Read El ciclo de Tschai Online
Authors: Jack Vance
—Lárgate, ¿no has oído mi advertencia? —rugió Zarfo. Alzó una silla y golpeó con ella al asesino, derribándolo al suelo. Pero Zarfo no se sintió satisfecho. Tomó el aguijón, y lo clavó en la parte trasera del muslo del hombre, a través de sus pantalones de pana color ocre viejo.
—¡Alto! —gimió el asesino—. ¡Esta es la Inoculación Número Uno!
Zarfo tomó un puñado de aguijones del maletín que llevaba.
—¡Y éstas —rugió— son las Número Dos al Doce! —Y clavando un pie en la garganta del hombre, fue pinchando sus retorcientes nalgas con todas ellas—. ¡Bien, ya está! ¿Quieres también la siguiente serie, los Números Trece a Veinticuatro?
—¡No, no, suéltame! ¡Ahora soy un hombre muerto!
—¡Y si no lo eres, eres un tramposo además de un asesino!
Algunos transeúntes se habían parado para observar. Una imponente matrona vestida de seda rosa avanzó unos pasos.
—¿Qué estás haciendo con ese pobre asesino, peludo negro? ¡Él solamente está cumpliendo con su obligación!
Zarfo tomó la hoja de trabajo del asesino, echó un vistazo a la relación de nombres.
—Hummm... parece que tu esposo es el siguiente en la lista.
La mujer miró con ojos asombrados al asesino, que se alejaba cojeando a toda prisa calle abajo.
—Es hora de que nos vayamos —dijo Reith.
Caminaron por estrechas callejuelas hasta detenerse en un pequeño cobertizo separado de la calle por un entramado de cañas.
—Estamos junto a la casa de los muertos —dijo Zarfo—. Nadie nos molestará aquí.
Reith entró, miró desconfiado los bancos de piedra que había a su alrededor, sobre uno de los cuales se apreciaba el bulto de un pequeño animal.
—Ahora —dijo Zarfo—, ¿quién es tu enemigo?
—Sospecho de un tal Dordolio —dijo Reith—. Pero no puedo estar seguro.
Zarfo estudió de nuevo la hoja de trabajo.
—Bien, veamos. «Adam Reith, Albergue de los Viajeros. Contrato Número Dos Tres Cero Cinco, Estilo Dieciocho. Pagado por anticipado.» Fecha de hoy, con sobretasa de urgencia. Pagado por anticipado, ¿eh? Bien, vamos a probar un truco. Ven a mi casa.
Llevó a Reith hasta una de las torres de ladrillos, entró por una arcada. Sobre una mesa había un teléfono. Zarfo alzó el instrumento con dedos cautelosos.
—Póngame con la Compañía de Seguridad y Asesinatos.
—Estamos para atender a sus necesidades —respondió al cabo de un momento una voz grave.
—Me refiero al Contrato Número Dos Tres Cero Cinco —dijo Zafro—, relativo a un tal Adam Reith. He de ir a pagarlo, pero no puedo encontrar el importe.
—Un momento, señor.
Hubo una pausa. Al cabo de un momento regresó la voz:
—El contrato fue pagado por anticipado, señor; y está previsto para ser ejecutado esta mañana.
—¿Por anticipado? Imposible. Yo no he pagado nada por anticipado. ¿Quién hizo el depósito?
—El nombre es Helsse Izam. Estoy seguro de que no hay ningún error, señor.
—Quizá no. Discutiré el asunto con la persona que pagó.
—Gracias, señor; a su servicio.
Reith regresó al Albergue de los Viajeros y entró con una cierta excitación al salón principal, donde encontró a Traz.
—¿Qué ha ocurrido, si es que ha ocurrido algo? Traz, el más lúcido y decidido de los hombres, se tomaba las cosas con tranquilidad cuando se trataba de describir una atmósfera.
