«Linnéa W», se leía en la pantalla.
Linnéa Wallin.
La mejor amiga de Elías Malmgren.
La ex de Wille.
El carro va por el camino traqueteando, inclinándose. Ella está de rodillas y por fin se ha librado del saco con que le habían cubierto la cabeza. El aire de la mañana le refresca la cara sudorosa. Echa un vistazo a la espalda arqueada del cochero, que lleva un sombrero de fieltro negro.
Se estira un poco y tironea de las cuerdas. Están demasiado apretadas.
A una orilla del camino discurre un bosque oscuro y silencioso. En la otra se extienden prados inmensos salpicados de pequeños cobertizos grises que se acurrucan bajo el cielo despejado. Brilla por el este la estrella de la mañana sobre el esplendor del horizonte que amanece.
Intenta hacer acopio de valor para saltar del carro. Pero, con el cuerpo molido y los pies encadenados, ¿llegaría muy lejos? ¿Acaso sobreviviría al golpe siquiera? Tampoco podría amortiguar la caída con las manos atadas.
Pero lo que de verdad la retiene es el sentimiento de resignación.
¿Qué vida le esperaría si lograra huir hacia el corazón del bosque?
Una vida de soledad y aislamiento. Perseguida por aquellos en quienes ella creía que podía confiar. Las traiciones de quienes le habían prometido protegerla siempre.
En el horizonte aparecerá en cualquier momento el sol rojizo.
Pronto habrán llegado a su destino.
Rebecka abre los ojos. El olor a humo le pica en la nariz, más intensamente que la mañana anterior.
Siente el suelo frío bajo los pies. Se pone los calcetines del día anterior, el sujetador de deporte, una vieja camiseta desgastada y unos pantalones de chándal. Luego sale de la habitación sin hacer ruido y cierra la puerta con cuidado.
Se asoma a la habitación de sus hermanas pequeñas. Alma y Moa aún están dormidas. Rebecka oye la respiración apacible de las dos niñas de cinco y tres años y siente un amor inmenso y ese instinto protector que siempre le inspiran sus hermanas y que elimina la pena y el temor que la embargaban en el sueño.
Una vez en la entrada se da cuenta de que no son más que las seis. Lo único que se oye son los tenues ronquidos de su madre al otro lado de la puerta cerrada del dormitorio y el zumbido entrecortado del frigorífico. En el dormitorio de sus hermanos no se oye una mosca. Rebecka se ata las zapatillas, coge del perchero la sudadera gris y sale del apartamento.
En cuanto empieza a correr escaleras abajo nota las endorfinas fluyendo por la sangre. Una vez en la calle la embarga la alegría. Hoy también hace buen tiempo. El sol arroja una luz amable sobre los tristes ladrillos de los bloques de tres plantas que hay en el barrio. Rebecka saca el mp3 desconchado del bolsillo de la sudadera y se pone los auriculares.
Va corriendo hasta el final de la calle y luego gira a la izquierda. Aumenta la velocidad. Solo siente que le gusta su cuerpo cuando corre, cuando nota la sangre fluyendo por las venas. El cuerpo se convierte en una máquina cuando quema calorías y oxígeno.
Le gustaría ver su cuerpo como Gustaf le dice que lo ve. Pero para ella, todas las superficies brillantes son como entrar en la Casa de los Espejos. Todo empezó en sexto, cuando ella y unas amigas decidieron adelgazar. Las demás abandonaron al cabo de unos días, pero Rebecka se dio cuenta de que a ella se le daba muy bien. Demasiado bien. Desde entonces no ha transcurrido un solo día en el que no piense en qué come y cuánto corre. Hace los cálculos mentalmente varias veces al día: poco para desayunar, poco para almorzar, un poco más para cenar, a cambio de una carrera algo más larga, ¿cuántas calorías son?
La peor época fue el otoño de noveno, cuando menos comía y mejor lo ocultaba. Algunos fines de semana se zampaba bolsas enteras de golosinas y de patatas fritas para que sus padres no sospecharan. Y para compensarlo, comía menos aún la semana siguiente. Una de esas semanas se desmayó en la clase de gimnasia y el profesor la mandó a la enfermería de la escuela, donde confesó a medias que no había comido «demasiado bien». Pero habían sido solo unas semanas. Seguro. Y la enfermera la creyó. Rebecka era una chica tan sensata, no era la típica susceptible de sufrir trastornos alimentarios, según la enfermera.
El segundo cuatrimestre la cosa mejoró un poco. Y luego conoció a Gustaf. Ahora ya no pasa hambre, pero la idea sigue viva en su cabeza. Aunque el monstruo se mantenga tranquilo la mayor parte del tiempo, sigue ahí siempre, susurrando, al acecho.
El barrio de adosados se convierte en barrio de chalés. Frente a ella se extiende la colina de Olsson, donde todos los años encienden la gran hoguera de mayo. Sube corriendo la pendiente larga y empinada. Según alcanza la cima, aminora la marcha hasta que se detiene.
