Read El ciclo de Tschai Online
Authors: Jack Vance
—Pero eso sólo requiere un momento. Abre la puerta; lo haré yo mismo.
Hrostilfe hizo un gesto irritado.
—Soy el más meticuloso de los marinos. Cada cosa se hará en su momento preciso.
Zarfo, que había acudido al salón, lanzó una mirada especulativa a la puerta del pañol. Reith murmuró:
—Muy bien, haz como quieras. —Zarfo fue a decir algo pero, captando la mirada de Reith, se alzó de hombros y contuvo su lengua.
Hrostilfe empezó a moverse cojeando de un lado para otro, haciendo que soltaran amarras, poniendo en marcha el propulsor, y finalmente subiendo al control. El barco salió a mar abierto.
Reith le dijo algo a Traz, y el joven se situó detrás de Hrostilfe y empezó a revisar su catapulta, comprobando el perfecto funcionamiento del mecanismo. Al cabo de un momento colocó una flecha en la ranura, armó el instrumento, y se lo colgó descuidadamente al cinto. Hrostilfe hizo una mueca.
—¡Cuidado, muchacho! ¡Ésa es una forma estúpida de llevar tu catapulta!
Traz pareció no oírle.
Reith, tras unas palabras con Zarfo y Anacho, se dirigió a proa. Prendió fuego a algunos trapos viejos y los situó junto al ventilador de proa, de modo que el humo se metiera en el pañol.
—¿qué estupidez es ésa? —exclamó furioso Hrostilfe—. ¿Estás intentando incendiar el barco?
Reith prendió unos cuantos trapos más y los dejó caer por el ventilador. De abajo llegaron toses ahogadas, luego un murmullo de voces y pateos. Hrostilfe llevó rápidamente una mano a su bolsa, pero observó la mirada de Traz clavada en él y su catapulta lista para disparar.
Reith se acercó con paso tranquilo. Traz dijo:
—Su arma está en su bolsa.
Hrostilfe permanecía rígido y tenso. Hizo un brusco movimiento, pero se detuvo en seco cuando Traz alzó velozmente la catapulta. Reith soltó su bolsa, se la tendió a Traz, retiró dos dagas y un pequeño puñal de diversas partes de la persona de Hrostilfe.
—Ve abajo —dijo—. Abre la puerta del pañol. Di a tus amigos que salgan, uno a uno.
Hrostilfe, con el rostro gris de furia, cojeó hacia abajo y, tras un intercambio de amenazas con Reith, abrió la puerta del pañol. Salieron seis rufianes, que fueron desarmados por Anacho y Zarfo y enviados a cubierta, donde Reith los arrojó por la borda.
Finalmente, el pañol quedó vacío excepto por el humo. Hrostilfe fue llevado a cubierta, donde se volvió todo miel y contemporización.
—¡Puedo explicarlo! ¡Es un ridículo malentendido! —Pero Reith se negó a escuchar, y Hrostilfe siguió el camino de sus compinches. Ya en el agua, agitó el puño y gritó obscenidades a los sonrientes rostros a bordo del
Pibar,
luego empezó a nadar hacia la orilla.
—Parece que nos hemos quedado sin navegante —dijo Reith—. ¿En qué dirección se halla Zara?
Zarfo se mostraba ahora muy sumiso. Señaló con un negro y nudoso dedo.
—Tiene que estar por ahí al frente. —Se volvió para contemplar las siete cabezas en el agua, a popa—. ¡Me resulta incomprensible esa avidez de los hombres hacia el dinero! ¡Ved a qué desastres conduce! —Y Zarfo hizo chasquear dogmáticamente la lengua—. Bien, un incidente desafortunado, que por suerte hemos dejado atrás. ¡Y ahora nosotros estamos al mando del
Pibar!
¡Adelante: nos esperan Zara, el río Ish y Smargash!
