Read El ciclo de Tschai Online
Authors: Jack Vance
—Y otros diez mil si me ayudas a liberar a mis amigos.
El sirviente siguió bebiendo su té, como si Reith no hubiera dicho nada.
El cielo empezó a mostrar una coloración oro oscuro; Carina 4269 había aparecido. Sonaron pasos; la enorme masa de Woudiver llenó el hueco de la puerta. Permaneció inmóvil unos instantes, evaluando la situación; luego, tomando el látigo de manos de Hisziu, hizo una seña a éste para que abandonara la estancia.
Woudiver parecía exaltado, como si estuviera drogado o borracho. Hizo chasquear el látigo contra su cadera.
—No puedo encontrar el dinero, Adam Reith. ¿Dónde está?
Reith intentó dar a su voz una entonación casual.
—¿Cuáles son tus planes?
Woudiver alzó sus cejas casi desprovistas de pelo.
—No tengo planes. Los acontecimientos de suceden; yo existo adaptándome a ellos de la mejor manera posible.
—¿Por qué me mantienes atado aquí?
Aila Woudiver hizo sonar el látigo contra su pierna.
—Naturalmente, he notificado a los míos tu detención.
—¿A los Dirdir?
—Por supuesto. —Volvió a palmearse la cadera con el látigo.
—¡Los Didir no son ni han sido nunca los tuyos! —dijo Reith con gran vehemencia—. Los Dirdir y los hombres jamás han estado ni remotamente conectados; proceden de distintas estrellas.
Woudiver se reclinó indolentemente contra la pared.
—¿Dónde aprendiste esta idiotez?
Reith se humedeció ansiosamente los labios, preguntándose cuál podía ser su mejor táctica. Woudiver no era un hombre racional; estaba motivado por el instinto y la intuición. Inentó proyectar en sus palabras una absoluta seguridad.
—Los hombres se originaron en el planeta Tierra. Los Dirdir saben esto tan bien como yo. Pero prefieren que los Hombres-Dirdir se engañen a sí mismos.
Woudiver asintió pensativo.
—¿Pretendes buscar esa «Tierra» con tu espacionave?
—No necesito buscarla. Está a doscientos años luz de distancia, en la constelación de Clari.
Woudiver avanzó unos pasos. Con su amarillo rostro a treinta centímetros del de Reith, gritó:
—¿Y qué hay del tesoro que me prometiste? ¡Mentiste, me engañaste!
—No —dijo Reith—. No lo hice. Soy un terrestre. Mi nave se estrelló aquí en Tschai. Ayúdame a regresar a la Tierra; recibirás a cambio cualquier tesoro que oses imaginar.
Woudiver retrocedió lentamente.
—Eres uno de los miembros del culto redencionista Yao, se llame como se llame.
—No. Te estoy diciendo la verdad. Tus mejores intereses están en ayudarme.
Woudiver asintió juiciosamente.
—Quizá sí. Pero primero lo primero. Puedes demostrar fácilmente tu buena fe. ¿Dónde está mi dinero?
—
¿Tu
dinero? No es tu dinero. Es mi dinero.
—Una distinción estéril. ¿Dónde está, digámoslo así,
nuestro
dinero?
—Nunca lo verás a menos que cumplas con tus obligaciones.
—¡Esto es una absurda obstinación! —estalló Woudiver—. Has sido capturado, estás perdido y tus secuaces también. El Hombre-dirdir regresará a la Caja de Cristal. El chico de las estepas será vendido como esclavo... a menos que tú compres su vida con el dinero.
Reith se relajó en sus ligaduras y se hundió en el mutismo. Woudiver empezó a pasear arriba y abajo por la estancia, lanzándole miradas ocasionales. Se le acercó y le clavó el mango del látigo en el estómago.
—¿Dónde está el dinero?
—No confío en ti —dijo Reith con voz monótona—. Nunca mantienes tus promesas. —Se envaró con un esfuerzo e intentó hablar con voz tranquila—. Si quieres el dinero, suéltame. La espacionave está casi terminada. Puedes venir conmigo a la Tierra.
El rostro de Woudiver era inescrutable.
—¿Y luego?
—Un yate espacial, un palacio... lo que quieras. Pide, y lo tendrás.
—¿Y cómo volveré a Sivishe? —preguntó burlonamente Woudiver—. ¿Qué pasará con mis asuntos? Resulta claro que estás loco; ¿por qué debo malgastar mi tiempo? ¿Dónde está el dinero? El Hombre-Dirdir y el chico de las estepas han declarado con convicción que no lo saben.
—Yo tampoco lo sé. Se lo di a Deine Zarre y le pedí que lo ocultara. Tú lo mataste.
Woudiver reprimió un gruñido de decepción.
—¿Mi dinero?
—Dime —quiso saber Reith—, ¿tienes intención de dejarme terminar mi espacionave?
—¡Nunca tuve esa intención!
—¿Me engañaste?
—¿Por qué no? Tú intentaste hacer lo mismo. Ha de ser muy listo el hombre que consiga engañar a Aila Woudiver.
—No lo dudo.
Hisziu entró en la estancia y, avanzando de puntillas, le susurró algo al oído de Woudiver. Woudiver dio una furiosa patada contra el suelo.
—¿Tan pronto? ¡Llegan antes de la hora! Ni siquiera he empezado todavía. —Se volvió hacia Reith, con el rostro hirviendo como agua en una olla—. Rápido: el dinero, o vendo al muchacho. ¡Rápido!
—¡Suéltanos! Ayúdanos a terminar la espacionave. ¡Luego tendrás tu dinero!
—¡Irrazonable ingrato! —siseó Woudiver. Se oyó ruido de pasos—. ¡No puedo hacer nada! —gruñó—. Qué triste vida la mía. ¡Basura! —Woudiver escupió al rostro de Reith y le golpeó furiosamente con el látigo.
Orgullosamente precedido por Hisziu, un alto Hombre-Dirdir entró en la estancia. Era el más espléndido y extraño Hombre-Dirdir que Reith hubiera visto jamás: a todas luces un Inmaculado. Woudiver le murmuró algo a Hisziu por un ángulo de su boca; las ligaduras de Reith fueron cortadas. El Hombre-Dirdir le colocó una cadena en torno al cuello, aseguró el otro extremo a su cinturón. Echó a andar sin una palabra, agitando los dedos con fastidiado desdén.
Reith se vio obligado a seguirle, tambaleante.
Ante la casa de Woudiver había estacionado un coche lacado en blanco. El Inmaculado sujetó la cadena de Reith a una anilla en la parte de atrás. Reith lo contempló con maravillado abatimiento. El Inmaculado tenía más de dos metros de altura, y llevaba refulgencias artificiales unidas a ambos lados de su crestado cráneo. Su piel resplandecía tan blanca como el esmalte del coche; su cabeza estaba totalmente desprovista de pelo; su nariz era un afilado pico. Pese a toda su extraña apariencia e indudablemente alterada sexualidad, era un hombre, rumió Reith, derivado de la misma fuente que él. De la casa, tambaleándose como si hubieran sido empujados, surgieron Anacho y Traz. Sendas cadenas rodeaban sus cuellos; detrás, tirando de los otros extremos, corría Hisziu. Le seguían dos Hombres-Dirdir de Élite. Ataron las cadenas a la parte de atrás del coche. El Inmaculado pronunció unas palabras sibilantes a Anacho y señaló una estrecha plataforma a todo lo largo de la parte trasera del vehículo. Sin volver la mirada, subió a él; los dos Élites ya lo habían hecho. Anacho murmuró:
—Montaos ahí, o de otro modo vamos a ser arrastrados.
Los tres treparon a la plataforma trasera, aferrándose a las anillas donde habían sido sujetadas sus cadenas. De tal indigna manera partieron de la residencia de Woudiver. El negro sedán de éste les seguía a cincuenta metros de distancia, con la enorme masa de Woudiver encajada tras los mandos.
