Read El ciclo de Tschai Online
Authors: Jack Vance
—¿Cuánto vas a cobrarnos por este servicio? —preguntó Reith—. Una suma razonable, confío.
—Ocho sequins en total, lo cual incluye los artículos en sí, su adaptación, y el entrenamiento en las posturas típicas de los Hedaijhan. Esencialmente, debéis caminar con un paso oscilante, moviendo vuestros brazos... así. —Cauch hizo una demostración de un paso ligeramente bamboleante—. Con las manos... así. Veamos, señorita, tú primero. Recuerda, tienes que doblar un poco las rodillas. Avanza, contonéate...
Zap 210 siguió las instrucciones con gran atención, mirando a Reith para ver si se reía.
Las prácticas prosiguieron hasta bien entrada la noche, mientras la luna rosa cruzaba el cielo por entre los ouingas y la luna azul se asomaba por el este. Finalmente, Cauch dijo satisfecho:
—Podréis engañar casi a cualquiera. Así que a dormir. Mañana viajaremos a Urmank.
El cubículo dormitorio estaba en penumbra, solamente con la luz que entraba procedente de las lámparas del pabellón por los intersticios de la pared y las luces rosa y azul de las lunas procedentes de distintas direcciones, que formaban en conjunto una mezcla multicolor en el suelo.
Zap 210 se dirigió a la pared y miró por entre las rendijas hacia la avenida que discurría entre los ouingas. Estuvo mirando fuera durante varios minutos. Reith acudió a su lado.
—¿Ves algo?
—Nada. No se dejan ver tan fácilmente. —Se volvió y, con una mirada inescrutable hacia Reith, fue a sentarse en uno de los camastros de mimbre. Finalmente dijo—: Eres un hombre muy extraño.
Reith no encontró ninguna respuesta.
—Hay tantas cosas que no me has dicho. A veces tengo la impresión de que no sé nada en absoluto.
—¿Qué es lo que quieres saber?
—Cómo actúa la gente de la superficie, cómo siente... por qué hacen las cosas que hacen...
Reith se dirigió hacia donde estaba sentada ella y se detuvo mirándola desde arriba.
—¿Quieres saber todas estas cosas esta noche?
Ella siguió sentada, contemplándose las manos.
—No. Tengo miedo... No ahora.
Reith adelantó un brazo y acarició su cabeza. Sintió de pronto una irresistible tentación de sentarse a su lado y contarle toda la historia de su notable pasado... Deseó sentir sus ojos clavados en él, ver su pálido rostro atento y maravillado... De hecho, pensó Reith, había empezado a encontrar aquella extraña muchacha, con todos sus secretos pensamientos, estimulante.
Se dio la vuelta. Mientras cruzaba la estancia hasta su propio camastro, pudo sentir los ojos de ella clavados en su espalda.
La luz matutina penetraba en el cubículo por los intersticios de la pared de juncos. Reith y Zap 210 se dirigieron al pabellón, donde encontraron a Cauch desayunando tortas de hierba del peregrino y una especie de guiso caliente que olía a marisco. Inspeccionó a la pareja con ojos entrecerrados, prestando particular atención a los turbantes y a su forma de andar.
—No está mal. Pero tendéis a olvidar. Más oscilación, jovencita, más movimiento de los hombros. ¡Recordad que cuando abandonéis el pabellón sois Hedaijhan! En caso de que hayáis despertado sospechas, en caso de que alguien esté aguardando y observe.
Tras el desayuno, los tres se dirigieron a la avenida que conducía al norte bajo los ouingas, Reith y Zap 210 tan completamente Hedaijhan como se lo permitían sus turbantes, sus chales y su forma de andar, y por ella a un par de carromatos tirados por un tipo de animales que Reith no había visto nunca antes: unas bestias de piel gris que se erguían elegantes y firmes sobre sus ocho largas patas.
Cauch trepó al primero de los carros; Reith y Zap 210 se le unieron. Los vehículos abandonaron Zsafathra.
El camino se alejaba del poblado a través de un húmedo terreno de cañas, plantas acuáticas, aislados tocones negros que extendían largos zarcillos verde limo.
Cauch prestaba una gran atención al cielo, en lo que era imitado por los zsafathranos del otro carromato. Finalmente, Reith no pudo resistir la pregunta:
—¿Qué estáis observando?
—Ocasionalmente —dijo Cauch— somos importunados por una tribu de pájaros predadores de las colinas de allá delante. De hecho, ahí puedes ver a uno de sus centinelas —señaló hacia un punto negro que cruzaba el cielo meridional; parecía del tamaño de un milano grande. Con voz resignada, Cauch prosiguió—: Dentro de un momento nos atacarán.
—No parecéis muy alarmados —observó Reith.
—Hemos aprendido cómo tratarlos. —Cauch se volvió a hizo una seña al carromato de atrás, luego aceleró la marcha del suyo, para abrir una separación de un centenar de metros entre ambos. De los cielos meridionales les llegó una bandada de cincuenta o sesenta criaturas de batientes alas. Cuando se acercaron, Reith vio que cada una de ellas cargaba con dos piedras de la mitad del tamaño de su cabeza. Miró intranquilo a Cauch.
