Read El ciclo de Tschai Online
Authors: Jack Vance
—Es más fácil navegar que caminar—dijo a Zap 210—. Y parece que hay un buen viento junto a la costa.
—¿Adentrarnos en esa enorme y vacía desolación? —dijo Zap 210, consternada.
—Cuanto más vacía mejor —dijo Reith—. El mar no me preocupa; es la gente que navega por él... Lo cual puede decirse también de tierra firme, por supuesto. —Empezó a descender la ladera; Zap 210 le siguió. Alcanzaron el extremo del malecón y echaron a andar por la irregular tablazón. De algún lugar cercano les llegó un aullido de furia. Vieron a un muchacho casi adolescente echar a correr hacia el poblado.
Reith echó a correr también.
—¡Apresúrate, rápido! No tenemos mucho tiempo.
Zap 210 le siguió, jadeante. Ambos alcanzaron el otro extremo del malecón.
—¡No vamos a poder escapar! Nos seguirán con los botes.
—No —dijo Reith—. Creo que no. —Miró los botes, uno tras otro, y eligió el que parecía más sólido. Frente al poblado aparecieron excitadas formas negras que se reunieron en un grupo; una docena de ellas echaron a correr hacia el malecón, seguidas por otras.
—Salta al bote —dijo Reith—. ¡Despliega la vela!
—Es demasiado tarde —exclamó Zap 210—. Nunca escaparemos.
—No es demasiado tarde. ¡Despliega la vela!
—No sé cómo se hace.
—Tira de la cuerda que sube por el lado del mástil.
Zap 210 saltó al interior del bote y probó de seguir las instrucciones de Reith. Mientras tanto, Reith corrió a lo largo del malecón soltando las amarras de los demás botes. Siguiendo el impulso de la corriente, empujados por la brisa hacia mar abierto, se alejaron lentamente del muelle.
Reith volvió junto a donde Zap 210 forcejeaba desesperadamente con la driza. Tiraba con todas sus fuerzas, pero lo único que había conseguido era enredar la verga mayor bajo el estay del trinquete. Reith lanzó una última mirada a los habitantes del poblado que acudían gritando, luego saltó al bote y soltó amarras.
No había tiempo de desenredar la verga; Reith tomó los remos, los fijó en las chumaceras y empezó a remar. Los aullantes Khor llegaban ya por el vacilante malecón. Se detuvieron y lanzaron sus dardos; la nube de hierro partió en enjambre, golpeando el agua a unos inquietantes tres o cuatro metros de la popa del bote. Reith manejó los remos con redoblada energía, luego empezó a largar la vela. Liberó la verga, la vela se desplegó con un chasquido y se hinchó al viento; el bote cabeceó y surcó el agua. Los Khor permanecieron silenciosos en el malecón, observando alejarse sus botes.
Reith puso rumbo directamente a mar abierto. Zap 210 permanecía acurrucada en el centro del bote. Finalmente hizo una débil protesta:
—¿Es juicioso alejarse tanto de tierra?
—Muy juicioso. De otro modo los Khor podrían seguirnos por la orilla y matarnos cuando desembarcáramos.
—Nunca había visto una extensión tan grande. Es enorme... asusta.
—Por otra parte, nuestra condición es mejor que la de ayer a esta misma hora. ¿Tienes hambre?
—Sí.
—Mira lo que hay en ese cofre de ahí. Puede que tengamos suerte.
Zap 210 fue a proa y abrió el cofre indicado por Reith, donde, entre trozos de cuerda y herramientas, velas de repuesto y una linterna, encontró una cantimplora con agua y una bolsa de galletas de hierba del peregrino seca. Con la orilla convertida en una mancha imprecisa, Reith hizo girar el bote hacia el noroeste, encarando al viento la rudimentaria vela.
Durante todo el día sopló viento favorable. Reith mantuvo el rumbo hasta alejarse unos quince kilómetros de la orilla, mucho más allá del alcance de la visión de los Khor. Aparecieron algunos promontorios en la neblinosa distancia, luego se empequeñecieron y desaparecieron.
A medida que transcurría la tarde el viento se incrementó, alzando festones de espuma en las olas del oscuro mar. Las cuerdas crujían, las velas estaban hinchadas, la embarcación cabalgaba subiendo y bajando sobre las olas, la espuma burbujeaba en la estela, y Reith se alegraba de cada kilómetro que dejaban tan rápidamente atrás.
Carina 4269 se hundió tras las colinas de tierra firme; el viento murió, y el bote perdió velocidad. Llegó la oscuridad; Zap 210 se acurrucó temerosa en el asiento central, oprimida por la enorme extensión del cielo. Reith perdió la paciencia con sus temores. Bajó la verga a media altura del mástil, fijó el timón, se acomodó de la mejor manera posible y durmió.
Una fría brisa matutina le despertó. Tambaleándose en la semioscuridad que precede al alba, consiguió izar la vela; luego fue a popa, donde manejó medio dormido el timón hasta que salió el sol.
