El ciclo de Tschai (72 page)

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Authors: Jack Vance

BOOK: El ciclo de Tschai
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—Cierto —dijo Woudiver—. Eso es correcto.

—Puesto que estás dispuesto a hablar —dijo Reith—, ¿por qué no me cuentas algo de los Gzhindra?

—¿Qué hay que contar? Son criaturas tristes, condenadas a vagar por la superficie, aunque siguen temiendo el aire libre. ¿Te has preguntado alguna vez por qué Pnume, Pnumekin, Phung y Gzhindra llevan todos sombreros de ala muy ancha?

—Supongo que es su costumbre vestir así.

—Cierto. Pero la razón profunda es: el ala de sus sombreros oculta el cielo.

—¿Y qué es lo que impele a esos Gzhindra en particular a salir a ese cielo abierto que tanto les oprime?

—Como todos los hombres —dijo Woudiver con una cierta pomposidad—, esperan, anhelan.

—¿Qué, exactamente?

—En su sentido último —dijo Woudiver— lo ignoro, por supuesto; todos los hombres son misterio. ¡Incluso tú me dejas perplejo, Adam Reith! Me tratas con una caprichosa crueldad; viertes mi dinero en un proyecto alocado; ignoras todas mis protestas, todas mis súplicas de moderación. ¿Por qué? Eso es lo que me pregunto a mí mismo: ¿por qué? ¿Por qué? Si todo esto no fuera tan absurdo, creería realmente que eres un hombre de otro planeta.

—Sigues sin decirme qué es lo que desean los Gzhindra —dijo Reith.

Con una enorme dignidad, Woudiver se puso en pie; la cadena de su collar de hierro osciló y tintineó.

—Sería mejor que te informaras de este asunto con los propios Gzhindra.

Fue hasta su mesa y, tras una última y críptica mirada hacia Reith, se sumió de nuevo en su labor de encaje.

2

Reith se retorcía y temblaba en medio de una pesadilla. Soñaba que se hallaba tendido en su habitual camastro en la antigua oficina de Woudiver. La habitación estaba inundada por un curioso resplandor amarillo verdoso. Woudiver estaba de pie al otro lado de la estancia, charlando con un par de hombres inmóviles envueltos en capas negras y tocados con sombreros negros de ancha ala. Reith se esforzaba por moverse, pero sus músculos seguían fláccidos. La luz amarillo verdosa se intensificaba y descendía; Woudiver permanecía como congelado en medio de una irreal incandescencia azul plateada. La típica pesadilla de impotencia y futilidad, pensó Reith. Hizo desesperados esfuerzos por despertar, pero lo único que consiguió fue empezar a sudar. El sudor era pegajoso.

Woudiver y los Gzhindra le miraron desde sus posiciones superiores. Sorprendentemente, Woudiver llevaba su collar de hierro, pero la cadena había sido rota o cortada o fundida a unos treinta centímetros de su cuello. Parecía complacido de sí mismo y en absoluto preocupado: el Woudiver de antes. Los Gzhindra no mostraban más expresión que una atención tensa. Sus rasgos eran largos, estrechos y muy regulares; su piel, de un color marfil pálido, resplandecía con el lustre de la seda. Uno de ellos llevaba al brazo una tela doblada; el otro permanecía de pie con las manos a la espalda.

Repentinamente, Woudiver pareció hacerse enorme por encima de él. Exclamó con voz fuerte:

—Adam Reith, Adam Reith, ¿dónde está tu hogar?

Reith se debatió contra su impotencia. Un extraño y desolado sueño, uno que recordaría durante mucho tiempo.

—Es el planeta Tierra —graznó—. El planeta Tierra.

El rostro de Woudiver se expandía y contraía.

—¿Hay otros terrestres en Tschai?

—Si.

Los Gzhindra se inclinaron hacia delante; Woudiver tronó con una voz que parecía el sonido de un cuerno:

—¿Dónde? ¿Dónde están los terrestres?

—Todos los hombres son terrestres.

Woudiver se echó hacia atrás, con la boca muy abierta en saturnino disgusto.

—Tú naciste en el planeta Tierra.

—Sí .

Woudiver pareció flotar hacia atrás, triunfante. Hizo un amplio gesto hacia los Gzhindra.

—¡Una rareza, un ejemplar único!

—Nos lo llevaremos. —Los Gzhindra desplegaron la tela, que Reith, con impotente horror, vio que era un saco. Sin ninguna ceremonia, los Gzhindra metieron el saco por sus piernas, tiraron hacia arriba hasta que sólo asomó su cabeza. Luego, con una sorprendente facilidad, uno de los Gzhindra se echó el saco al hombro, mientras el otro arrojaba una bolsa a Woudiver.

El sueño empezó a desvanecerse; la luz amarillo verdosa se volvió incierta y llena de manchas. La puerta se abrió bruscamente, para revelar a Traz. Woudiver saltó hacia atrás, horrorizado; Traz alzó su catapulta y la disparó al rostro de Woudiver. Un sorprendente borbotón de sangre verdosa arrojó por todas partes gotitas que resplandecieron amarillentas... El sueño se hizo más impreciso; Reith durmió.

Reith despertó en un estado de extrema incomodidad. Sentía las piernas agarrotadas; un horrible olor como a arsénico parecía llenar toda su cabeza. Sintió presión y movimiento; tanteó, y descubrió áspera tela. Una desanimante realización lo invadió; el sueño era real; se hallaba verdaderamente metido en un saco. ¡Ah, los recursos de Woudiver! Reith se sintió asaltado por debilitantes emociones. Woudiver había negociado con los Gzhindra; había arreglado las cosas de modo que Reith fuera drogado, probablemente mediante un gas narcótico. Los Gzhindra estaban llevándolo ahora hacia un lugar desconocido, con propósitos también desconocidos.

Durante un período de tiempo Reith se agitó en el saco, sintiéndose torpe y mareado. ¡Woudiver, incluso encadenado por el cuello, había conseguido jugársela! Reith reunió los últimos fragmentos de su sueño. Había visto a Woudiver con el rostro hendido, chorreando sangre verde. Woudiver había pagado por su traición.

A Reith le resultaba difícil pensar. El saco se agitaba, sentía un rítmico golpeteo: aparentemente, el saco estaba siendo transportado suspendido de una pértiga. Por una afortunada casualidad llevaba puestas todas sus ropas; la noche antes se había dejado caer en su camastro completamente vestido. ¿Era posible que todavía llevara su cuchillo? Su bolsa había desaparecido; el bolsillo de su chaqueta parecía vacío, y no se atrevía a moverse por temor a señalar a los Gzhindra el hecho de que estaba consciente.

Apretó su rostro contra la tela del saco con la esperanza de ver a través de la basta tela, sin éxito. Todavía era de noche; recorrían un terreno accidentado.

Transcurrió un tiempo imposible de calcular, en el que Reith se sintió tan impotente como un feto en su seno. ¡Cuántos extraños acontecimientos habían visto las noches del viejo Tschai! Y ahora otra, con él como participante. Se sintió avergonzado y humillado; se estremeció, rabioso. Si podía echarles mano a sus captores, ¡se iba a tomar una buena venganza!

Los Gzhindra se detuvieron, y por un momento permanecieron completamente inmóviles. Luego el saco fue depositado en el suelo. Reith escuchó pero no oyó voces, ni susurros, ni ruido de pasos. Parecía como si estuviese solo. Llevó las manos a su bolsillo, esperando encontrar un cuchillo, una herramienta, algo cortante. No halló nada. Tanteó la tela con sus uñas: era burda y áspera, y resistente también.

Un sexto sentido le dijo que los Gzhindra habían vuelto. Se inmovilizó. Los Gzhindra estaban cerca, y creyó oír susurros.

El saco se movió; fue alzado y transportado. Reith empezó a sudar. Iba a ocurrir algo.

El saco osciló. Colgaba de una cuerda. Tuvo la sensación de descender; abajo, abajo, abajo, no pudo estimar cuánto trecho. Se detuvo con una sacudida y se quedó oscilando hacia delante y hacia atrás. Desde muy arriba llegó la reverberación de un gong: un sonido grave y melancólico.

