Read El ciclo de Tschai Online
Authors: Jack Vance
—Supongo que sí.
—¿Cuándo y dónde ocurrió eso?
—Hace tres semanas, a bordo del buque
Vargaz,
a medio cruzar el Draschade.
El Señor Cizante se dejó caer en una silla. Reith aguardó una invitación a hacer lo mismo, pero finalmente decidió sentarse por su cuenta. El Señor Cizante habló con voz seca:
—Evidentemente sufrió una profunda humillación.
—No sabría decirlo. Yo la ayudé a escapar de las Sacerdotisas del Misterio Femenino; a partir de entonces estuvo segura bajo mi protección. Se sentía ansiosa por regresar a Cath y me urgió a acompañarla, asegurándome vuestra amistad y gratitud. Pero tan pronto como iniciamos nuestro viaje hacia el este se volvió melancólica y, como os he dicho, a medio cruzar el Draschade se arrojó por la borda.
Mientras Reith hablaba, el rostro de Cizante fue pasando por una serie de fases y grados de las más diversas emociones.
—Así pues —dijo con voz crispada—, ahora, con mi hija muerta, tras circunstancias que no quiero imaginar, venís aquí a toda prisa a reclamar vuestra recompensa.
—Entonces no sabía nada de esa «recompensa», ni lo sé ahora —dijo fríamente Reith—. Vine a Cath por varias razones, la menos importante de las cuales era conoceros. Os hallo contrario a lo que yo considero una conducta cortés y civilizada, así que me marcho. —Reith hizo una seca inclinación de cabeza y se dirigió hacia la puerta. Al llegar a ella se volvió—. Si deseáis saber más detalles relativos a vuestra hija, consultad a Dordolio, al que hallamos, al límite de sus recursos económicos, en Coad.
Reith abandonó la habitación. El sibilante murmullo del Señor del Jade Azul llegó hasta sus oídos:
—Sois un grosero.
En el vestíbulo aguardó al mayordomo, que le dedicó la más imperceptible de sus sonrisas y señaló hacia un pasillo pintado de rojo y azul, apenas iluminado.
—Por aquí, señor.
Reith no le prestó atención. Se dirigió al vestíbulo principal, y salió por donde había entrado.
Reith regresó caminando al Oval, meditando sobre la ciudad de Settra y el curioso temperamento de su gente. Se vio obligado a admitir que el plan de conseguir una pequeña nave espacial, que allá en el lejano Pera le había parecido como mínimo realizable, parecía ahora impracticable. Había esperado gratitud y amistad del Señor del Jade Azul; había encontrado hostilidad. En cuanto a las habilidades técnicas de los Yao, se sentía inclinado al pesimismo, y se dedicó a evaluar los vehículos que le cruzaban por la calle. Parecían funcionar satisfactoriamente, aunque daban la impresión de que lo primero que habían tenido en mente los diseñadores, antes que la eficiencia, había sido la originalidad y la elegancia. La energía era extraída de las células multiuso producidas por los Dir-dir; el acoplamiento no era en absoluto suave; una indicación, al menos desde el punto de vista de Reith, de descuido o incompetencia por parte de los ingenieros. No había dos iguales; cada uno parecía una construcción individualizada.
Casi con toda seguridad, reflexionó Reith, la tecnología Yao era inadecuada para sus propósitos. Sin acceso a componentes estándar, controles de calidad, circuitos integrados, formas estructurales, ordenadores, analizadores Fourier, generadores a macro-gauss, normas, sin mencionar personal técnico hábil y dedicado, la construcción incluso de la más tosca de las espacionaves se convertía en una tarea abrumadora, imposible ni siquiera dedicándole toda una vida... Llegó a un pequeño parque circular, umbrío bajo las enormes sillas de rugosa corteza negra y hojas apergaminadas. En el centro de
alzaba
un enorme monumento. Una docena de figuras masculinas, cada una de las cuales llevaba un instrumento o una herramienta, danzaban con una inquietante gracia ritual en torno a una forma femenina, que permanecía erguida con los brazos en alto y el rostro alzado en intensa emoción. Reith no pudo identificar su expresión. ¿Exultación? ¿Agonía? ¿Pesar? ¿Beatificación? Fuera cual fuese el caso, el monumento era inquietante, y arañaba las partes más profundas de su mente como un ratón la madera. El monumento parecía muy antiguo... ¿miles de años? Reith no podía estar seguro. Una niña pequeña y un muchachito algo mayor pasaron por su lado. Se detuvieron primero a estudiar a Reith, luego dedicaron una fascinada atención a las deslizantes figuras y sus macabros instrumentos. Reith, de un humor sombrío, siguió su camino y finalmente llegó al Albergue de los Viajeros. Ni Traz ni el Hombre-Dirdir estaban por allí. Sin embargo habían reservado habitaciones: una suite de cuatro estancias que daba al Oval.
Reith se bañó y se cambió de ropas. Cuando bajó al salón principal, el crepúsculo se había extendido sobre el Oval, que ahora estaba iluminado por un anillo de grandes globos luminosos con una gran variedad de colores pastel. Traz y Anacho aparecieron por el otro lado del Oval. Reith los observó con una hosca sonrisa. Eran básicamente antagónicos, como un gato y un perro; sin embargo, cuando las circunstancias los unían, se comportaban con una cautelosa camaradería.
Anacho y Traz, resultó, habían ido a parar por casualidad a una zona conocida como «el Mazo», donde los caballeros dirimían sus asuntos de honor. Durante el transcurso de la tarde habían contemplado tres lances: asuntos casi anodinos y sin derramamiento de sangre, informó Traz con un resoplido despectivo.
—Las ceremonias agotan sus energías —dijo Anacho—. Tras las reverencias y las formalidades, les queda poco tiempo para luchar.
—Me atrevería a decir que los Yao son más peculiares aún que los Hombres-Dirdir —dijo Reith.
—¡Ja! ¡Disiento de eso! Tan sólo conoces a un Hombre-Dirdir. Puedo mostrarte a un millar y confundirte totalmente. Pero vamos; el comedor está tras esa esquina. Si no otra cosa, al menos la cocina Yao es satisfactoria.
Los tres cenaron en un amplio salón con las paredes llenas de tapices. Como de costumbre, Reith no pudo identificar lo que comía, y no se molestó en averiguarlo. Había un guiso amarillento, levemente dulzón, con flotantes copos de corteza salada; lonchas de pálida carne aderezada con pétalos de flores; una verdura parecida al apio espolvoreada con alguna especia terriblemente picante; tortas con aroma a musgo y resina; moras negras con sabor a pantano; transparente vino blanco que cosquilleaba en la boca.
Los tres tomaron un poco de licor después de la cena en la taberna contigua. La clientela incluía a varias personas no Yao, que parecían utilizar el lugar como punto de reunión. Uno de ellos, un hombre alto tocado con un bonete de piel y una evidente propensión a la bebida, miró a Reith directamente al rostro.
—Estoy equivocado, por supuesto. Por un momento pensé que eras Vect de Holangar; luego me dije a mí mismo: ¿dónde están sus tenazas? De modo que me dije no, es solamente otro de esos anomos que se deslizan al Albergue de los Viajeros con la esperanza de ver a los de su propia clase.
—Me gustaría ver a los de mi propia clase —dijo Reith—. Nada me complacería más.
—¿Y bien, no es ése el caso? ¿De qué tipo eres? No puedo ponerle ningún nombre a tu rostro.
—Soy un vagabundo de lejanas tierras.
—No más lejanas que las mías, que se hallan al final de la costa de Vord, donde el cabo del Terror hace retroceder al Schanizade. ¡He visto cosas, puedo asegurártelo! ¡Incursiones en el Arkady! ¡Batallas con la gente del mar! Recuerdo una ocasión en la que nos metimos en las montañas y destruimos a los bandidos... Por aquel entonces yo era joven y un gran soldado; ahora velo por la comodidad de los Yao y me gano con ello mi propia comodidad, y así la vida no resulta demasiado dura.
—Supongo que no. ¿Eres un técnico?
—No soy tan grande como eso. Inspecciono ruedas en el depósito de los vehículos de transporte público.
—¿Hay muchos técnicos extranjeros trabajando en Settra?
—Cierto. Cath es un lugar lo suficientemente confortable como para que puedas olvidarte de las extravagancias de los Yao.
—¿Qué hay acerca de los Hombres-Wankh? ¿Hay muchos de ellos en Settra?
—¿Trabajando? Nunca. Cuando estuve en Ao Zalil, al este del lago Falas, vi cómo eran las cosas. Los Hombres-Wankh no trabajan nunca, ni siquiera para los Wankh; ya se agotan bastante pronunciando los carillones Wankh. Aunque normalmente interpretan los acordes con la ayuda de pequeños y notables instrumentos.
—¿Quiénes trabajan entonces en las tiendas Wankh? ¿Negros y Púrpuras?
—¡Oh, no! Cualquiera de ellos podría verse obligado a manejar un artículo que hubiera tocado la mano del otro. Los Lokhar de tierra adentro son los que realizan la mayor parte del trabajo en las tiendas. Durante diez o veinte años, o incluso más, se afanan en ellas, y luego vuelven a sus poblados convertidos en hombres ricos. ¿Hombres-Wankh trabajando en las tiendas? ¡Vaya chiste! ¡Son tan orgullosos como los Hombres-Dirdir Inmaculados! Veo que tienes a tu lado a un Hombre-Dirdir esta noche.
—Sí, es mi camarada.
—¡Es extraño encontrar a un Hombre-Dirdir tan corriente! —se maravilló el viejo—. Solamente me he tropezado con tres antes de ahora, y los tres me trataron como el polvo de sus zapatos. —Vació su vaso, lo dejó sobre la mesa con un golpe seco—. Ahora tengo que irme; os deseo buenas noches a todos, incluso al Hombre-Dirdir.
El viejo se marchó. Casi con el mismo batir de la puerta penetró un hombre joven pálido y de pelo negro, vestido discretamente con finas ropas color azul oscuro. Había visto a aquel hombre en algún lugar, pensó Reith, y recientemente... ¿Dónde? El hombre caminó con lentitud, como sumido en sus pensamientos, a lo largo del pasillo que había libre junto a la pared. Fue a la barra, le sirvieron un vaso de un jarabe oscuro. Cuando se volvió, sus ojos se encontraron con los de Reith. Hizo una cortés inclinación de cabeza y, tras una momentánea vacilación, se acercó. Entonces lo reconoció Reith: era el joven y pálido ayudante de Cizante.
—Buenas noches —dijo el joven—. ¿Quizá me reconocéis? Soy Helsse de Isan, de la casa del Jade Azul. Creo que nos hemos visto hoy.
—Ciertamente, he tenido algunas palabras con tu amo. Helsse dio un sorbo a su vaso, hizo un gesto de desagrado y lo depositó sobre la mesa.
—Vayamos a un lugar un poco más tranquilo donde podamos hablar.
Reith dijo unas palabras a Traz y Anacho, luego se volvió de nuevo a Helsse.
—Di dónde.
Helsse miró casualmente hacia la entrada principal, pero eligió salir por el restaurante. Mientras se marchaban, Reith captó con el rabillo del ojo a un hombre entrando en la taberna y mirando con ojos furiosos a su alrededor: Dordolio.
Helsse pareció no haberlo visto.
—Cerca de aquí hay un pequeño cabaret, no muy distinguido, pero tan bueno como cualquier otro lugar para que podamos hablar un poco.
El cabaret era un local de techo bajo, iluminado con lámparas rojas y azules, con reservados pintados de azul rodeando una pista central. Un cierto número de músicos estaban sentados en una plataforma, y dos de ellos tocaban pequeños gongs y tambores, mientras un bailarín se retorcía sinuosamente de un lado para otro. Helsse seleccionó un reservado cerca de la puerta, tan lejos de los músicos como era posible; los dos hombres se sentaron en almohadones azules, y Helsse pidió dos copas de «Tintura de Madera Silvestre», que les fueron traídas inmediatamente a la mesa.
El bailarín se fue, y los músicos iniciaron una nueva melodía con instrumentos similares al óboe, flauta, celo y tímpano. Reith escuchó por unos momentos, sorprendido por la raspante melodía que era casi un lamento, el repiquetear del tímpano, los repentinamente excitados arpegios de la flauta.
Helsse se inclinó solícito hacia delante.
—¿No estáis familiarizado con la música Yao? Al menos ésa es la impresión que dais. Ésta es una de nuestras formas tradicionales: un lamento.
—Nunca la hubiera confundido con una composición alegre.
—Cuestión de apreciación. —Helsse empezó a enumerar una serie de formas musicales de optimismo decreciente—. No quiero dar a entender con esto que los Yao sean una gente melancólica; basta con asistir a uno de los bailes de temporada para apreciarlo.
—Dudo que sea invitado a ninguno de ellos —dijo Reith.
La orquesta inició otra melodía, una serie de acordes apasionados iniciados por cada instrumento en instantes distintos, terminando todos juntos en un sostenido trémolo. Por una extraña asociación de ideas, Reith pensó en el monumento en el parque circular.
—¿Tiene la música alguna conexión con vuestro ritual de expiación?
Helsse sonrió de una forma distante.
—He oído decir que el espíritu de la Comunión Patética permea la psique Yao.
—Interesante. —Reith guardó silencio unos momentos. Helsse no lo había traído hasta allí para hablar de música.
—Espero que los sucesos de esta tarde no hayan representado para vos un gran inconveniente —dijo Helsse.
—Ninguno en absoluto, excepto una cierta irritación.
—¿Acaso no esperabais la recompensa?
—No sabía nada de ella. Esperaba la cortesía habitual, por supuesto. La recepción que me ofreció el Señor Cizante, vista en retrospectiva, parece de lo más notable.
Helsse asintió seriamente.
—Es un hombre notable. Pero en estos momentos se halla en una delicada posición. Inmediatamente después de vuestra partida se presentó el caballero Dordolio, denunciándoos como un intruso y reclamando la recompensa para él. Si he de ser sincero, acceder a ello representaría una situación embarazosa para el Señor Cizante, si tenemos en cuenta todas las consideraciones. Es posible que vos no sepáis que las casas del Jade Azul y del Oro y Cornalina son rivales. El Señor Cizante sospecha que Dordolio pueda utilizar la gratificación para humillar a la casa del Jade Azul, con consecuencias que en estos momentos nadie puede prever.
—¿Cuál fue exactamente la recompensa prometida por el Señor Cizante? —preguntó Reith.
—La emoción abrumó su habitual reserva —dijo Helsse—. Declaró: «Quienquiera que me devuelva a mi hija o me traiga noticias de ella podrá pedir lo que desee, y yo haré todo lo posible por cumplir sus deseos.» Unas palabras fuertes, como podéis ver, pronunciadas solamente para los oídos de la casa del Jade Azul, pero que se extendieron rápidamente.
—Parece —dijo Reith— que yo le haría un favor a Cizante aceptando su bondad.
—Eso es lo que queremos poner en claro —dijo Helsse cuidadosamente—. Dordolio ha hecho un cierto número de afirmaciones insolentes relativas a vos. Declara que sois un bárbaro supersticioso que intenta revivir el «culto». Si vuestra petición fuera que el Señor Cizante convirtiera su palacio en un templo y se uniera él también al «culto», puede que prefiriera los términos de Dordolio.