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Authors: Anna Gavalda

Tags: #Romántica

El Consuelo (55 page)

BOOK: El Consuelo
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Nounou en un retrete cutre, y ella, en su casilla de salida...

 

Y con ese humor de ruina total llegó a su campamento al otro lado de la estación del Norte.

 

Fue directamente al despacho de su socio y abrió su mochila.

Terror belli, decus pacis...
—¿Cómo? —preguntó Philippe, suspirando con el ceño fruncido.
—Terror durante la guerra, escudo durante la paz, te lo devuelvo...
—¿De qué estás hablando?
—De mi bastón de mariscal. Ya no iré más allí...
El resto de su conversación fue extremadamente técnico, financiero más bien, y cuando Charles cerró la puerta sobre toda la amargura que acababa de causar, decidió largarse sin pasar por la casilla reposabrazos desgastados.
Tenía un peso de más de 2.500 kilómetros de retirada en el corazón, dos horas más en su reloj biológico, volvía a estar cansado y tenía que pasar por el tinte si quería vestirse al día siguiente.
Cuando ya cruzaba el umbral, Barbara le hizo un gesto sin interrumpir su conversación telefónica.
Le indicaba un paquete sobre una estantería.
Ya lo vería mañana... Dio un portazo, se quedó parado, sonrió como un bobo, deshizo el camino andado y reconoció el matasellos.
Que daba fe.

 

No lo abrió inmediatamente y, como unas semanas atrás, cruzó París con una sorpresa bajo el brazo. Pero sin la inquietud de entonces.
Bajó por el bulevar Sebastopol, con unos andares ligeros, la costilla, flotando en su pecho, y el aire feliz del lechuguino que acaba de conseguir una primera cita. Sonriendo a los parquímetros y contemplando una y otra vez su dirección cuando el muñequito estaba en rojo.
(Bulevar así llamado, huelga recordarlo, en memoria de una victoria franco-inglesa en Crimea. ¡Nada menos!)
Contemplaba de nuevo el paquete en los pasos de cebra. Ya se imaginaba Charles que su letra sería así. Sinuosa y serpenteante... Como los motivos de su vestido... Y también sabía que se desbordaría de las casillas. Y que elegiría sellos bonitos...
Se apellidaba Cherrington.
Kate Cherrington...
Qué bobo era...
Y qué orgulloso se sentía.
De serlo aún a su edad.

 

Aprovechó ese subidón para llenar la despensa. Dejó un carro enorme en la caja del supermercado y prometió que estaría en casa dos horas después cuando se lo llevaran.
Salió de la tienda con un cepillo y un cubo lleno de productos de limpieza, limpió su apartamento por primera vez desde su primera visita, enchufó la nevera, abrió packs de agua, guardó metódicamente los cereales de Mathilde, su mermelada preferida, su leche semidesnatada y su champú muy suave, colocó toallas en el cuarto de baño, puso bombillas y se preparó el primer filete de su pisito de soltero.
Apartó el plato, quitó las migas y fue a buscar su regalo.

 

Abrió la tapa de una caja de hojalata y descubrió perros, gatos, gallinas, patos, caballos, pollitos, cabras, llamas, estrellas, lunas, nubes, golondrinas, ratones, tractores, botas, peces, ranas, flores, árboles, fresas, casetas para perros, palomas, guitarras, libélulas, cestos, botellas y...
Bien. Los colocó en hileras sobre la mesa. Como le gustaba hacer a él, metódicamente y por categorías.
Había varias galletas de cada forma, pero con forma de corazón sólo había una.
¿Era una señal? Era una señal... ¡Era una señal!
El calificativo de «bobo» se quedaba muy, pero que muy corto, ¿verdad?

 

Dear Charles,
Yo he preparado la masa, Hattie y Nedra han hecho las galletas, Alice les ha añadido ojos y bigotes, Yacine ha encontrado su dirección (¿seguro que es la suya?) y Sam ha ido a llevar el paquete al correo...
Thanks.
I miss you.
We all miss you.
K.

 

No se comió ninguna galleta, las volvió a colocar en hilera, pero esta vez de pie, en la repisa de la chimenea de la habitación donde vivía y se durmió pensando en ella.
En la forma que tendría si ella se apoyaba sobre su cuerpo como un molde para galletas.

