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Authors: Javier Negrete

El corazón de Tramórea (63 page)

BOOK: El corazón de Tramórea
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—Tramórea es nuestro mundo.

—Eso es absurdo —intervino la mujer gorda, que debía de ser la única con licencia para hablar sin que la reina le preguntara—. Agarta es el mundo. La Tierra abajo, el Reino Celeste arriba, el sol en medio. El puente de Kaluza uniéndolo todo. No existe nada más, salvo la propia Nada.

—Está bien, Kadmal —dijo Teanagari—. Imaginemos que esta hembra no estuviera loca, aunque sólo sea por divertirnos. ¿Dónde está ese mundo, esa... Tramórea?

—Fuera de éste.

—¿Cómo que fuera de éste?

Baoyim no sabía muy bien cómo explicarlo. Cuando aparecieron en el lago, el primero que había comprendido la extraña geografía de aquel lugar fue Darkos. Él había recurrido a la metáfora de los luznagos. Al ver que había lámparas de tela con insectos violetas, una variedad que no conocía, Baoyim dijo:

—Imagina que vosotras sois como luznagos y vivís dentro de ese globo. Nosotros seríamos como los mosquitos que acuden atraídos por el brillo y se posan en la parte exterior del globo.

—¿Mosquitos y luznagos? ¡Qué comparación tan absurda! He sido demasiado generosa al imaginar que no estás loca.

Su propio comentario hizo reír a la reina a carcajadas, como ya había ocurrido un par de veces durante la conversación con la capitana. Su risa tenía algo de escalofriante; era demasiado exagerada para una gracia tan anodina. Pero todo el mundo se desternilló con ella, salvo Zíndira. Y cuando dejó de reír, todas las demás interrumpieron sus carcajadas de súbito.

—Dice la capitana que habéis llegado en barcos, pero sin remos. ¿Es que sois tan ignorantes que no conocéis los remos?

—Los conocemos. Pero las naves en que hemos viajado son comerciales, y requieren bodegas más grandes para transportar las mercancías. Por eso no llevan remos. De todos modos, no puedo informarte mucho de esas cuestiones. Nosotras las Atagairas no navegamos, usamos las naves de nuestros súbditos de Pabsha.

—¿Qué has dicho? ¿Te has llamado Atagaira?

—Soy Atagaira, de la marca de Acruria, y tengo rango de capitana. Primero serví a la reina Tanaquil y luego... a la reina Ziyam.

Teanagari volvió a reírse, y en esta ocasión las carcajadas duraron más. Después le hizo un gesto a la guardiana. Ésta soltó los prendedores que sujetaban a los hombros la túnica de Baoyim. La prenda resbaló sobre su cuerpo y cayó a sus pies. Debajo no llevaba nada, porque sus captoras les habían requisado ropas y armas.

No hacía frío. Allí en Agarta no parecía hacer frío nunca. Pero a Baoyim se le puso la carne de gallina al verse desnuda y observada por tantos ojos.

—¿Desde cuando se ha visto una Atagaira con ese pelo y con esa piel? —preguntó la Reina, deslizándole los ojos por el cuerpo como si fueran dedos. Baoyim conocía de sobra ese tipo de mirada, y no le gustó.

—Las mujeres de mi raza son blancas como vosotras. Yo nací así, pero no soy la única. Hay más casos. Seguro que entre vosotras también nacen niñas morenas.

—Entre nosotras, cuando aparece una abominación así la matamos en el acto —la interrumpió la visir.

La reina se acercó aún más a Baoyim y se quedó mirándola al pecho. Después la tocó en el borde inferior del tatuaje, que nacía justo en la areola. Baoyim sintió como si la hubiera rozado una culebra, pero el pezón se le puso erecto a su pesar.

—¿Qué es esto?

—Ese caballo me lo tatuó la gran dragona Iluanka. Es la marca que demuestra que soy una guerrera Atagaira.

—Dices absurdos sobre absurdos, hembra. Ahora recibirás la marca que demuestra lo que eres en realidad.