—¿Qué hacen con las piedras?
—Las dejan caer, con una notable puntería. Supón que te hallas en medio del camino, y que treinta de esas criatura vuelan sobre ti a su altura habitual de ciento cincuenta a doscientos metros. Treinta piedras te alcanzarán y te aplastarán contra el suelo.
—Evidentemente, habéis aprendido cómo alejarlas asustándolas.
—No, pero algo parecido.
—¿Impedir su puntería?
—AL contrario. Somos por esencia un pueblo pasivo, e intentamos enfrentarnos a nuestros enemigos de modo que se desconcierten o se derroten ellos mismos. ¿Te has preguntado alguna vez por qué los Khor no nos atacan?
—Realmente, alguna vez se me ha ocurrido pensarlo.
—Cuando los Khor atacan, y no lo han hecho en seiscientos años, los eludimos y de una u otra forma penetramos en sus bosquecillos sagrados. Allá realizamos actos de profanación, del tipo más simple, natural y ordinario. A partir de entonces ya no pueden utilizar el bosquecillo para la procreación, y tienen que emigrar o perecer. Admito que nuestras armas son poco delicadas, pero tipifican nuestra filosofía de la guerra.
—¿Y estos pájaros? —Reith observó dubitativo la aproximación de la bandada—. Seguro que estos métodos que acabas de decirme son inefectivos.
—Si, supongo que si —admitió Cauch—, aunque de hecho no los hemos probado nunca. En este caso no hacemos absolutamente nada.
Los pájaros planearon sobre ellos; Cauch animó al animal de tiro a galopar en zigzag. Uno a uno, los pájaros dejaron caer sus piedras, que golpearon el camino junto al carro.
—Como comprenderás, los pájaros solamente pueden calcular la posición de un blanco estacionario; en este caso, su precisión se vuelve contra ellos.
Todas las piedras fueron arrojadas; con enormes graznidos de frustración, los pájaros regresaron a las montañas.
—Lo más probable es que regresen con otro cargamento de piedras —dijo Cauch—. ¿No observas que este camino se halla elevado su buen metro largo por encima de los pantanos de alrededor? Es obra suya, a lo largo de muchos siglos. Solamente son peligrosos si permaneces quieto.
Los carromatos avanzaron por un bosque de color marrón cerúleo poblado de pequeñas criaturas peludas, medio arañas, medio monos, que saltaban de rama en rama lanzando grititos y arrojando pequeñas ramas a los viajeros. Luego el camino avanzó durante una treintena de kilómetros por una llanura sembrada de peñascos de piedra volcánica color miel, hacia un par de altos conos volcánicos, cada uno de los cuales estaba rematado por un antiguo castillo maltratado por el tiempo, cuartel general en épocas pasadas de cultos herméticos pero ahora, según Cauch, morada de devoradores de almas.
—De día no se ven nunca, pero por la noche bajan para merodear las afueras de Urmank. A veces los Thang los atrapan con trampas para utilizarlos en el carnaval.
El camino cruzó entre los picos, y Urmank apareció a la vista: un desordenado amasijo de altas y estrechas casas de madera negra, tejas marrones y piedra. Un muelle bordeaba la orilla del agua, junto al que flotaban plácidamente media docena de barcos amarrados. Tras el muelle estaba el mercado y el bazar, al que un revolotear de banderolas naranjas y verdes daban un aire festivo. Una larga pared de ladrillos medio desmoronada limitaba el bazar; un agrupamiento de chozas de barro al otro lado parecía señalar la casta de los parias.
—¡He aquí Urmank! —dijo Cauch—. La ciudad de los Thang. No molestan a aquellos que vienen y van, siempre que puedan arrebatarles los pocos sequins que lleven consigo.
—En mi caso van a sentirse decepcionados —dijo Reith—. Espero ganar sequins, de una a otra manera.
Cauch le lanzó una maravillada mirada de soslayo.
—¿Pretendes ganarles sequins a los Thang? Si controlas un poder tan milagroso como ése compártelo conmigo. Los Thang nos han engañado con tanta regularidad que ahora consideran el proceso como su derecho innato. ¡Oh, te lo advierto, en Urmank tienes que ser precavido!
—Si sois engañados, ¿por qué seguís tratando con ellos?
—Parece un absurdo —admitió Cauch—. Después de todo, podríamos construir un barco y navegar hasta Hedaijha, las Erges Verdes, Coad... Pero somos un pueblo pervertido; nos atrae venir a Urmank, donde los Thang proporcionan diversiones. Mira allá: ¿ves aquella zona envuelta con lonas marrones y naranjas? Es el lugar de la lucha con zancos. Más allá están los juegos de azar, donde el visitante pierde invariablemente más de lo que gana.
Urmank es un desafío para Zsafathra; siempre confiamos en ganarles a los Thang.
—Puede que nuestros esfuerzos conjuntos consigan algo —dijo Reith—. Al menos puedo aportar un nuevo enfoque.
Cauch se alzó indiferente de hombros.