El corazón le late desbocado aporreándole el pecho. Le arde la cara. De repente, la música le resuena en los oídos a todo volumen. Se quita los auriculares.
Allí abajo va discurriendo el agua del canal. Y al otro lado se alza la iglesia. El cementerio. Y la casa parroquial, donde vivía Elías.
Con su habitación, ahora vacía. Con unos padres que han perdido a su hijo.
Rebecka cae en la cuenta de que verán su tumba cada vez que miren por la ventana.
De pronto nota que está llorando. ¿Cuánto rato lleva así?
No conocía a Elías, no quiere recrearse en la desgracia ajena como Ida Holmström y sus amigas. A pesar de todo, un dolor tremendo le atenaza el pecho. Porque lo que ha ocurrido es absurdo. Porque, si hubiera resistido un poco más, quizá hubiese podido ser feliz. Y por otra razón que no sabe explicar con palabras.
Se seca las lágrimas con la manga de la sudadera y se da media vuelta. Al pie de la colina hay alguien sujetando una bicicleta por el manillar. Quienquiera que sea lleva una sudadera negra y la capucha puesta, como ella, más o menos. Rebecka no le ve la cara pero
sabe
que la persona en cuestión la está mirando fijamente.
Al cabo de lo que se le antoja una eternidad, la figura de negro sube a la bicicleta y se aleja pedaleando. Rebecka aguarda unos minutos más antes de empezar a correr de vuelta a casa.
Cuando llega, Alma y Moa ya empiezan a removerse inquietas en sus camas. Pronto darán las siete y Rebecka se pone a preparar el desayuno, en silencio, para no despertar a su madre, que llegó a casa cuando amanecía, después del turno de noche en el hospital.
Rebecka pone en la mesa leche, cereales, pan y mantequilla. Desde que su padre se queda en Köping durante la semana, hay más mañanas así, y Rebecka se encarga de que Anton y Oskar vayan al colegio y Alma y Moa, a la guardería. Por lo general, sin problemas. A veces se siente como Cenicienta
antes
de la transformación. Pero ahora que no puede quitarse de la cabeza a la figura de la sudadera negra, es un placer poder dedicarse a cosas normales y corrientes.
Rebecka entra en el dormitorio de sus hermanos. Oskar arruga la nariz y gruñe cuando se extiende sobre la cama la luz del pasillo. Acaba de cumplir doce años y ese verano ha crecido y ha adelgazado bastante. Aunque aún tiene cara de niño, Rebecka puede imaginarse cómo será de mayor. A Anton, que es tres años menor, no le queda mucho para el cambio. Pero cuando los ve dormir así, le siguen pareciendo pequeños. Indefensos.
Rebecka se dirige a la ventana y sube las persianas.
Pueden existir mil razones para que la persona de la sudadera negra estuviera al pie de la colina, mil razones, ninguna de ellas tiene por qué ser que la estuviera siguiendo. Rebecka no se cree ni una sola de esas razones.
—¿Estás segura de que quieres ir a clase? —pregunta su padre en el desayuno.
Él y Minoo están solos, su madre está en el hospital. Las voces de la emisora P1 informan sobre la situación mundial. A su madre no le gusta oír la radio por las mañanas, de modo que su padre aprovecha cuando no está.
—Cuanto más tiempo deje pasar, más difícil va a resultarme.
El padre asiente como si lo entendiera, pero no tiene ni idea. Si Minoo se quedara hoy en casa, empezarían a circular los rumores enseguida. La gente diría que se había vuelto loca. O que también se había suicidado. Y cuando volviera a clase, se la quedarían mirando unas mil veces más de lo que lo harán hoy.
—Cuanto antes, mejor —dice.
—¿Te llevo?
—No, gracias.
Su padre la mira preocupado y Minoo siente que necesita cambiar de tema.
—¿Has decidido ya si vais a escribir o no sobre el asunto?
—Esperaremos un poco a ver cómo evoluciona. Seguramente se investigará la responsabilidad del centro. Puede que los padres del chico lo exijan. Y entonces la situación será muy diferente.
Minoo se siente aliviada. En primer lugar, por razones totalmente egoístas: cuanto antes se olvide todo, antes volverá al anonimato.
Se cepilla los dientes y entra en el dormitorio para coger la mochila. Echa una ojeada a la ventana y se queda helada al pensar en la noche anterior. En la figura que vio en la calle.
Su padre la espera en el recibidor, con las manos cruzadas sobre la barriga, que le ha engordado una barbaridad en los últimos años.
—¿Estás segura de que quieres ir andando?
—Que te he dicho que sí —contesta Minoo, y se arrepiente en el acto de haber respondido tan irritada.
Se acerca a su padre y le da un abrazo.
Minoo se preocupa por él: duerme demasiado poco, trabaja demasiado y toma demasiada comida basura. El abuelo, al que ella no llegó a conocer, murió de infarto a los cincuenta y cuatro años. Su padre tiene cincuenta y tres. Su madre y él se pelean por eso de vez en cuando. Suelen llamar a esas peleas «discusiones», que mantienen acaloradamente y en voz baja, porque se supone que Minoo no debe oírlas, pero a veces su padre pierde los estribos.
