—¿Pero cómo podéis ser tan hipócritas? —grita Anna-Karin—. Todo el mundo sabe que Vanessa es una furcia. Y tú una drogata, la hija de un alcohólico.
Se oye un estallido y de repente a Anna-Karin le arde la cara. Linnéa le ha soltado tal guantazo que todos los que están cerca se vuelven a mirar. Se hace el silencio en la habitación, salvo por la música, que retumba a un ritmo frenético por toda la casa. Anna-Karin hace todo lo posible por contener el llanto que le inunda los ojos.
Ve a Jari bajando la escalera y le sale al paso.
—¿Ha pasado algo? —pregunta mirándola preocupado.
—Quiero irme contigo a casa —responde Anna-Karin.
Las últimas burbujas de aire salen de la boca de Minoo y se elevan hacia la superficie. Se le contrae el pecho convulsamente. Lucha contra la presencia negra que quiere abrirle la boca para que los pulmones se le llenen de agua.
Le zumban los oídos, el zumbido sube y baja al ritmo del latir del corazón. Le entra el agua en la nariz, en la garganta.
¡No!
De repente nota que se atenúa la tensión.
No puedo…
Y la presencia negra, que hacía un instante ondeaba a su alrededor bajo el agua, que giraba describiendo remolinos bajo la superficie, se disipa súbitamente por completo.
No pienso hacerlo. No pienso obedecer.
Minoo saca los brazos del agua. Manotea en el aire. La adrenalina le fluye veloz por todo el cuerpo y le da la fuerza que necesita. Apoya los brazos en el borde de la bañera y toma impulso para incorporarse.
El agua rebosa, cae al suelo ruidosamente. Escupe y tose hasta que siente náuseas y al cabo de un momento puede llenar de aire los pulmones por fin, ¡por fin! Le entra un poco de agua y vuelve a toser. Esta vez está a punto de vomitar.
Minoo se levanta, le tiemblan las piernas y está a punto de resbalar en la bañera. Se apoya en el lavabo para salir del agua, tiene que sentarse en la taza del váter. Le chorrea el agua por el pelo, por el pijama. Respira con dificultad y ve cómo se va formando un gran charco en el suelo, bajo sus pies. No se atreve a confiar del todo en que haya pasado el peligro.
Alguien aporrea la puerta y da un salto, asustada. Tiran del picaporte.
—¡Minoo! —grita su madre.
Siente un alivio tal que se echa a llorar. Quiere abrir la puerta y arrojarse en los brazos de su madre, pero ¿cómo iba a explicarle lo del pijama empapado?
—¿Qué pasa? —pregunta su madre aporreando la puerta otra vez.
Minoo respira hondo varias veces.
—No pasa nada, me he quedado dormida en la bañera —le responde ella también en voz alta.
Tiene la voz ronca, quebrada. Apenas la reconoce cuando rebota en los azulejos.
—Pero Minoo, ¡por Dios! Te dije que…
Minoo apoya la frente en las manos. Le tiembla todo el cuerpo.
—Perdón —dice su madre con voz más serena—. Es que me he asustado. ¿Quieres que entre?
Minoo se obliga a sonreír, con la esperanza de que eso le ayude a sonar despreocupada.
—Estoy bien, tranquila, solo voy a secar el suelo —responde.
Minoo se quita el pantalón y la chaqueta del pijama, que caen pesadamente en el suelo con un plas. Antes de atreverse a meter la mano en el agua para quitar el tapón, se queda dudando un buen rato.
Anna-Karin se sienta discretamente en la cama deshecha. Aún lleva el vestido color rosa chillón. Se tumba, y el pelo queda esparcido por el almohadón. Trata de cerrar los ojos para no tener que ver cómo da vueltas la habitación, pero solo consigue sentirse más mareada.
Se le ha pasado un poco la borrachera durante el largo paseo por el bosque y ahora está muy nerviosa.
—¿Y si se despiertan tus padres? —pregunta en un susurro.
—Qué va. Su habitación está en el otro extremo de la casa.
Jari se quita el jersey. No lleva camiseta debajo. Tiene la piel blanca, lisa y tensa sobre los músculos. Anna-Karin apenas se atreve a mirar, pero tampoco puede evitarlo. Él se desabrocha los vaqueros y se inclina para bajárselos. No se le ve la cara tras el largo flequillo negro.
Y allí está, con unos bóxers tan ajustados que Anna-Karin ve el contorno de lo que hay debajo. Jari se dirige hacia la cama, aún con los calcetines puestos. Por alguna razón, Anna-Karin concentra en ellos todo el pánico que siente.
¡QUÍTATELOS! ¡QUÍTATELOS!
Él se para en seco y se quita los calcetines como si le quemaran.
Luego le sonríe como disculpándose y se mete en la cama.
Se quedan un rato tumbados uno frente al otro, mientras él juega con un mechón de su melena. Desliza la rodilla hacia arriba por la pierna de Anna-Karin y se acerca un poco más, la besa despacio mientras tantea el bajo de la falda y se la sube hasta las caderas.
Todas sabemos que nunca lo haría voluntariamente.
Anna-Karin lo detiene. Le pone la mano en la mejilla y lo mira profundamente a los ojos, tratando de interpretar aquella mirada llena de deseo y un tanto empañada. ¿De verdad que quiere estar aquí conmigo? ¿De verdad que quiere hacer esto?
Anna-Karin respira hondo y le sostiene la mirada. Luego, de repente, para. Y deja de ejercer su poder.
En un primer momento, no ocurre nada. Él la mira con una sonrisa paciente, sin comprender.
Luego, algo cambia en el brillo de sus ojos. Es como si se le hubiera caído un velo. Y vuelve a ellos la chispa.
Jari aparta la mirada. Se rasca el brazo con gesto ausente. La mira otra vez. Y la
ve
de verdad.
Anna-Karin se sabe esa mirada de memoria. La ha visto más veces.
—¿Qué coño haces tú aquí?
La habitación empieza a darle vueltas de nuevo, como si estuviera cayendo hacia atrás en una cámara lenta interminable. Siente una arcada que le recorre todo el cuerpo, como un escalofrío. Imposible de reprimir.
Se levanta de un salto y abre la puerta. La arcada toma impulso en lo más hondo del estómago. Anna-Karin mira aterrada a su alrededor buscando algún baño en el pasillo a oscuras. Montones de puertas.
Hasta que sube el vómito, un líquido agrio llega hasta la boca tan rápido como una bala de cañón. Sale corriendo al pasillo, apretando los labios más aún, lo retiene todo en la boca, le sale un poco por la nariz y solo ese poco es tan asqueroso que tiene la certeza de que habrá más en cualquier momento. Le retumba el estómago, con un sonido increíble, no demasiado diferente del mugido de una vaca.
Ve el corazón que hay clavado a una de las puertas. Tira del picaporte.
La puerta del aseo está cerrada con llave.
Hay alguien dentro.
Anna-Karin se arrodilla. La vomitona sale disparada por la boca, a borbotones, mientras le gotea por la nariz. Le tiembla todo el cuerpo, se le encoge el estómago y una nueva cascada de vómito salpica el suelo y la pared. Suena como si estuvieran vaciando un cubo de agua.
Unos segundos después se le ha pasado todo. Se limpia la boca con el dorso de la mano. No puede ni mirar lo que ha dejado tras de sí.
—¿Jari? —pregunta una mujer desde el interior del aseo.
A Anna-Karin le pesa tanto la cabeza que solo quiere tumbarse y cerrar los ojos, pero se levanta y corre sin pensar hacia la habitación de Jari. Casi chocan en el umbral.
—¿Qué coño está pasando? —pregunta Jari.
Al fondo del pasillo, alguien tira de la cadena. Seguramente, la madre de Jari, que está en el cuarto de baño. Anna-Karin mira a Jari una vez más. Tiene una expresión de asco y de desconcierto.
Y Anna-Karin sale corriendo. Corre hacia la puerta por la que se colaron en silencio Jari y ella hacía tan solo un cuarto de hora. Le cuesta coger el picaporte con la mano sudorosa, pero al final la abre. El aire frío le da en la cara, recuerda el anorak y, de un tirón, lo arranca de la percha.
A su espalda oye la voz de la mujer, que maldice a gritos asqueada. Anna-Karin comprende que ha debido de meter los pies en su vomitona al salir del baño.
Quizá debería arreglar las cosas, controlar a Jari y a su madre y hacerlos olvidar todo aquello. Pero se odia demasiado. Mira, Anna-Karin, lo asquerosa y lo imbécil que eres; mira lo que sucede cuando tratas de obtener algo que no te mereces.
Anna-Karin corre más que nunca. Corre como el viento. Atraviesa la explanada, se adentra en el bosque. Le retumba la cabeza y le duele el estómago, pero ella sigue corriendo, corriendo, corriendo sin parar.
En el coche de la directora hace frío. Minoo le envió un mensaje en cuanto entró en su habitación. Quedaron en verse allí, en un sendero de grava en medio del bosque, a unos kilómetros de la casa de Minoo.
—Empieza desde el principio —dice Adriana.
Un vaho lechoso se extiende por el interior de las ventanillas mientras Minoo se lo cuenta todo lo más detalladamente posible. Pero, por alguna razón que no es capaz de explicarse, omite el dato del humo negro. Hay algo que se lo impide, casi como si se tratara de una información vergonzosa y prohibida.
Cuando termina, la directora saca de la guantera un termo azul y dos tazas de plástico. Las llena de un líquido humeante.
—Bebe un poco —le dice dándole una de las tazas.
—¿Es… mágico?
Adriana sonríe.
—Es Earl Grey.
La directora toma un sorbito y Minoo sigue su ejemplo. El té ardiente con miel le quema la punta de la lengua.
—Desde luego, no me gustan nada estos bosques —comenta la directora pensativa. Se inclina hacia el volante y los contempla por el parabrisas—. Cuéntame otra vez lo que dijo la voz inmediatamente antes de soltarte. Intenta recordarlo con exactitud.