—Quiere el reconocimiento que se le debe —dijo Anacho—. Ha colaborado en una caza importante; desea la parte que le corresponde del status.
—Cometí el error de enfrentarme a Woudiver como si fuera un hombre —dijo Reith con voz densa—. Si lo hubiera tratado como un animal quizá nos hubiéramos librado mejor.
—Difícilmente podría ser peor.
—¿Adonde vamos?
—A la Caja de Cristal; ¿adonde si no?
—¿No va a haber ningún juicio, no vamos a tener ninguna oportunidad de defendernos?
—Por supuesto que no —dijo Anacho secamente—. Vosotros sois subhombres, yo soy un renegado.
El coche blanco giró penetrando en una plaza y se detuvo. Los Hombres-Dirdir bajaron y se inmovilizaron rígidamente erguidos, mirando hacia el cielo. Un hombre gordezuelo de mediana edad vestido con elegantes ropas marrón oscuro avanzó: una persona de elevado status y evidente vanidad, con el pelo elaboradamente rizado y enjoyado. Se dirigió a los Hombres-Dirdir con un aire casual; le respodieron tras unos instantes de significativo silencio.
—Ése es Erlius, el Administrador de Sivishe —gruñó Anacho—. También quiere estar en el acto. Al parecer somos presas importantes.
Atraída por la actividad, la gente de Sivishe empezó a arracimarse en torno al coche blanco. Formaron un amplio y respetuoso círculo, contemplando a los cautivos con macabra especulación y echándose ligeramente hacia atrás cada vez que la mirada de los Hombres-Dirdir vagaba en su dirección.
Woudiver permaneció en su coche, a una distancia de cincuenta metros o así, al parecer ordenando sus pensamientos. Finalmente bajó y pareció concentrar su atención en lo que había escrito en un trozo de papel. Erlius, al darse cuenta de ello, se apresuró a volverle la espalda.
—Míralos —gruñó Anacho—. Cada uno de ellos odia al otro: Woudiver ridiculiza a Erlius por carecer de sangre de Hombre-Dirdir; a Erlius le gustaría ver a Woudiver en la Caja de Cristal.
—A mí también —dijo Reith—. Hablando de la Caja de Cristal, ¿a qué estamos esperando?
—A los líderes del
tsau'gsh.
No te preocupes, muy pronto verás la Caja de Cristal.
Reith agitó irritadamente la cadena. Los Hombres-Dirdir volvieron hacia él miradas de advertencia.
—Ridículo —murmuró Reith—. Tiene que haber algo que podamos hacer. ¿Qué hay de las tradiciones Dirdir? ¿Qué ocurrirá si grito
h'sai s'sai, h'sai,
o como sea la apelación al arbitraje?
—La llamada es
dr'ssa dr'ssa, dr'ssa.
—¿Qué ocurrirá si solicito arbitraje?
—No estarás en mejor situación que ahora. El arbitrador te considerará culpable, y como antes: la Caja de Cristal.
—¿Y si repudio el arbitraje?
—Te verás obligado a luchar, y serás muerto igual de rápido.
—¿Y nadie puede ser detenido a menos que sea acusado?
—En teoría —dijo Anacho secamente—, ésa es la costumbre. ¿A quién planeas repudiar? ¿A Woudiver? No servirá de nada. Él no te ha acusado, simplemente ha cooperado con la caza.
—Veremos.
Traz señaló al cielo.
—Ahí vienen los Dirdir.
Anacho estudió el vehículo aéreo que descendía sobre ellos.
—La cimera de Thisz. Si los Thisz se hallan implicados en esto, podemos esperar un tratamiento sumarísimo. Puede que incluso emitan una prohibición, de modo que solamente los Thisz puedan cazarnos.
Traz tiró inútilmente del cierre de la cadena. Dejó escapar un siseo de frustración y se volvió para observar el aparato que estaba aterrizando. La multitud cubierta con grises capuchas se echó hacia atrás, despejando el terreno; el vehículo aéreo se posó a no más de quince metros del coche blanco. Bajaron cinco Dirdir: una Excelencia y cuatro de casta inferior.