Hacia el mediodía descubrió un dedo de tierra que se adentraba en el mar; llevó el bote hasta la orilla en una deprimente playa gris y salió a explorar. Encontró un riachuelo, unas matas con unas bayas de color púrpura, y la sempiterna hierba del peregrino. En el riachuelo observó un cierto número de criaturas parecidas a crustáceos, pero no se decidió a cogerlas.
A media tarde salieron de nuevo al mar, y Reith utilizó los remos para empujar el bote fuera de la playa. Rodearon el cabo, para encontrar una orilla de un aspecto completamente distinto. Las playas grises y las lodosas llanuras se convirtieron en una estrecha franja de guijarros, tras la cual se alzaban desnudas colines rojas, y Reith, situándose a favor del viento, se dirigió nuevamente hacia mar abierto.
Una hora antes del anochecer apareció en el horizonte al nordeste un barco largo y bajo, con un siniestro parecido a los galeones piratas del Draschade. Esperando mantenerlos alejados, Reith varió el rumbo hacia el sur. El barco alteró también el rumbo, sin que Reith pudiera estar seguro o no de que se trataba de una coincidencia. Encaminó directamente el bote hacia la orilla, ahora a unos quince kilómetros de distancia; el barco pareció alterar también el rumbo. Sintiendo una opresión en el pecho, Reith comprendió que iban a ser alcanzados. Zap 210 observaba con los hombros hundidos; Reith se preguntó qué haría si el barco les alcanzaba realmente. Ella no sabía qué esperar: y ahora no era precisamente el momento de explicárselo. Reith decidió que la mataría en el caso de que la captura se hiciese inevitable. Luego cambió de opinión: saltarían por la borda y se ahogarían juntos... Poco práctico también: mientras hay vida hay esperanza.
El sol se hundió tras el horizonte; el viento, como la tarde anterior, disminuyó. El anochecer trajo una calma chicha, con la dos embarcaciones agitándose impotentes en las olas.
Reith tomó los remos. Mientras el ocaso se asentaba sobre el océano, se alejó del inmóvil barco pirata en dirección a la orilla. Remó durante toda la noche. Salió la luna rosa, seguida por la luna azul, proyectando trémulas estrías de luz sobre el agua.
Ante ellos, una de las estrías moría en una masa completamente negra: la orilla. Reith dejó de remar. Muy a lo lejos, al oeste, vio una trémula luz; en dirección al mar todo estaba oscuro. Echó el ancla y arrió la vela. Comieron bayas y hierba del peregrino, luego se tendieron para dormir sobre las velas en el fondo del bote.
Por la mañana sopló una brisa del este. El bote permanecía anclado a un centenar de metros de la orilla, a una profundidad de escasamente un metro. El galeón pirata, si lo era, no se veía por ninguna parte. Reith levó el ancla a izó la vela; el bote inició una vez más, bamboleándose, su navegación.
Cauteloso tras los acontecimientos de la tarde anterior, Reith navegó a tan sólo medio kilómetro de la orilla hasta que cesó el viento, a media tarde. Al norte, un banco de nubes presagiaba tormenta; tomando los remos, Reith empujó el bote hasta una laguna en la boca de un lento río. A un lado de la laguna flotaba una balsa de cañas secas, sobre la que dos muchachos, sentados, estaban pescando. Tras una agitación inicial, contemplaron la aproximación del bote con una actitud de indiferencia.
Reith paró de remar para estudiar la situación. La despreocupación de los muchachos no parecía natural. En Tschai los acontecimientos desacostumbrados casi siempre presagiaban peligro. Reith remó cautelosamente hasta alcanzar una distancia de conversación. A unos treinta metros más allá, en la orilla, había sentados tres hombres, también pescando. Parecían Grises: una gente de corta estatura, robusta, con rostros de rasgos firmes, escaso pelo castaño y piel grisácea. Al menos, pensó Reith, no eran Khor, y en consecuencia no automáticamente hostiles.
Reith dejó derivar el bote. Preguntó:
—¿Hay alguna ciudad cerca?
Uno de los muchachos señaló con el dedo al otro lado de las cañas, hacia un bosquecillo de ouingas púrpuras.
—AL otro lado.
—¿Qué ciudad es?
—Zsafathra.
—¿Hay allí alguna posada a hostería donde podamos encontrar acomodo?
—Pregunta a los hombres de la orilla.
Reith empujó el bote hacia allá. Uno de los hombres exclamó irritado:
—¡Cuidado con los remolinos! ¡Vas a asustar a todos los gobbluchs de la laguna!
—Lo siento —dijo Reith—. ¿Es posible encontrar alojamiento en vuestra ciudad?
Los hombres lo contemplaron con una curiosidad impersonal.
—¿Qué hacéis aquí en esta costa?
—Somos viajeros del sur de Kislovan que volvemos a casa.
—Habéis viajado una notable distancia en una embarcación tan pequeña —observó uno de los hombres, con voz ligeramente escéptica.
—Una embarcación que se parece notablemente a las de los Khor —añadió otro.
—Reconozco que se parece a los botes Khor —admitió Reith—. Pero dejando eso aparte, ¿qué hay del alojamiento?
—La gente con sequins puede obtener cualquier cosa.
