Read El corazón de Tramórea Online
Authors: Javier Negrete
Las autoridades le confiscaron la espada para examinarla y averiguar cómo había logrado atravesar el campo de estasis. Pero
Zemal
se negaba a revelar sus secretos. Al principio se limitó a soltar descargas dolorosas cuando alguien que no era Zenort intentaba cogerla. Pero como insistían en no devolvérsela a quien ella había elegido como legítimo propietario,
Zemal
acabó fulminando e incinerando a un ingeniero que pretendía abrir la empuñadura para examinar su interior.
La espada suponía un problema para los habitantes de Tártara. Les recordaba que había un mundo exterior. Los Monistas propusieron, cómo no, destruirla. Tal vez lo habrían conseguido (Derguín sudó frío al imaginárselo.) Pero
Zemal
también era una ocasión que las autoridades no podían desperdiciar. Si la espada había conseguido entrar en Tártara sin destruir el campo de estasis, del mismo modo podría salir de ella.
El burgrave de Tártara, que presidía el consejo de notables, anunció formalmente a Zenort que era el elegido para salir de la ciudad, explorar el mundo exterior y descubrir qué había ocurrido durante los cuatro mil setecientos años que, según sus cálculos, habían transcurrido en el resto del universo.
—En cuanto tengas datos suficientes, regresa a informar, muchacho —dijo el burgrave, estrechándole la mano.
Zenort asintió sin decir nada. Tenía sus propios planes, que eran los planes de
Zemal
.
Muchas personas lo acompañaron hasta el borde de la cúpula. Hubo más que se escondieron de nuevo en los refugios, pues temían que al abrirse un mínimo resquicio en el campo protector pudieran colarse amenazas insospechadas del mundo ignoto que acechaba al otro lado.
Entre quienes despidieron a Zenort se encontraban sus padres, Ilme y Maturán. Su madre lloraba y su padre lo miraba con gesto severo.
—Eres un insensato, hijo —dijo él—. ¿Sabes cuántos formularios tuvimos que rellenar para que el consejo nos autorizara a concebirte? ¿Sabes cuánto tiempo tuvimos que esperar? ¡Todo para nada!
—Lo siento —respondió él—. Me duele haberos decepcionado. Pero debo cumplir con mi destino.
(
Así que Zenort también decepcionaba a las personas más cercanas
, pensó Derguín.
Como yo
.)
Iborne le abrazó y le besó, clavándole los dedos en la espalda como si quisiera fundirse en un solo cuerpo con él.
—¿Volverás?
Zenort no respondió, pero su mirada lo dijo todo. Iborne rompió a llorar con una congoja tan profunda que el joven, pese a la emoción de aquel momento, estuvo a punto de decirle que había cambiado de opinión y ya no se iba. Pero ella se apartó, se enjugó las lágrimas y le dijo:
—Está bien. Marcha hacia tu destino. Yo nunca he formado parte de él.
Así se despidió Zenort de la ciudad de Tártara.
(Derguín apartó la mirada del libro. El Mazo se había girado de costado en el banco de piedra y al menos había dejado de roncar. Orfeo le estaba mirando fijamente, pero al darse cuenta de que Derguín le había pillado cerró los ojos.
Aún quedaban horas de luz. Derguín bebió un trago de agua del odre y siguió leyendo.)
La sensación de atravesar la cúpula fue muy extraña. Cuando acercó la punta de la espada al campo de estasis, éste proyectó una especie de apéndice, una protuberancia que engulló a Zenort.
Un instante después, la protuberancia desapareció.
Y él estaba fuera.
¡Fuera!
Era de noche. Sobre su cabeza lucían las estrellas. ¡Estrellas de verdad! Entre ellas destacaban luces de mayor tamaño, una magnífica constelación blanca que se arqueaba como un puente de horizonte a horizonte. Años más tarde la bautizarían en su honor como Cinturón de Zenort, algo que andaba muy lejos de sospechar entonces. Pensó que parecían rocas, restos de algún antiguo desastre. ¿Tal vez el experimento de los humanos había destruido la Luna? La buscó en el cielo y no la localizó. Pero en su lugar encontró otros dos satélites, uno verde y otro azul. Le sorprendió su color, y también que brillaran con más intensidad que la Luna que él había visto en las grabaciones. Se preguntó si era casualidad que las dos estuvieran en fase de plenilunio.
Más tarde se enteraría de que aquellos satélites eran artificiales, esferas huecas construidas en material transmutable que absorbían la energía del Sol y la emitían en forma de luz propia. Descubriría además que existía una tercera luna, la roja Taniar. Pero en aquel entonces Tubilok la había sacado de su órbita para interponerla entre el Sol y la Tierra.
Una Tierra que ya no era el planeta original, sino Tramórea, sumida en una noche perpetua por el dios loco Tubilok.
A su espalda, el campo de estasis se levantaba como una inmensa pared que reflejaba la negrura de la noche y el brillo de los astros. Zenort empezó a caminar.
—¡Cuidado! —le advirtió la espada—. Mira bien por dónde pisas.
El joven miró abajo. Alrededor de la cúpula había un anillo sólido de diez metros de anchura. Más allá se abría el vacío de un inmenso abismo.
Zenort se agachó al borde de la sima y extendió la mano. Al nivel del suelo notó una leve resistencia, pero apretó más y sus dedos la vencieron. Al otro lado de aquello, fuera lo que fuese, hacía más calor. Era la pantalla osmótica que cubría el enorme agujero sobre el que se sostenía Tártara. De haber caminado sobre ella, se habría hundido para precipitarse al vacío.
Rodeó el anillo hasta encontrar una pasarela. Había ciento veintiocho que rodeaban la burbuja como los radios de una rueda. Empezó a andar. El puente era tan oscuro que apenas se distinguía de la negrura que lo rodeaba, y sólo medía un metro de ancho. Aquélla fue la primera prueba que tuvo que superar Zenort: caminar sin desfallecer ciento cuarenta kilómetros por una estrecha pasarela que cruzaba el abismo.
Pero la espada le infundía valor y energías. Mientras recorría el puente,
Zemal
le explicó su historia y le puso al corriente de la situación en Tramórea, Agarta y el Bardaliut. Zenort comprendió que había dicho «Acepto» con demasiada alegría, y que se había embarcado en una misión que superaba sus fuerzas. Pero se sentía más vivo que nunca. Aunque aquel mundo era frío y oscuro, allí se respiraba un aire mucho más puro y estimulante que la atmósfera reciclada de Agarta.
Por fin llegó a tierra firme. No sabía cuánto tiempo había pasado, pues el sol no brillaba y él ignoraba a qué velocidad se movían las dos lunas visibles.
Allí, al sur del abismo que rodeaba Tártara, encontró al primer ser vivo, que en realidad no era un ser vivo. Al principio le pareció una sombra más, una roca de las que sembraban el lugar. Pero al desenvainar a
Zemal
, la luz de ésta alumbró la cabeza escamosa de un dragón de vivos colores.
Sólo la cabeza. El resto del cuerpo no estaba. Al sentir la cercanía de ambos, el dragón, que era una dragona, abrió los ojos. Sus grandes iris fosforecían en la oscuridad, rodeando unas pupilas alargadas y estrechas.
—
¿Qué te ha ocurrido, Ónite? —preguntó la voz de la espada—. ¿Quién ha podido hacerte esto?—
Después de arrojarte sobre la ciudad, Gandu me alcanzó —contestó la cabeza de la dragona—. Peleé con él, pero ese demonio metálico me venció
.Me agaché y toqué las escamas doradas que rodeaban los ojos. Parecían tan reales como las de un reptil auténtico
.—
Mis baterías se destruyeron con el resto del cuerpo —dijo la dragona—. He ahorrado la poca energía que me quedaba para ver si salíais. ¿Rescataréis a mi señor Tarimán?—
Lo rescataremos —prometí sin pensármelo
.—
Gracias. Decidle que le quiero
.La luz de sus ojos se apagó. A Ónite no le quedaba energía ni siquiera para cerrar los párpados. Allí la dejamos, inerte. Yo sólo la había visto durante apenas un minuto y además sabía que se trataba de un artefacto, una inteligencia artificial. Y, sin embargo, cuando me alejé de ella sentí una tristeza inexplicable
.
El joven aventurero siguió caminando hacia el sur, donde encontró humanos que sacrificaban a otros humanos en la Torre de Sangre que acababan de erigir. Pensaban que así conseguirían el favor del dios cruel que había envuelto el mundo en un sudario de tinieblas. Fue la primera vez que
Zemal
entró en acción. Armado con ella, Zenort acabó con los victimarios y salvó a las víctimas. Nunca antes había matado, y ahora no lo hizo con placer; pero la emoción de la lucha le enardeció el corazón.
El despliegue de energía de la Espada de Fuego llamó la atención en el Bardaliut. Cuando Zenort bajó por la rampa de la Torre de Sangre, se encontró ante una mujer negra de casi tres metros de altura, y comprendió que era una diosa. Se trataba de Taniar, divinidad de la guerra.
—¿Quién eres, mortal?
—Me llamo Zenort.
—¿De dónde has salido? ¿Cómo es que tienes una espada llameante?
—Vengo de Tártara.
Aquello interesó a la diosa, que pensó que ganaría influencia ante Tubilok si llevaba a su presencia a aquel extranjero que decía proceder de la ciudad prohibida. Los dioses ignoraban qué había podido ocurrir durante todo ese tiempo tras el campo de estasis, y temían que los humanos encerrados en la burbuja hubiesen desarrollado nuevas armas o se hubieran acrecentado a sí mismos hasta convertirse en una nueva raza más poderosa que ellos.
Con buenas palabras, Taniar embarcó a Zenort en una nave voladora. Aunque el joven había viajado por todo el sistema solar en realidad virtual, pero aquello era muy distinto. Bajo la nave, Tramórea no era más que una sombra, pero cuando se alejaron del planeta pudo ver el sur del continente de Aifu y el inmenso océano iluminados por el Sol.
La maravilla mayor era el Bardaliut, un cilindro de cuarenta kilómetros de largo rodeado de espejos y anillos que lo hacían parecer una flor orbitando alrededor de Tramórea. Taniar atracó la nave y lo condujo por el interior de Isla Tres, el cilindro principal, a través de una vía magnética. El viaje fue breve. Sin embargo, Zenort disfrutó contemplando los palacios de los dioses, entre jardines, colinas y lagos.
—Cuando llegues ante mi señor Tubilok, te arrodillarás y le ofrendarás tu espada. Ten en cuenta que es omnisciente, de modo que si albergas malos pensamientos lo sabrá y te castigará con justicia y severidad.
—Tu palabra es mi voluntad, mi señora —dijo Zenort, imitando el estilo pomposo de los relatos de aventuras caballerescas que había leído.
Según le había explicado Zemal, gracias al campo magnético que la rodeaba Zenort no tenía que temer que el dios loco leyera su mente. Pero ahora la espada estaba callada y reposaba apagada en su vaina, y Zenort no se sentía tan seguro de nada.
Tubilok se encontraba en el salón del trono del Bardaliut, un cilindro mucho más pequeño que Isla Tres, donde la gravedad era muy débil. En aquel momento estaba rodeado por otras divinidades que le rendían pleitesía mientras él les explicaba grandiosos planes para el futuro. Todos se apartaron para dejar paso a Taniar
.—
¿Qué ocurre? —preguntó Tubilok—. ¿Por qué os movéis así?Todo ocurrió muy rápido. El dios loco leyó las mentes de los demás dioses y comprendió que ellos estaban contemplando a Taniar y a otra persona. «¿Dónde está Taniar?», exclamó. «¡Yo no la veo!» Pero al momento lo olvidó, pues los hechizos de Tarimán eran tan potentes que no sólo no era capaz de ver a
Zemal
y lo que se hallaba en su inmediata cercanía, sino que ni tan siquiera podía captarlo a través de los ojos de otros
.La espada gritó con su vocecilla:
—
¡Es el momento!Pero no fue la única. Taniar, cuya mente era rápida como el azogue, comprendió lo que ocurría, se volvió hacia mí y me dijo:
—
¡Atácale! ¡La lanza y los ojos son su poder!Yo estaba muerto de miedo. Una sola diosa intimidaba. Un grupo de ellos resultaba imponente. Pero Tubilok, embutido en su siniestra armadura y con aquellos tres ojos desproporcionados y sanguinolentos, me infundía pavor
.Sin embargo, la orden de Taniar me hizo reaccionar al momento. En Tártara había practicado una antigua arte marcial llamada iaido que luego incorporé al Tahedo con el nombre de Yagartéi
.
(Derguín notó que se le ponía la carne de gallina al leer esos nombres y se vio a sí mismo lanzando una Yagartéi.)
Esos ejercicios de los que hablaba Zenort le salvaron la vida, y de paso salvaron Tramórea.
Confuso por las reacciones de los demás dioses, Tubilok aferró su lanza con ambas manos y la dirigió hacia aquel vacío en el que intuía una amenaza. Zenort agarró la vaina con una mano y con la otra desenfundó a
Zemal
. La Espada de Fuego centelleó en el aire, y el crepitar de las llamas ahogó el chillido de júbilo de la cabeza tallada en el pomo.
La hoja, bañada en el corazón de una estrella que ardía en otro universo, penetró la capa de materia transmutable que rodeaba la lanza y al hacerlo su energía entró en vibración armónica con la materia exótica de su interior. Los campos de contención que mantenían dentro de la lanza la cuerda cósmica se separaron por sí solos y ocurrió lo impensable.
La lanza de Prentadurt se partió en dos.
Aprovechando la sorpresa, los demás dioses se abalanzaron todos a una sobre Tubilok. Éste, acostumbrado a que nadie le rechistara ni siquiera en sus más íntimos pensamientos, no supo reaccionar a tiempo. Las manazas de Anfiún le arrebataron la mitad de la lanza y Shirta le quitó la otra.
Según muchas leyendas, fue Zenort quien le sacó los ojos a Tubilok con la Espada de Fuego. Otros mitos, como el que reflejaban los relieves del acantilado de Narak, aseguraban que había sido Manígulat.
La historia que contaba el diario era muy distinta. Fueron sus propios hermanos de raza quienes quitaron el yelmo a Tubilok, en una lucha salvaje en la que volaron rayos ardientes, chispas eléctricas y globos de fuego. De no haber sido por Taniar, que lo protegió con su cuerpo, Zenort habría muerto calcinado o electrocutado. Cuando volvió a mirar, Tubilok manoteaba en el aire, buscando sus ojos. Los dioses se los habían arrancado con los dedos, y ahora se los pasaban de uno a otro como críos jugando a la pelota para burlarse de su monarca. Éste seguía captando su presencia gracias a los sensores de su cuerpo y su armadura, pero los demás tenían una gran ventaja sobre él.