El Hombre-Dirdir Inmaculado avanzó orgullosamente, pero el Dirdir lo ignoró con la misma indiferencia que él había mostrado hacia Erlius.
Por un momento los Dirdir estudiaron a Reith, Anacho y Traz. Luego hicieron una seña al Inmaculado y pronunciaron unos breves y secos sonidos.
Erlius avanzó para presentar sus respetos, las rodillas ligeramente dobladas, la cabeza deferentemente inclinada. Antes de que pudiera decir nada, Woudiver avanzó también e hinchó su enorme masa amarilla delante de Erlius, que se vio obligado a retirarse trastabillante a un lado.
—Aquí, dignatarios Thisz, están los criminales buscados por la caza —dijo con voz aguda—. He participado en su detención, y no en poca medida; ¡haced que eso sea anotado en mi pergamino de honores!
Los Dirdir apenas le dedicaron una atención casual. Woudiver, como si no esperara más, hizo una inclinación de cabeza y agitó los brazos en un elaborado floreo.
El Inmaculado se acercó a los cautivos y soltó sus cadenas. Reith tiró bruscamente de la suya. El Inmaculado alzó sorprendido la cabeza, con sus falsas refulgencias caídas a ambos lados de su blanca cabeza. Reith avanzó a paso vivo, con el corazón latiendo atronadoramente. Sentía la presión de todos los ojos clavados en él; con gran esfuerzo mantuvo su paso firme y digno. Se detuvo a dos metros de distancia de los Dirdir, tan cerca que podía captar su olor corporal. Lo contemplaron sin perder su impasibilidad.
Reith alzó la voz y pronunció muy deliberadamente:
—
¡Dr'ssa! ¡Dr'ssa! ¡Dr'ssa!
Los Dirdir traicionaron un pequeño movimiento de sorpresa.
—
¡Dr'ssa! ¡Dr'ssa! ¡Dr'ssa! —
pronunció una vez más Reith.
El Excelente habló con una voz nasal que sonaba como un óboe.
—¿Por qué solicitas
dr'ssa?
Eres un subhombre, incapaz de discriminación.
—Soy un hombre, oh superior. Por eso solicito
dr'ssa.
Woudiver se abrió paso, jadeando y resoplando en su importancia.
—¡Bah! ¡Está loco!
El Dirdir pareció perplejo. Reith aprovechó la ocasión:
—¿Quién me acusa? ¿De qué crimen? ¡Que se presente mi acusador, y que el caso sea juzgado por un arbitro!
—Invocas una fuerza tradicional más fuerte que el desprecio o la irritación —dijo el Excelente—. No puede negársete. ¿Quién acusa a este subhombre?
—Yo acuso a Adam Reith de blasfemia —dijo Woudiver—, de contestar la Docrina del Doble Génesis, de reclamar un status igual al de los Dirdir. Ha afirmado que los Hombres-Dirdir no son una línea descendente pura de la Segunda Yema; los ha llamado una raza de fenómenos mutantes. Insiste en que los hombres derivan de un planeta distinto a Sibol. Esto no está de acuerdo con la doctrina ortodoxa, y es repugnante. Es un creador de problemas, un mentiroso, un provocador. —Woudiver acentuó cada una de sus acusaciones con un golpe de su enorme dedo—. ¡Éstas son mis acusaciones! —Dedicó a los Dirdir una sonrisa cómplice, luego se volvió y rugió a la multitud—: ¡Echaos hacia atrás! ¡No os apelotonéis tan cerca de los dignatarios!
—¿Afirmas que estas acusaciones son falsas? —preguntó el Dirdir con voz aflautada.
Reith dudó. Se enfrentaba a un dilema. Negar las acusaciones era aceptar la ortodoxia de los Hombres-Dirdir. Preguntó cautelosamente:
—En esencia, soy acusado de sostener puntos de vista no ortodoxos. ¿Es eso un crimen?
—Por supuesto, si el arbitrador así lo declara.
—¿Y si esos puntos de vista son ciertos?