Dos guardias sujetaron a Baoyim por los hombros, aunque con las manos atadas a la espalda poco habría podido hacer para resistirse. Otra se acercó a un brasero donde ardían maderas aromáticas ya casi carbonizadas e introdujo una barra de hierro en él.

—Dame eso —le ordenó la reina cuando sacó la barra del brasero. La punta estaba retorcida para formar una T que relucía al rojo vivo.

No voy a gritar
, se prometió Baoyim.

Cuando Teanagari puso el hierro candente sobre su pecho, justo encima del tatuaje, Baoyim apretó los dientes y resistió. Pero después la reina sonrió y le clavó la barra con saña. Un dolor insufrible le subió hasta la nuca y los ojos. Lo vio todo blanco, olió su propia carne quemada, y entonces no pudo resistirlo y aulló de dolor.

—Ahora ya sabes lo que eres —dijo la reina cuando retiró el hierro—. Una bestia rastrera, vulgar carne de argolla.

Baoyim se dio cuenta de que se había desmayado durante unos instantes. Si no se había caído era porque las dos mujeres la sostenían. Lo veía todo borroso a través de las lágrimas y de una neblina luminosa. El dolor de su pecho no era tan agudo como cuando el hierro la abrasaba, pero se hallaba justo en el límite que podía tolerar sin perder el sentido.

Kybes exclamó:

—¡Sois muy valientes contra enemigos atados y sin armas!

—¿Qué ha dicho el animal de los ojos amarillos? —preguntó la reina.

—Nada —musitó Baoyim. Apenas tenía fuerzas para hablar. Sólo quería dejarse caer al suelo, doblarse sobre sí misma y llorar hasta perder el sentido. El dolor iba y venía en oleadas, pero subía más que bajaba. «Me quiero morir», murmuró, «me quiero morir».

La reina le acercó el hierro candente hasta que Baoyim sintió su calor en la mejilla.

—¿Qué ha dicho el animal?

—Que hacéis esto porque estamos atados y no tenemos armas.

—¿Es que las bestias las usan? —La reina se apartó y se dirigió a la capitana Zíndira—. ¿Qué armas traían estas criaturas?

La capitana se volvió hacia una de las guardias, que llevaba un saco con algunas de las pertenencias confiscadas a los prisioneros. Tras rebuscar unos segundos, sacó la espada de Tahedo de Kybes y se acercó a la reina para enseñársela.

—Qué arma tan extraña y absurda —dijo Teanagari, examinando la hoja—. Curvada y con un solo filo. No sirve para nada.

—Es un algo propio de animales, majestad —opinó la obesa visir—. Tan tosca como los cuernos de un búfalo.

Las Atagairas de Agarta usaban espadas rectas y de doble filo, al igual que sus parientes de Tramórea. Pero Baoyim conocía bien los estragos que podía causar una hoja curva en las manos apropiadas. Y, desde luego, considerar tosca una obra de artesanía como la espada de Kybes tan sólo demostraba ignorancia.

La propia reina, pese a su comentario despectivo, debía de sentir cierta curiosidad por constatar las prestaciones del arma.

—Vamos a averiguar si este hierro torcido sirve para algo. ¿Quién de vosotras está dispuesta a destripar a este animal de ojos amarillos?

Todas las guardias levantaron la mano. Baoyim observó que la capitana Zíndira era la única que no lo hacía. No era extraño, pues en la emboscada había visto cómo Kybes mataba a dos de las suyas con ese mismo acero.

Teanagari eligió a una guerrera de más de uno noventa, de piernas largas y hombros cuadrados. La mujer se despojó de la capa y se quedó ataviada tan sólo con la coraza y el faldar. Las armaduras de aquellas Atagairas fascinaban a Baoyim. Las fabricaban con láminas de una madera muy dura, recubiertas de laca y cosidas con hilos endurecidos con resina. El conjunto era mucho más ligero que una coraza de metal y se veía resistente, aunque Baoyim se preguntaba si aguantaría el impacto directo de una lanza pesada o de la punta de una espada.

A Kybes le cortaron las ligaduras, pero también le quitaron la túnica. La reina parecía sentir un placer especial en contemplar a sus prisioneros desnudos, fuera por humillarlos más, por lujuria o por ambas razones a la vez. Pero Kybes no se encogió ni trató de taparse, sino que enderezó los hombros y ensanchó el pecho. Tenía un cuerpo fibroso, elástico y no demasiado velludo que despertó comentarios en voz baja entre Teanagari y su visir.

Cuando le entregaron la espada, Kybes la empuñó con la mano izquierda y usó los muñones de la derecha para equilibrarla asiendo el pomo. Después adoptó una guardia a media altura, proyectando adelante la punta de su arma, y aguardó.

La Atagaira desenfundó su propia espada, que rechinó pesada sobre el brocal. La hoja era casi un palmo más larga que la de Kybes. La mujer la levantó sobre la cabeza en guardia superior y se acercó a su rival con cierta cautela. Mientras tanto, sus camaradas la jaleaban y la animaban a cortar primero a Kybes por donde más se diferenciaba de ellas.

Después de amagar un par de ataques, la guerrera dio una larga zancada y lanzó un tremendo tajo desde arriba. Aquella espada debía pesar al menos tres kilos, y si hubiera alcanzado a Kybes le habría reventado la cabeza como una sandía madura. Pero el mestizo ya no estaba allí. En lugar de retroceder, interpuso su propia espada lo justo para que el golpe de la mujer resbalara por su hoja, al mismo tiempo que él se desplazaba a la derecha y avanzaba un poco, ganándole distancia a su rival. Después movió la espada en una maniobra muy difícil de seguir, como si quisiera desembarazarla del contacto con el otro acero, y se alejó de la Atagaira con un rápido salto.

Durante unos instantes pareció que no había ocurrido nada, que no se trataba más que de un ataque fallido de la guerrera y una defensa de su enemigo para salir del paso. Pero luego la mujer se llevó la mano izquierda a la garganta y empezó a toser. Un chorro de sangre brotó de su boca y salpicó las losas. La espada cayó de sus dedos y rebotó en el suelo con estrépito. Al arma la siguió su dueña, que se desplomó de espaldas entre angustiosos gorgoteos. Sacudió la pierna derecha dos o tres veces y después se quedó quieta. Ahora que la mano había dejado de cubrir el cuello, se podía apreciar que el único filo de la hoja de Kybes le había abierto una raja de lado a lado por la que todavía manaban borbotones de sangre.

Un gemido de consternación corrió entre las compañeras de la guerrera caída. Una de ellas desenvainó su propio acero e hizo ademán de abalanzarse sobre Kybes, pero la reina la contuvo.

—¡Alto! Se acabaron los duelos. —Teanagari se volvió hacia Baoyim y le dijo—: Ordénale al animal que deje su espada en el suelo y se ponga de rodillas.

—Dudo que me haga caso.

—Mejor será para él, si no quiere que mis guardias os hagan picadillo a ambos.

Por muy buena que fuera su esgrima, Kybes no era rival para veinte guerreras a la vez. Baoyim se lo dijo, y añadió:

—Ya llegará nuestro momento, Kybes. Te lo prometo.

El mestizo dejó la espada en el suelo con sumo cuidado, retrocedió unos pasos y se arrodilló. Con una sonrisa triste, miró a Baoyim y contestó:

—No tienes por qué prometerme nada. Sabes que no saldremos vivos de este lugar. Esta mujer está loca.

—¿Qué ha dicho? —preguntó Teanagari.

—Que sólo ha matado a tu guerrera porque tú le has ordenado combatir —respondió Baoyim—, pero que jamás se atrevería a levantar su espada contra una mujer verdadera por propia voluntad.

—Un animal dócil. Y como tal hay que marcarlo. ¡El hierro!

Cuando la propia reina le clavó el metal al rojo, Kybes tan sólo emitió un gruñido. Baoyim no se sintió por eso menos valiente que él. Sin duda a su amigo debía dolerle, pero no era comparable quemar a un varón en un hombro que a una mujer en un pecho. Volvió a mirarse la herida, que tenía cada vez peor aspecto, y se dijo:
Por todos los dioses juro que me vengaré. ¡Vaya que si me vengaré!

Por desgracia, ni los dioses eran ya buenos testigos ni Baoyim se encontraba en disposición de cumplir su palabra. Como bien había dicho Kybes, sospechaba que no iban a salir vivos de allí.

—Bien, hembra que se atreve a llamarse Atagaira —dijo la reina tras entregar el hierro al rojo a una guerrera—. Ahora quiero saber la verdad. ¿De dónde venís?

—Ya te lo he dicho. Venimos de Tramórea.

—Veo que insistes en tu absurda patraña. ¿Por qué habéis invadido mi país? No queda una sola mujer miembro de las familias reales de los Cinco Reinos. ¿Quién os ha sobornado para que vengáis a destronarme?

—Nadie nos ha sobornado, ni somos invasores. Llegamos aquí casi por accidente, y no pretendemos hacerle mal a nadie.

—Pero algo pretenderéis. Todo el mundo, incluso los animales, se mueve por intereses. ¿Cuáles son los vuestros?

—Nuestro mundo está en peligro. —Baoyim dudó. Decir que se hallaban en guerra contra los dioses no parecía muy prudente. No sabía a qué divinidades adoraban aquellas Atagairas subterráneas—. Se nos ha dicho que debíamos ir al puente de Kaluza y subir por él.

Para evitar que se abran las puertas del infierno
, completó mentalmente. Eso no lo diría de momento.

—¡El puente de Kaluza! —exclamó la visir.

—De modo que tu lastimosa horda de machos animales y Atagairas renegadas se dirige al puente de Kaluza —dijo la reina.

Baoyim comprendió que había cometido un error, pero ya era tarde para rectificar. Teanagari sonrió y se relamió los labios. Por primera vez, Baoyim se dio cuenta de que tenía los colmillos afilados como un carnívoro y un adorno de oro atravesándole la lengua.

—Pensé que mis ejércitos se aburrirían en la paz —dijo la reina—. Pero ahora nos divertiremos cazando. Cuando tus amigos se acerquen al puente, encontrarán a miles de guerreras esperándolas. Y descubrirán que las verdaderas Atagairas
jamás
toman como aliados a los animales.

Teanagari la agarró de la barbilla y se acercó tanto a ella que Baoyim pudo oler su aliento dulzón.

—Pero no creo que aprovechen la lección. En Agarta no hay sitio para más Atagairas que las mías. Cuando llegue la batalla y cacemos a los invasores, a los machos los castraremos y les haremos comer sus testículos, y a las prisioneras las despellejaremos, y tú oirás sus gritos antes de morir.

Después de decir eso, la reina le dio un beso fugaz en la boca. Cuando su lengua se coló entre sus labios, Baoyim tuvo la impresión de que la había lamido una serpiente.

REINO DE BEARNIA, AGARTA

T
ras la tromba de agua que empapó a los expedicionarios, el aire se había quedado mucho más limpio, tan diáfano que podía verse a muchos kilómetros de distancia. Darkos contemplaba asombrado aquel nuevo mundo. Habían llegado la víspera, pero un solo día no bastaba para acostumbrarse. Ni siquiera un año entero sería suficiente.

Darkos acababa de subir con su padre y otros oficiales a una atalaya que sobresalía por encima de los árboles de la jungla. Había muchas torres vigías como ésa, repartidas a lo largo de la calzada por la que marchaban Invictos y Atagairas. Nimaz, el joven varón Atagairo que llevaban como guía, les había dicho que se trataba de un sistema de almenaras, y que la poderosa reina Teanagari lo había hecho construir para controlar mejor sus dominios. Aunque la armazón de la atalaya era de madera, el mirador tenía paredes de piedra y suelo enlosado. En el centro había un gran brasero lleno de leña y ánforas de aceite tapadas con cera. Todo ello estaba protegido de la lluvia por una cubierta de hule que se retiraba cuando había que encender la hoguera y enviar la señal luminosa a la siguiente almenara.

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