Read El ciclo de Tschai Online
Authors: Jack Vance
—¿Qué hay ahí delante? —preguntó Zap 210.
Reith agitó la cabeza.
—No lo sé. Me gustaría saberlo.
—Pero estás preocupado. ¿Tienes miedo?
—Tengo miedo de un hombre llamado Aila Woudiver. No sé si está vivo o muerto.
—¿Quién es Aila Woudiver, para que le temas tanto?
—Es un hombre de Sivishe, un hombre al que hay que temer... Creo que debe estar muerto. Fui secuestrado en medio de una pesadilla. En la pesadilla, vi la cabeza de Aila Woudiver hendida por la mitad.
—Entonces, ¿por qué te preocupas?
Más pronto o más tarde, pensó Reith, tendría que contárselo todo. Quizá ahora fuera el momento.
—¿Recuerdas la noche que te hablé de otros mundos entre las estrellas?
—La recuerdo.
—Uno de esos mundos es la Tierra. En Sivishe construí una espacionave, con la ayuda de Aila Woudiver. Quiero ir a la Tierra.
Zap 210 contempló fijamente el agua que espumeaba frente a ella.
—¿Por qué quieres ir a la Tierra?
—Nací allí. Es mi hogar.
—Oh. —Su voz carecía de expresión. Tras un reflexivo silencio de quince segundos, le dirigió una mirada de soslayo.
—Te preguntas si estoy loco —dijo Reith con un amago de tristeza.
—Me lo he preguntado muchas veces. Muchas, muchas veces.
Aunque había sido Reith quien había hecho la pregunta, fue tomado por sorpresa.
—¿Realmente?
Ella esbozó lo que era el triste remedo de una sonrisa.
—Piensa en lo que has hecho. En los Refugios. En el bosquecillo de los Khor. Cuando cambiaste las anguilas en Urmank.
—Acciones desesperadas, acciones de un terrestre frenético.
Zap 210 siguió mirando al ventoso océano.
—Si eres un terrestre, ¿qué haces aquí en Tschai?
—Mi espacionave se estrelló en las estepas de Kotan. He construido otra en Sivishe.
—Hummm... ¿Es realmente la Tierra un paraíso?
—La gente de la Tierra no sabe nada de Tschai. Es importante que sepan.
—¿Por qué?
—Por una docena de razones. La más importante, que los Dirdir efectuaron ya incursiones sobre la Tierra; pueden decidir volver.
Ella le lanzó una vez más su rápida mirada de soslayo.
—¿Tienes amigos en la Tierra?
—Por supuesto.
—¿Vivías allí en una casa?
—En cierto modo.
—¿Con una mujer? ¿Y tus hijos?
—Sin mujer ni hijos. He sido un espacionauta toda mi vida.
—Y cuando regreses... ¿qué harás?
—En estos momentos no pienso en nada más allá de Sivishe.
—¿Vas a llevarme contigo?
Reith la rodeó con su brazo.
—Sí. Te llevaré conmigo.
Ella lanzó un pequeño suspiro de alivio. Señaló hacia delante.
—Más allá de donde brilla la luz... hay una isla.
La isla, una gran roca de desnudo basalto negro, era la primera de una miríada que salpicaba la superficie del mar. La zona era el hogar de una extraña raza de animales como los que Reith nunca había visto antes. Cuatro oscilantes alas sostenían un conjunto de tentáculos rosados y un tubo central que terminaba en un ojo bulboso. Las criaturas derivaban hacia arriba y hacia abajo, sumergiéndose de pronto para atrapar a algún pequeño y agitante animal marino. Unas cuantas de ellas derivaron hacia el Nhiahar; los tripulantes retrocedieron amedrentados y se refugiaron en el castillo de proa.
El capitán, que había subido a la proa, se burló despectivo de ellos.
—Los consideran las entrañas y los ojos de los marineros ahogados. Navegamos por el Canal de los Muertos; esas rocas con los Dientes del Osario.
—¿Cómo navegáis de noche?
—No lo sé—dijo el capitán—, porque nunca lo he intentado. Ya es bastante arriesgado durante el día. Alrededor de cada una de esas rocas hay como un centenar de cráneos y blancos huesos amontonados. ¿Observas la tierra ahí delante, a lo lejos? ¡Es Kislovan! Mañana estaremos amarrados en Kazain.
A medida que se acercaba el atardecer, largos jirones de nubes cruzaron el cielo, y el viento empezó a gemir. El capitán llevó el Nhiahar al amparo de una de las más grandes rocas negras, acercándose más, y más, y más, hasta que la proa casi rozó la húmeda piedra negra. Entonces fue echada el ancla, y el Nhiahar quedó inmovilizado en una relativa seguridad mientras el viento se convertía en una chillante galerna. Grandes olas se estrellaban contra los negros peñascos; la espuma se alzaba alta y caía lentamente, como en movimiento retardado. El mar parecía hervir; el Nhiahar se bamboleaba, tirando del cable del ancla, luego flotando libre, como si hubiera conseguido romperlo.
Con la llegada de la oscuridad el viento murió. Durante un largo período de tiempo la borrasca agitó el mar, pero el amanecer mostró los Dientes del Osario alzándose como monumentos arcaicos sobre un mar de cristal marrón. Más allá se alzaba la masa del continente.
Avanzando por entre los Dientes del Osario con ayuda del motor auxiliar, el Nhiahar enfiló al mediodía una larga y estrecha bahía, y a finales de la tarde atracaba en el puerto de Kazain.
En el muelle, dos Hombres-Dirdir se detuvieron para observar al Nhiahar. Su casta era alta, quizá Inmaculados; eran jóvenes y vanos; llevaban sus falsas refulgencias caídas hacia un lado, resplandeciendo intensamente. Reith sintió que el corazón se le subía a la garganta por miedo de que hubieran sido enviados a tomarle en custodia. No había hecho planes para una contingencia así; sudó hasta que la pareja se alejó en dirección al asentamiento Dirdir en el extremo de la bahía.
No hubo formalidades en el muelle; Reith y Zap 210 llevaron sus pertenencias a tierra y, sin ninguna interferencia, fueron hasta la terminal del servicio público. Un vehículo de ocho ruedas estaba a punto de partir hacia el cuello de Kislovan; Reith reservó la acomodación más lujosa posible: un cubículo con dos hamacas en la parte de atrás, con acceso a la plataforma posterior.
Una hora más tarde el vehículo abandonaba Kazain. Durante un tiempo la carretera trepó hacia las tierras altas costeras, ofreciendo una espléndida vista sobre el Canal de los Muertos y los Dientes del Osario. A los ocho kilómetros hacia el norte la carretera giraba hacia el interior. Durante el resto del día el vehículo traqueteó al lado de campos de habas trepadoras, bosques de blancos manzanos-fantasma, algún ocasional pueblecito.
A última hora de la tarde el vehículo se detuvo en un aislado albergue, donde los cuarenta y tres pasajeros cenaron. Casi la mitad de ellos parecían Grises; el resto eran gente que Reith no pudo identificar. Un par de ellos podían ser hombres de las estepas de Kotan; algunos eran concebiblemente saschaneses. Dos mujeres de amarilla piel con atuendos de escamas negras eran casi con toda seguridad gente de las marismas de la orilla norte del Segundo Mar. Los distintos grupos procuraron tener el menor contacto entre ellos, cenando y volviendo inmediatamente a bordo del transporte. Reith sabía que la indiferencia era fingida; cada uno había calibrado la exacta calidad de todos los demás con una precisión más allá de todo lo que Reith pudiera suponer.
— A muy primera hora de la mañana el vehículo reanudó la marcha, y el amanecer los sorprendió ascendiendo por el borde de la meseta central. Carina 4269 se alzó para iluminar una enorme sabana salpicada de matorrales de alumes, árboles-horca, enormes setas y extensiones de hierba espinosa.
