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Authors: Javier Negrete

El corazón de Tramórea (64 page)

BOOK: El corazón de Tramórea
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Mientras su padre deliberaba con la capitana Kalevi, los generales Frínico y Abatón, y también con Gavilán, Darkos miró hacia lo que, según Nimaz, era el sur. No tenían más remedio que creerlo, aunque en un lugar donde el sol no salía ni se ponía resultaba difícil establecer puntos cardinales.

Oteando en esa dirección, no tardó en divisar el lago en el que habían aparecido. En realidad, el mismo lago había surgido con ellos después de atravesar las entrañas del mundo, y sus aguas no eran dulces sino saladas, pues procedían del mar de Kéraunos. Allí habían dejado los barcos al cuidado de Mihastular y sus marineros, más algunos Invictos y Atagairas que habían quedado demasiado maltrechos como para seguir adelante por sus propios medios.

Parecía milagroso que después de aquel vertiginoso descenso tan sólo hubieran muerto tres personas. En cuanto a los barcos, todos tenían vías de agua y otros desperfectos, pero seguían siendo aptos para navegar. La única nave que faltaba era el
Karchar Gris
, el transporte de caballos donde iba Ahri. Las Atagairas que navegaban en el
Cormorán
, la última nave engullida por el abismo, aseguraban que habían visto cómo el
Karchar Gris
lograba escapar hacia Zenorta.

Darkos se preguntó qué pensaría el Numerista después de ver cómo los demás barcos eran devorados por un remolino gigante. Seguro que creía que estaban todos muertos, y que él había quedado abandonado en los confines de Tramórea con las cuarenta y cuatro personas que viajaban con él.

Él mismo se pellizcaba a ratos el antebrazo. Así comprobaba que le dolía y que seguía vivo. En su breve existencia había presenciado ya demasiados horrores, pero nunca había visto tan cerca los ojos de la muerte como en aquella sima sin fondo.

Recordaba con escalofríos el momento en que el descenso al abismo se había convertido en subida. De pronto sintieron que dejaban de caer con la proa por delante para quedarse clavados en el aire, y un instante después se precipitaron en sentido contrario.

—¡El mohoga! —gritó el proel señalando hacia popa.

El tamaño de aquel gusano era indescriptible. Sólo la cabeza, plagada de arrugas y protuberancias como la de una yubarta, llenaba toda la anchura del túnel. Pero además, gracias a que su cuerpo no estaba hecho de carne sino de una sustancia transparente y gelatinosa, podían ver que se prolongaba cientos de metros hacia abajo. Unas venas que debían ser más gruesas que los mástiles de la
Lucerna
recorrían toda su longitud, y por ellas fluía una especie de icor luminoso que alumbraba la oscuridad de la sima.

Las mandíbulas del monstruo se abrieron como los pétalos de una inmensa flor, y de su garganta brotó una lengua translúcida que se hinchó en forma de inmensa seta.

Según el proel, el mohoga hacía diez años de digestión. Darkos cerró los ojos y, por si todavía quedaba alguna divinidad piadosa en el mundo, rezó por que su final fuese más rápido que eso.

De repente, se encendió una luz tan intensa que atravesó incluso los párpados cerrados de Darkos. El muchacho abrió los ojos y vio que era Linar. El Kalagorinor seguía flotando o volando entre los barcos, rodeado por una burbuja azulada que había brotado de su vara. Las paredes de la burbuja se hincharon a toda velocidad y un segundo después habían engullido a barcos y hombres.

En el interior de la enorme pompa todo era silencio y quietud. Darkos descubrió que no podía moverse, o que tal vez no quería. No sentía necesidad de aire ni de ninguna otra cosa. Se preguntó si aquello era estar muerto o si se encontraba en un limbo antes de cruzar el umbral de la verdadera muerte.

Es la magia de Linar
, se respondió a sí mismo.
Nos está protegiendo
.

Al menos podía girar los ojos dentro de las órbitas. A través de las paredes de aquella enorme burbuja comprobó que se estaban moviendo. Ya no sabía si subían o bajaban, pues no notaba ninguna sensación en el estómago; pero era evidente que se dirigían hacia la luz roja al final del túnel, empujados por el mohoga, cuya lengua gigante, si es que era una lengua, se había aplastado contra la burbuja protectora y presionaba contra ella.

Después, Darkos lo vio todo blanco durante un momento, y cuando se quiso dar cuenta habían salido a cielo abierto.

Si es que a eso se le podía llamar cielo.

—¡Ay!

Darkos no necesitó pellizcarse esta vez. El picotazo de aquel enorme mosquito fue más doloroso que sus propias uñas. Lo aplastó de un palmetazo y luego se limpió con el faldón de la túnica. No había visto en su vida insectos como los de aquella selva. Aquel mosquito era tan largo como su dedo meñique, y había arañas peludas que parecían ratones, y escolopendras naranjas de casi dos pies de largo. Incluso los terones de vivos colores que sobrevolaban la selva eran mayores que los de Tramórea, y según Nimaz tenían plumas.