Durante todo el primer día el Parapán se mantuvo sereno. El segundo día fue más movido, y el
Pibar
empezó a agitarse sobre las olas. Al tercer día una nube entre negra y amarronada cubrió todo el horizonte occidental, apuñalando el mar con una multitud de relámpagos. El viento empezó a soplar en enormes ráfagas; durante dos horas el
Pibar
se agitó y bamboleó; luego la tormenta pasó, y se hallaron de nuevo en clima benigno.
Al cuarto día Kachan apareció al frente. Reith maniobró el
Pibar
para ponerse al costado de una barca de pesca, y Zarfo preguntó la dirección de Zara. El pescador, un viejo hombre de piel aceitunada con anillos de acero en las orejas, señaló sin pronunciar palabra. El
Pibar
siguió adelante y entró en el estuario del Ish al anochecer. Las luces de Zara parpadeaban a lo largo de la costa occidental, pero ahora, sin ninguna razón para entrar en puerto, el
Pibar
empezó a remontar el Ish en dirección al sur.
La luna rosa Az brillaba en el agua; el
Pibar
siguió avanzando durante toda la noche. Por la mañana vieron que estaban en una región rica con hileras de bien cuidados árboles a lo largo de las orillas. Luego el paisaje empezó a volverse árido, y por un espacio de tiempo el río serpenteó por entre racimos de espiras de obsidiana. Al día siguiente vieron un grupo de hombres altos con negras capas en la orilla. Zarfo los identificó como miembros de la tribu de los Niss. Permanecieron inmóviles, observando el paso del
Pibar
corriente arriba.
—¡Tenemos que evitarlos! ¡Viven en agujeros como las jaurías de la noche, y hay gente que dice que son más implacables que ellas!
A última hora de la tarde el río se estrechó entre dunas de arena, y Zarfo insistió en que el
Pibar
fuera anclado en aguas profundas para pasar la noche.
—Delante hay bancos de arena y bajíos. Embarrancaríamos, e indudablemente los Niss nos han seguido. Nadie les impediría subir a bordo.
—¿No nos atacarán si echamos el ancla?
—No, temen las aguas profundas y nunca utilizan botes. Anclados, estamos tan seguros como si estuviéramos ya en Smargash.
La noche era clara, y Az y Braz surcaban el cielo del viejo Tschai. En la orilla, los Niss encendieron descaradamente sus fuegos y pusieron a hervir sus calderos, y más tarde empezaron a tocar una alocada música de violines y tambores. Los viajeros observaron durante horas las ágiles figuras enfundadas en sus capas negras danzar en torno a los fuegos, saltando, agitando las piernas, alzando las cabezas, bajándolas, girando con los brazos en jarras.
Por la mañana los Niss habían desaparecido. El
Pibar
cruzó los bajíos sin ningún incidente. A última hora de la tarde los viajeros llegaron a un poblado, protegido de los Niss por una línea de postes a cada uno de los cuales había encadenado un esqueleto envuelto en una podrida capa negra. Zarfo declaró que el poblado era el límite del tramo navegable, y que Smargash se hallaba aún a quinientos kilómetros al sur, a través de una región desértica llena de montañas y barrancos.
—A partir de aquí tendremos que viajar por caravana, siguiendo el viejo Camino de Sarsazm, hasta Hamil Zut bajo las mesetas de Lokhara. Esta noche haré averiguaciones y sabré qué es lo más ventajoso que podemos hacer.
Zarfo permaneció toda la noche en tierra, y regresó por la mañana con la noticia de que, tras el más furioso de los regateos, había cambiado el
Pibar
por pasajes de primera clase en caravana hasta Hamil Zut.
Reith hizo algunos cálculos. ¿Quinientos kilómetros? A doscietos sequins por persona, como máximo, eso representaba ochocientos para los cuatro. El
Pibar
valía al menos diez mil, incluso al más bajo de los precios. Miró a Zarfo, que le devolvió ingenuamente la mirada.