Reith pateó y empujó. Se sintió frenético, víctima de un espasmo claustrofóbico. Jadeaba y sudaba y apenas podía mantener la respiración; así era como se sentía uno al volverse loco. Sollozando y jadeando, intentó controlarse. Rebuscó en su chaqueta, sin resultado: nada metálico, nada afilado. Intentó concentrarse, se obligó a pensar. El gong era una señal; alguien o algo había sido llamado. Tanteó todo el saco, esperando hallar alguna abertura, por pequeña que fuese. Ningún éxito. ¡Necesitaba metal, algo afilado, una hoja, una punta! Se pasó revista de la cabeza a los pies. ¡Su cinturón! Lo soltó, con enorme dificultad, y utilizó el pasador de la hebilla para agujerear la tela. Forcejeando, consiguió hacer un pequeño desgarrón; empujando y tirando, amplió la abertura y finalmente consiguió pasar por ella su cabeza y hombros. ¡Nunca en su vida había conocido tal exaltación! ¡Aunque muriera al cabo de un momento, al menos había vencido al saco!

Concebiblemente, podría conseguir otras victorias. Miró a su alrededor, a una vasta caverna débilmente iluminada por unos pocos botones de luz blancoazulada. El suelo casi rozaba el fondo del saco; Reith recordó el descenso y la sacudida final con un estremecimiento. Se deslizó fuera del saco y se quedó de pie, temblando de tensión y fatiga. Escuchó el muerto silencio subterráneo, y creyó oír un lejano sonido. Algo, alguien, estaba agitándose.

Sobre su cabeza la caverna se alzaba formando una chimenea, de cuya oscuridad brotaba la cuerda. En algún lugar allá arriba debía haber una abertura al mundo exterior, pero ¿cuán lejos? Había permanecido colgando en el saco un intervalo de diez o doce segundos, lo cual, haciendo un cálculo aproximado, daba una cifra de bastante más de treinta metros.

Reith miró a la caverna y escuchó. Alguien debía estar acudiendo en respuesta al gong. Miró cuerda arriba. Al otro extremo estaba el mundo exterior. Sujetó la cuerda, empezó a trepar. Ascendió hacia la oscuridad, aferrándose: arriba, arriba, arriba. El saco y la caverna pasaron a formar parte de un mundo perdido; se vio envuelto en oscuridad.

Le ardían las manos; sus hombros empezaban a pulsarle, ardientes y débiles; entonces alcanzó el extremo superior de la cuerda. Tanteando, descubrió que pasaban por una rendija en una plancha de metal, que descansaba sobre un par de gruesas viguetas metálicas. La plancha parecía una especie de trampilla, que evidentemente no podía ser abierta mientras su peso colgara de la cuerda... Sus fuerzas empezaban a fallarle. Rodeó sus piernas con la cuerda y alzó un brazo. A un lado notó una especie de plataforma metálica; era el soporte transversal de las vigas que sostenían la trampilla, de una treintena de centímetros de anchura o quizá más. Descansó unos instantes —el tiempo apremiaba—, luego adelantó una pierna, intentando situarse sobre la plataforma. Por un alucinante momento tuvo la impresión de que caía. Se tensó desesperadamente, se arrastró con el corazón latiendo a toda velocidad hasta situarse sobre el soporte de las vigas. Se inmovilizó allí, jadeante, sintiéndose enfermo y miserable.

Pasó un minuto, apenas el tiempo suficiente para que la cuerda se inmovilizara de nuevo. Allá abajo se acercaban cuatro oscilantes luces. Reith se afirmó en la estrecha plataforma a intentó alzar la placa metálica. Era sólida y pesada; alzarla era tanto como querer alzar una montaña. ¡Inténtalo de nuevo! Empujó con todas sus fuerzas, sin el menor efecto. Las luces estaban ahora inmediatamente debajo, sostenidas por cuatro formas oscuras. Reith se apretó contra la sección vertical de la viga.