—El Yao... Helsse, ¿no es ése su nombre?, guardó silencio después de que tú abandonaras el carruaje. Quizá consideró que nosotros éramos una extraña compañía. Nos dijo que esta noche cenaríamos con el Señor del Jade Azul, y que vendría un poco antes para darnos las instrucciones pertinentes. Luego se marchó en su carruaje.
Una desconcertante secuencia de acontecimientos,
reflexionó Reith. Un punto interesante: el contrato había especificado Doce Toques. Si su muerte era requerida con urgencia, un cuchillo, una bala, un rayo de energía, hubieran ido mucho mejor. ¿Pero la primera de doce inoculaciones? ¿Una truco para estimular su marcha? —Están ocurriendo muchas cosas —le dijo a Traz—. Acontecimientos que no pretendo comprender.
—Cuanto antes abandonemos Settra, mejor —dijo sombríamente Traz. —Estoy de acuerdo. Apareció Anacho el Hombre-Dirdir, recién afeitado y espléndido en una nueva chaqueta negra de cuello alto, pantalones azul pálido, polainas escarlata y zapatos a la moda de retorcida punta. Reith llevó a los dos hombres a reservado discreto y les contó los acontecimientos del día.
—Así que ahora solamente necesitamos dinero, que espero sacarle esta noche a Cizante.
La tarde transcurrió lentamente. Al fin apareció Helsse, vestido con un elegante traje de terciopelo color amarillo canario. Saludó cortésmente a todo el grupo.
—¿Habéis disfrutado de vuestra visita a Cath?
—Por supuesto —dijo Reith—. Nunca me he sentido tan relajado.
Helsse mantuvo su aplomo.
—Excelente. Ahora, con relación a esta noche, el Señor Cizante sospecha que vos y vuestros amigos podríais encontrar algo tediosa una cena formal. Así que ha recomendado un refrigerio casual y sin etiqueta a la hora que mejor os parezca: ahora mismo, si lo deseáis.
—Estamos listos —dijo Reith—. Pero, para prevenir cualquier malentendido, recuerda por favor que insistimos en una recepción digna. No tenemos ninguna intención de deslizamos al palacio por la puerta de atrás.
Helsse hizo un gesto desenvueltamente explícito.
—Para una ocasión casual, el protocolo ha de ser también casual. Ésas son nuestras reglas.
—Entonces seré más específico —dijo Reith—. Nuestro «lugar» exige que utilicemos la puerta principal. Si el Señor Cizante pone objeciones, entonces tendrá que reunirse con nosotros en algún otro lugar: quizá en la taberna al otro lado del Oval.
Helsse dejó escapar una risa incrédula.
—¡Más bien preferiría ponerse un gorro de bufón y hacer cabriolas en una feria! —Agitó tristemente la cabeza—. Para evitar dificultades, utilizaremos la puerta principal; después de todo, ¿qué diferencia representa?
Reith se echó a reír.
—Especialmente cuando Cizante ha ordenado que pasemos por la entrada de la cocina y nada le impedirá suponer que es por allí por donde hemos entrado... Bien, es un compromiso justo. Vamos.
El viaje hasta el Palacio del Jade Azul fue hecho en un resplandeciente lando negro. Siguiendo las instrucciones de Helsse, subió hasta la puerta delantera. Helsse bajó y, tras echar una pensativa mirada a lo largo de la fachada del palacio, introdujo a los tres hombres cruzando el portal hasta el gran vestíbulo. Murmuró unas palabras a un lacayo, luego condujo a los visitantes subiendo un tramo de bajas escaleras, hasta un pequeño salón verde y oro que dominaba el patio.
No se veía al Señor Cizante por ninguna parte.
—Sentaos, por favor —dijo afablemente Helsse—. El Señor Cizante estará con vosotros dentro de un momento. —Agitó la cabeza y salió de la estancia.
Pasaron algunos minutos, luego apareció el Señor Cizante. Llevaba una larga túnica blanca, calzado blanco, un gorro negro. Su rostro era altanero y pensativo; los miró uno a uno.
—¿Quién es el hombre con el que hablé la otra vez? Helsse murmuró algo en su oído; se volvió hacia Reith.