Así transcurrió el día, y cuatro más: un viaje del que Reith apenas se dio cuenta, sumido en su creciente tensión. En los Abrigos, en el gran canal subterráneo, a lo largo de las orillas del Segundo Mar, en Urmank, incluso a bordo del Nhiahar, había estado tranquilo con la paciencia de la desesperación. Las apuestas eran de nuevo altas. Esperaba, temía, deseaba que el vehículo fuera más rápido, se encogía ante el pensamiento de lo que podía encontrar en el almacén junto a las llanuras de sal de Sivishe. Zap 210, reaccionando a la tensión de Reith, o quizá abrumada por sus propias tensiones, se retiró en sí misma, dedicando poco interés al paisaje que pasaba por su lado.
Cruzando la meseta central, descendiendo por entre masas desmoronadas de erosionado granito, atravesando un paisaje lleno de granjas de hoscos Grises... el transporte prosiguió su camino. Empezaron a aparecer signos de la presencia de los Dirdir: un otero gris erizado con torres púrpuras y escarlatas, dominando un estrecho valle, amurallado por empinados precipicios, que servía a los Dirdir como terreno de caza. Al sexto día una cordillera montañosa se alzó ante ellos: la parte de atrás de los acantilados que dominaban Hei y Sivishe. El viaje estaba tocando a su fin. El vehículo se bamboleó durante toda la noche a lo largo de una polvorienta carretera a la luz de las lunas rosa y azul.
Las lunas se pusieron; el cielo oriental adquirió el color de la sangre seca. El amanecer llegó como una explosión de escarlatas oscuros, naranjas cobrizos, sepias, en el cielo. Frente a ellos apareció el golfo de Ajzan y el arracimamiento de Sivishe. Dos horas más tarde el transporte público penetraba en la terminal de Sivishe, junto al puente.
Reith y Zap 210 cruzaron el puente entre la habitual multitud de Grises yendo y viniendo de sus trabajos en las factorías de Hei.
Sivishe era dolorosamente familiar: el entorno de tanta pasión y dolor hizo latir con fuerza el corazón de Reith. Si, por una fantástica suerte, regresaba a la Tierra, ¿podría olvidar alguna vez los acontecimientos de los que había sido protagonista en Sivishe?
—Ven —murmuró—. Por aquí, a la plataforma de transporte.
La plataforma crujía y gruñía; los barrios miserables de Sivishe quedaron atrás; alcanzaron la parada más meridional, tras la que la plataforma giró hacia el este, hacia la orilla de Ajzan. Allá delante se extendían las llanuras de sal, con una carretera serpenteando hasta el depósito de materiales de construcción de Aila Woudiver.
Todo parecía como siempre: montones de grava, arena, escoria. A un lado se alzaba la excéntrica oficina de Woudiver, más allá del almacén. No había ninguna actividad; ninguna silueta moviéndose, ningún carromato. Las grandes puertas del almacén estaban cerradas; las paredes parecían más torcidas que nunca. Reith aceleró el paso; avanzó a largas zancadas por el camino, con Zap 210 caminando tras él, luego corriendo, luego caminando de nuevo.
Reith alcanzó el lugar. Miró a su alrededor. Desolación. Ni un sonido, ni un movimiento. Silencio. El almacén parecía a punto de desmoronarse, como si hubiera resultado dañado por una explosión. Reith se dirigió a la entrada lateral, miró dentro. El lugar estaba vacío. La nave había desaparecido. El techo estaba como arrancado y colgaba en jirones. El taller y las estanterías de las piezas estaban hechos añicos.
Reith se volvió. Miró durante largo rato a las llanuras de sal. ¿Y ahora qué?
No tenía ninguna idea. Su mente estaba vacía. Se alejó lentamente del almacén, retrocediendo de espaldas, mirándolo. Sobre la entrada principal alguien había garabateado: ONMALE. Aquél era el nombre del jefe-emblema llevado por Traz cuando Reith lo había conocido por primera vez en las estepas de Kotan. La palabra horadó como una barrena la embotada consciencia de Reith. ¿Dónde estaban Traz y Anacho?
