Los últimos seis meses todo ha ido a mejor. Han pasado cosas en su interior y ha cambiado. La nueva psicóloga de psiquiatría infantil y juvenil no es una imbécil como la anterior, y, la verdad, parece que lo comprende un poco. Pero, sobre todo, tiene a Linnéa. Ella lo hace sentirse vivo, le ayuda a querer salir de esa oscuridad asfixiante pero familiar.
De ahí que resulte tan difícil de entender que le esté ocurriendo esto
ahora
; ahora que por fin puede dormir más o menos por las noches, ahora que incluso es capaz de sentirse contento.
Tres días antes vio cómo le cambiaba la cara en el espejo. Se le estiraba y se le desencajaba hasta lo irreconocible. Y comprendió que estaba volviéndose loco de verdad. Que oía voces y alucinaba como un chiflado. Y eso lo acojonaba.
Durante tres días, resistió la tentación de las cuchillas y de las sustancias de Jonte. Consiguió evitar los espejos. Pero ayer se vio en un escaparate, vio cómo le temblaba la cara, la vio extenderse como el agua. Y entonces llamó a Jonte.
Se te irá de las manos.
Un susurro extraño en la cabeza. Elías mira a su alrededor y se da cuenta de que ha vuelto a subir la espiral de la escalera y de nuevo se encuentra en la galería, delante del despacho de la directora. No sabe por qué ha ido allí.
Las luces parpadean de pronto y se apagan. La puerta que da al rellano se desliza despacio a su espalda. Y antes de que termine de cerrarse, lo oye. El sonido blando de una suela de zapato en la espiral.
Escóndete.
Elías echa a correr por el pasillo en penumbra. Después de cada hilera de taquillas, teme que aparezca alguien
o algo.
Acaba de doblar una esquina cuando oye a lo lejos que se abre a su espalda la puerta del rellano. Los pasos se aproximan, lentos pero seguros.
Elías alcanza la gran escalera de piedra que constituye la médula espinal del instituto.
Corre escaleras arriba.
Las piernas de Elías obedecen, suben los escalones de dos en dos. Una vez arriba, sigue corriendo por el estrecho pasillo hasta llegar a la puerta cerrada con llave que da al desván del instituto. Es un callejón sin salida, uno de los pocos lugares olvidados del edificio. Hay unos servicios que nadie usa. Linnéa y él suelen verse allí.
Los pasos se acercan.
Escóndete.
Elías abre la puerta de los servicios y se cuela dentro. Cierra con cuidado e intenta respirar tan despacio como puede. Aguza el oído. El único sonido que se oye en el mundo entero es el de una moto que acelera para desaparecer en la lejanía.
Elías pega la oreja a la puerta.
No oye nada. Pero lo sabe. Hay alguien ahí. Al otro lado de la puerta.
Elías
.
El susurro se oye más alto ahora, pero Elías está seguro de que solo existe en su cabeza.
Ya está, me he vuelto loco, se dice. Y enseguida oye la voz:
Sí, te has vuelto loco.
Mira hacia la ventana, hacia el pálido azul del cielo que se ve fuera. Relucen blancos los azulejos. Hace frío allí dentro. Lo inunda una soledad inmensa.
Date la vuelta.
Elías no quiere, pero se vuelve lentamente. Es como si ya no tuviera poder sobre su propio cuerpo. Es esa voz la que lo gobierna, como si él fuera una marioneta de carne y hueso.
Ahora se encuentra delante de los tres lavabos, cada uno con su espejo. Al ver aquella cara pálida allí reflejada, quiere cerrar los ojos, pero no puede.
Quiebra ese cristal.
El cuerpo de Elías obedece. Cierra el puño agarrando con fuerza la bolsa negra de tela y la hace ondear en el aire.
El ruido resuena con un eco entre las paredes alicatadas cuando se quiebra el espejo. Cae roto en fragmentos grandes, que se vuelven a romper en pedazos más pequeños al estrellarse en el lavabo.
Ha tenido que oírlo alguien, piensa Elías. Por favor, que lo haya oído alguien.
Pero nadie acude. Está solo con la voz.
El cuerpo de Elías se acerca al lavabo y coge uno de los fragmentos de mayor tamaño. Sabe lo que va a ocurrir. El pánico le produce vértigo.
Estás roto. Imposible de reparar.
Muy despacio, retrocede hasta uno de los servicios.
Pronto habrá pasado todo. Ya no volverás a tener miedo nunca.
La voz suena casi como si estuviera consolándolo.
Elías cierra la puerta y se sienta en el retrete. Lucha por abrir la boca, lucha por lanzar un grito. Agarra el cristal con más fuerza y las aristas le cortan la palma de la mano.
No hay dolor.
Y Elías no siente dolor alguno. Ve la sangre que mana de la herida y cae goteando en las losas del suelo, pero no siente nada. Tiene el cuerpo adormecido. Solo existe el pensamiento. Y la voz.
La vida no va a ser mejor. Más vale acabar ya. No tendrás que sentir dolor. No tendrás que enfrentarte a la decepción. Las cosas nunca irían a mejor de todos modos, Elías. La vida es una lucha humillante, nada más. Los muertos sí son felices.
