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Authors: Javier Negrete

El corazón de Tramórea (6 page)

BOOK: El corazón de Tramórea
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No parecía el mismo. Antes la impresión que ofrecía oscilaba entre la manía y la cordura. Ahora, los tres globos rojos, desproporcionados, sin párpados, dibujaban un triángulo de demencia pura. Cada uno de ellos se movía de forma independiente. El efecto era el de un camaleón mutante de ojos ensangrentados.

—¿Te parece que tengo cara de loco? ¿Un camaleón, eso te parezco? —preguntó Tubilok. Su boca sonreía. Sólo su boca. La mitad superior de su rostro ya no podría hacerlo jamás. A partir de ese momento, interpretar sus gestos resultaría aún más difícil que antes.

Tarimán se dio cuenta de que...

—Sí. Estoy leyendo tus pensamientos.

El dios herrero agachó la cabeza y trató de tararear mentalmente una musiquilla estúpida y repetitiva que acallara todo lo demás con su soniquete.

—A veces es difícil controlar el cerebro propio. No eran pensamientos voluntarios. Perdóname, mi señor.

—¿Mi señor? Nunca me habías llamado así.

—No sé por qué lo he hecho, la verdad —respondió Tarimán, con la mirada clavada en sus propios pies. No se atrevía a levantarla y afrontar aquellos ojos.

—Pero me gusta.
Mi señor
. Excelente. Me parece digno y respetuoso, como debe ser. A partir de ahora, te dirigirás a mí con ese tratamiento.

—Me congratula..., mi señor.

De pronto se le apareció una imagen espontánea, en la que se vio a sí mismo forjando una espada en una fragua antigua.

—Estás pensando: «He de forjar una espada». ¿Por qué se te ha ocurrido esa peregrina idea?

—La verdad es que lo he pensado, pero ignoro la razón.

—Se te ha olvidado añadir «mi señor».

En su mente empezó a formarse un pensamiento.
Idiota fatuo y pomposo
, pero lo ahogó con un grito interior a tres voces:
¡M
I
S
EÑOR
O
H
M
I
S
EÑOR
M
I
S
EÑOR
!

—Sabes que siempre me han gustado las armas antiguas, mi señor Tubilok.

—Tú mismo eres una antigualla. Te mezclas demasiado con esos simios atrasados que pueblan Tramórea. Mírate, como uno más de ellos, cubierto de vello, sudoroso.

Sí, Tarimán tenía que reconocer que seguía siendo demasiado humano. También le gustaba desarrollar sus músculos haciendo ejercicio en lugar de acrecentarlos con chorros internos de hormonas de crecimiento.

Y se dejaba llevar por otros instintos aún más primigenios.

—¡Ah! —exclamó Tubilok—. Veo que me habías ocultado algo, malandrín.

Tarimán agachó la cabeza, rehuyendo aquella mirada. Si Tubilok le hubiese clavado tres láser de rayos gamma no se habría sentido tan taladrado y abrasado como en este momento.

—¿Qué puedo haberte ocultado que sea de interés, mi señor?

—Que tienes una amante. ¡Y más interesante todavía! Esa primate lleva en su vientre un embrión que apenas tiene cinco días. Lo más divertido es que realmente estás ilusionado.

—Tubilok... Quiero decir, mi señor Tubilok, no sabía que eso pudiera interesarte.

—Son
humanos
. No alcanzo a comprender por qué te sigues mezclando con esa raza degenerada e ignorante.

Medio en broma y medio en serio, los dioses llamaban «pervertidos» a aquellos de sus congéneres que practicaban tal comportamiento. No era Tarimán el único que mantenía relaciones físicas con humanos, pero las de los demás eran efímeras y en ellas no había más que sexo. Además, solían incluir otras prácticas de dominio y dolor que a menudo acababan con las vidas de los infortunados a los que privilegiaban con sus atenciones. Ser deseados por los dioses era más una maldición que una suerte.

Él no era así.
Yo soy capaz de amar
.

Maldición, ¿por qué se había permitido ese pensamiento? Sí, él quería a esa mujer, y quería a la hija que había concebido con ella. Pero Tubilok no debía saberlo.

¡Es mentira borra esa idea eres insensible tu alma es una piedra!

—Deja de intentar ocultarme tus emociones y tus pensamientos —dijo Tubilok—. Lo único que vas a conseguir es levantarnos jaqueca a ambos. Es inútil esconderle nada al dios supremo. Incluso los cabellos de tu cabeza están numerados.

—Tienes razón, mi señor.

—Temes que, si descubro que sientes cariño por alguien, yo haga daño a ese alguien por castigarte a ti.

Tarimán se resignó a reconocerlo.

—Así es, mi señor.

—¿Por qué habría de querer castigarte? Eres el más leal de los dioses, el mejor de los amigos. Aunque resulta decepcionante que vuelques tu amor en objetos tan poco dignos de un dios, si eso te complace puedes divertirte encariñándote con esa mujer y esa niña hasta que envejezcan y mueran como todos los humanos. Pues la vida de un hombre no es más que el paso de una sombra.