El cielo. Darkos estaba pensando en el cielo de este lugar tan diferente. El de Tramórea era azul y se extendía de horizonte a horizonte. Lo que uno esperaba del cielo, en resumidas cuentas.

Pero aquí, en primer lugar, no había horizonte.

Más allá del lago se extendía una vasta jungla. En realidad, allí todo era bosque. Un bosque muy espeso en el que los árboles, como matones de escuela, pugnaban por ver quién era más alto y conseguía tapar a los demás. Sus gruesas raíces desgajaban el suelo húmedo y oscuro, y entre los troncos colgaban lianas y enredaderas que había que romper a golpe de cuchillo para abrirse paso.

Era comprensible que una de las obsesiones de las Atagairas que dominaban aquel lugar fuera roturar terrenos y construir calzadas. Según su guía, había que trabajar sin cesar para conservar esos caminos en buenas condiciones. El propio Nimaz formaba parte de las brigadas de mantenimiento, un ejército de cinco mil varones Atagairos que arrancaban los hierbajos que invadían el pavimento, talaban los árboles de los márgenes y volvían a colocar los adoquines desnivelados y sustituían los que se encontraban rotos. En la lucha contra la naturaleza salvaje de Agarta, la reina no estaba dispuesta a ser derrotada.

Empeño que no debía ser fácil, pues el bosque se extendía en casi todas direcciones; una inmensidad verde que al principio Darkos percibía más bien de color pardo. Pero sus ojos se iban acostumbrando a la luz rojiza que predominaba en Agarta y poco a poco lo interpretaban todo de una forma que casi le parecía correcta. Por ejemplo, el oceáno que se extendía al oeste de la atalaya y que según Nimaz se llamaba mar de Windria. Al primer vistazo se le había antojado violeta, pero ahora ya casi lo veía azul.
Casi
.

Había más rarezas. Mirando más a lo lejos, tanto el bosque como el mar se acababan difuminando en la distancia hasta convertirse en un borrón, una ancha franja rojiza que flotaba sobre el paisaje y que era lo que más podía parecerse a la extensión azul que en Tramórea consideraban el cielo. A esa franja, Nimaz la había llamado «la Nada».

Lo curioso era que, antes de llegar a la Nada, el bosque parecía subir, como si trepara por unas paredes curvas. Y lo que resultaba más chocante era que lo mismo le ocurría al mar.

Durante la travesía, el capitán de la
Lucerna
le había dejado trepar a la cofa un par de veces. Desde allí, Darkos podía girar en derredor y comprobar que se hallaba en el centro geométrico de un mundo azul, un vasto círculo de agua trazado a compás. Pasado ese círculo no podía ver más pues la superficie del mar se curvaba hacia abajo ocultándose de su vista. Encaramado en la cofa, Darkos no podía comprender cómo algunos marineros creían que el mundo era plano como un disco: allí tenían la prueba evidente de su forma esférica.

Pero el mar de Agarta tenía una forma incorrecta, pues se curvaba
hacia arriba
. Era como si estuvieran en el centro de un enorme cuenco. Aunque no resultaba fácil apreciarlo, porque la distancia difuminaba aquella curvatura hasta que el mar desaparecía absorbido por la franja rojiza de la Nada.

—El mundo es Agarta —les había dicho el joven Nimaz. Como todos los varones Atagairos, era bajito, de rasgos achatados y pelo negro y fino—. Agarta se divide en la Tierra de Abajo, la Nada y el Reino Celeste.

Obviamente, ellos se encontraban ahora en la Tierra de Abajo, una vasta región que se extendía en todas direcciones hasta lugares que las Atagairas todavía no habían explorado. Según sus leyendas, cuando uno se alejaba mucho del norte encontraba países donde la vegetación, el agua y la tierra eran cada vez más inmateriales y difusos. Pero el viajero que se atrevía a aventurarse allí no se hundía en aquel suelo tan evanescente como el aire, pues él mismo perdía sustancia y se convertía poco a poco en uno de los fantasmas que poblaban aquellos parajes. Y si ese imprudente viajero se empeñaba en seguir caminando hacia el sur, al final se desvanecía del todo.

—Por eso no es bueno viajar hacia el sur —les había dicho Nimaz—. Aquí, en el norte, se encuentra el centro del mundo. ¡En el sur sólo está la Nada!

Del mismo modo que la Tierra de Abajo se difuminaba hasta convertirse en la Nada, si uno seguía subiendo la vista esa Nada empezaba a tomar forma como si se materializase de nuevo, hasta transformarse poco a poco en un paisaje suspendido sobre sus cabezas. Allí, en las alturas, había tierras, montañas y mares, y muchas manchas blancas que podían ser nieve, o tal vez nubes. Era como tener un mapa gigantesco colgado encima de sus cabezas. Pero ese mapa no era plano, sino cóncavo, como si lo hubieran pintado en la vasta cúpula del cielo.

—El Reino Celeste —les había informado Nimaz, señalando hacia arriba—. Allí moran las almas de las Atagairas muertas.