Elías ya no trata de oponer resistencia cuando el cristal le atraviesa la gruesa manga del jersey y deja al descubierto las cicatrices de la piel que hay debajo.
Mamá, papá, piensa. Ellos lo superarán. Tienen su fe. Y creen que volveremos a vernos en el cielo.
Os quiero, piensa al mismo tiempo que el afilado fragmento del espejo traza el primer corte en la piel.
Espera que Linnéa comprenda que no fue elección suya. Todos los demás creerán que se quitó la vida, y eso no importa. Con tal de que no lo piense Linnéa.
Elías corta de un modo totalmente distinto a como lo había hecho hasta ahora. Corta en profundidad y a conciencia.
Pronto habrá pasado todo, Elías. Solo un poco más. Y todo habrá pasado. Será mejor así. Has sufrido tanto…
La sangre le sale del brazo a borbotones. Él la ve, pero no siente nada, y ahora divisa unos puntos negros flotando delante de los ojos. Bailan y se expanden y se funden creciendo hasta que todo el mundo es un gran punto negro. Lo último que oye son las pisadas en el pasillo. Quienquiera que esté ahí fuera no intenta disimular. Ya no tiene por qué.
Elías trata de aferrarse a Linnéa. Como cuando era pequeño y confiaba en que, si lograba retener un solo pensamiento amable cuando se perdía en el sueño, se libraría de las pesadillas.
Perdóname.
Elías no sabe si es él o si es la voz quien ha pronunciado aquella palabra.
Y entonces, en ese momento, siente el dolor.
Cuando recupera la conciencia, se encuentra enroscada en el rincón en el que la dejaron.
En el sótano reina una oscuridad compacta. Le duele todo el cuerpo.
Se sienta, flexiona las piernas bajo el camisón y se las abraza. Sigue sin oír nada por el oído derecho y siente como un latido sordo en el ojo, pegado por el pus y la sangre coagulada.
Resuenan pasos en el pasillo de fuera y la pesada puerta se abre de pronto. El resplandor de una antorcha ilumina la habitación y aparta la mirada al verse las heridas de los pies, inmovilizados por una gruesa cadena. Dos guardas la levantan del suelo y le atan las manos a la espalda, bajo la mirada del portador de la antorcha. Las cuerdas se le clavan en las muñecas, pero ella se niega a mostrarles lo mucho que le duelen.
El hombre de la antorcha se le acerca con una sonrisa altanera. No tiene dientes y le hiede el aliento a carne podrida. Ella siente el ardor en la cara y él le acerca la llama un poco más.
—Hoy vas a morir, furcia —le dice acariciándole la cara con la mano, que va bajando hasta el pecho.
El odio que la colma le infunde fuerza y valor.
—Maldito seas —le susurra—. Que se te pudra la polla y se te caiga a pedazos. Satanás, mi señor, irá a buscarte a tu lecho de muerte y sus demonios te torturarán por siempre.
El hombre aparta la mano como si se hubiera quemado.
—Dios nos proteja —murmura uno de los guardas.
Siente cierto alivio al verlos tan asustados.
Alguien le pone un saco en la cabeza y acto seguido la arrastran por pasadizos laberínticos. Se abre una puerta cuyas bisagras chirrían.
En el exterior. Huele al frescor del rocío. Ella se prepara para crecerse ante los alaridos y el odio de la muchedumbre, pero lo único que oye es el trino de los pájaros. La luz rosácea del alba se filtra por el tejido del saco. Un cuco canta por el sur. El cuco del sur anuncia la muerte.
Un instinto oscuro y animal se apodera de ella. Tiene que huir. Ahora.
El pánico la impulsa a correr a ciegas. Los grilletes le lastiman los tobillos mientras corre. Nadie intenta detenerla. Saben que no es necesario. No llegará muy lejos y caerá de bruces en la tierra húmeda. Los guardas se ríen y gritan a su espalda.
—Vaya, se diría que tiene prisa en llegar ante Satanás, su señor —oye decir al desdentado.
Unas manos fuertes la levantan cogiéndola por debajo del brazo y otra persona la levanta por los pies. Entre los dos la arrojan brutalmente por los aires. Ella flota libre un instante, antes de aterrizar sobre algo duro; se queda sin aliento. Un caballo resopla y el mundo empieza a balancearse. Está tumbada en una especie de carro, hasta ahí alcanza a comprender.
—¿Hay alguien ahí? —susurra.
Nadie responde.
Bueno, mejor así, piensa. Todos estamos solos ante la muerte.
Minoo se despierta temblando. Está helada, como si hubiera dormido toda la noche con la ventana abierta. Le resulta difícil respirar, es como si algo grande y pesado le aplastara el pecho.
Se sube el edredón hasta la barbilla y se acurruca hasta convertirse en una bola. Antes tenía montones de pesadillas, pero ninguna que le causara un dolor físico. Nunca había sentido tanto alivio al ver su habitación de siempre con el papel pintado en blanco y oro.