—Gracias, mi señor.

—Ahora puedes irte y malgastar tu tiempo forjando esa reliquia. Cuando te necesite para algo interesante te avisaré, herrero.

Ya no me llama hermano
, observó Tarimán, y al momento se dijo en otro nivel mental que debería aprender a controlar sus pensamientos.

—En ambas cosas llevas razón, Tarimán. Ya no puedo ser tu hermano ni hermano de nadie. He trascendido. La carne se ha hecho verbo, y aunque habite entre vosotros no podéis conocerlo ni comprenderlo. Vete ya. No soporto el olor de tu sudor ni el sabor de tus pensamientos.

L
os recuerdos de Tarimán seguían fluyendo mientras su martillo
Takoa
daba forma a los cantos de la nueva espada.
T
ING
, T
ANG
, T
ING
, T
ANG
, T
ING
, T
ANG
.

Cuando Tubilok alcanzó la omnisciencia merced a los ojos de los Tíndalos, su autocracia se convirtió en una tiranía pesada y asfixiante como un manto de plomo. Un relato de aquella época, deformado por el tiempo y la transmisión oral, aseguraba que Tubilok,

acostumbrado a las tinieblas que reinan entre las estrellas, levantó de las profundidades de la tierra una espesa capa de cenizas que ensombreció los cielos de Tramórea. Aquélla fue la Edad Oscura que aún se recuerda con temor. Sin luz, los inviernos se hicieron interminables, las plantas languidecieron, las tierras de pasto quedaron baldías, los hielos se extendieron, los animales cayeron exánimes sobre el surco del arado y los hombres, pálidos y famélicos, dejaron de hacer sacrificios en los altares de los dioses. Pero a Tubilok poco le importaba, pues para él no había mejor sacrificio que el de los hombres que iban muriendo bajo el sombrío techo que cubría el cielo, que el del linaje humano arrastrándose hacia su inexorable extinción.

Para los humanos resultaba lógico pensar que Tubilok era una especie de demonio de las profundidades, una criatura infernal. Al fin y al cabo, había surgido del Prates subterráneo, más poderoso que Manígulat, y sus trucos dimensionales producían ese olor mefítico que siempre se había identificado con el diablo.

Pero la oscuridad que cayó sobre Tramórea era algo más que un capricho ambiental. También suponía un experimento no menos antojadizo, como todas las decisiones del nuevo dios supremo. Tubilok había alterado la órbita de la luna Taniar hasta situarla a un millón y medio de kilómetros, en el punto de Lagrange 1 entre Tramórea y el Sol. Después la había desplegado como un enorme espejo convexo, de tal modo que, aunque se hallaba más lejos, abarcaba más superficie en el cielo. Lo justo para interceptar la luz solar que caía sobre casi medio planeta y sumir su parte habitada en un eclipse perpetuo.


Fiant tenebrae!
—exclamó ante los demás dioses, que se abstuvieron incluso de pensar en la menor crítica. «Los designios de Tubilok son insondables» era lo máximo que se atrevían a murmurar entre ellos.

Mientras todo esto ocurría, Tarimán, obedeciendo inconscientemente la parte A de su plan, había empezado a forjar una espada. Ni él mismo sabía adónde le llevaría aquello. Al principio, creyó —y lo creía con sinceridad— que lo hacía por su afición a trabajar con las manos.

Y también por el amor de una mujer.

E
lla era mortal. Tenía veinticinco años cuando Tarimán forjó la espada. Una hembra espléndida, de un metro noventa. Poseía las proporciones de una escultura, un equilibrio casi imposible entre las curvas femeninas y los músculos de una guerrera. Incluso entre sus hermanas Atagairas podría haber pasado por una diosa.

En la fragua, mientras veía trabajar a su amante, los ojos casi transparentes de la mujer parecían absorber el fulgor de las ascuas. Su melena pelirroja era un campo de mieses incendiadas y sus mejillas de marfil se arrebolaban de calor.

Observado por ella, Tarimán no se sentía como un dios, sino como un hombre, el hombre que había sido milenios atrás. Su pecho velludo transpiraba bajo el mandil de cuero y los abultados músculos de sus brazos brillaban recubiertos por una pátina salada que reflejaba la luz de las llamas.

Ese mismo sudor impregnaba la piel de la mujer. Hacía apenas media hora, Tarimán no había resistido más la tentación y había dejado de martillear el acero para agarrar a su amante y tenderla en el suelo. Después de girarla de medio lado y tumbarse detrás de ella, le había bajado el pantalón y la había penetrado casi con rabia. Poseído por un instinto animal, había arqueado las caderas chocando contra sus nalgas una y otra vez, dejándose llevar por el impulso primigenio de inocular en ella su semilla y perpetuarse.

Sí. Eso era sentirse un hombre. Eso era sentirse vivo. ¿Qué podían saber los demás dioses, que por miedo a la muerte habían renunciado a la vida hacía tanto tiempo?