 

A la mañana siguiente, dibujó su chimenea en medio de la nada y añadió:
I miss you too
.
Y, como había comentado Kate a propósito de la palabra «cocinera», se le antojaron muy prácticas las vaguedades semánticas del inglés.
Ese «you» podía significar tanto «vosotros» como «usted».
Que eligiera ella...
Charles podría, o debería, haber bajado más la guardia, pero no sabía hacerlo.
Su separación de Laurence, por muy de esperar que fuera, le había dejado un sabor desagradable de cobardía en la boca.
Una vez más, se había escondido detrás de su mesa, de sus perspectivas y de su AutoCAD. Ese programa de trabajo en el que todo era perfecto puesto que todo era virtual. Había proyectado en otra parte para no tener que elaborar nada él mismo, y, plantándose bien firme sobre sus desniveles, estaba seguro de no tropezar.
Calculaba. Calculaba y calculaba sin parar.
Pensaba en Kate sin parar pero nunca de verdad.
Era... era incapaz de explicarlo... como una luz... como si la certeza de saber que existía, aun lejos de él, aun fuera de él, bastara para tranquilizarlo. Por supuesto, a veces albergaba pensamientos más... encarnados, por decirlo de alguna manera, aunque tampoco tanto... Fanfarroneaba cuando soñaba con jugar a hacer galletitas con ella. En verdad se sentía... ¿cómo decirlo?... impresionado quizá... Sí, venga...
impressed
. Por mucho que Kate se hubiera esforzado en no impresionarlo, por mucho que hubiera sudado, eructado, por mucho que lo hubiera mandado a la mierda levantando su anillo, por mucho que se hubiera puesto de morros, se hubiera sonado la nariz en la manga, por mucho que hubiera soltado tacos, bebido como un cosaco, profanado la Educación nacional, por mucho que se hubiera cagado en los servicios sociales, por mucho que hubiera fustigado sus curvas, sus manos, su orgullo, por mucho que se hubiera denigrado a menudo y por mucho que lo hubiera abandonado sin decirle ni adiós, ese adjetivo cuadraba bien con ella.
Era una tontería, era una lástima y era inhibitorio, pero era así. Cuando pensaba en ella, Charles concebía un mundo, más que una mujer cicatrizada con forma de estrella.
De hecho, pensándolo bien, desde el primer momento Kate había distribuido los papeles. Él era el forastero, el visitante,
the explorer
, el Cristóbal Colón que había aterrizado ahí porque se había equivocado de camino.
Porque una niña tenía los dientes torcidos, y su madre era aún más retorcida que esos dientes.
Y, dejando que reanudara su camino sin despedirse de él, había alterado la brújula a propósito...
Por lo que veo hemos vuelto a los manuales de instrucciones... ¿Qué era esa historia de puente, esa vida monacal, esa Gran Austeridad sublime? ¿Echas de menos tu edredón de plumas de oca, es eso?
No, es que...
Que ¿qué?
Joder, pues que me duele la espalda... Me duele tanto la espalda...
¡Pues cómprate una cama!
No, pero no es sólo eso...
Entonces ¿qué es?
El sentimiento de culpa...
¡Aaaaaaah...! Pues buena suerte, entonces... Porque ya lo verás, para eso no hay manuales de instrucciones.
¿No?
No. Si los buscas, seguro que alguno encuentras, los mercaderes del Templo están por todas partes, pero más te valdría ahorrarte ese dinero y gastártelo en un somier. Además, acaba de escribirte que te echa de menos.
—Bah...
Miss you
en inglés no es más que una expresión sin más. Como
Take care o All my love...
No ha escrito
Miss you
, sino
I miss you
.
Ya, pero...
Pero ¿qué?
Vivía en la Cochinchina, tenía un montón de niños, animales que tardarían treinta años en morirse, una casa que olía a perro mojado y...
Basta, Charles, basta. Aquí el que apesta eres tú.
Y porque esos diálogos entre Charles Cogito y Charles Ergo Sum no lo llevaban a ningún parte, y sobre todo porque tenía mucho trabajo, prefería trabajar.
Qué estúpido...
Por suerte, estaba Claire.

 

8

 

Claire le había dicho tengo que llevarte a este sitio no te lo puedes perder, de verdad, tengo que llevarte. La comida es deliciosa, pero aparte el tío es que es genial.
—¿Qué tío?
—El camarero...
—¿Sigues con esa fantasía del camarero? ¿Lo del pulgar en el chaleco y las caderas ceñidas bajo el gran delantal blanco?
—No, no, no, para nada. Él... ya lo verás, es... No te lo sé explicar... pero me encanta... Es como una especie de aristócrata con muchísima clase. No sé, parece como de otro planeta. Como una mezcla entre el duque de Windsor y Jacques Tati haciendo del señor Hulot...
Al apuntar la fecha de esa comida en su agenda, puso los ojos en blanco.
Las manías de la chiflada de su hermana...
Quedaron a principios de agosto, justo cuando ya los dos habían dado carpetazo a sus proyectos y se habían despedido de sus asistentes respectivos. Al final de la tarde Claire tenía que coger un tren para asistir a un festival de música
soul
en el Périgord negro.
—¿Me llevas a la estación?
—Tendremos que coger un taxi, ya sabes que no tengo coche...
—Sí, por eso, si es lo que te quería decir... Después de dejarme en la estación, ¿te puedes quedar con mi coche un tiempo? Es que ya no tengo abono para el aparcamiento...
Volvió a poner los ojos en blanco. Le parecía un tostón tener que pelearse con los parquímetros parisinos. Bueno... Lo dejaría en casa de sus padres... Hacía tanto tiempo que no los veía...
—Vale.
—¿Has apuntado bien la dirección del restaurante?
—Sí.
—¿Estás bien? Tienes la voz rara... ¿Ha vuelto ya Mathilde?
Yes...
, pero no la había visto. La había ido a recoger Laurence, y se habían marchado directamente a Biarritz.
No había tenido la ocasión, o el valor, de contarle sus peripecias conyugales a su hermana.
—Te dejo, tengo una cita —le dijo.

