—¿Por qué no le has dicho nada a la Policía?
—
A la Policía
—resopla Linnéa.
De repente, la mira con dureza.
—Ya, pero ¿no deberían saberlo? —insiste Minoo.
—¿Qué mierda sabrás tú? Tú, que solo has conocido una casa agradable y una familia agradable.
Minoo la mira a los ojos. Siente vergüenza. Porque sabe que es verdad.
Al mismo tiempo, piensa que la verdad de Linnéa quizá no sea la única verdad. Si bien es cierto que Minoo apenas ha visto otra cosa que el lado luminoso de la vida, Linnéa ha sufrido sobre todo el lado oscuro. Pero ¿es la realidad de la una más verdadera que la de la otra?
Linnéa la mira con una sonrisa burlona.
—Corre con tu madre, ¿no?
De repente, Minoo se enfada muchísimo.
—Me das pena —le dice antes de encaminarse al coche.
—¡Ni se te ocurra! —le grita Linnéa mientras Minoo se aleja.
Anna-Karin se levanta del asiento y se dirige dando tumbos por el pasillo al ritmo del traqueteo del autobús, enfilando la puerta. Está tan harta del miedo permanente a que alguien la insulte al pasar… O peor aún, a oír risitas ahogadas a su espalda. Incluso aunque no ocurra nada de esto, oye en su cabeza el eco de las voces anteriores. Voces que le susurran lo gorda que está y cómo apesta a granja.
Sin embargo, hoy la gente ni siquiera levanta la vista. Murmuran en el autobús, pero no es sobre ella. Hoy todo el mundo habla de Elías.
El autobús toma la última curva, se detiene de golpe y Anna-Karin tropieza. Se le encoge el estómago durante la décima de segundo en que cree que va a caerse y que todos se reirán de ella, pero recupera el equilibrio sin que nadie se haya dado cuenta. Se abren las puertas y baja rápidamente a la acera.
Anna-Karin respira hondo varias veces mientras el autobús se aleja por la carretera. En cuanto ve la dehesa, se le ensanchan los pulmones. Allí puede respirar libremente.
La gravilla cruje bajo sus pies mientras se dirige a casa. Cuando entra en el prado, se acerca a saludar a uno de los animales de grandes ojos marrones.
—Buenos días, preciosa —le dice, como acostumbra a hacer el abuelo.
La vaca le da un lametón en la mano con su lengua enorme. Las moscas zumban a su alrededor. Sí, huele a granja, y a ella le encanta.
En casa es una persona totalmente distinta. Se le endereza la espalda y ya no le preocupa sudar. Allí no tiene que pensar en si le sale papada cuando baja la cabeza o si, debajo del jersey, el pecho se le balancea con un movimiento asqueroso.
Llega a la explanada. Dos casas de madera pintadas de rojo, una de dos plantas y la otra, de una sola, perfectamente alineadas entre sí. Un poco más allá está el cobertizo, y varias casetas.
Anna-Karin se acerca a la casa de dos plantas y abre la puerta, que no está cerrada con llave. Se quita los zapatos y saca a
Peppar
del bolsillo. Se ha dormido, pero se retuerce un poco cuando lo deja en el cesto de la entrada, donde le ha preparado una cama con los restos de una alfombra vieja.
En la sala de estar se oyen sonoras carcajadas. Anna-Karin se asoma y ve a su madre en el sofá, durmiendo profundamente, con la boca abierta. En la pantalla del televisor se ve una sala de estar americana. Anna-Karin se plantea por un instante coger el mando a distancia y bajar el volumen, pero no quiere despertar a su madre y que le regañe.
De modo que entra de puntillas en la cocina. Saca del frigorífico una caja de bolas de chocolate y una bolsa de panecillos de la panera. Luego saca la miga de cuatro de los panecillos, mete una bola de chocolate y los aplasta hasta que se convierten en una pieza. Se los come de pie, dando grandes tragos de leche. El efecto de saciedad le proporciona una agradable sensación de adormecimiento.
Anna-Karin mira hacia la ventana de la cocina que da a la casa del abuelo. Lo ve allí dentro, encorvado, y lo saluda. El abuelo la llama por señas. Anna-Karin deja encantada la casa donde la gente ríe histérica en la tele.
La puerta de la casa del abuelo da paso a un recibidor minúsculo y, colgado de una percha, ve uno de sus monos de trabajo. A la izquierda se encuentra la cocina. Junto a la puerta hay un banco de madera de color gris azulado. Allí suelen sentarse los amigos del abuelo cuando van a verlo, antes de pasar a la mesa a tomar café. Y allí está sentado ahora el abuelo, mirando por la ventana mientras se bebe un café hirviendo.
A Anna-Karin no le gusta el café, pero le encanta el olor. En la casa del abuelo siempre huele a café, a leña recién cortada y a animales. Ahora, además, huele a ropa recién planchada. Junto a la puerta del dormitorio hay una cesta con ropa pulcramente doblada.
—Hola, cariño —la saluda el abuelo.
—Hola —responde Anna-Karin sentándose a la mesa.