Salvo mi señor Tubilok, que es el paradigma de toda vida
, se dijo con tanta energía mental que su reflexión casi resonó en voz alta. Ya ni siquiera le parecía rastrero ni hipócrita pensar de aquella manera o, como se habían acostumbrado a decir los dioses —con la venia de Tubilok—, «doblepensar».

Ahora que el deseo de ambos se había calmado, Tarimán estaba dándole forma al vaceo, el surco central de la espada, y comprobando que quedaba tan recto como los filos.

—Siempre he visto esa ranura en las espadas —dijo la mujer—. ¿Es cierto que sirve para que entre aire en las heridas?

—Ésa es una patraña muy vieja. Y tan falsa como la de que el surco se talla para que la sangre corra desde la punta hasta la empuñadura.

Otra mujer que no fuera Atagaira habría torcido el gesto al imaginarse la sangre resbalando por la hoja, pero a ella no le impresionó.

—¿Y no es así?

—No. El vaceo sirve para aligerar el peso de la espada. Y también para embellecerla y demostrar la habilidad del maestro espadista —añadió Tarimán con una brizna de vanidad.

Ella le sonrió, y en sus mejillas se marcaron dos hoyuelos. Tarimán dejó la hoja sobre el yunque, la enlazó por la cintura e inclinó la cabeza para besarla. Cuando su mano se posó sobre el promontorio marcado por el inicio de sus nalgas, sintió que la sangre se le enardecía de nuevo. ¿Era posible que estuviera enamorado, después de tanto tiempo? ¿Y de una mujer mortal?

Sí. Precisamente de una mujer mortal. A sus congéneres los dioses no los soportaba ni como amantes ni como amigos. Prefería a los humanos, que le resultaban más imprevisibles. En parte se debía a su naturaleza voluble, y en parte a que eran tan efímeros que no llegaba a tener tiempo de conocerlos de una forma tan exhaustiva y tediosa como conocía a sus hermanos los Yúgaroi.

Tarimán hundió la nariz entre los cabellos de la guerrera y aspiró su perfume de cedro. Por un momento le asaltó la tentación de arrancarle la ropa de nuevo y volver a tomarla allí mismo, aunque se contuvo. Refrenar el deseo a veces formaba parte del hechizo de aquella relación. ¿Era amor? Aún no sabría decirlo. Pero se sentía ilusionado. Quería estar con ella, quería impresionarla, quería que ella lo impresionara a él. Con eso le bastaba.

Con la otra mano le rozó el vientre. Los sensores implantados bajo la piel de su mano le transmitieron el latido suave pero constante del feto. Su hija.

En teoría, las Atagairas no podían concebir con varones de otras razas, pues antes de la catástrofe que destruyó la vieja Tierra habían sido creadas en laboratorio como una especie aparte. Pero Tarimán, cuyo lema era «nada de lo humano me es ajeno», dominaba también los secretos de la genética y había logrado combinar el ADN de ambos.

Por primera vez en milenios, anhelaba fundar una familia. Que no tenía por qué ser efímera. Cuando la criatura naciera, Tarimán pretendía alterarlas genéticamente a ella y a su madre para prolongar sus vidas de forma indefinida. Al fin y al cabo, ya había criaturas así en Tramórea. Se llamaban a sí mismos «Antiguos» y, aunque no compartían los poderes de los dioses, eran tan longevos y resistentes a las enfermedades como ellos.

Esos pensamientos volaban por su cabeza tan fugaces que ni siquiera llegaba a darles expresión sintáctica. Tubilok no debía saberlo, o al menos no debía enterarse de que esa mujer y la hija que llevaba en el vientre le importaban tanto. Por pura maldad trataría de arrebatárselas. (Por supuesto, la palabra «maldad» ni se plasmó en su mente.)

Limítate al trabajo que estás haciendo
, pensó. A regañadientes, rompió el abrazo y volvió a su labor con la hoja.

—¿Por qué forjas una espada? —preguntó la joven Atagaira—. Te he visto fabricar armas increíbles que matan a distancia y en silencio. Una espada es algo demasiado simple para ti.

—Puede que lo sea, pero la simplicidad es la madre de la belleza, y también de la eficacia. Además, no hay nada que pueda enorgullecer más a un herrero que forjar una espada para una guerrera como tú.

Ella acercó la mano al filo, sin atreverse a tocarlo.

—¿Quieres decir que la estás haciendo para mí? —preguntó, con el rostro iluminado como una chiquilla que descubre los regalos de fin de año.

Tarimán asintió y pasó un dedo por el surco central.

—El corazón de la hoja es de hierro de los cielos, extraído de una roca que se creó dentro de una estrella. Ese hierro ha recorrido océanos insondables de tiempo y espacio para llegar hasta aquí y convertirse en una espada. Para que tú la empuñes.

Tarimán deslizó el índice por el borde. Aunque aún quedaba mucho trabajo por hacer, la hoja estaba ya tan afilada que le rasgó la piel. La herida se cerró por sí misma dos segundos después, y la gota roja se coaguló sobre el metal.

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