Read El corazón de Tramórea Online
Authors: Javier Negrete
Poco a poco el lingote adquirió forma de barra, y la barra se convirtió en una hoja plana. Tarimán sonreía y canturreaba entre dientes al son de su propio batintín.
—Te empuñará un gran guerrero, ya lo verás. Ese hombre se enfrentó a un dios casi con las manos desnudas. ¡Sí señor, Kratos los tiene bien puestos!
Más adelante la espada podría escucharle y comprender sus palabras, pero todavía era demasiado pronto. No obstante, a Tarimán le gustaba hablar con aquella barra de metal candente, como una madre que se dirige a su bebé nonato y traza grandes planes para su futuro mientras se acaricia el vientre.
En uno de los giros entre la fragua y el yunque la rodilla derecha le envió una punzada de dolor y el dios herrero ahogó un gruñido.
—Esto no me pasaba cuando empecé a forjar a tu hermana. Porque no lo creerás, pero no siempre fui cojo. ¿Cómo, que no te lo crees? Verás, todo empezó cuando...
Por un instante, Tarimán dejó en alto el martillo y pensó. Los recuerdos estaban allí, algunos en sus neuronas, otros en los implantes de memoria. La cuestión era cómo interpretarlos. ¿Qué causó su cojera?
Aquello ocurrió cuando forjó a
Zemal
.
¿Y por qué forjó a
Zemal
?
Todo había empezado hacía más de mil años, el día en que Tubilok le pidió que le arrancara los ojos.
E
stás seguro de lo que me has pedido? —preguntó Tarimán cuando entraron en la sala que habían convertido en quirófano.
Tubilok le contestó con otra pregunta.
—¿Conoces la historia de Odín y Mímir?
Tarimán no la recordaba, pero tan sólo tenía que acceder a la vasta biblioteca de su mente para encontrarla. No obstante, dejó explayarse a Tubilok. A éste siempre le había gustado contar relatos y trufar sus conversaciones con citas de literatura, filosofía y mitología de tiempos pretéritos.
—Según narran las sagas de los vikingos, en el reino helado de los gigantes, junto a las raíces del gran fresno Yggdrasil, se hallaba el pozo Mímisbrunnr. Sus aguas contenían la sabiduría absoluta: presente, pasado, futuro. Mas sólo el gigante Mímir, que lo custodiaba, podía beber de ellas y renovar cada día sus conocimientos.
»Ocurrió que Odín, pese a que era el dios supremo de Asgard, empezó a ansiar ese conocimiento por encima de todas las cosas que ya poseía. Por ello acudió al gigante y le pidió:
»“Déjame beber de las aguas del Mímisbrunnr. Pues quiero poseer la sabiduría.”
»“El camino del saber nunca es fácil ni indoloro. Si quieres hacerlo a cambio tendrás que dejar algo de ti en el pozo”, respondió Mímir.
»“Eso está hecho”, replicó Odín.
»Decidido a todo, se arrancó un ojo y él mismo lo tiró al agua como ofrenda al Mímisbrunnr.
—Una medida un tanto drástica...
—¿Cuál dirías que es la moraleja?
—¿Que lo que Odín perdió en visión estereoscópica lo ganó en sabiduría? —aventuró Tarimán.
—¡Correcto! De modo que ahora tú serás como el bueno de Mímir y yo como el gran Odín. Voy a sacrificar mis ojos por el conocimiento total.
—Un noble empeño.
—Y además un trueque lucrativo. En la antigua Atenas vivió un hombre al que consideraban el más sabio del mundo porque decía: «Sólo sé que no sé nada». Yo, en cambio, podré afirmar: «Sólo sé que lo sé todo». ¿A qué pináculos de sapiencia crees que me elevará eso?
—Debo confesarte que no me tranquiliza demasiado cómo sigue el mito de Mímir.
—¿Por qué?
Tras cotejar el relato de Tubilok con la información de sus implantes de memoria, Tarimán había descubierto que Odín acabó cortándole la cabeza al gigante, y desde entonces la llevaba consigo a todas partes para que le susurrara al oído sus secretos.
—No me gustaría que mi testa acabara encima de tu hombro graznando como un loro.
—Tu cabeza está a salvo. Eres el más querido de mis hermanos.
Tubilok lo miró con una sonrisa que parecía genuina. Y quizá lo fuera. El problema con él era que mudaba de opinión y estado de ánimo de una manera tan rápida e imprevisible como el mercurio cambiaba de forma.
El paciente se tumbó en la camilla. Por última vez, miró a Tarimán con aquellos ojos azules, tan puros y limpios como un mar turquesa. Aunque la locura que anidaba en ellos no había hecho sino agravarse tras su regreso al universo Alef, seguían siendo muy hermosos. Tarimán pensó que era una lástima extirpárselos, pero sabía que no le convenía oponerse a los caprichos del rey de los dioses.
—Eres el único en quien confío, hermano —insistió Tubilok—. No me defraudes.
¿El único en quien confías? Entonces, ¿para qué quieres a tus guardaespaldas?