—¡Deja eso para el trabajo! ¡Yo no soy uno de tus pacientes! —le grita.
Minoo lo odia cuando reacciona así. Si a él no le preocupa su salud, al menos debería cuidarse por ella y por su madre.
—Llámame si quieres algo —le dice su padre.
Minoo asiente y lo abraza de nuevo. Esta vez, un poco más fuerte.
Minoo no tiene que oír los susurros en el patio para saber que todos tratan de lo mismo: Elías. De cómo lo hizo. De quienes lo encontraron.
—Mira, ahí viene —dicen unos chicos de segundo cuando la ven pasar.
Ella se coloca bien la mochila y entra en el instituto. Baja la cabeza y trata de hacerse tan invisible como puede cuando se cuela por entre la gente agolpada en el vestíbulo de la entrada. Deben acudir todos al salón de actos, donde guardarán un minuto de silencio por Elías.
Las miradas y los susurros la siguen todo el camino. Las orejas se le van poniendo cada vez más rojas. Minoo no lo soporta. Baja corriendo las escaleras del sótano, donde está el comedor. A esa hora no hay nadie, salvo los cocineros. Encamina sus pasos hacia los servicios de chicas.
No respira tranquila hasta que no ha cerrado la puerta tras de sí. Mira el reloj. Si espera unos minutos, se mete en el salón de actos cuando la ceremonia esté a punto de empezar y se sienta al fondo, nadie debería darse cuenta.
Se acerca a uno de los espejos y se queda mirándose.
¿Como Elías, tal vez, antes de… antes de hacerlo?
Se convierte en una idea fija que se le viene a la cabeza cada vez que se mira al espejo. Cierra los ojos y los abre otra vez. Trata de verse la cara desde fuera, como la vería Max.
Si no fuera por todos esos granos asquerosos, quizá sería guapa, se dice. O por lo menos, estaría bien.
Luego le vuelve la inseguridad. ¿Cómo puede nadie pasar tanto tiempo todos los días delante del espejo y no saber cómo es?
Piensa en el rato que estuvo en el aula a solas con Max. En el calor de su mano. Vuelve a sentirlo y nota que se extiende por todo el cuerpo. ¿Por qué se marchó? ¿Qué habría ocurrido si se hubiera quedado?
Se abre la puerta y Minoo gira la cabeza. Es Linnéa.
—Hola —saluda Minoo preguntándose si no llevará escrito en la frente lo que estaba pensando.
—Hola —dice Linnéa, y entra.
Lleva unos vaqueros negros y una sudadera también negra muy larga, con capucha. Observa a Minoo de arriba abajo.
—¿Otra vez escondiéndote? —le dice con un amago de sonrisa.
Minoo debería enfadarse con Linnéa, pero no puede. Las palabras tan duras que se dijeron el día anterior no cuentan. Son demasiado banales en comparación con lo sucedido.
—¿Y si olvidamos lo que te dije ayer? —pregunta Linnéa, como si acabara de leerle el pensamiento.
—Claro. —Minoo trata de encogerse de hombros con la indiferencia suficiente. Se pregunta qué debería decirle a Linnéa—. ¿Cómo estás? —le suelta al final.
No es la pregunta más inteligente que se le puede hacer a una persona que acaba de encontrar a su mejor amigo muerto en unos servicios.
Linnéa parece ir a darle una respuesta sarcástica, pero al final se ablanda.
—No pensaba venir hoy —dice en voz baja—. Pero sentí que debía hacerlo. Por Elías.
Minoo piensa en sus razones para no quedarse en casa y se alegra de que Linnéa no la esté mirando a ella. Tiene la vista perdida en otro lugar, como si estuviera mirando dentro de sí misma. Se muerde la uña, pintada de rosa fuerte.
—Me habría gustado que lo hubiera conocido más gente —dice—. Era tan divertido. Y tan considerado.
Minoo no sabe qué decir.
—¿Vamos? —sugiere al cabo de unos instantes.
Linnéa asiente y sale antes que ella.
El vestíbulo de la entrada está desierto, solo se ve a algunos rezagados que corren hacia el salón de actos.
—¿Estás bien? —pregunta antes de entrar.
El rumor que recorre la gran sala recuerda a una colmena gigantesca.
—No —responde Linnéa con esa sonrisa suya tan afilada—. Pero yo nunca estoy bien.
Rebecka y Gustaf se han sentado juntos casi al final de la sala.
Prácticamente no ha cambiado desde que se construyó el instituto. Un gran salón con un suelo en pendiente que desemboca en un escenario elevado de listones de madera. El sol se filtra por los altos ventanales sucios y proyecta sombras irregulares en la pared de enfrente. Hay un micrófono en el escenario. Las hileras de bancos están llenas de gente.
Rebecka mira hacia atrás y ve que Minoo Falk Karimi y Linnéa Wallin entran sin hacer ruido y se sientan en la última fila. Les sonríe tímidamente. Linnéa no parece verla siquiera, pero Minoo le responde.