Lucky también se ríe, quizá demasiado. Vanessa hace un esfuerzo por sonreír condescendiente.
Se acerca a Wille y se le sienta en las rodillas. Necesita sentir su abrazo. Necesita sentir que
ella está ahí.
Wille esconde la cara en su cuello. Y ella se le pega más todavía.
Fuera empieza a llover.
La lluvia repiquetea contra la ventana de la cocina. A Minoo le gusta el ruido, la sensación que le produce, de estar resguardada en una casa segura. La voz de Billie Holiday se abre paso hasta la cocina desde los altavoces del salón. La lámpara de la cocina, que cuelga bastante baja, arroja un cálido destello sobre los rostros preocupados de sus padres.
—¿Cómo estás, cariño? —pregunta el padre.
Es la tercera vez que formula la misma pregunta desde que llegó.
—Bien —responde ella parcamente.
Ante todo se siente víctima de un cansancio terrible, está reventada. Lleva varias horas hablando con su madre. Pero a la pregunta de «cómo estás», no sabe muy bien qué contestar. Lo único que sabe es que no tiene fuerzas para averiguarlo.
—¿Vais a escribir sobre el tema? —pregunta.
Su padre se rasca el caballete de la nariz y las gafas suben y bajan.
—Hemos estado hablándolo. Si el pobre chico se hubiera quitado la vida en su casa, no lo habríamos hecho, pero como ha ocurrido en el instituto… A estas alturas lo sabe ya toda la ciudad.
Su madre mueve la cabeza con preocupación.
—Os criticarán si escribís sobre ello.
—Y si no escribimos, también.
El padre de Minoo es redactor jefe del periódico local, que solo sale un par de veces por semana y que, por lo general, publica en primera página noticias tan sensacionales como «Nueva rotonda en Gnejsgatan». Tres cuartas partes de los hogares de la ciudad están abonados al
Engelsforsbladet
. Y todo el mundo sabe quién es el padre de Minoo.
—Cissi ha escrito un artículo —continúa—. Y tuve que tachar la mitad, naturalmente. Eliminar los detalles más melodramáticos y sangrientos. Ya la conocéis. Pero lo de los suicidios es un asunto delicado, por discretos que queramos ser.
Minoo clava la vista en el plato. Apenas ha tocado la comida y, de repente, la salsa de carne picada le resulta repugnante.
—Y la Policía, ¿están seguros de que ha sido suicidio? —pregunta.
—No les cabe la menor duda —responde su padre—. Pero… Esto que quede entre nosotros, ¿eh? En el instituto, ni una palabra al respecto.
—No, claro, ya lo sé —suspira Minoo.
Nunca le ha dado motivos para dudar de que sabrá guardar silencio. Minoo aprendió muy pronto que la mayoría recaba información solo para poder difundirla después, pero que la única manera de conseguir información
verdaderamente
interesante es saber guardar el secreto y ser fiable.
—Elías murió ayer en algún momento después de las cuatro y media. Acababa de tener una reunión con la directora. Presentaba un alto índice de absentismo y la directora quería pillarlo a tiempo, según ella misma dijo. Estuvieron hablando media hora.
De repente, Minoo comprende lo que quiso decir Linnéa al acusar a la directora. ¿Qué ocurriría en aquella reunión?
—¿Y qué dice la directora? —pregunta Minoo.
—Está destrozada, como es lógico.
—¿No detectó ningún indicio de que presentaba tendencias suicidas? —pregunta su madre.
—Pues sí, es una de las cuestiones que se plantearán, sin duda; cómo es que no se dio cuenta.
—Pobre mujer. No hace ni un año que vino a trabajar aquí y pasa esto.
—Desde luego se discutirá acerca de la responsabilidad del centro. Sobre todo porque el modo en que Elías se suicidó parece implicar algo así como un mensaje al instituto.
—Erik —dice la madre de Minoo—, no creo que quieras recordarle a Minoo…
—Joder, no era mi intención —protesta su padre.
—¿No podemos cambiar de tema? —sugiere Minoo.
Sus padres la observan preocupados e intercambian una mirada.
—Es que no soporto seguir oyendo hablar de Elías —murmura Minoo.
—Lo comprendo —dice la madre tranquilamente.
Durante el resto de la cena hablan de los recortes que amenazan al periódico. Minoo hace algún que otro comentario. Aun así, después, no recuerda una sola palabra de la conversación.
La madre de Anna-Karin enciende un cigarrillo cuando aún tiene el último bocado en la boca. Siempre igual de ansiosa por meterse nicotina y alquitrán. La comida es algo con lo que quiere acabar cuanto antes, para así poder fumarse el mejor cigarrillo, el de después. Hace ya mucho tiempo que Anna-Karin ha renunciado a quejarse del humo. Su madre considera que el tabaco es el único lujo que se permite, y por eso «me cago en todo, pienso seguir fumando sin remordimientos».
La lluvia azota la ventana. En la explanada han empezado a formarse charcos parduzcos.