Tarimán no necesitaba mirar a su espalda para recordar que, junto a la puerta de diafragma del quirófano, unas presencias amenazantes acechaban todos sus movimientos. Eran Gankru y Molgru, dos autómatas grandes como elefantes, sembrados de armas y fabricados en una aleación que al recibir una corriente se calentaba tanto como el hierro recién sacado de la fragua. Sus cabezas aceradas cobijaban sendos cerebros humanos, extraídos a sus dueños y vaciados de todo recuerdo.
—No te defraudaré, hermano —respondió Tarimán.
Era la última vez que se dirigiría a él así, pero aún no lo sabía. Tubilok ya no le contestó. Él mismo había desconectado los centros de dolor de su sistema nervioso, sumiéndose en una anestesia autoinducida. El ritmo de su respiración y sus pulsaciones se redujo a la mitad. Las ondas de su electroencefalograma, que habitualmente oscilaban a quinientos ciclos por segundo, se ralentizaron a cien. En un cerebro humano aquel ritmo habría supuesto un ataque de epilepsia, pero para la frenética mente de Tubilok eran tan relajantes como las ondas alfa que preceden al sueño.
Con unas pinzas, Tarimán le retrajo los párpados.
Qué feo se te ve así, hermano
. Se dio cuenta de que, si la operación iba bien, ya no podría pensar ese tipo de cosas sin que Tubilok se enterase.
Y por eso, en las escasas veinticuatro horas de las que había dispuesto desde que conoció las intenciones de Tubilok, había preparado un plan, lo que él llamaba su «seguro de vida».
Se inclinó sobre él con el bisturí láser y se dijo:
Allá vamos
.
Con precisión, como si su muñeca fuera un compás de arquitecto, Tarimán cortó la conjuntiva que rodeaba el ojo hasta dibujar un círculo completo. El bisturí cauterizaba las heridas al mismo tiempo que sajaba la carne, pero no era necesario. El organismo de Tubilok, modificado genéticamente y sembrado de nanos como el de los demás dioses, se reparaba a sí mismo de forma automática.
El herrero e improvisado cirujano dejó el láser y tomó unas tijeras curvas de filo térmico provistas de diminutos visores, pues tenía que trabajar por detrás del globo ocular. Con las tijeras fue cortando los enlaces que unían el ojo al cráneo. Primero seccionó los músculos extraoculares, después la arteria oftálmica, el nervio óptico que conectaba las retinas dobles con el cerebro y, por último, el cable que transportaba la energía de la batería interna y permitía a Tubilok proyectar el rayo láser.
Un arma menos
, pensó Tarimán. No era un gran alivio: a Tubilok no le faltaba precisamente armamento.
Cuando terminó, extrajo el globo ocular con unas pinzas y lo introdujo en un pequeño tanque de helio líquido. Aquel iris azul que tan expresivo parecía rodeado por párpados, cejas y mejillas, se veía ahora frío y, al mismo tiempo, hostil y siniestro como el ojo de un alienígena.
En eso es en lo que se ha convertido Tubilok, al fin y al cabo, se dijo. En un alienígena.
Con suma paciencia, repitió la operación con el otro ojo y también lo guardó en el tanque. La primera parte de la cirugía había terminado.
Sobre la mesa auxiliar había una esfera de cristal transmutable de medio palmo de diámetro. Tarimán la cogió. Al tocarla vio en su superficie el reflejo deformado de sus propias manos: la esfera reflejaba los rayos de luz en todas las frecuencias, pues en su interior albergaba una pequeña burbuja de estasis, una barrera prácticamente impenetrable.
Los dioses habían desarrollado esa tecnología durante su largo viaje fuera del sistema solar. Era tanto una solución para el tedio como una protección contra los peligros del espacio interestelar: dentro de un campo de estasis el tiempo transcurría a un ritmo mucho más lento que en el exterior, y su contenido podía sobrevivir incluso aunque lo sumergieran en el corazón de una estrella.
Era evidente que Tubilok valoraba sobremanera la seguridad de sus nuevos ojos. Tanto para crear un campo de estasis como para desactivarlo —incluso uno tan pequeño como aquél— se requería una ingente inyección de energía.
Tarimán moduló meticulosamente el haz concentrado de radiación gamma. Cada campo de estasis poseía una clave única, una especie de contraseña. No bastaba con aplicarle energía, sino que debía hacerse en pulsos, invirtiendo la secuencia que había creado el campo. En este caso, Tarimán estaba utilizando la clave que le había brindado el propio Tubilok. De lo contrario, no habría podido abrir la burbuja.
Bueno, no es del todo cierto,
se confesó a sí mismo. Existía otra posibilidad no ya sólo para abrirla, sino incluso para asomarse a su interior dejando intacto el campo de estasis. Utilizar un finísimo haz de energía negativa. Gracias a ello Tarimán había conseguido lo que los demás dioses creían imposible: ver lo que ocurría dentro de Tártara, la ciudad prohibida.