El abuelo lleva una camisa de cuadros rojos y verdes típica de leñador y un pantalón de pana. Siempre se quita el mono antes de entrar en la casa. No quiere mancharlo todo.
La estudia con la mirada.
—¿Ya has terminado las clases?
—Hoy hemos salido antes.
—¿Y eso?
Es una oportunidad de hablar, pero Anna-Karin nota que se le cierra la garganta. No quiere hablar de Elías, ni siquiera pensar en él.
De repente, piensa que le gustaría ser pequeña otra vez. Cuando se caía y se hacía daño, siempre quería que el abuelo la cogiera en brazos. Ahora quisiera volver allí. Así tal vez se atreviera a llorar, a soltar todo lo que se le ha acumulado y se le ha endurecido en el pecho. Anna-Karin lleva sin llorar de verdad desde primaria. Y es que tenía demasiadas cosas por las que llorar. Ahora ha llegado a un punto en que se diría que las lágrimas están encerradas en un pozo.
—Y mi madre, ¿ha salido hoy? —pregunta.
—No ha tenido fuerzas.
—Bueno, por lo menos, se ha levantado de la cama —observa Anna-Karin notando la ira dura y afilada que tenía alojada en el pecho.
—Mia no lo tiene nada fácil.
Anna-Karin se arrepiente de haber sacado el tema. En realidad, su madre ha heredado la granja, aunque es el abuelo quien se sigue encargando de las tareas más duras. Hay días en que se lo deja todo a él. Aun así, al abuelo no se le oye nunca una crítica hacia su hija.
A veces, Anna-Karin siente unos remordimientos terribles por estar tan enfadada con su madre. Comprende que sufre algún tipo de depresión, que quizá no tuviera ningún interés en hacerse cargo de la granja, pero que, en cierto modo, se ha quedado atrapada en ella. Al mismo tiempo, tiene la sensación de que su madre vive para quejarse. Porque, ¿qué sería su madre si no se quejara? Ella es siempre la más humillada, la más afectada, siempre es la persona más digna de lástima en el mundo entero. Y así ha sido desde que Anna-Karin tiene uso de razón.
Observa al abuelo, que está mirando por la ventana. Puede pasarse allí sentado horas enteras. Ella se pregunta qué buscará ahí fuera.
El abuelo cumplió setenta y siete años la primavera pasada, pero no empezó a parecer viejo de verdad hasta este último año. Anna-Karin no quiere ni pensar en lo que ocurrirá cuando él se haya ido.
Vanessa extiende la toalla en el césped, delante de la casa de Jonte.
Es una toalla muy gastada, con un estampado de flores marrones y amarillas de colores desvaídos, y no parece del todo limpia. Qué más da. Ella solo quiere tumbarse y olvidarse de todo sin mancharse la ropa de verde.
Echa una ojeada a la casa roja de dos plantas, que también parece desvaída. El sol se ha comido el color y la pintura se está cayendo. El ruido de un bajo que resuena en el interior hace temblar los vidrios de las ventanas. A través de la ventana del salón, divisa el televisor gigante y las siluetas de Wille, Jonte y Lucky, que se recortan sobre la luz de las explosiones en la pantalla.
Se tumba, se sube la camiseta hasta el borde del sujetador para calentarse la barriga al sol.
Wille estaba de mal humor hoy cuando fue a recogerla al instituto.
—Oye, que no soy tu puto chófer —le dijo.
—¡Pues pasa de llevarme! —le espetó ella abriendo la puerta del coche en marcha.
Wille dio un frenazo y faltó un pelo para que se les empotrara el coche que venía detrás. Vanessa se lo quedó mirando con la sensación del peligro aún fluyéndole por todo el cuerpo.
—Cierra la puerta —le dijo en voz baja, y ella obedeció enseguida.
—Viejo de mierda.
Ahí le dolió, Vanessa se dio cuenta. Wille tiene veintiuno y ella sabe que le da vergüenza la diferencia de edad.
Cuando empezaron a salir, ella acababa de cumplir los quince y llevaba tiempo oyendo hablar de Wille. Vanessa no tardó en reconocer en él algo de sí misma. Wille quería más. Sentir más. Vivir más experiencias. Y creyó que la vida con él se convertiría en una aventura.
Y ahora toma el sol tumbada en el césped mientras que él juega al ordenador con los colgados de sus amigos.
Sin embargo, para ella sigue siendo el más guapo de todos. Y la besa con decisión, como a ella le gusta.
Vanessa espanta irritada una mosca que se niega a comprender que no piensa permitirle que se le instale en la cara. El sol calienta bastante, pero ya se presienten los primeros fríos otoñales. En el horizonte empiezan a arremolinarse nubes gigantescas.
—¿Vanessa? —se oye llamar a Wille.
Ella levanta el brazo y agita la mano.
—¿Nessa? —resuena de nuevo la voz del chico.
—¡Síí! —responde ella alzando la voz—. ¿Qué quieres?
No responde. Vanessa se incorpora en la toalla. Wille la mira asomado a la ventana.
No. No, está mirando
a través de mí,
como si no existiera, piensa Vanessa. Ya estamos otra vez.