A Anna-Karin le crecen en la boca la ensalada de patata y la chuleta ahumada. Es como si en el estómago solo hubiera cabida para el estrés. Intentó estudiar un rato antes de la cena y se sorprendió leyendo el mismo párrafo una y otra vez.
Tiene miedo de no ser capaz de estudiar el bachillerato de ciencias naturales. Si quiere ser veterinaria, tiene que sacar las mejores calificaciones. No puede quedarse atrás al principio del primer curso.
—Hoy me ha llamado Åke —dice de pronto el abuelo mirando a Anna-Karin—. Su hijo es conductor de ambulancias. Me ha preguntado si estabas bien y si conocías al chico.
—¿De qué estás hablando? —pregunta la madre entre nubes de humo.
Los dos la miran. Más vale contárselo cuanto antes.
—Ha muerto un chico del instituto. Elías. Se ha suicidado.
La madre da una calada profunda y, acto seguido, envuelve de golpe toda la mesa en un humo ultravioleta.
—¿Y no me lo habías dicho hasta ahora?
Anna-Karin mira al abuelo con expresión de impotencia.
—¿No era el hijo de Helena? —continúa la madre.
—¿Qué Helena?
—¡La del pastor! ¿Cuál era el apellido del chico?
Resulta fácil olvidar que su madre tuvo sin duda una vida social en el pasado. Anna-Karin solo cae en la cuenta cuando se pone a hablar de sus antiguas amistades y de los conocidos de sus conocidos.
—Malmgren —responde Anna-Karin.
—Por Dios, sí, es él.
La madre apaga el cigarrillo antes de encender el siguiente. Parece animada. Como siempre que se produce una tragedia o un accidente. Son las únicas ocasiones en que deja de regodearse en su propia desgracia.
—Pobre Helena —dice—. No me digas que no es típico, se dedica a aliviar las almas de los demás, pero no ve lo que tiene en su propia casa. ¿Y cómo lo hizo?
—No lo sé.
—Ya, pero ¿lo hizo en el instituto?
Su madre está entusiasmada. Por una vez, la ve totalmente despabilada y atenta a la conversación. Se inclina hacia Anna-Karin, como si fueran dos amigas cotilleando mientras toman café.
—¿Quién lo encontró?
—Dos chicas del instituto. Una de ellas, Minoo, está en mi clase.
—Vaya, la hija del dueño del periódico —dice su madre.
El abuelo no ha dicho una palabra en todo el rato. Ahora alarga el brazo por encima de la mesa y le da a Anna-Karin una palmadita en la mano.
—Cariño —le dice—, ese tal Elías, ¿era amigo tuyo?
—No, pero lo conocía.
—Los jóvenes tienden a creer que el mundo entero gira a su alrededor y que ninguna desgracia puede compararse a la suya —dice la madre—. No son conscientes de que se encuentran en una situación privilegiada, de todas las responsabilidades con las que aún no tienen que cargar.
—Los jóvenes de hoy en día no lo tienen nada fácil —opina el abuelo.
—No, claro, como que esperan que se les sirva todo en bandeja —protesta su madre.
A Anna-Karin le cuesta tragar otra vez. Se le ha formado una bola de ira en la garganta. Deja los cubiertos en la mesa.
—Cuando tienen toda la vida por delante —continúa su madre—. No consigo comprenderlo.
Anna-Karin tiene ganas de gritar: ¡Pero yo sí!
Porque, ¿cuántas veces no ha pensado en lo fácil que sería acabar con todo? La primera vez tenía ocho años. Fue en aquella ocasión en que le contó al maestro el infierno que estaba viviendo. Él intentó hablar con los acosadores, y acabó en que estos la desnudaron y la dejaron en el patio en bragas y camiseta, en pleno invierno. «La próxima vez te matamos a palos, granjera», dijo Erik Forslund. Cuando su madre fue a recogerla, Anna-Karin le dijo que había sido jugando.
Si su madre hubiese insistido un poco más, le habría contado la verdad. En cambio, lo que hizo fue reñirle por haber tenido que ir a buscarla a la escuela.
Sí, Anna-Karin sabe lo que es tener el deseo de morir. Lleva ocho años pensándolo a diario. Y desistiendo, solo porque está el abuelo. Y los animales. Y las vacaciones, entonces no tiene que bajar al centro. Y a veces, cuando se atreve a pensar tan a largo plazo, atisba el espejismo de otra vida futura, una vida en la que ella es veterinaria y puede comprarse su propia granja, en medio del bosque, lejos de Engelsfors.
—Yo creo que no sabemos casi nada de cómo lo estaba pasando ese chico —afirma el abuelo con su diplomacia habitual.
—Ya, claro, muy fácil no debía de tenerlo, con esos padres —dice la madre sin comprender lo que quiere decir el abuelo, como siempre.
Anna-Karin se pregunta a veces quién la irrita más, si el abuelo, que no es capaz de juzgar a nadie, o su madre, que juzga a todo el mundo.
—Me refiero a que Helena siempre estaba trabajando y de Krister mejor no hablar —continúa su madre—. El pez gordo municipal, cómo va a tener tiempo para algo tan mundano como su familia, ¿no? En fin, que no todo es tan perfecto como parece.