Al cabo de un rato empieza a resultarle más fácil respirar y el calor vuelve poco a poco.
Echa una ojeada al móvil. Cerca de las siete. Hora de levantarse.
Minoo sale de la cama y abre el armario. Le gustaría tener un estilo definido, en lugar de aquellos vaqueros anodinos y las camisetas y las chaquetas de siempre. Descuelga de la percha un jersey azul marino y siente asco de sí misma. Es tan lamentablemente… inofensiva… Ni siquiera ha cambiado de peinado. Nunca. Pero ¿qué diría la gente si un buen día llegase al instituto con algo distinto? Los alternativos del instituto, cuyo estilo tanto le gusta en secreto, dirían que es una quiero y no puedo.
Además, ella detesta ir a comprar ropa. Se siente como un analfabeto en una librería. Cuando se trata de los demás, sí es capaz de decir si la ropa es bonita o fea, si les queda bien o mal, pero si hojea un catálogo en busca de algo para sí misma, solo apuesta por lo seguro. Negro. Azul marino. Jerseys largos. Vaqueros no demasiado ajustados. Sin mucho escote. Ningún estampado. La indumentaria es como una lengua que ella comprende, pero que no sabe hablar.
Coge la ropa y llega al pasillo. La puerta del dormitorio de sus padres está cerrada y ve la cuchilla de afeitar de su padre en el lavabo, en un charco de agua. Minoo supone que ya se encontrará en el trabajo. La toalla de su madre está húmeda, así que se habrá levantado aunque hoy no trabaja.
Minoo deja la ropa en un taburete, se mete en la bañera y corre la cortina de baño.
De repente, toma conciencia del olor a quemado. Coge un mechón de su larga melena negra, se lo lleva a la nariz y lo olisquea.
Tiene que enjabonarse el pelo dos veces para que desaparezca aquel hedor inexplicable. Luego se enrolla la melena en una toalla y se cepilla los dientes. Se queda mirando el plano antiguo de Engelsfors que cuelga enmarcado junto al espejo. El año pasado llegó a creer que sus padres la dejarían mudarse a Estocolmo con la tía Bahar para ir allí al instituto. Detesta ver el plano todas las mañanas, porque le recuerda que sigue estancada en aquel lugar.
Engelsfors. Un nombre precioso para una birria de ciudad. En medio de la nada, rodeada de densos bosques donde la gente se extravía y desaparece. Trece mil habitantes y un 11,8 por ciento de desempleo. Hace veinticinco años que cerraron la fundición. En el centro se alzan los edificios vacíos. Solo sobreviven las pizzerías.
La carretera nacional y el ferrocarril atraviesan la ciudad trazando una frontera. Al este se extiende el lago Dammsjön, gasolineras, talleres, la fundición cerrada y algunos barrios de bloques deprimentes. Al oeste, el centro, la iglesia y la casa parroquial, barrios de viviendas adosadas y el caserío, hace tiempo abandonado, y el barrio «elegante» de chalés junto al idílico canal.
Allí es donde vive la familia Falk Karimi, en una casa de dos plantas de diseño funcional. Tiene las paredes cubiertas de lujoso papel pintado y la mayoría de los muebles proceden de tiendas de diseño de Estocolmo.
Cuando Minoo baja la escalera, ve a su madre sentada a la mesa de la cocina. Los diarios que su padre lee a conciencia cada mañana están allí pulcramente apilados. Su madre está absorta en una revista médica y tiene delante el desayuno de siempre: una taza humeante de café solo.
Minoo se sirve un cuenco de yogur de fresa y se sienta enfrente.
—¿Eso es todo lo que vas a desayunar? —pregunta su madre.
—Mira quién fue a hablar —responde Minoo, que recibe una sonrisa por respuesta.
—Yogur, cereales, tostadas; yogur, cereales, tostadas. Al cabo de un tiempo resulta muy aburrido.
—Ya, en cambio el café no es aburrido, ¿verdad?
—Un día lo comprenderás. —Su madre sonríe, y de pronto la mira con esa mirada suya, como si la viera por dentro—. ¿Has dormido mal?
—He tenido una pesadilla —explica Minoo.
Entonces le cuenta lo que ha soñado y cómo se sentía al despertarse. Su madre alarga el brazo y le toca la frente. Minoo se aparta.
—No estoy enferma, no era ese tipo de tiritona.
Minoo ve perfectamente cómo su madre entra en el «modo doctora». Le cambia la voz: un poco más seria y profesional. El lenguaje corporal se vuelve más rígido. Incluso cuando Minoo era pequeña ocurría lo mismo. Era su padre quien se ocupaba de ella y la mimaba con golosinas y tebeos cuando estaba enferma. Su madre se comportaba como el médico que va a visitar al enfermo.
Minoo se ponía muy triste. Ahora ha llegado a sospechar que lo de abandonar el papel de madre y adoptar el de profesional es un mecanismo de defensa. Puede que la preocupación materna normal y corriente resulte imposible de combinar con los conocimientos médicos de todo aquello que puede atacar al cuerpo humano.