 

* * *
Claire no se lo podía haber descrito mejor: el aire torpe, la poesía, lo desgarbado del señor Hulot pero con la clase y la flor en el ojal de Su Alteza Real Edward.
Abrió los brazos de par en par, los acogió en su minúsculo restaurantito como si fuera la escalinata del palacio Saint-James, alabó el nuevo vestido de Claire en alejandrinos y, con una ligera tartamudez, les indicó una mesa junto a la ventana.

 

—¿Qué estás mirando? —quiso saber ella.
—Los dibujos...
Claire dejó a un lado la carta y siguió la mirada de su hermano.
—Según tú, ¿es un hombre o una mujer? —le preguntó Charles.
—¿El qué? ¿Esa espalda de ahí?
—No. La mano que sujetaba la sanguina...
—No lo sé. Ahora se lo preguntamos.

 

Tati de Windsor les sirvió una copa de vino tinto sin que se la pidieran y se volvió para comentarles los platos escritos en la pizarra, cuando de la ventana que comunicaba con la cocina se oyó un gruñido:
—¡Teléfono!
Les rogó que lo disculparan y fue a coger el móvil que le tendían.

 

Charles y Claire lo vieron enrojecer, palidecer, sentir una turbación que se elevaba de su alma agitada, llevarse la mano a la frente, soltar el teléfono, agacharse, perder las gafas, volver a ponérselas torcidas, precipitarse hacia la salida, coger su chaqueta del perchero y cerrar con un portazo, mientras dicho perchero se estrellaba contra el suelo, arrastrando con él un mantel, una botella, dos juegos de cubiertos, una silla y el paragüero.
Silencio en la sala. Todos se miraron pasmados.

 

De los fogones se elevó un rosario de maldiciones. Apareció el cocinero, un joven con aire malhumorado que se limpió las manos en el delantal antes de recoger su móvil.
Sin dejar de mascullar para el cuello de su camisa, lo dejó sobre la barra, se agachó, sacó una botella
magnum
de champán y se puso a abrirla tomándose todo el tiempo del mundo.
El que fue necesario para que su ceño fruncido se transformara en algo que vagamente recordaba a una sonrisa...
—Bueno... —dijo, dirigiéndose a todos los presentes—, parece que mi socio acaba de darle un heredero a la corona...
El corcho salió despedido. El cocinero añadió:
—A esta ronda invita el tito...
Le tendió la botella a Charles rogándole que sirviera a todo el mundo. Él tenía trabajo.
Se alejó con su copa en la mano agitando la cabeza como si no se pudiera creer lo emocionado que estaba...
Se dio la vuelta. Con la barbilla les señaló la libreta abandonada sobre el mostrador.
—Tendrán que anotar ustedes mismos lo que quieran tomar, muchas gracias; arranquen la primera hoja y déjenmela aquí encima —masculló, señalando la ventanita de comunicación—. Y quédense una copia, porque también les pediré que calculen su propia cuenta...
La puerta se cerró y oyeron:
—¡Y si es posible, escriban en letras de molde! ¡Soy analfabeto!
Y soltó una carcajada.
Gigantesca. Gastronómica.
—Joder, Philou... ¡Joder!
Se volvió hacia su hermana:
—Jo, tienes razón, este sitio es de lo más pintoresco...
Sirvió a ambos una copa de champán y pasó la botella a la mesa de al lado.
—No me lo puedo creer —murmuró Claire—, y yo que pensaba que este tío era totalmente asexual...
—¡Ah! Típico de las mujeres... En cuanto un chico es bueno y simpático, lo castráis.
—No, hombre —protestó Claire.
Bebió un sorbo y añadió:
—Mira, tú eres el chico más bueno y simpático que conozco y...
—Y ¿qué?
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