—Podemos pagar un precio razonable.
El más viejo de los hombres de la orilla se puso en pie.
—Lo menos que podemos decir de nosotros mismos es que somos gente razonable —afirmó. Hizo una seña a Reith para que se acercara. Cuando el bote apuntó hacia el cañizal, saltó a bordo—. ¿Así que decís ser Khor?
—Exactamente lo contrario. Decimos que no somos Khor.
—¿Entonces, el bote?
Reith hizo un gesto ambiguo.
—No es tan bueno como algunos, pero mejor que otros; nos ha traído hasta aquí.
Una fría sonrisa cruzó el rostro del hombre.
—Sigue más allá del siguiente canal. Luego gira a la derecha.
Durante media hora Reith remó por entre un laberinto de canales, con los ouingas siempre tras islas de negras cañas. Reith comprendió finalmente que el zsafathrano se estaba burlando de él o quería confundirle.
—Estoy cansado —dijo—. Rema tú a partir de ahora.
—No, no —declaró el viejo—. Ya estamos, simplemente dobla a la izquierda en el próximo canal, y hacia los ouingas.
—Extraño —dijo Reith—. Hemos cruzado ese canal arriba y abajo al menos una docena de veces.
—Todos estos canales se parecen. Ya hemos llegado.
El bote flotó en un plácido estanque, rodeado de casitas con techo de cañas, montadas sobre pilotes bajo los ouingas. AL final del estanque se alzaba una estructura mayor y más elaborada. Los pilotes eran de madera púrpura de ouinga; el techo estaba entretramado con un complicado dibujo negro, marrón y gris.
—Nuestra casa comunal —explicó el zsafathrano—. No estamos tan aislados como usted podría pensar. Los Thang vienen con sus troupes y carromatos, y los buhoneros Bihasu, y los dignatarios errantes como vosotros. Los albergamos a todos en nuestra casa comunal.
—¿Thang? ¡Entonces debemos estar cerca del cabo Braise!
—¿Consideras cerca quinientos kilómetros? Los Thang son tan ubicuos como las moscas de la arena; aparecen por todas partes, casi siempre precisamente cuando no son deseados. No demasiado lejos de aquí está la gran ciudad Thang de Urmank... Tanto tú como la mujer sois de una raza desconocida para mí. Si el concepto no fuera en sí mismo absurdo... Pero no, postular estupideces es perder mi dignidad; no aventuraré nada.
—Somos de un remoto lugar —dijo Reith—. Nunca has oído hablar de él.
El viejo hizo un signo de indiferencia.
—Como queráis; siempre que observéis las ceremonias y paguéis lo que corresponde.
—Dos preguntas —dijo Reith—. ¿Qué son las «ceremonias», y cuánto esperáis que paguemos diariamente?
—Las ceremonias son simples —dijo el zsafathrano—. Un intercambio de banalidades, por así decir. En cuanto al pago, serán unos cuatro o cinco sequins al día. Id al muelle si queréis; luego nos llevaremos vuestro bote, para evitar las especulaciones si algún Thang o un Bihasu pasa por allí cerca.
Reith decidió no poner ninguna objeción. Condujo el bote hasta el muelle, una construcción de juncos y cañas fijados a pilotes de madera de ouinga. El zsafathrano saltó del bote y ayudó galantemente a Zap 210 a subir al muelle, inspeccionándola de cerca mientras lo hacía.
Reith saltó al muelle con la amarra en la mano; el zsafathrano la tomó y se la pasó a un muchacho, junto con algunas instrucciones murmuradas. Condujo a Reith y a Zap 210 por el pabellón de juncos hasta la casa comunal.
—Bien, consideraos como en vuestra casa. El cubículo de allí está a vuestro servicio. A su debido tiempo os traerán comida y vino.
—Querríamos bañarnos —dijo Reith—, y apreciaríamos un cambio de ropas, si hay disponibles.
—Los baños están más allá. Podéis adquirir nuevas ropas estilo zsafathrano a su precio correspondiente.
—¿Y cuál es ese precio?
—Las ropas normales de aulaga gris para los cortadores de juncos y campesinos valen diez sequins el conjunto. Puesto que vuestras ropas actuales pueden calificarse casi como andrajos, os recomiendo el gasto.
—¿La ropa interior va incluida en el precio?
—Se proporciona con un sobreprecio de dos sequins, y si deseáis sandalias nuevas, os costarán cinco sequins adicionales el par.
—Muy bien —dijo Reith—. Tráelo todo. Mientras tengamos sequins, viviremos en primera clase.
Vestida con una simple blusa gris y pantalones zsafathranos, Zap 210 parecía algo menos peculiar y llamativa. Su pelo negro había empezado a rizarse; la exposición al viento y al sol había oscurecido su piel; solamente sus rasgos perfectamente regulares y su aire de meditabunda concentración la mantenían ahora aparte. Reith dudaba, sin embargo, de si un extraño observaría en su conducta algo más que una timidez más grande de lo común.
Pero Cauch, el viejo zsafathrano, lo había observado. Tomando a Reith aparte, murmuró con voz confidencial: