Read El corazón de Tramórea Online
Authors: Javier Negrete
—Mientras seguía brotando agua de aquella sima, apareció una especie de... burbuja gigantesca. Era como un globo de luznago azul, pero...
La capitana hizo un gesto en el aire con las manos, como si moldease algo. Al reparar en que estaba infringiendo el protocolo, volvió a pegar los brazos a los costados. Las placas lacadas de su peto rojo tintinearon.
—Esa burbuja era elástica —continuó—. Se aplastó sobre el agua y empezó a flotar alejándose del agujero. Dentro había sombras muy grandes, pero no se distinguían bien.
—¿Sueles beber cuando estás de servicio, capitana? —dijo la reina, y celebró su gracia con nuevas carcajadas, coreadas por las demás mujeres.
—Jamás se me ocurriría, majestad. —La capitana había enrojecido ya hasta el cuello—. Mientras esa burbuja aplastada flotaba sobre el agua, salió de la sima una criatura monstruosa. Debía de ser un Arcaonte, pero no era de lodo ni de fuego. Era transparente, como si estuviera hecho de agua, y al mismo tiempo parecía sólido. Tenía la cabeza tan ancha como el pozo, tan grande que podría haber engullido la mitad de este palacio.
—¿Es que no te gusta mi palacio?
—Claro que me gusta, majestad. Es una maravilla.
—¿Es que deseas verlo destruido?
—¡No, majestad! Jamás se me ocurriría algo...
—Entonces, ¿por qué quieres que se lo trague un Arcaonte?
La capitana se miró la punta de los pies.
¡Ah, cómo me odias en este momento!
, pensó Teanagari. Se le ocurrió que esa noche, después del banquete, podía hacer que se la mandaran a la alcoba. Así conseguiría llevar ese odio al extremo.
Obedeciendo a un impulso, la reina miró de reojo a la hembra prisionera. Luego se dio cuenta del motivo. Había pensado en sexo, y la cautiva le atraía más que la capitana. Era... distinta.
¿Cómo puedo ser tan pervertida?
, se preguntó. Que una Atagaira fornicara con un macho extranjero se consideraba una debilidad sin importancia, un placer primario como alimentarse o beber, ya que los varones de su raza resultaban tan insulsos como el vino aguado o la comida sin sal. Pero hacerlo con una hembra no Atagaira era pura zoofilia.
—Majestad, de nuevo he sido muy torpe al utilizar una comparación inapropiada —dijo la capitana.
—Estabas hablando de un Arcaonte —repuso Teanagari. De pronto se había dado cuenta de que el asunto era grave. La aparición de una criatura así se consideraba presagio de grandes males, cuando no era una calamidad en sí. Pero nadie había oído hablar hasta ahora de Arcaontes de agua.
—El Arcaonte abrió la boca, dio un rugido ensordecedor y vomitó... perdón, expulsó un chorro de agua que debió subir doscientos o trescientos metros. Era como una catarata al revés, majestad.
—¿Qué más ocurrió?
—El Arcaonte volvió a meterse en su agujero. Él mismo debió taparlo con su cabeza, o empujando tierra, o de algún otro modo. Lo cierto es que las aguas no volvieron a bajar por el pozo. Ahora toda la zona es un lago.
—Ya lo habías dicho. Continúa.
—Como todas estábamos mirando a esa criatura, no nos dimos cuenta de que la burbuja había desaparecido. Pero en su lugar había barcos.
—¿Barcos?
—Sí, majestad. Eran barcos sin remos y con muchas velas, más anchos y altos de lo normal. Comprendí que las sombras que habíamos visto dentro de la burbuja tenían que ser por fuerza esas naves.
—¿Qué hicieron esos barcos?
—Durante más de una hora no pasó nada, majestad. Supongo que, como no llevaban remos, no podían moverse. Luego se levantó algo de viento y empezaron a desplegar las velas. Algunas estaban rotas, como si hubieran sufrido una tormenta.
—No es necesario que seas tan prolija, capitana. A este paso el sol se pondrá negro y tú seguirás hablando. ¿Qué más pasó?
—Los barcos se acercaron a la orilla, pero los hombres... los animales que viajaban en ellos no los vararon, como habríamos hecho nosotras. Esas naves debían ser más panzudas por abajo, así que las anclaron y luego desembarcaron con botes de remos. Cuando terminaron, empezaron a organizar un campamento a unos trescientos metros de donde estábamos. Eran casi todos machos, pero había también... mujeres.
—¿Quieres decir hembras de animal como ésta? —preguntó la reina, caminando por detrás de la prisionera morena y poniéndole una mano en el hombro. Lo tenía duro y musculoso, y al mismo tiempo suave. Sintió el deseo de deslizar la mano más abajo y comprobar el tacto de los pechos, pero se contuvo.
—Majestad, no eran hembras. Eran mujeres.
—¿Mujeres?
—Atagairas, majestad. Incluso desde donde estábamos se podía ver el contraste entre su piel blanca y la de los machos. Además, iban armadas, algo que no ocurre...
—¿Por qué te interrumpes?
—Perdón, majestad. Quería decir que es algo que no ocurre entre las hembras de los animales, pero eso ya lo... ya lo sabías.
—¿Cuántos eran?
—Contamos diecinueve barcos, la mayoría bastante grandes. De ellos bajaron muchos machos armados. Eran incluso más que guerreras había en el 13
er
batallón. También traían monturas.
—¿Unicornios?
—No, majestad. Eran caballos vulgares y corrientes. Muchos iban cojeando, y los apartaron para matarlos entre los árboles.
—¿Cuántas de esas supuestas Atagairas había?
—Eran menos que los machos, pero había más de cien.
¡Una invasión en el corazón de su territorio! Era de una osadía intolerable. ¿De qué rincón de Agarta procedían? A orillas del mar de Windria no había pueblos que usaran barcos como ésos.
La reina levantó la cabeza y contempló el Reino Celeste. Según las leyendas, allí vivían los espíritus de las Atagairas muertas, que algún día bajarían de las alturas para reconquistar Agarta. ¿Serían ellas las invasoras?
Recordó otra fábula que todavía corría en tiempos de su madre. La Otra Atagaira, una tierra fría y montañosa en la que las remotas antepasadas de las Atagairas vivían bajo una luz cegadora que les quemaba los ojos y la piel. Por eso habían abandonado aquella tierra hostil y habían atravesado largos túneles entre las montañas para llegar a Agarta.
Las dos ideas eran absurdas. Las muertas, muertas estaban. En cuanto a la Otra Atagaira, al convertirse en reina había prohibido incluso mencionarla. Sólo podía existir Una Atagaira, el glorioso reino de Teanagari la Grande en la Tierra de Abajo.
—¿Qué hicieron después los invasores? —preguntó, desechando la cuestión del origen de esas otras Atagairas. Si para algo tenía un don Teanagari era para borrar de su mente, y no sólo de su mente, objetos, conceptos y personas.
—Lo mismo que habríamos hecho nosotras en una situación similar, majestad.
—¿Comparas a mis guerreras con la carne de argolla?
La capitana llevaba tanto rato con el rostro enrojecido que ya no podía ruborizarse más.
—También había guerreras entre ellos, majestad. Tal vez ésa era la razón, aunque...
A la reina le pareció ver una leve sonrisa en los labios de la hembra morena. ¿Qué le hacía tanta gracia?
Veremos si sonríe cuando la marquen con el hierro
, se dijo.
—¿Aunque?
—Quien estaba al mando era un hombre. Quiero decir, un macho.
—¿Atagairas dejándose mandar por un animal?
—
Tah
Kratos May no es un animal. Es uno de los mayores guerreros de Tramórea.
Teanagari se volvió hacia la prisionera. No había levantado la mirada para hablar, pero era inconcebible que se atreviera a tomar la palabra cuando por ser de una raza inferior ni siquiera merecía poseer el don del lenguaje.
Una de las guardias desenvainó la espada, agarró a la cautiva de los pelos y tiró de su cabeza hacia atrás, dispuesta a degollarla. Teanagari la contuvo con un gesto. Sin duda la insolencia de esa criatura merecía la muerte inmediata, pero tenía curiosidades que debía satisfacer antes.
—La próxima vez que esa hembra hable, córtale una oreja. Prosigue, capitana.
—A la vez que montaban su vivac, enviaron grupos de exploradores para reconocer el terreno. Supongo que buscaban leña, agua dulce y comida. Uno de esos grupos, formado por cinco machos y esta mujer, subió a la colina donde nos encontrábamos. Cuando se acercaron a nuestra posición, decidí que lo más apropiado era hacerlos prisioneros para averiguar las intenciones de los intrusos.
—Traes sólo dos cautivos. ¿Qué pasó con los demás?
—No éramos muchas, así que me parecía que seis prisioneros serían demasiados para manejarlos. Abatimos a dos machos con flechas y a otros dos con nuestras espadas. La pelea nos costó algunas bajas. Luego, cuando empecé a interrogar a estas criaturas, pensé que el asunto era lo bastante urgente como para galopar hasta aquí e informarte personalmente, majestad.
Zíndira levantó la barbilla al decir eso y la miró a la cara durante un instante.
Una joven ambiciosa
, pensó Teanagari. Ya decidiría qué hacer con ella, si castigarla o ascenderla. En cualquier caso, aunque la promocionara, tarde o temprano tendría que ejecutarla. Las mujeres con iniciativa podían ser útiles durante un corto tiempo, pero a la larga se volvían peligrosas.
—Está bien, capitana. Retírate unos pasos. Quiero interrogar a esta hembra que por algún extraño misterio habla el idioma de las mujeres.
La guardia que sujetaba a Baoyim tiró de sus cabellos para obligarla a levantarse.
Pagarás por esto
, se prometió ella.
Desde que aquellas extrañas Atagairas los capturaron, Baoyim comprendió que se hallaban en un buen aprieto. Razonar con Zíndira había resultado imposible. No era sólo que ella y sus subordinadas consideraran a Baoyim y Kybes como enemigos: lo desesperante era que ni siquiera los juzgaban seres humanos. Que ambos vistieran como tales, que hablaran o que poseyeran armas debía de parecerles algo accidental, como si se hubieran topado con unos monos o unos loros parlantes.
Obviamente, aquellas mujeres sabían de sobra que sus cautivos eran tan humanos como ellas. Fingir lo contrario debía ser, más que una costumbre, una norma impuesta por ley y destinada a convencerlas de su superioridad total sobre el resto del mundo. A menudo, Derguín le había dicho a Baoyim que admiraba a las Atagairas, pero que no podía evitar que le ofendiera su xenofobia. Si ellas eran xenófobas, ¿qué podría decirse de estas otras amazonas que moraban bajo un sol rojo?
Durante el viaje a la capital, Zíndira y sus guerreras los habían tratado con distante frialdad, como animales domésticos por los que no se siente demasiado cariño, pero a los que no se maltrata. Sin embargo, cuando los condujeron a presencia de su soberana, Baoyim se dio cuenta de que corrían un peligro mortal.
La reina Teanagari vestía con un lujo que en Acruria se habría considerado de mal gusto. Prácticamente todo lo que llevaba encima era de oro: la túnica de escamas que sonaba como una lluvia de metal cuando se movía, el pectoral labrado que representaba una escena de batalla, los pendientes y los aretes que perforaban de arriba abajo los cartílagos de sus orejas y las aletas de su nariz, la diadema que ceñía sus cabellos blancos. No faltaban ajorcas en muñecas y tobillos, anillos en las manos e incluso en los pies. Del cinturón que ceñía la túnica colgaba una vaina de piel de la que asomaba una empuñadura dorada con rubíes y zafiros engastados. Baoyim se preguntó si la hoja de la daga sería también de oro.
Pese a todo el brillo que adornaba su cuerpo, era el rostro de Teanagari lo que llamaba la atención. Su piel era demasiado blanca incluso para ser una Atagaira. Tenía el rostro surcado de venillas, y los iris eran tan transparentes que se veían rojos por los vasos sanguíneos del interior del ojo.
Mas lo que hizo que Baoyim sintiera un gélido escalofrío era cómo miraban esos ojos. La suya era una mirada vacía, opaca, propia de alguien que no escucha más que lo que quiere escuchar y que jamás ha sentido emociones compartidas con otros seres humanos. Las inflexiones y el ritmo de su voz también eran extraños, desacompasados. Cuando reía, lo hacía con carcajadas discordantes que no se correspondían con su gesto; era una risa que sonaba a ladrillo roto y producía la misma grima que la punta de una espada deslizada sobre una teja de pizarra. Desde el momento en que la vio, Baoyim comprendió que la amenaza que emanaba de aquella mujer era inmediata, que la muerte aleteaba a su alrededor como la sombra de un buitre de pico ensangrentado.
A pesar de eso, su orgullo la había vencido. Aunque se había repetido mil veces que no debía mirarla a la cara ni hablar a menos que se le preguntara, había acabado saltando. No podía evitarlo; ella era una Atagaira, y de las de verdad. Las Atagairas de Tramórea, las que vivían bajo un sol hostil, no se arrodillaban ante nadie ni reían como hienas los estúpidos chistes de su reina.
Para colmo, Baoyim había estallado por defender a un varón, un
macho animal
. Pero desde que conocía a Kratos May había aprendido a respetarlo. La estima en que lo tenía había crecido todavía más al ver con qué serenidad y eficacia había organizado a Invictos y Atagairas tras su llegada al extraño mundo que sus habitantes llamaban Agarta.
Pensó en qué ocurriría si de pronto apareciera allí Kratos, armado con su espada. Entonces, cuando lo viera moverse a una velocidad imposible y sembrar la muerte entre sus guardias, habría que ver si esa reina demente insistía en llamarlo «animal» y «carne de argolla».
Por desgracia, Kratos no aparecería. Tan sólo podía contar con Kybes, que manejaba muy bien la espada, pero no estaba iniciado en las Tahitéis.
—¿Quién te enseñó a hablar nuestro idioma, hembra? —preguntó la reina.
—Mi madre, Tildra.
—¿Y quién la enseñó a ella?
—Su madre, Baoglind.
—¿De dónde venís este animal y tú?
Baoyim miró de reojo a su compañero. Kybes seguía de rodillas y mirando al suelo, tratando de mostrarse tan inexpresivo como las losas de mármol que contemplaban. Se preguntó si debía contarle la verdad a la reina. No creía que fuera ninguna traición. Al fin y al cabo, ¿qué podían hacer esas mujeres? ¿Invadir Tramórea por el mismo túnel por el que habían caído ellos?
—Venimos de Tramórea —respondió por fin.
—No conozco ese país.
—No es un país, majestad. Es...
—No eres mi súbdita. Ni siquiera eres una persona. No tienes derecho a llamarme majestad.
Baoyim tragó saliva. No le tenía mucho cariño a su prima Ziyam, pero comparada con aquella mujer empezaba a parecerle razonable.