—¡Wille! —grita presa del pánico.
No hay reacción. Wille se estira para ver mejor.
—¿Dónde demonios te has metido?
—¡Estoy aquí! —exclama Vanessa agitando los brazos.
Pero no la ve, ni tampoco la oye. Vanessa coge la toalla y la agita en el aire. Él no ve nada y ella la tira al suelo con un gesto de frustración.
Wille casi se cae de espaldas, literalmente. Pero sigue sin mirarla a ella, sino solo la toalla, que está en el césped hecha un lío.
—Qué demonios… Joder, mira.
—¿Qué pasa? —pregunta Jonte indolente acercándose a la ventana.
Lucky intenta hacerse un hueco entre los dos.
—La toalla —dice Wille—. Ha aparecido ahí, en el césped, como por arte de magia. Te lo juro. Antes no estaba ahí.
Jonte y Lucky se lo quedan mirando. Luego dirigen la vista a la toalla, y otra vez a Wille. Y luego se echan a reír a carcajada limpia.
—Wille, joder, ¡que solo era medio canuto! —le advierte Lucky a voces.
Jonte dice algo y cierra la ventana de golpe.
Vanessa se queda un instante de pie a la luz del sol. Ella se ve las manos perfectamente. Las piernas bronceadas. Pero falta algo. Hay algo que no encaja.
Casi se echa a llorar cuando cae en la cuenta de qué es.
Su cuerpo no proyecta ninguna sombra en el césped.
Entra en la casa a hurtadillas y el olor dulzón del humo le da en la cara. Wille está sentado en un sillón, con la vista clavada en la pantalla y fumándose un porro. La luz del sol le da por detrás de modo que el color rubio del pelo brilla como una aureola. Vanessa siente que el corazón le salta de alegría. A veces se sorprende al verlo.
Siente deseos de acercarse y acariciarlo, pero no se atreve. Esa cosa tan rara que le está pasando es algo que debe mantener en secreto, hasta que averigüe qué es.
—¿Vanessa? —pregunta Jonte de pronto.
Ella se da la vuelta. Jonte no la ve, pero la busca con la mirada por la habitación. Tiene los ojos intensamente despiertos bajo el gorro azul oscuro que lleva encajado tapándole las cejas.
—Aquí hay alguien —dice—. Joder, estoy seguro.
—Paranoia —murmura Lucky convencido.
Está medio tumbado en el sofá con el mando de la consola bien agarrado. La barriga le apunta por debajo de la camiseta, que lleva el texto «El orgullo de Engelsfors» en la pechera. Lucky, que en realidad se llama Lukas, estaba en la misma clase que Vanessa en secundaria, pero él no continuó con el bachillerato, sino que se pasa los días haciéndole a Jonte de chico de los recados, le compra cerveza, le pide las pizzas y le ayuda con el cultivo que tienen en el sótano.
—¿Os habéis enterado de lo del hijo del pastor? —dice Lucky sin dejar de pulsar frenéticamente los botones del mando.
Vanessa ve cómo Jonte se pone tenso, solo un poco. Wille expulsa lentamente el humo que ha estado reteniendo en los pulmones.
—¿Qué? —pregunta.
—Elías Malmgren. El hijo del pastor. Se ha suicidado. En el instituto. Lo han encontrado hoy.
—¿Estás seguro de que era él? —pregunta Wille.
Trata de parecer indiferente, pero el tono de voz deja traslucir cierta preocupación, y Vanessa lo nota.
Lógico, piensa. Se conocían. Elías solía venir a comprar hierba. Pero de eso hace ya mucho, fue como por Navidad, cuando estábamos en noveno.
—Al cien por cien —responde Lucky.
—¡Joder! —dice Jonte—. Pero si estuvo comprando aquí anteayer.
—¿Creéis que se le fue la olla o algo así? —pregunta Lucky.
—
¿Que se le fue la olla?
Jonte y Wille están muertos de risa. Lucky sonríe de ese modo tan pelota que saca de quicio a Vanessa.
—Ya lo había intentado antes, más de una vez —dice Jonte—. Seguro que quería fumar para estar puesto mientras lo hacía.
Pero tiene remordimientos. Vanessa se da cuenta. Y se pregunta por qué. Jonte no suele preocuparse de nadie más que de sí mismo.
—Sí, iba de víctima —dice Lucky—. Se hacía cortes en los brazos y toda esa mierda. Yo creía que eso solo lo hacían las tías.
—Cierra el pico —ordena Jonte de pronto.
Wille y Lucky se quedan quietos mirándolo fijamente.
—Aquí hay alguien —susurra.
Los otros dos miran a su alrededor. Vanessa contiene la respiración.
—Será el fantasma de Elías —dice Lucky, y se lleva un manotazo de Wille en la nuca.
Vanessa siente que se le eriza la piel. El aire se mueve ondulante a su alrededor. Es como una corriente. Jonte se la queda mirando.
—¿De dónde cojones has salido tú?
Wille levanta la vista y suelta una risa nerviosa.
—Nessa, no puedes presentarte así. Jonte está mayor y un día le va a dar un infarto.