La madre no hace nada por ocultar cómo disfruta cuando les va mal a quienes ella considera «afortunados».
—Y no estoy diciendo que sea culpa de los padres, pero vamos, que siempre está la duda. Cuando vienen al mundo, los niños son como hojas en blanco. Y somos los adultos quienes las llenamos. Por ejemplo, cuando tu padre nos dejó, me dije «Anna-Karin no tendrá que…».
La madre sigue hablando, pero Anna-Karin no tiene ganas de escuchar.
Joder, si eres una bruja
, eso es lo que le gustaría gritar.
No sabes nada de la familia de Elías. Ni siquiera sabes nada de tu propia familia. No tienes derecho a decir una palabra. ¡¡¡Cierra el pico!!!
El corazón le bombea en el pecho. De repente, se da cuenta del silencio que reina a su alrededor.
Su madre ha apagado el cigarrillo. La colilla está aplastada en forma de uve en el borde del plato, pero aún sigue humeando un poco. Se ha quedado mirando a Anna-Karin con los ojos como platos. Carraspea un poco e intenta decir algo, pero solo logra emitir un sonido sibilante.
Anna-Karin mira al abuelo de reojo. Parece preocupado.
—¿Qué pasa, Mia? ¿Te has atragantado? —le pregunta.
La madre de Anna-Karin alarga el brazo para coger el vaso de agua y toma un buen trago. Vuelve a aclararse la garganta, pero sigue incapaz de pronunciar palabra.
—¿Mamá? —dice Anna-Karin.
—He perdido la voz —les dice con gestos.
Se levanta y sale de la cocina arrastrando los pies, con el paquete de tabaco en la mano. Un instante después, se oye el televisor en la sala de estar.
El abuelo y Anna-Karin se miran atónitos. Y ella empieza a reír con una risita incontrolada.
—No tiene ninguna gracia —la reprende el abuelo, y Anna-Karin guarda silencio.
Pero sí la tiene, le gustaría decir. Tiene muchísima gracia.
Minoo escupe la espuma de la pasta de dientes, enjuaga el cepillo y se seca la boca con la toalla. Se mira al espejo y nota un escalofrío a lo largo de la espina dorsal. El cristal del espejo es duro, liso y brillante. ¿Sería capaz de quebrarlo con la mano? ¿Fue eso lo que hizo Elías?
No, tiene que dejar de pensar en eso.
Sale del baño y se dirige a su habitación. La lamparita redonda con la pantalla de color verde da una luz acogedora desde la mesita de noche. Minoo lleva pijama, bata y zapatillas. Aun así, tiene frío. Se acerca a la ventana para comprobar que está bien cerrada.
Se queda inmóvil.
Las copas de los árboles y los arbustos se mecen al viento. Ha dejado de llover. El asfalto brilla húmedo a la luz de las farolas. Uno de los arbustos arroja sobre la calle una sombra extraña.
No, se dice Minoo cayendo en la cuenta. Hay alguien ahí. En la oscuridad, fuera del haz de luz de la farola.
Echa las cortinas y mira por la estrecha rendija. Está segura. Entre las sombras hay una persona que mira hacia su casa.
La figura empieza a alejarse del edificio. Cuando alcanza el mástil de la farola siguiente y pasa por el cerco luminoso, Minoo le ve la espalda. Una sudadera negra, la capucha puesta.
Minoo se queda petrificada hasta que la figura se desvanece.
De repente, oye el crujir de unos pasos a su espalda.
Y el pánico que ha estado conteniendo todo el día estalla en ese momento. Grita aterrorizada. Cuando se da la vuelta, ve a su madre en el umbral.
—Minoo… —dice.
Y en ese momento, Minoo empieza a llorar. Un segundo después, nota el calor del abrazo, aspira el olor maternal. Llora hasta que no le quedan lágrimas.
—
Bashe azizam
—le dice su madre consolándola.
Esa noche, su madre se queda sentada en el borde de la cama hasta que Minoo se duerme.
Vanessa sueña con Elías.
La observa desde delante de los árboles muertos del patio del instituto.
Se siente triste al verlo. Elías Malmgren está muerto y en adelante se lo recordará como el chico que se quitó la vida en los servicios.
Vanessa se despierta al oír el móvil de Wille vibrando en el suelo. Mierda. Se han quedado dormidos en un colchón, en la casa de Jonte. ¿Es de noche? No resulta fácil de decir, han bajado las persianas y la habitación está en penumbra.
El teléfono de Wille sigue sonando cuando ella lo coge para comprobar qué hora es. Corta la llamada, pero no sin antes haber visto un nombre en la pantalla.
Wille se ha llevado todo el edredón, como siempre, y Vanessa se estremece de frío. Pone la mano en la cintura de Wille y nota el calor de su piel. Se mueve nervioso en sueños. Cuando duerme tiene un aspecto diferente. Es como si Vanessa pudiera verlo de niño y de anciano al mismo tiempo. Se tumba pegada a él y tira un poco del edredón para taparse.