados vagabundos arrastrados como hojas secas por los vientos del destino. ¿Qué impulsa estos desesperados viajes? ¿Qué se puede ganar en ello? Yo mismo, en toda mi vida, nunca he ido más lejos que el cabo Braise; sin embargo no me siento peor por ello, quizá tan sólo un poco más triste. Os miro a vosotros y me hago preguntas. La muchacha está asustada; el hombre es duro: una finalidad más allá de la comprensión de ella lo impulsa; está llevándola a un lugar donde ella teme ir. Sin embargo, ¿volvería allá de donde viene si pudiera? —Cauch miró al rostro de Zap 210; ella desvió la mirada.

Reith consiguió esbozar una dolorida sonrisa.

—Sin dinero, no iremos a ninguna parte.

—Bah —dijo Cauch desdeñosamente—. Si todo lo que os falta es dinero, tengo el remedio. Una vez a la semana, cada ivensdia, se celebran combates en Urmank. De hecho, Otwile, el campeón, está sentado a una mesa aquí a nuestro lado. —Hizo una seña hacia un hombre totalmente calvo, de más de dos metros de altura, hombros y muslos masivos, cadera estrecha. Estaba sentado a solas bebiendo vino, mirando ociosamente hacia el paseo—. Otwile es un gran luchador —dijo Cauch—. Una vez se enfrentó a un Chasch Verde y aguantó el tipo; al menos, escapó con vida.

—¿Cuál es el premio? —inquirió Reith.

—El hombre que se mantenga cinco minutos dentro del circulo gana cien sequins; se le pagan otros veinte sequins extra por cada hueso roto. A veces Otwile hace que uno gane cien sequins extra en menos de un minuto.

—¿Y si el contrincante vence a Otwile?

Cauch frunció los labios.

—No hay premio para ello; el hecho se considera imposible. ¿Por qué lo preguntas? ¿Tienes intención de aceptar el desafío?

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