—Los zsafathranos han intentado ganar a los Thang desde más allá de nuestra memoria. Tratan con nosotros utilizando una fórmula: primero nos incitan con la perspectiva de una rápida ganancia; luego, cuando hemos puesto los sequins sobre la mesa, la perspectiva retrocede... Bien, primero tomaremos algo. La Hostería del Marinero Afortunado ha demostrado ser satisfactoria en el pasado. Como asociado mío, estás a salvo de ataques físicos, secuestro y esclavitud. Pero cuida el dinero; los Thang no llegan a garantizar su seguridad de ninguna de las maneras.
El salón principal de la Hostería del Marinero Afortunado estaba amueblada en un estilo que Reith no había visto antes en Tschai. Sillas angulares hechas de palos de madera estaban alineadas contra las paredes de ladrillos encalados en blanco. En una serie de reservados, unas especies de peceras de cristal exhibían el movimiento de iridiscentes gusanos marinos. El encargado llevaba un caftán abotonado al frente, un casquete negro en la cabeza, zapatillas negras y protegededos también negros. Su rostro era blando, sus modales suaves; ofreció a Reith para su inspección un par de cubículos adyacentes amueblados con una cama, una mesilla de noche y una lámpara, que alquilaba, incluida la ropa de cama limpia y ungüento para los pies, por la suma total de tres sequins. Reith encontró la cantidad razonable, y así se lo dijo a Cauch.
—Si —dijo Cauch—. Tres sequins no es una cantidad grande, pero te recomiendo que no utilices el ungüento para los pies. Es algo nuevo, y como tal despierta sospechas. Puede manchar la madera, en cuyo caso te cobrarán un extra por su limpieza. O puede contener un producto urticante, cuyo antídoto balsámico te vendan a cinco sequins el gramo.
Cauch no se molestó en hablar de modo que el encargado no le oyera; éste se limitó a echarse a reír, sin ofenderse.
—Viejo zsafathrano, por una vez eres escéptico en demasía. Recientemente nos hemos visto obligados a aceptar un gran stock de tónicos y ungüentos como pago de una deuda, y simplemente hemos puesto esas sustancias a la disposición de nuestros huéspedes. ¿Necesitas un diurético o un vermífugo? Podemos proporcionártelos a un precio puramente nominal.
—Por el momento nada —dijo Cauch.
—¿Y tus amigos Hedaijhan? Cualquier momento es bueno para un laxante, que ofrecemos a diez sequins el lote de dos. ¿No? Bien, entonces, para vuestra cena, permitidme recomendaros las Especialidades Seleccionadas de Tierra y Mar, a unos pocos metros a la derecha, siguiendo el muelle.
—Cené allí en una ocasión —dijo Cauch—. La comida que me pusieron delante hubiera quitado el apetito a un devorador de cadáveres de los Altos Castillos. Compraremos pan y fruta en el mercado.
—¡En ese caso, visitad el puesto de mi sobrino, en la parte opuesta al depilatorio!
—Inspeccionaremos lo que tiene. —Cauch abrió camino hacia el muelle—. El Marinero Afortunado es un establecimiento comparativamente honesto, pero, como podéis ver, uno ha de estar siempre alerta. En mi última visita, había un grupo de músicos tocando en el salón principal. Me detuve unos momentos a escucharlos, y luego, en mi cuenta, me encontré con un recargo de cuatro sequins. Y en cuanto a la oferta del laxante a muy bajo precio o ninguno... —Cauch se echó a reír—. En una anterior visita a Urmank le hicieron una oferta similar a mi abuelo, que la aceptó... para descubrir que la puerta de los servicios estaba cerrada con llave, y que para usarlos había que pagar cada vez una sobretasa. La medicación, a la larga, le costó un buen pico. En los tratos con los Thang es bueno examinar todos los aspectos de la situación.
Los tres caminaron a lo largo del muelle. Reith examinó los barcos con interés. Todos eran pequeñas embarcaciones rechonchas, con altas proas y popas, propulsadas por velas cuando el viento era favorable y por bombas eléctricas a chorro en caso necesario. Frente a cada uno de ellos un cartel anunciaba el nombre del barco, el puerto de destino y la fecha de partida.
Cauch dio unos golpecitos a Reith en el brazo.
—Puede que sea imprudente demostrar un interés tan grande por los barcos.
—¿Por qué?
—En Urmank siempre es sabio disimular.
Reith miró a ambos lados del muelle.
—No parece haber nadie siguiéndonos. Y si lo hay, dará por sentado que estoy disimulando y que lo que realmente planeo es ir tierra adentro.
Cauch suspiró.
—En Urmank la vida tiene muchas sorpresas para los descuidados.
Reith se detuvo junto a una de las embarcaciones.
Nhiahar. Destino: Ching, las Islas Oscuras, la costa sur del Schanizade, Kazain. Un momento. —Reith subió por la plancha y se acercó a un hombre delgado y sombrío con un delantal de cuero—. ¿Dónde está el capitán, por favor?
—Soy yo.
—Respecto al viaje a Kazain: ¿cuánto pides por llevar a dos personas?