Pero aquel secreto no debía ser conocido por nadie. Por eso lo había guardado en varios implantes artificiales de memoria, junto con los planes que había trazado para contrarrestar el poder creciente del rey de los dioses. Antes de que terminara la operación, Tarimán los borraría de su recuerdo consciente para evitar que alguien —en concreto, Tubilok— pudiera leerlos directamente de su cerebro. Cuando llegara la ocasión, los recuperaría fragmento por fragmento y volvería a montar el rompecabezas.
Si todo salía bien, claro. Pues los planes enmarañados que se componen de muchos elementos tienen el mal hábito de fallar.
Cada cosa a su tiempo, se recordó.
Desactivó la burbuja de estasis y abrió la caja que había en su interior. Después contempló los ojos que flotaban en una solución salina. Eran tres, todos ellos de un rojo escarlata, como si estuvieran llenos de sangre arterial, y cada uno tenía tres pupilas negras sin iris.
—Son los ojos de los Tíndalos —le había explicado Tubilok la víspera.
Aunque no había querido contarle cómo consiguió aquellos ojos ni qué ocurrió con sus anteriores propietarios, Tubilok le había detallado sus virtudes y dónde quería que le injertara cada uno. Pese a que eran casi iguales, existían entre ellos algunas diferencias muy sutiles, lo bastante para no confundirlos.
Tarimán tomó primero el ojo que veía en el espacio salvando distancias y penetrando barreras físicas. Por su tamaño había calculado que debería pesar unos quince gramos, el doble que un ojo humano normal. Pero al tomarlo entre los dedos, sus sensores internos le informaron de que llegaba a los cincuenta.
—Curioso, curioso —musitó.
Lo analizó con el nanoscopio y comprobó que, por debajo del nivel subatómico, estaba compuesto de una extraña espuma. En otra Brana con más dimensiones, aquel globo se habría extendido por ellas formando una hiperesfera u otra estructura más complicada. Aquí en el universo Alef, las dimensiones espaciales más allá de la tercera se hallaban enrolladas en bucles más diminutos que un quark. Aquel ojo escarlata debía de estar descargando en esos bucles parte de su masa, que quedaba oculta a la vista.
Con sumo cuidado, Tarimán introdujo el ojo en la cuenca izquierda de Tubilok. Aunque parecía demasiado grande para ella, encogió y se acomodó fácilmente. No necesitó hacer más conexiones, ni con el nervio óptico ni con los músculos orbitales. Aquellos ojos eran dispositivos inteligentes que buscaban por sí solos la conciencia más cercana y se unían con ella.
Después, Tarimán sacó de la caja el segundo globo ocular y lo acomodó en la cuenca derecha. Aquel ojo era capaz de penetrar en las bifurcaciones del tiempo. No veía exactamente el futuro, sino más bien los
futuros
en orden de probabilidad.
—Espacio y tiempo —murmuró Tarimán—. Vas a saber más que tu admirado Odín. No sé si te envidio por ello.
Y aún quedaba un tercer ojo. No existía hueco físico para él, de modo que no quedaba más remedio que practicar uno. Tarimán utilizó una versión moderna del trépano. Trazó un círculo en el centro de la frente de Tubilok con una especie de pincel; las nanomáquinas que tenía en la punta empezaron a trabajar al instante disolviendo la fibra ósea con un siseo casi imperceptible. Apenas un minuto después, habían abierto un círculo perfecto en el cráneo del paciente. Tarimán extrajo el fragmento de hueso con una ventosa y lo guardó en el helio líquido, junto con los ojos que había extraído antes.
Para insertar el último globo ocular, debía extirpar parte del lóbulo frontal. El propio Tubilok había delimitado la zona exacta, desactivado las conexiones neuronales de esa diminuta región del córtex y volcado sus contenidos y funciones en otros sectores de su cerebro.
Mientras trabajaba, Tarimán miró a la izquierda de la camilla. Un holograma representaba el cerebro de Tubilok, marcando en azul la región a la que debía limitarse. Si tocaba la zona roja era posible que le causara daños tal vez irreparables, y si se adentraba mucho en ella quizá podía incluso matarlo o convertirlo en otra cosa que ya no fuera Tubilok.
La tentación era grande. Tubilok se había vuelto cada vez más peligroso. Su empeño en utilizar la interfase del Prates como puerta dimensional había supuesto un riesgo para todos, dioses y mortales. Por eso, cuando la atravesó por primera vez para abandonar el universo Alef, sus hermanos de raza habían suspirado de alivio por perderlo de vista.
—¡Que se multiplique por once dimensiones y se haga compañía a sí mismo el resto de la eternidad! —había resumido Manígulat.
En aquel entonces tenían la esperanza de que jamás regresara a su Brana de origen. Sin embargo, lo había hecho mucho tiempo después, cuando ya se habían acostumbrado a vivir sin él. Aunque Tubilok no quería hablar de ello, sus comentarios crípticos dejaban entrever que las Moiras, aquellas entidades a cuyo lado era poco más que una hormiga, lo habían derrotado.