—Ya veo. Bien, poneos cómodos. Helsse, ¿has ordenado un refrigerio adecuado?
—Por supuesto, vuestra Excelencia.
Entró un lacayo empujando una mesilla sobre ruedas, y ofreció bandejas de pastas, galletitas saladas, cubos de carne adobada, jarras de vino, frascos de esencias. Reith aceptó el vino; Traz una copa de jarabe. Anacho tomó una esencia de color verde; el Señor Cizante seleccionó una varilla de incienso y se puso a pasear de un lado para otro, agitándola en el aire.
—Tengo noticias negativas para vos —dijo bruscamente—. He decidido anular todas las ofertas que hice anteriormente. En pocas palabras, no esperéis ninguna recompensa de mí.
Reith dio un sorbo a su vino y se concedió tiempo para pensar.
—¿Estáis honrando las pretensiones de Dordolio?
—No pienso hablar más del asunto. Mi afirmación puede ser interpretada en su sentido más general.
—Yo no os he solicitado ninguna recompensa —dijo Reith—. Ayer vine aquí únicamente para transmitiros las noticias acerca de vuestra hija.
El Señor Cizante mantuvo la varilla de incienso bajo su nariz.
—Las circunstancias ya no me interesan. Anacho emitió inesperadamente algo muy parecido a una risa.
—¡Comprensible! ¡Saberlas os forzaría a honrar vuestra promesa!
—En absoluto —dijo el Señor Cizante—. Hice mis promesas únicamente para el personal del Jade Azul.
—¡Ja, ja! ¿Quién creerá esto, ahora que habéis contratado asesinos contra mi amigo?
El Señor Cizante inmovilizó la varilla de incienso y la dejó a un lado.
—¿Asesinos? ¿Qué es eso?
—Vuestro ayudante —Reith señaló a Helsse— estableció un contrato Tipo Dieciocho contra mí. Tengo intención de advertir a Dordolio; tener contacto con vos puede ser peligroso.
El Señor Cizante miró a Helsse con el ceño fruncido.
—¿De qué está hablando?
Helsse alzó irritadamente las cejas.
—Únicamente me limité a cumplir con mis funciones.
—¡Un celo erróneo! ¿Pretendes que el Jade Azul sea el hazmerreír de todo el mundo? Si esta sórdida historia empieza a circular... —Su voz de apagó bruscamente. Helsse se alzó de hombros y se sirvió un vaso de vino.
Reith se puso en pie.
—Creo que nuestro asunto ha llegado a su fin.
—Un momento —dijo secamente el Señor Cizante—. Dejadme considerar... Supongo que os daréis cuenta de que este pretendido asesinato no era más que una ficción.
Reith agitó lentamente la cabeza.
—Habéis usado demasiado a menudo la política de lanzar una de cal y otra de arena; me siento totalmente escéptico.
El Señor Cizante giró sobre sus talones y salió. La varilla de incienso cayó sobre la alfombra, donde empezó a quemar la fibra. Reith la recogió y la depositó sobre una bandeja.
—¿Por qué habéis hecho eso? —preguntó Helsse con sardónica sorpresa.
—Puedes buscar tú mismo la respuesta.
El Señor Cizante volvió a entrar. Hizo un gesto a Helsse, se retiró con él a un rincón, murmuraron unos momentos, luego salió de nuevo.
Helsse se volvió hacia Reith.
—El Señor Cizante me ha autorizado a pagaros una suma de diez mil sequins, con la condición de que partáis de Cath inmediatamente, regresando a Kotan con el primer barco que salga de Vervodei.
—La impertinencia del Señor Cizante es sorprendente —dijo Reith.
—¿Hasta dónde piensa llegar con su oferta? —preguntó Anacho casualmente.
—No especificó ninguna suma determinada —admitió Helsse—. Tan sólo está interesado en vuestra partida, que facilitará en todos sus aspectos.
—Un millón de sequins, entonces —dijo Anacho—. Si debemos aceptar este trato indigno, al menos nos venderemos caros.