Las cuatro figuras de abajo se movían en medio de un silencio fantasmal, como criaturas submarinas. Examinaron el saco y lo encontraron vacío. Reith pudo oír murmullos y susurros. Miraron a su alrededor, mientras las luces temblaban y parpadeaban. En alguna especie de impulso simultáneo, miraron hacia arriba. Reith se apretó aún más contra el metal y ocultó la mancha pálida de su rostro. El resplandor de las luces pasó más allá de él, se detuvo en la trampilla, que entonces vio que estaba asegurada por cuatro pasadores controlados desde arriba. Las luces se alejaron de él, registrando los lados del pozo. Luego, la gente de allá abajo se puso a discutir entre sí, perpleja. Tras una inspección final de la caverna y un último barrido de luz hacia arriba, desandaron camino, agitando sus luces a uno y otro lado.

Reith siguió agazapado allá arriba en la oscuridad, preguntándose si no estaría aún soñando. Pero las tristes y desoladas circunstancias que le rodeaban eran completamente reales. Estaba atrapado. No podía alzar la puerta que tenía sobre su cabeza; era posible que no volviera a abrirse en semanas. Resultaba impensable seguir agazapado allí, como un murciélago, aguardando. Para bien o para mal, Reith tenía que reconsiderar su situación.

Miró hacia abajo; las luces, débiles, agitándose como fuegos fatuos, estaban ya lejos. Se deslizó hacia abajo por la cuerda y partió en su persecución, corriendo con largos y elásticos pasos. Un solo pensamiento ocupaba su mente, una desesperada esperanza antes que un plan: aislar a una de las figuras oscuras y, de alguna forma, obligarle a que le condujera a la superficie. Sobre su cabeza ardía el primero de los débiles botones azules, arrojando una ligera luminosidad parecida a la luz de una luna, pero suficiente para mostrar el camino que serpenteaba entre las prominencias rocosas que surgían alternativamente de ambos lados.

No tardó en divisar de nuevo a las cuatro formas que avanzaban lentamente, investigando los pasadizos a ambos lados de una forma vacilante, perpleja. Reith empezó a sentir una loca exultación, como si estuviera ya muerto y en consecuencia fuera invulnerable. Pensó en recoger una piedra y arrojársela a las oscuras figuras... ¡Histeria! Instantáneamente, aquel pensamiento lo serenó. Si quería sobrevivir, tenía que dominarse.

Las cuatro formas avanzaban con una intranquila deliberación, susurrando y murmurando entre ellas. Saltando de una bolsa de sombras a otra, Reith se les acercó tanto como creyó prudente, preparado para el caso de que uno de ellos se distanciara de los demás. Excepto un breve atisbo en las mazmorras de Pera, nunca había visto a un Pnume. Ésos, por lo que Reith podía ver de sus posturas y forma de andar, parecían humanos.

El pasadizo se abrió a una caverna de paredes casi intencionadamente mal desbastadas... o quizá aquella tosquedad ocultaba una delicadeza más allá de la comprensión de Reith, como en el caso de un saliente de cuarzo que asomaba a un lado mostrando un resplandor de cristales de pirita.

El lugar parecía un cruce, un nudo de comunicaciones, un punto importante del que partían otros tres corredores. Una zona en el centro había sido pavimentada con pulidas losas de piedra; una luz un poco más intensa que la de la caverna brotaba de una serie de gránulos en las rocas sobre sus cabezas.

Un quinto individuo estaba de pie, inmóvil, a un lado; como los demás, llevaba una capa negra y un sombrero negro de ala ancha. Reith, pegándose al suelo como una cucaracha, se deslizó hacia una bolsa de profunda oscuridad cerca de la cámara. El quinto individuo era también un Pnumekin; Reith pudo ver su largo rostro, blanco, frío a impasible. Por un momento pareció no reparar en los otros cuatro y éstos a su vez no parecieron verle, un curioso ritual de indiferencia mutua que despertó el interés de Reith. Gradualmente, los cinco fueron juntándose, sin que ninguno de ellos pareciera mirar directamente a los otros.

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