Era un panorama que mareaba. Sobre todo si uno se fijaba en la colosal estructura que unía la Tierra con el Reino Celeste, el puente de Kaluza.

Darkos giró sobre sus talones y miró hacia el norte. En Agarta, el norte era toda dirección que señalase al puente de Kaluza y el sur cualquiera que se alejase de él.

Su padre estaba discutiendo con Nimaz precisamente por causa del puente. Kratos se empeñaba en que tenían que llegar hasta él y cruzarlo o subirlo. Mientras, Nimaz sacudía la cabeza a los lados. Soyala, la joven guerrera encargada de custodiarla, tradujo sus palabras:

—No se puede pisar el puente. Dice que lo prohíbe el dios de la montaña Estrellada.

—¡La montaña Estrellada! —repitió Kratos, como si el nombre despertara algún recuerdo en él—. ¿Es esa de ahí?

Nimaz asintió. Todos miraron hacia el nordeste. Aquella montaña se elevaba magnífica y solitaria sobre la selva. Sus faldas estaban pobladas de bosques, pero conforme aumentaba la altitud las laderas raleaban cada vez, hasta convertirse en roca pelada y surcada de profundas grietas. La cumbre estaba cubierta de nieve que bajo la luz de aquel sol se veía ensangrentada.

Darkos ignoraba si la montaña Estrellada era tan alta como las de Atagaira. Pero lo que sí sabía era que parecía un guijarro comparada con lo que se levantaba más allá.

Según Nimaz, la base del puente de Kaluza se hallaba todavía a más de ciento cincuenta kilómetros. A esa distancia, cualquier accidente geográfico debería haberles parecido pequeño. Pero el puente no. En Tramórea, para tapar el sol de la vista bastaba con estirar el brazo y poner delante de él la punta del pulgar. Sin embargo, para abarcar la anchura de los pilares del puente Darkos tenía que separar las manos tanto que sus brazos formaban un ángulo recto.

Al subir, esos pilares se iban juntando, hasta que muy por encima de las nubes se estrechaban en un cilindro blanquecino, atravesado por estrías verticales como la columna de un templo. «Estrecharse» era una forma de hablar. Seguramente la montaña Estrellada habría cabido más de diez veces dentro de aquel cilindro.

La columna subía, subía, subía. Curiosamente, a partir de cierto punto las nervaduras que la recorrían se veían más nítidas. Pero la visión cambiaba más arriba. Aquella columna blanquecina se teñía de carmesí y se difuminaba hasta convertirse en un borrón. Pues justo en el cénit, en el punto más alto del cielo, se encontraba el sol de Agarta, que a aquella hora brillaba de color rojo tras haber pasado por el naranja del mediodía. Era mucho más grande que el sol de Tramórea: para taparlo no bastaba con el pulgar, sino que hacían falta cuatro dedos juntos.

Aunque, en realidad, no era necesario taparlo. Cuando Darkos era pequeño, su madre le había advertido que no debía mirar fijamente al sol. «Si lo haces, te quedarás ciego.» En cambio, si uno observaba mucho rato al sol de Agarta lo peor que le ocurría era que luego se le quedaba una mancha verdosa en la vista que no tardaba en desvanecerse.

Alrededor del sol flotaba un halo neblinoso en el que parecían distinguirse unos anillos. Más allá de ese halo, que ocultaba parte de los detalles del Reino Celeste, el puente de Kaluza continuaba subiendo. La primera vez que Darkos quiso seguir su trazado más allá del cénit del cielo, torció tanto el cuello que estuvo a punto de caerse hacia atrás. Luego comprendió que era más cómodo girar ciento ochenta grados, aunque eso suponía dejar a su espalda los pilares del puente. Pero abarcarlo de un solo vistazo era un empeño complicado que sólo producía vértigo.

Por fin, tras surcar el vacío, el puente llegaba al Reino Celeste. Allí, la columna volvía a separarse en pilares, apoyados sobre una isla rodeada por un vasto océano suspendido del techo de la inmensa cúpula.

Parece una columna
, pensó Darkos,
pero es un puente porque une dos mundos
.

Al menos, eso debían de creer los habitantes de Agarta. Porque los viajeros de Tramórea habían llegado a otra conclusión el día anterior. Darkos estaba orgulloso de ser el primero al que se le había ocurrido.

—¡Es como una lámpara de luznago! —había exclamado.

—Explícate —le dijo su padre.

—Nuestro mundo es como la lámpara, pero por fuera. Nosotros somos los mosquitos que se posan en el globo y caminan sobre él. Pero ahora nos hemos convertido en luznagos: ¡estamos dentro del globo! Sólo que no podemos volar y estamos pegados a las paredes de dentro.

—Pues es una lámpara grande del carajo —dijo Gavilán.

—Tanto como Tramórea, pero vista por la parte interior.

—Dime una cosa, muchacho listo. Si estamos dentro de un globo, ¿por qué al mirar hacia allí no se ve nada? —preguntó Gavilán, señalando hacia la franja que poco después descubrieron que, en efecto, era conocida como «la Nada».

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