—¿Recuerdas las diferencias que tuvimos en Kabasas? —dijo Reith.
—Por supuesto —declaró Zarfo—. Aún hoy me siento angustiado por la injusticia de tus sospechas.
—Pues aquí tienes otro motivo de angustia. ¿Cuánto dinero extra pediste por el
Pibar... y
recibiste? Zarfo esgrimió una incómoda mueca.
—Naturalmente, me había reservado la noticia para darte una alegre sorpresa.
—¿Cuánto?
—Tres mil sequins —murmuró Zarfo—. Ni más ni menos. Considero que es un precio justo aquí arriba. Dista mucho de ser una fortuna.
Reith decidió aceptar aquella suma como buena.
—¿Dónde está el dinero?
—Será pagado cuando desembarquemos.
—¿Y cuándo parte la caravana?
—Pronto... dentro de un día o así. Hay una posada que no está demasiado mal; podemos pasar la noche en tierra.
—Muy bien; bajemos y vayamos a cobrar el dinero.
No sin cierta sorpresa por parte de Reith, la bolsa que recibió Zarfo del posadero contenía exactamente tres mil sequins, y Zarfo exhibió una dolida sonrisa y, entrando en la taberna, pidió una jarra de cerveza.
Tres días más tarde la caravana inició su marcha hacia el sur: una hilera de doce carromatos a motor, cuatro de ellos con lanzaarenas. El Camino de Sarsazm los condujo a través de un impresionante paisaje: gargantas y grandes precipicios, el lecho de un antiguo mar, vistas de distantes montañas, rumorosos bosques de altos árboles y negros heléchos. Ocasionalmente se veían algunos Niss, pero mantenían su distancia, y al atardecer del tercer día la caravana llegó a Hamil Zut, una pequeña y escuálida ciudad de un centenar de chozas de barro y una docena de tabernas.
Por la mañana Zarfo alquiló bestias de carga, equipo y un par de guías, y los viajeros emprendieron la marcha por el camino que conducía a las tierras altas de Lokhara.
—Es una región salvaje —les advirtió Zarfo—. A veces pueden verse animales peligrosos, así que estad preparados con vuestras armas.
El camino era empinado, el terreno a todas luces salvaje. En varias ocasiones vieron karyans, elusivas bestias grises que se deslizaban por entre las rocas, a veces erguidas sobre sus dos patas traseras, a veces apoyándose en todas seis. En otra ocasión se encontraron con un reptil con cabeza de tigre dándose un festín con la carcasa de un animal muerto, y pudieron pasar por su lado sin ser molestados.
Al tercer día de haber abandonado Hamil Zut los viajeros entraron en Lokhara, una gran llanura mesetaria; y a media tarde Smargash apareció al frente. Zarfo le dijo a Reith:
—Se me ocurre, como sin duda se te habrá ocurrido a ti, que tu aventura es más bien delicada.
—Lo es.
—La gente de aquí no deja de tener algunas afinidades con los Wankh, y un extranjero puede abordar muy fácilmente a la gente equivocada.
—¿Y?
—Quizá será mejor que sea yo quien elija al personal.
—Por supuesto. Pero yo me encargaré del asunto del pago.
—Como quieras —gruñó Zarfo.
El paisaje a su alrededor era ahora próspero y bien irrigado, poblado de agradables granjas. Los hombres, como Zarfo, exhibían su piel tatuada o teñida de negro, con una cabellera completamente blanca. Las pieles de las mujeres, en contraste, eran tan blancas como la tiza, y su pelo era negro. Los niños mostraban cabellos blancos o negros según su sexo, pero sus pieles eran uniformemente del color del polvo en el que jugaban.
Un camino seguía la orilla de un río bajo viejos árboles majestuosos. A ambos lados había pequeñas casitas, cada una de ellas con su correspondiente jardín. Zarfo suspiró con un profundo sentimiento.
—Vedme aquí, el obrero emigrado que regresa a su hogar. ¿Pero dónde está mi fortuna? ¿Cómo puedo comprarme mi casita al lado del río? La pobreza me ha obligado a seguir extraños caminos; ¡he tenido que verme unido a un fanático con el corazón de piedra, que disfruta frustrando las esperanzas de un bondadoso viejo!
Reith no prestó atención a sus palabras, y finalmente entraron en Smargash.
Reith estaba sentado en el salón de la achaparrada casita cilíndrica que había alquilado, dominando la plaza de Smargash donde los jóvenes pasaban gran parte de su tiempo bailando.
Delante suyo, en otras tantas sillas de mimbre, se sentaban cinco hombres de Smargash con el pelo blanco, un grupo seleccionado de entre los veinte con los que Zarfo había contactado originalmente. Era media tarde; afuera en la plaza los bailarines saltaban y giraban a la música de una concertina, cascabeles y tambores.
Reith explicó tanto como se atrevió de su programa: no demasiado.
—Os halláis aquí porque podéis ayudarme en una aventura. Zarfo Detwiler os ha informado que hay implicada una gran suma de dinero; eso es cierto, aunque fracasemos. Si tenemos éxito, y creo que las posibilidades son favorables, recibiréis riquezas suficientes como para satisfacer a cualquiera de vosotros. Hay peligro, como cabe esperar, pero procuraremos reducirlo al mínimo. Si alguien prefiere no participar en una aventura de estas características, ahora es el momento de marcharse.
El más viejo del grupo, un tal Jag Jaganing, un experto en instalación y mantenimiento de sistemas de control dijo:
-Hasta el momento no podemos decir ni sí ni no.
Ninguno de nosotros se negará nunca a llevar a su casa una bolsa de sequins, pero ninguno quiere tampoco arriesgarse a una empresa imposible con la esperanza de un hipotético beneficio.
—¿Deseáis más información? —Reith contempló sus rostros uno a uno—. Es natural. Pero no deseo revelar demasiado a los meramente curiosos. Si alguno de vosotros se siente definitivamente no dispuesto a participar en una aventura peligrosa pero en absoluto desesperada, por favor, que lo diga ahora.
Hubo una ligera agitación de inquietud, pero nadie dijo nada.
Reith aguardó unos instantes.
—Muy bien; ahora debéis prometer que mantendréis todo esto en secreto.
El grupo pronunció entonces el terrible juramento Lokhar. Zarfo, arrancando un pelo de cada cabeza, los retorció todos juntos formando una pequeña cuerda, a la que prendió fuego. Cada uno de los presentes inhaló su humo.
—Ahora estamos todos comprometidos y unidos como si fuéramos uno solo; si alguien traiciona ese juramento, los demás se encargarán de él.
Reith, impresionado por el ritual, no dudó más en ir al fondo del asunto.
—Conozco la situación exacta de una fuente de riqueza, en un lugar que no se halla en el planeta Tschai. Necesitamos una nave espacial y una tripulación para operarla. Propongo apoderarme de una de las naves del campo de Ao Hidis; vosotros seréis la tripulación. Para demostrar mi cordura y mi buena fe, pagaré a cada hombre, el día de la partida, cinco mil sequins. Si fracasamos en nuestro intento, cada hombre recibirá otros cinco mil sequins.
—Cada hombre superviviente —gruñó Jag Jaganig.
—Si tenemos éxito —prosiguió Reith—, diez mil sequins os parecerán una fruslería. En pocas palabras, ésa es la esencia del asunto.
Los Lokhar se agitaron escépticos en sus sillas. Jag Jaganig dijo:
—Obviamente tenemos aquí la base para una tripulación adecuada, al menos para una Zeno, o una Kud, o incluso una de las pequeñas Kadants. Pero enfrentarnos a los Wankh no es un asunto trivial.