—Esto es demasiado —dijo Helsse—. Veinte mil sequins es más razonable.
—No lo bastante razonable —dijo Reith—. Necesitamos más, mucho más.
Helsse estudió a los tres hombres en silencio. Finalmente dijo:
—Para evitar perder el tiempo, anunciaré la suma máxima que el Señor Cizante está dispuesto a pagar: cincuenta mil sequins, lo cual personalmente considero generoso, y el transporte hasta Vervodei.
—Aceptamos —dijo Reith—. Supongo que es innecesario que te indique que tienes que cancelar tu contrato con la Compañía de Seguridad.
Helsse sonrió, y su sonrisa era trémula.
—Ya he recibido instrucciones al respecto. ¿Cuándo pensáis partir de Settra?
—Dentro de un día o así.
Con cincuenta tiras de sequins púrpuras en la bolsa, los tres hombres abandonaron el Palacio del Jade Azul y subieron al lando negro que les aguardaba. Helsse no les acompañó.
El lando se encaminó hacia el este en el crepúsculo color canela, bajo luminarias que aún no arrojaban casi ninguna iluminación. Al fondo los parques, palacios y casas de la ciudad mostraban racimos de luces indistintas, y en un gran jardín se estaba celebrando una fiesta.
El lando cruzó retumbando un puente de madera tallada iluminado por colgantes linternas y entró en un distrito de apiñados edificios de madera, con salones de té y cafés derramándose sobre la calle. Pasaron por una zona de tristes casas semiabandonadas, y finalmente llegaron al Oval.
Reith bajó del lando. Traz saltó de pronto ante él y se arrojó contra una oscura y silenciosa figura. Reith se echó al suelo al relumbre del metal, pero no consiguió escapar al violento destello blanco púrpura. Un ardiente golpe vibró en su cabeza; quedó tendido en el suelo medio conmocionado, mientras Traz forcejeaba con el asaltante. Anacho avanzó, apuntó su arma. La pequeña aguja partió silbando, atravesó el hombro del atacante. La pistola cayó sobre los adoquines con un sonido metálico.
Reith se puso en pie, tambaleante. Un lado de su cabeza pulsaba como si hubiera recibido una quemadura; su olfato se llenó con el olor a ozono y a pelo chamuscado. Se dirigió con paso inseguro hacia el lugar donde Traz sujetaba a la encapuchada figura mientras Anacho le quitaba su portadocumentos y su daga. Reith le echó hacia atrás la capucha, poniendo al descubierto, ante su asombro, el rostro del Anhelante Refluxivo con el que había estado hablando la noche antes.
La gente que pasaba por el Oval, primero cautelosa ante la lucha, empezó a acercarse. Sonó el agudo pitido del silbato de una patrulla. El Refluxivo se debatió para liberarse.
—¡Soltadme; si me cogen, harán de mí un terrible ejemplo!
—¿Por qué has intentado matarme? —pregunto Reith.
—¿Necesitas preguntarme? ¡Déjame ir, te lo suplico!
—¿Por qué debería hacerlo? ¡Acabas de intentar asesinarme! Dejaremos que te cojan.
—¡No! ¡La Asociación saldrá perjudicada!
—Bien, entonces... ¿por qué intentaste matarme?
—¡Porque eres peligroso! ¡Puedes dividirnos! ¡Ya hay disensión! Algunas almas débiles no tienen fe; ¡quieren encontrar una espacionave y emprender el viaje! ¡Una locura! ¡El único camino es el ortodoxo! Eres un peligro; pensé que lo mejor era eliminar tu disidencia.
Reith inspiró profundamente, lleno de una brutal exasperación. La patrulla estaba ya casi encima de ellos. Dijo:
—Mañana abandonamos Settra; ¡te has tomado tantas molestias para nada! —Dio al hombre un empujón que lo envió trastabillando y sollozando por el dolor de su hombro—. ¡Da las gracias a que somos hombres compasivos!