Fue a la oficina y miró dentro. Allá, mientras dormía, había sido anestesiado por un gas; los Gzhindra lo habían metido en un saco y se lo habían llevado. Ahora había otra persona tendida en el camastro... un viejo, dormido. Reith golpeó la pared con los nudillos. El viejo despertó, abrió primero un reumático ojo, luego el otro. Echándose su capa gris sobre los hombros, se puso trabajosamente en pie.
—¿Quién hay ahí? —exclamó.
Reith echó a un lado la cautela que en circunstancias normales hubiera debido usar.
—¿Dónde están los hombres que trabajaban aquí?
La puerta se abrió de par en par; el hombre salió, miró a Reith de pies a cabeza.
—Algunos se fueron por un lado, otros se fueron por otro. Uno se fue... allá. —Señaló con un retorcido dedo hacia la Caja de Cristal.
—¿Quién fue ése?
De nuevo el cauteloso escrutinio.
—¿Dónde estabas tú, que no te has enterado de las noticias que corrieron por todo Sivishe?
—Soy un viajero —dijo Reith, intentando mantener su voz calmada—. ¿Qué ocurrió aquí?
—Te pareces a un hombre llamado Adam Reith —dijo el cuidador del lugar—. Al menos ésa era su descripción. Pero Adam Reith podría darme el nombre de un Lokhar y el nombre de un Thang, que solamente él conocería.
—Zarfo Detwiler es un Lokhar; conocí en una ocasión a Issam el Thang.
El cuidador miró furtivamente a su alrededor. Sus ojos se posaron suspicaces en Zap 210.
—¿Y ésta quién es?
—Una amiga. Me conoce como Adam Reith; puede confiarse en ella.
—Tengo instrucciones de no confiar en nadie, sólo en Adam Reith.
—Yo soy Adam Reith. Dime lo que tengas que decirme.
—Ven aquí. Te haré una última pregunta. —Llevó a Reith hacia un lado y susurró en su oído—: En Coad, Adam Reith conoció a un noble Yao.
—Su nombre era Dordolio. Ahora, ¿cuál es el mensaje?
—No tengo ningún mensaje.
La impaciencia de Reith abrumó casi su contención.
—Entonces, ¿por qué haces estas preguntas?
—Porque Adam Reith tiene un amigo que desea verle. Tengo que llevar a Adam Reith en presencia de ese amigo, a mi discreción.
—¿Quién es ese amigo?
El viejo agitó su dedo.
—¡Calma! Yo nunca respondo a las preguntas. Obedezco instrucciones nada más, y así me gano lo que me pagan.
—Bien, entonces, ¿cuáles son tus instrucciones?
—Tengo que conducir a Adam Reith a un cierto lugar. Luego mi misión habrá terminado.
—Muy bien. Vamos.
—Cuando estés listo.
—Ahora.
—Entonces ven. —El viejo echó a andar por el camino, con Reith y Zap 210 detrás.
El viejo se detuvo.
—Ella no. Sólo tú.
—Ella viene conmigo.
—Entonces no podemos ir, y yo no sé nada.
Reith discutió, amenazó y halagó, sin ningún resultado.
—¿Está muy lejos ese lugar? —preguntó al fin.
—No muy lejos.
—¿Un kilómetro? ¿Dos kilómetros?
—No muy lejos. Podemos estar de vuelta en poco tiempo. ¿Por qué dudas? La mujer no echará a correr. Si lo hace, búscate otra. Ése era mi estilo cuando era un joven como tú.
Reith estudió el paisaje: la carretera, las dispersas chozas al borde de las llanuras de sal, las mismas llanuras de sal. No era visible ningún ser vivo: una tranquilidad negativa, en el mejor de los casos. Reith miró a Zap 210. Ella le devolvió la mirada con una incierta sonrisa. Una parte independiente del cerebro de Reith observó que allí, por primera vez, Zap 210 había sonreído... una trémula sonrisa de incomprensión, pero pese a todo una auténtica sonrisa. Reith dijo con voz hosca: