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Authors: César Mallorquí

El Círculo de Jericó (23 page)

BOOK: El Círculo de Jericó
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El suceso más surrealista ocurrió cuando los candidatos republicano y demócrata afirmaron en un debate público su intención de votar por Henry Dacosta.

Aquello fue la locura. Sin un solo anuncio, sin debate alguno, sin hacer ningún tipo de campaña, Dacosta se convirtió en el virtual ganador.

Por eso nadie se extrañó cuando, en noviembre, Henry Dacosta triunfó en las elecciones. Un ciento por ciento de participación. Un ciento por ciento de los votos para el dueño de GenCorp. Algo imposible, algo desconcertante. Pero algo real. Y aquello no era más que el principio.

Al día siguiente de la jornada electoral fui al despacho del doctor Nanda. Se me estaban acabando las pastillas, aquel mágico compuesto anti-Helena. Necesitaba más.

Eran las ocho de la tarde. Nanda se encontraba reclinado sobre su escritorio. A su lado había una botella de whisky medio vacía y en una mano sostenía un vaso lleno de ámbar con hielo. Estaba borracho, y parecía muy feliz.

—(?), amigo viejo. ¿Tú cómo por aquí? —exclamó al verme—. ¿A celebrar vienes victoria de gran jefe?

—No, doctor Nanda. Es que...

—¿Un trago de whisky? —me interrumpió con voz pastosa—. Bueno es para elevar el espíritu.

—No, gracias, doctor. No bebo. He venido porque se están acabando las pastillas que me dio la última vez...

—¡Tú no preocupación! —Bajo los efectos del alcohol parecía más que nunca un gnomo juguetón—. Mañana venir aquí y pastillas mágicas preparadas estarán. Fantasmas no te molestarán. Pero ¡siéntate, siéntate!

Obedecí. Me tendió un periódico cuyos titulares enunciaban la aplastante victoria de Dacosta.

—Un triunfo increíble —comenté.

Nanda dejó el vaso a un lado y me miró unos instantes con... ¿lástima?

—Los americanos como niños son —Había un barniz de burla en su voz—. La máxima divinidad que concebir pueden es presidencia de su país.

—¿Divinidad? —pregunté.

Me miró sonriente.

—Mañana estarán pastillas —dijo. Y dándome la espalda apuró de un trago su copa.

Las pastillas no estuvieron al día siguiente.

Ni nunca.

Emiten en televisión un documental sobre las Novias de Dios.

Al llegar la primavera, cada región del planeta debe elegir de entre sus doncellas a la más hermosa para, como en las viejas historias, ofrendársela a la divinidad. Son las Novias de Dios. Jóvenes, a veces niñas, que arden en fervor divino ante la idea de ser fecundadas, violadas, por el gran Nanda, por el todopoderoso Nanda, por el lujurioso Nanda.

El veintiuno de abril, hace tres días, se celebró el festival que los devotos habitantes de esta región dedicaron a la elección de la Novia de Dios local.

Yo acudí al festival. Había descubierto el modo de acabar con Nanda.

Una inmensa multitud se había congregado en torno a la pirámide truncada erigida por los acólitos de Nanda.

Cuando los sacerdotes presentaron públicamente a la Novia se produjeron los incidentes de siempre. Hay que darse cuenta de que aquella hermosa muchacha de quince años, destinada a mantener una íntima relación con dios, adquiría una naturaleza casi sagrada.

La gente quería tocarla, absorber un poco de su divinidad prestada. De modo que al ver aparecer sobre la pirámide escalonada a la niña elegida, la multitud, como un animal ciego, se precipitó hacia ella. Los guardias entraron en acción. Sus ametralladoras también.

Sabía lo que iba a pasar, sabía que las primeras líneas de gente caerían rápidamente bajo el fuego. Sabía también que las filas de atrás continuarían empujando, hasta que los cadáveres bloquearan el paso. Y sabía, finalmente, que los sacerdotes se llevarían a la muchacha por la parte de atrás de la pirámide, donde les esperaría un vehículo.

Así ocurría siempre.

Por eso me puse a un lado, alejado del centro de la acción. Cuando el delirio y la matanza se abatieron sobre el festival pude rodear la pirámide, sortear los guardias y encontrarme frente al vehículo que iba a transportar a la Novia.

El rugido de la multitud y el ruido de las ametralladoras atronaban el aire. Los sacerdotes, asustados, no miraban en mi dirección, por eso pude pasar inadvertido.

Pero luego los sacerdotes bajaron de la pirámide, transportando entre sus brazos a la bellísima muchacha. Y entonces me vieron.

Me precipité hacia la chica. Dos sacerdotes se interpusieron en mi camino. Choqué con ellos. La inercia de mi carrera derribó a uno. El otro me sujetó por un brazo.

Había conseguido acercarme a poco más de un metro de la Novia de Dios (que me miraba asustada).

Y entonces la escupí.

Antes de que un joven y vigoroso sacerdote me dejara inconsciente con un hábil golpe de su báculo, pude ver cómo mi saliva goteaba por el rostro perfecto de la chica, desde el pómulo hasta la comisura de sus labios.

Ahora, en la pantalla de televisión, rodeada por las casi cien Novias que van a embarcarse en un avión para formar parte del harén de dios, he vuelto a ver el rostro de aquella muchacha a la que escupí.

Ella es mi venganza.

El lunes Henry Dacosta fue oficialmente declarado triunfador de las elecciones norteamericanas.

El martes Jawaharlal Nanda desapareció.

El miércoles una bomba explotó en el Sector M del Hades, el sanctasanctórum de GenCorp. Murieron tres personas y hubo varios heridos. Las decenas de millones de dólares invertidos en el sofisticado equipamiento quedaron reducidos a cenizas.

La policía intervino y las instalaciones fueron clausuradas hasta que se arreglaran los daños. Nos mandaron a todos a casa.

El jueves se acabaron las pastillas.

El viernes mi mundo se convirtió en un delirio alucinado donde no había otro lugar que el destinado a Helena, mi fantasma insidioso. Ni otra sensación que el hambre, mi castigo, mi suplicio, mi desesperación.

El infierno en que viví cubría sus paredes con la imagen de una mujer rubia y adorable. Y mi martirio era la atroz ansiedad de un apetito imposible de saciar.

Durante todo el fin de semana no hice otra cosa que llamar por teléfono a Martín. Una y otra vez su mujer me decía que su marido había salido de viaje, que no sabía a dónde, que no sabía con quién, que no sabía cuándo volvería.

¿Y el doctor Nanda? ¿Sabía ella dónde se encontraba?

No.

Pero yo necesitaba las pastillas, aquella medicina milagrosa que lograba apartar a Helena de mi cabeza.

Me volví loco. El domingo por la noche destrocé mi apartamento. Estaba a punto de prenderle fuego cuando el portero abrió la puerta y algunos vecinos entraron en mi hogar, cubiertos con pijamas y batas, sobresaltados por aquel escándalo destructivo, armados de miedo, sorpresa y tímidas amenazas.

Salí corriendo de la casa. Me precipité a la calle vacía, aullando como un lobo en celo. Corrí con todas mi fuerzas, intentando dejar atrás la tiranía maniática de Helena, espantar la ansiedad monstruosa, el deseo insatisfecho. Corrí durante no sé cuánto tiempo, con el aliento hirviendo en mi garganta y el horno de mis pulmones reventándome en el pecho.

Tropecé. Caí al suelo. Rodé sobre mí mismo. Mi cabeza chocó contra el bordillo. Por unos instantes perdí el conocimiento. Me incorporé mareado. La sangre, como un sirope caliente, se derramó sobre mi cara. La enjugué con el antebrazo. Abrí los ojos. Había caído delante de un supermercado cerrado. Me puse de rodillas.

Y entonces, allí, detrás del escaparate, bajo un cartel de oferta, lo vi.

Mi corazón se detuvo entre dos latidos. Parpadeé. No podía creer lo que estaba viendo. Tenía que ser un sueño, un espejismo de mi mente perturbada.

Pero no, era real. Ante mis ojos, detrás del cristal, se alzaba una columna de paquetes con la imagen de Helena repetida una y otra vez. Allí estaba mi amor imposible, mi delirio pasional, mi mujer deseada, mi némesis fantasma. Su rostro de terciopelo se repetía decenas de veces, y sobre cada retrato gemelo, su nombre: Helena. HELENA. HELENA.

Con un cubo de basura rompí el vidrio del escaparate. Al entrar en el supermercado me hice algunos cortes con los cristales. Ni me di cuenta. Con la determinación de un náufrago que ve tierra en el horizonte me abalancé sobre las imágenes de mi amada. Cogí un paquete y lo abrí casi a zarpazos. Rasgué la bolsa que se encontraba en su interior. Copos de avena. Cogí un puñado y me lo llevé a la boca.

Oh, dios santo... Nunca había paladeado nada igual, ningún alimento tan delicioso, ningún sabor tan matizado, tan perfecto. Tuve un orgasmo. Mientras la mancha de humedad oscura se extendía por mi entrepierna, seguí comiendo con la compulsión de un bulímico.

Acabé el paquete. Cogí otro: maíz. Y otro: arroz. Y otro: salvado. Y otro: trigo. Y otro, y otro, y otro, y otro...

Cuando llegó la policía para apartarme de aquel maná providencial, ya había devorado dieciséis cajas de cereales.

¡Qué aspecto debía de ofrecer! La piel rasgada, cubierta de sangre. Rodeado de vómitos y comiendo sin cesar, voraz como una fiera.

Cuando me metieron en la ambulancia el mundo daba vueltas a mi alrededor.

Cuando llegué al hospital me encontraba inconsciente.

Cuando desperté ya me habían lavado el estómago.

—¿Cómo puede alguien comerse más de ocho kilos de cereales? —me preguntó asombrado el médico.

—Por amor —contesté débilmente—. Por Helena...

—¿Cómo se encuentra? —preguntó sin prestarme mucha atención.

—Fatal... —musité.

Un grito lejano me sobresaltó. Era como el aullido de un demonio enloquecido.

—Tranquilo —El médico tenía aspecto de estar agotado—. Hoy parece que todo el mundo se ha vuelto loco. El hospital está lleno de maniáticos religiosos. ¿Puede creerlo? De repente, docenas de fanáticos surgen de todas partes. Pero no se preocupe, aunque hacen mucho ruido no son peligrosos.

Sí lo eran. Muy peligrosos. Pero sólo se trataba del comienzo.

Me dieron un sedante y apagaron la luz de la habitación. Antes de dormirme volví a escuchar aquel grito desgarrador. No era un grito inarticulado; aquella voz rota decía algo.

Decía: Nanda.

El lunes por la tarde vino a verme al hospital Martín Seoanes. Parecía agotado. Y preocupado. Pero me dedicó una de sus abiertas sonrisas llenas de encanto. Intenté devolverle el gesto, pero mi mente naufragaba de nuevo en Helena; sólo pude ofrecerle una mueca crispada.

—Martín —dije—, ¿dónde está Nanda?

—Ha desaparecido.

—Necesito su medicina...

—Ya lo sé, amigo mío —Su tono era compasivo—. Estamos trabajando en ello. Tranquilízate.

—Martín... He averiguado quién es Helena.

—Y yo también —Bajó los ojos al suelo—. Helena es una marca de cereales para el desayuno.

Me incorporé.

—¿Cómo lo sabes?

—Es una historia larga. Ahora debes descansar.

—¿Estoy loco, Martín?

—No, no. No lo estás. Todo tiene que ver con GenCorp. Y con el Proyecto Maya, ¿te acuerdas? Maltman me lo ha contado todo.

—¿Maltman?

—Está en mi casa. Escucha: mañana podrás salir de aquí. Vendrás conmigo y te lo contaré. ¿De acuerdo? Ahora descansa.

Pero es difícil descansar cuando se está enamorado. Y mucho más cuando, como a mí me ocurría, se está enamorado de un ser inexistente. O aún peor, de una caja de cereales.

A la mañana siguiente me dieron el alta. Martín vino a buscarme. Había mucho revuelo en el hospital; un fanático religioso había asesinado a uno de los doctores. La enfermera me dijo que la víctima era el joven médico que me había atendido la noche anterior.

Martín me condujo en coche a su casa. No hablamos mucho por el camino. Parecía agotado, al borde del desfallecimiento. Yo añoraba de nuevo a Helena.

La mujer de Martín nos abrió la puerta. Me saludó con amabilidad, pero su mirada no podía ocultar una intensa preocupación. Imagino que mi aspecto (todas aquellas cicatrices y vendas) no debió contribuir a tranquilizarla.

Martín me invitó a pasar a su despacho, una habitación grande y soleada cubierta de librerías. Luego salió un momento. Cuando volvió lo hizo acompañado de David Maltman.

El gran biólogo inglés, el investigador, el premio Nobel, estaba aterrorizado como un niño.

Me miró esquivamente y se sentó silencioso en el otro extremo de la habitación. Martín suspiró y se apoyó en el borde de su escritorio.

—(?), te pondré al día de las novedades en GenCorp. ¿Te acuerdas de la explosión en el Hades? Fue una bomba. La tarde anterior un técnico vio a Nanda manipulando el panel eléctrico donde estaba colocado el artefacto. La policía está buscando a ese hijo de puta, pero por lo visto ha salido del país.

—¿Destruyó su propio laboratorio? —pregunté—. ¿Por qué?

—Ya llegaremos a eso. Escucha. Henry Dacosta se convirtió ayer en el dictador de Estados Unidos. Lo ha hecho por aclamación. El parlamento, las masas, el ejército, todos. Le llevaron en volandas a la Casa Blanca.

—¿Dacosta dictador...? —Me asaltó una fuerte impresión de irrealidad; no me hubiese sorprendido que Martín se echase a reír gritándome «¡inocente, inocente!» Pregunté—: ¿Y GenCorp...?

—GenCorp no existe. Dacosta la ha cerrado. Todas las instalaciones están clausuradas. Otra cosa: desde hace un par de días ha aparecido en la ciudad un nuevo movimiento religioso. Sus miembros son gentes de todo tipo: ricos, pobres, católicos o ateos. Son fanáticos. Y adoran a un dios llamado Nanda.

—¡¿Nanda...?!

Martín asintió. Durante unos instantes se mantuvo callado, intentando poner en orden sus ideas. Luego, tras mirar de reojo a Maltman, comenzó a hablar.

—Hace cuatro años GenCorp se encontraba al borde de la quiebra. Había invertido ingentes cantidades en desarrollos de bioingeniería comercial. Un negocio muy prometedor. Pero varias leyes restrictivas habían bloqueado a la compañía. GenCorp tenía los productos biológicos más avanzados, pero no podía comercializarlos. Era un gigante con los pies de barro.

Aquella situación estaba ahogando financieramente a Dacosta. Hasta que un día, de improviso, le visitó Jawaharlal Nanda. Para hacerle una oferta muy extravagante. Absurda. Quién sabe, quizás en otras circunstancias Dacosta la hubiese rechazado. Pero en aquel momento era el proverbial clavo ardiendo al que agarrarse.

—¿De qué se trataba...?

Martín cerró los ojos y se acarició la barba. Por unos instantes pensé que se había dormido. Cuando habló lo hizo sin abrir los ojos, como un sonámbulo recitando una letanía.

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