Minoo se esfuerza todo lo que puede, pero los sucesos de la noche han empezado a fundirse en una maraña. Le cuesta trabajo aislar datos precisos cuando lo que mejor recuerda es el miedo.
—Dijo «no», así de repente. Luego añadió «no puedo, no pienso hacerlo, no pienso obedecer».
Adriana asiente. Fuera ha empezado a nevar. Unos copos grandes y esponjosos van cubriendo el parabrisas adhiriéndose unos a otros.
—¿Crees que la voz te hablaba a ti o le hablaba a otra persona?
—¿Qué quieres decir?
—«No pienso obedecer», ¿no es un tanto extraño que la voz te lo dijera a
ti?
Minoo trata de ordenar sus pensamientos.
—¿Quieres decir que es posible que fueran dos? ¿Y que estuvieran hablando entre sí?
—Dos o más —dice Adriana con serenidad.
A Minoo se le encoge el estómago. ¿Serían varias voluntades las que se la disputaban esta noche? ¿Y si la otra voluntad ganaba la próxima vez?
—¿Estás segura de que me lo has contado todo? —pregunta la directora—. Cualquier detalle puede ser importante.
Minoo se concentra en los copos de nieve.
—Sí.
—¿Cómo estás?
—No lo sé. Solo puedo pensar en Rebecka. Y en Elías. Ahora sé el miedo que debieron pasar. Ahora sé cómo se debatieron. Y esa voz, que parecía creerse con derecho a decidir si seguiríamos viviendo o no, que decía que todo era absurdo… Me indigna.
La directora asiente con expresión muy seria.
—Si esta noche te hubiera ocurrido algo, no me lo habría perdonado en la vida —dice—. Sé que os he decepcionado. Pero yo solo sigo las recomendaciones del Consejo.
Minoo se da cuenta de que casi suena como una disculpa.
—¿Quieres decir que el Consejo se equivoca?
—No —responde la directora con énfasis—. En absoluto. Es solo que quisiera poder hacer más por vosotros. Sé que pensáis que soy una especie de reina del hielo… —Hace una pausa breve—. Me preocupo por vosotras. Me preocupo por ti, Minoo. Lo último que quisiera es que te ocurriera algo. Y lo que les pasó a Elías y a Rebecka me atormenta más de lo que os podéis imaginar.
En otras palabras, bajo la fría superficie de la directora hay un ser vivo.
—Tienes que prometerme que serás precavida y que no actuarás por iniciativa propia —continúa la directora—. Comprendo que es difícil pero tenemos que confiar en el buen juicio del Consejo. Y tenemos que estudiar el
Libro de los paradigmas
.
Es la primera vez que la directora habla de «nosotras», sin aludir exclusivamente a sí misma y al Consejo.
—Te lo prometo —dice Minoo apurando la taza antes de dejarla en uno de los portavasos que hay entre los asientos—. Tengo que irme a casa.
—¿Te llevo?
Minoo niega con la cabeza.
—Puedo ir andando —responde saliendo del coche.
—Recuerda lo que te he dicho —insiste Adriana antes de que cierre la puerta.
Minoo asiente desde el otro lado de la ventanilla y se despide con la mano.
Cuando el coche de la directora desaparece tras una curva, Minoo coge el móvil y llama a Nicolaus. Al cabo de unos minutos de charla llegan a la conclusión de lo que deben hacer. Todo lo que le ha dicho la directora no ha hecho más que confirmar lo que ya sospechaban. Ya no es posible esperar sus instrucciones y las del Consejo. Tienen que tomar las riendas de su vida. Mientras aún la conserven.
Suelas de goma que rechinan contra el suelo, gritos de alegría y de irritación, golpes amortiguados de la zapatilla al impactar contra la pelota. El gimnasio del instituto, que tan bien conoce, resulta totalmente distinto cuando el equipo del EIK entrena en él. Está lleno de otro tipo de energía, más concentrada. Pero los olores son los mismos. Sudor, suelas de goma y aire viciado.
Vanessa está sentada en las gradas, se ha hecho invisible e intenta concentrarse en el entrenamiento para que el tiempo pase más rápido. No lo consigue. Jamás ha comprendido que la gente aguante algo tan terriblemente absurdo como correr detrás de una pelota, y mucho menos mirar mientras otros lo hacen. Habrá algo así como un millón de cosas que le gustaría hacer antes que seguir a Gustaf.
Si es un asesino aliado con las fuerzas demoníacas, la verdad es que lo disimula de maravilla. Vanessa se pregunta si ha desperdiciado la mitad de sus vacaciones de Navidad dedicándose a esa tarea.
El entrenador del EIK es el padre de Kevin Månsson, un hombre musculoso que ahora no para de tocar el silbato. Vanessa mira el gran reloj que cuelga de la pared por encima de los asientos. Por fin. Los chicos que están en la pista se reúnen en un grupo. Se reparten las palmaditas de rigor en la espalda, beben agua de botellas de plástico, se dan puñetazos de broma y vociferan. Vanessa suspira de impaciencia. En momentos así se recuerda a sí misma por qué jamás en la vida se le ocurriría estar con un chico de su edad.